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Maldición

Isabel se separó de él mientras lo miraba con horror.
—¡¿Porqué?! ¡La torturarán y la matarán!
—Así es.
—¡No fue su culpa! ¡Ni mía!
—¿Entonces de quien fue? ¿Mía?
—¡Por favor, Leonor no lo merece!
—«Leonor»... Aunque quisiera, qué no quiero, no puedo hacer nada ya. Nada hará que la dejen ir.
—¡Sois malvado!
—Sí, lo soy. Cuando me traicionan, lo soy —se acerca— ¡Cuando me engañan y me humillan, lo soy!
—Todo se paga, José.
—¿Me amenaza?
—No es necesario, ya estáis maldito. ¡Os maldigo! ¡Cada lamento de su dolor lo escucharéis por siempre! ¡No habrá más alivio que la muerte para vos!

El dedo acusador y la mirada inyectada en rencor, en odio, hizo efectiva su maldición sobre el conde quien, a partir de entonces, escucharía como si estuviese ahí, cada sonido proveniente de la mazmorra donde encarcelaron a la moza y donde le aplicaban un cruel tormento para hacerle confesar algo que nunca hizo.

Isabel intentó rescatarla, pero al ser mujer de esa época y sin el apoyo del Conde, nada pudo hacer.

En el fondo, él estaba arrepentido, pero en verdad, nada podía hacer.

Ahora que conocía el amor verdadero en brazos de Soraya, vio el mal que había provocado.
Ahora que mantenía amores con la mora, quien lo consolaba cuando sus pesadillas lo atormentaban
entendía lo que unía a Leonor e Isabel .

Pero esas pesadillas, no eran más que la manifestación de sus remordimientos y de las culpas que ya no lo dejarían dormir una noche entera nunca más.
Leonor fue declarada culpable por el Santo Oficio y condenada a la hoguera.

Isabel huyó de casa del conde, quien extremadamente demacrado, suplicó su perdón, mismo que le fue negado.
Soraya solo podía ver a su amado conde irse consumiendo día a día por la culpa y el tormento.
No sabía que tan cierta era la maldición que Isabel le lanzó; lo que si era cierto, era que José Francisco imploraba piedad por las noches ante los terribles lamentos de dolor que provenían del calabozo.

—¡Debo salvarla! ¡Tal vez así termine esto!
Levantó la cabeza del regazo de Soraya, enjugó sus lágrimas y corrió apresurado a lomo de caballo, hasta edificio donde mantenían prisionera a la moza Leonor, totalmente maltrecha y vejada por los métodos bestiales de la inquisición.

Pidió audiencia con la presa y, aunque reacios, se la concedieron. Al entrar, vio a Isabel sosteniendo en sus brazos a una Leonor casi muerta.
Ellas no advirtieron su presencia y pudo apreciar él inmenso cariño que había nacido entre esas dos mujeres.
Con besos tiernos y cuidadosos —cómo los que la mora le prodigaba cada día y cada noche—, como para no maltratar aún más su cuerpo tan lastimado, le decía a susurros cosas que tranquilizaban su temor.
Le contaba de la gracia de Dios, pero no ese dios que blandían esos hombres como justificación para matar, sino el Dios verdadero y piadoso qué a ella le parecía, era el más real.
Le prometió que se encontrarían en otra vida y no se separarían nunca más.
José Francisco escuchó aquello y se conmovió hasta él llanto, que ahogó él ruido de algunas cadenas que arrastraban muy cerca.

Leonor murió en brazos de Isabel y no la alcanzarían las llamas. El Conde, se fue sin saber que Isabel no saldría de esa celda. Se había entregado porque quería morir con ella, con su amada Leonor.

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Como cuando te haces llorar tú sola. 😿😿😿

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