
El precio de la venganza
El conde madrugó ese día. Soraya aún dormía, pero el ruido la despertó.
Él le sonrió sin muchas ganas. Ella lo miró intuyendo algo.
—Buen día, señor conde.
—Buen día Soraya. Descansa, no tienes que hacer nada.
—No quiero estar aquí.
—Lo sé. Quédate, no tardaré mucho.
Se sentó en la cama y tomó su mano para besarla.
Se levantó ya para salir, pero apenas abrió la gran puerta de madera maciza, entró Isabel, quien apenas había dormido.
-—¡¿No os avergüenza retozar con el marido de otra?! —Reclamó Isabel, acercándose a Soraya, quien cubría su desnudez con las mantas.
—No incomodéis a mi invitada e id a revolcaros con vuestra moza.
—¡Todavía sois mi marido!
—¿Y ahora es que lo recuerda, señora? Salga de aquí, no me obligue a emplear con vos más fuerza de la debida. Y cuidado con incomodar a mi invitada, que todo mal rato sufrido por ella, vuestra merced lo pagará con dolor —se dirige a Soraya—. Cualquier desaire o mala disposición para con vos, hacédmela saber. De ésta —mira a Isabel con infinito rencor—, o de cualquiera.
José sale el Isabel va tras él. Intenta contentarlo. En verdad le dolió ver que aquellos ojos tan inundados de amor días atrás, ahora la miraban con tanto desprecio.
Se sabía culpable, pero aún así le dolía. Al verla, Leonor le tapó él paso para que no lo siguiera.
—Por lo visto "dignidad", es una palabra que desconoce, mi señora.
—¡Callád! ¡De no ser por vos, esto no estaría sucediendo!
—¡¿Y qué?! ¡Vos sois mía, mía y nada más!
Isabel la tiró al piso de un bofetón.
—¡Estúpida! ¡Tu nadie! ¡Yo soy tu dueña y si quiero, te desecho! ¡Lo has arruinado todo! ¡Todo!
Temerosa, la mora y todos escuchaban el griterío.
Isabel se encerró en su habitación. Su pecho ardía de celos y rabia al saber que todas las gentilezas y consideraciones del conde, ya no serían más para ella.
Lloró amargamente por horas. Después de todo, el conde nunca le fué tan indiferente y hasta ahora se daba cuenta. ¿Porqué no podía sentir deseo también? ¿Por qué estando tan enamorada, no era como otras mujeres?
Estaría atada a un hombre que la adoró y ahora la despreciaba.
Llena de ira, Leonor casi tira su puerta con los puños.
—¡Abrid! ¡Abrid he dicho!
Mientras tanto, en la sede del Santo Oficio, el Conde esperaba la audiencia con uno de los clérigos.
—Conde, buen día ¿que os trae por aquí?
—Un penoso asunto, sin duda.
—Tomad asiento. Contadme.
—Gracias. Debo haceros una denuncia. Se trata de Leonor Gómez, una de las mozas de mi casa.
La mirada del conde le dio a entender con claridad lo que necesitaba.
—¿Qué ha hecho?¿De qué habremos de acusarle?
—Hechicería, herejía, no me importa. No es lo que en verdad me interesa. He encontrado a la mora.
—¿También la vais a entregar?
—No.
—¿Cómo que no?
—Le entrego a la moza en su lugar. Quiero a la mora para mí.
—Eso no es posible.
—¿Cuánto me costará hacerlo posible?
—¿Cuánto estáis dispuesto a pagar, conde?
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