Secretos
Mientras el conde se deleitaba recorriendo una y otra vez el delicado cuerpo de su esposa, Isabel hacia un gran esfuerzo por fingir que aquello era de su agrado. Y sucedía que no le era del todo desagradable, además, le había tomado un enorme aprecio. Sin embargo, prefería el cuerpo de Leonor para satisfacerse.
—¡Basta ya!
Vociferó Leonor saliendo de su escondite detrás de las gruesas cortinas de terciopelo rojo.
—¡Deteneos!
Los ojos de Isabel casi se desorbitaban por la sorpresa y el temor, mientras que José Francisco desconcertado, intentaba detenerla para que no continuara golpeándolo con furia.
No le quedó más remedio que empujarla para sacársela de encima.
-—¡Suficiente! ¡¿Acaso os habéis vuelto loca?! ¡¿Que significa todo esto?!
—¡Explicadle! ¡Decidle que sois solo mía! ¡Decidle!
—¿De que habla?
—Pasa que vuestra mujer es más mía que vuestra. Pasa que cuando no estáis, nos amamos sin freno.
—¡Calla! —ordenó Isabel, iracunda.
—¿Es cierto lo que dice?
—¡Claro que es cierto! ¡¿Es que acaso no habéis notado el asco que le
provocais?!
—¿Es verdad?
Le preguntó a su mujer con lágrimas rodando por sus mejillas. El silencio de ella al bajar la mirada se lo confirmó.
—¿Habéis estado retozando con esta moza? ¿Por eso de tanta insistencia para que se quedase a vuestro servicio?
—¡Si! —aceptó por fin su mujer.
—Que asco...y que vergüenza. ¿Has fingido todo este tiempo? ¿Por eso tanto rechazo?
—¡No! ¡Yo te quiero!...
—¿Pero...?
—Pero no deseo su cuerpo. No he sido hecha para varón. ¡No me gusta, no me sienta bien!
—Lamentablemente es conmigo con quien está casada, Doña Isabel...
—Tened un poquito de dignidad conde...—dijo Leonor, cuyo atrevimiento fue o premiado con un puñetazo en la cara, mismo que le hizo sangrar copiosa mente por la nariz.
—Ya que has decidido ocupar el lugar de un hombre en el lecho de mi esposa, tal vez podáis soportar un castigo semejante, arpía...
—¡Patadas de ahogado!
Se atrevió a seguir retándolo. Solo consiguió un puntapié en las costillas. Aún así, entre gemido y gemido, Leonor reía.
En medio de arcadas, el conde se fue sin que supieran dónde.
Con él corazón destrozado y la honra pisoteada, José se perdió en él bosque por días, llorando amargamente su pena.
No conforme con hacerle polvo la dignidad, esa maldita perra malagradecida se mofó en su cara.
Pensó en quitarse la vida. Pero eso les habría facilitado las cosas. ¡No, eso no se iba a quedar así!
Al ser un noble, José Francisco tenía muchos contactos, muchas influencias en con el clero y con el Virrey, mismas a las que rara vez apelaba.
Yo lo conocí en su peor momento. Me tocó secar sus lágrimas y convencerlo de desistir en su intento de degollarse a sí mismo.
En ese tiempo yo vivía escondida en el bosque donde lo encontré, huyendo del Santo Oficio que me buscaba para asarme.
Mi nombre es Soraya, pero todos me conocen por "La Mora" y, a partir de ese momento, la protegida del buen conde de Alcalá, a quien Alá ha dado la compasión para abrigarme bajo sus alas.
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