2
Martín estaba sentado al lado de su padre, contemplando las velas en la mesa y los platos servidos en vajilla de plata. Todos sus invitados asistieron a pesar de que algunos de ellos siempre faltaban a sus fiestas. Era su cumpleaños número dieciocho, cuando los secretos de los Valdivieso se revelarían ante él. Martín apretó los labios, sintiendo cómo se le revolvía el estómago ante la visión del cerdo asado puesto en medio de la mesa. Todos estaban comiendo, podía escuchar los cubiertos chirriando contra el plato, las risas, el sonido de dientes masticando la carne. Comenzaba a sentirse muy enfermo.
—¿Te estás divirtiendo Martín? —Su padre, Arturo Valdivieso, lo tomó del hombro, sacándolo de su ensimismamiento. El chico se sobresaltó al verlo, era un hombre imposiblemente blanco, hasta el punto en que a veces parecía enfermo, tenía el cabello plateado, producto de canas prematuras y ojos azules, profundos. Ofrecía una visión tan irreal que, a pesar de conocerlo de toda la vida, su presencia le generaba mucha inquietud.
Martín no se parecía a su familia en lo absoluto. Su hermana, Sofía, era idéntica a su progenitor, con la misma sonrisa de dientes blancos y venas azules que se marcaban en sus muñecas. Ella era menor que él, pero se veía como una adulta con su vestido de volantes, cabello lacio de color rubio cenizo, labios pintados de rojo intenso y las pestañas tupidas. Ella se quedó fuera del salón, celebrando con los miembros más jóvenes de la familia, cuando se despidió de ellos había echado un vistazo al cuadro que ofrecían, todos juntos parecían un montón de fantasmas deambulando en el jardín.
Era su madre a quien se sentía más cercano, pero incluso con ella apenas compartía rasgos en común, quizás podría rescatar aquellos ojos rasgados o los labios en forma de corazón, pero fuera de eso su madre seguía siendo una mujer blanca, de cabello dorado y ojos verdes.
Martín le había preguntado en varias ocasiones si era un niño adoptado, era lo único que se le ocurría para explicar porque era tan diferente al resto, entonces la mujer le mostró un cuadro de su tátara abuelo, un hombre negro con los ojos de un verde casi sobrenatural y cabello rizado, cuya piel parecía brillante como la obsidiana y permanecía sentado en una elegante silla de madera, utilizando un traje de tres piezas y viéndose demasiado joven para tener hijos.
Enseguida se dio cuenta que ambos tenían mucho en común, quizás la piel de Martín era un poco más clara, la nariz más fina y tenía los ojos oscuros, pero sin duda pudo verse reflejado en aquel hombre al que no conocía de nada. Su madre le había regalado el cuadro unos años atrás y fue muy extraño darse cuenta que sentía una conexión más fuerte con esa pintura que con la mujer que lo trajo al mundo.
—¿Martín? —Su madre lo miró con preocupación, como si quisiera levantarse de la mesa y tocar su frente. La algarabía a su alrededor solo estaba consiguiendo que Martín se sintiera aún más miserable.
—E-estoy b-bien, sólo un p-poco c-c-cansado —respondió. Una sonrisa suave apareció en sus labios. Tenía ganas de vomitar, pero era experto fingiendo ante las miradas ajenas. Tenía un entrenamiento de dieciocho años, a pesar de la ansiedad que lo invadía en eventos sociales, todavía podía mantener un rostro de elevada indiferencia.
—Reponte hijo, esta noche te convertirás en un adulto —advirtió en tono jovial. Martin se le quedó mirando unos segundos antes de negar con la cabeza.
—S-si m-madre—su voz sonó lejana y carente de emoción. Aunque estaba tratando de no decepcionar a sus padres, le era imposible mostrarse feliz ante ellos. La fiesta era opulenta, la gente alrededor parecía estar pasándolo en grande, pero él sólo podía pensar en una persona: Jacinto.
—¿Tienes algo que agregar antes de la ceremonia? —Su padre le habló, sacándolo de su ensoñación. Había utilizado los últimos veinte minutos explicando las tradiciones de la familia y como era el turno de Martin de guiarlos a un futuro próspero y brillante. Sinceramente a él le había dado igual, lo único que necesitaba en ese momento era que todo se terminara para correr al baño y devolver el contenido de su estómago. No tenía ganas de dar un discurso, pero la mirada de su padre le dijo que no admitía réplicas, de hecho, le obligó a escribir uno el día anterior y lo ensayó hasta que se lo aprendió de memoria. Se suponía que era una forma de que tartamudeara lo menos posible, pero la mirada del hombre sólo consiguió que se pudiera más nervioso.
Aún así, se puso de pie y repitió las palabras que su padre quería escuchar, justo de la manera en que le había enseñado. Todo el tiempo el hombre asentía con la cabeza, mirándolo con aprobación. Por lo menos uno de ellos lo estaba pasando bien esa noche.
Cuando su voz murió en su garganta, justo como una marioneta siendo abandonada por un ventrílocuo, las cosas comenzaron a moverse con rapidez. Su padre guio a todos a la sala de fiestas, que había sido adornada en secreto debido a que el día anterior Martin todavía era considerado "un niño" y no se le permitía acceder a esos espacios.
Por eso mismo se sorprendió al entrar y encontrarse con una escena de lo más desconcertante. Era un salón enorme con un candelabro en el techo y adornado con velas. Las cortinas eran negras y no dejaban pasar la mínima luz de afuera, Martin ya había notado como las ropas de los presentes estaban coordinadas en trajes y vestidos negros, bordados en plata. Su traje, en cambio, era blanco con detalles dorados.
Rápidamente el ambiente se transformó y Martin pudo sentir como su pulso se aceleraba. Apretando los labios se dio cuenta de que los invitados comenzaban a colocarse las máscaras, parecían estarse preparando para un baile de disfraces.
"Al fin y al cabo" pensó "esto no es muy diferente al baile de los muertos en el pueblo". Luego se mordió el labio, temeroso de que su padre pudiere inmiscuirse incluso en sus pensamientos más íntimos.
—Esta noche —dijo su padre—. Martin será coronado por Herne como uno de los suyos y se comprometerá a continuar nuestra misión, acabando con el mal que se esconde en los bosques de estas tierras bárbaras. Hoy hará honor al legado que carga y se unirá al resto de la familia como sangre nueva.
La voz de su padre se escuchaba lejana, resonaba en su cabeza como un hecho, pero Martin no estaba entendiendo lo que pasaba, solo pensaba en Jacinto, en su sonrisa y en cómo se había marchado repentinamente. Apenas reaccionó cuando su madre se acercó a él, portando la misma indumentaria que el resto, un vaporoso vestido negro con bordados plateados y un antifaz, sin embargo, en sus manos cargaba una especie de máscara, parecida a una monstruosa cabeza de ciervo, con astas grandes y retorcidas.
Martin quiso dar un paso atrás, sorprendido por el giro de los acontecimientos, pero su padre lo sostuvo de los hombros, obligándolo a permanecer en su lugar.
Su madre le sonrió, como intentando tranquilizarlo, pero el gesto no funcionó. Martin estaba aterrorizados, notando como se encontraba frente a todo el mundo, teniendo el papel principal en aquella fiesta de pesadilla. No tenía idea de lo que estaba sucediendo, pero no le gustaba, sobre todo, conociendo lo desagradables que podían ser los ritos de la familia, tenía miedo de que de repente le informaran que tenía que comer el corazón latiente de un ciervo o lo echarían de la familia.
—Mamá... —murmuró.
—No te preocupes cariño, todo estará bien —su voz fue un susurro que se arrastró en medio de la oscuridad. Martin apretó los puños, sintiendo como le colocaban la máscara. Su vista periférica se vio afectada por aquella cosa que pesaba y se sentía como la piel real de un animal. Olía a cuero curtido al sol.
—Esta noche el espíritu de Herne, de Cerunnos, entrará en ti para guiarte en tu misión redentora. No solo te unirás a nosotros, también te unirás a él —Su padre le extendió un estuche que Martin aceptó con manos temblorosas. Dentro había una daga de plata, en cuya empuñadura había un círculo de cristal transparente. La daga tenía una línea en medio, una especie de canal que desaparecía a mitad de la hoja.
Martin tenía ganas de preguntar qué era lo que estaba pasando, pero estaba seguro de que la respuesta no le gustaría en lo absoluto.
—Ahora, el espectáculo principal está por comenzar —la voz de Arturo, se escuchaba extasiada. Por un segundo Martin no reconoció al hombre que estaba frente a el—. ¡Traigan al sacrificio!
Su grito fue seguido de una serie de algarabías que se perdieron en la mente de Martin. La multitud se hizo a un lado, abriéndose como el mar rojo ante Moisés y al otro lado de la sala, dos hombres que reconoció como sus tíos, estaban empujando un féretro que permanecía semi-vertical gracias a una estructura de hierro que utilizaron para moverlo con mayor facilidad.
El féretro era enorme y se notaba por encima que estaba hecho de un material caro. Martin tragó duro cuando ambos hombres se detuvieron muy cerca de él.
—Esta noche, te convertirás en un hombre, en un soldado, en un salvador.
La puerta del féretro se abrió y Martin sintió que su respiración se detenía. Ahí, delante de él, se encontraba lo que debía ser un cadáver, cuyos ojos abiertos y pupilas prácticamente blancas, se posaron en él con una furia infernal.
Martin lo reconoció enseguida, era Jacinto, quien había muerto unas semanas atrás.
Sorprendido, la daga tembló en sus manos. Jacinto estaba vestido con un traje, una camisa negra y el cabello atado en una cola de caballo. Su piel se veía extraña, el moreno vibrante parecía acartonado, como si estuviera cubierto de polvo y sobre su rostro había numerosas cicatrices, probablemente producto del accidente automovilístico.
Sin embargo, aunque podría haber pasado por un cadáver recién embalsamado, había un par de cosas que no se podían ignorar, por ejemplo, los ojos abiertos que lo miraban furiosos, el pedazo de madera en su boca, donde se clavaban un par de colmillos grandes que sobresalían de forma muy evidente, pero, sobre todo, estaban las cadenas que lo rodeaban, manteniéndolo atado al féretro a pesar de que se retorcía para soltarse.
Jacinto estaba vivo, aunque la lógica dijera lo contrario.
Sin embargo, no se veía como él, tenía una apariencia salvaje, ligeramente monstruosa. Martín lo observó, el puñal se le resbaló, cayendo al suelo, de inmediato se dio la media vuelta, sin poder contener las náuseas intentó escapar de la sala, pero su padre lo sostuvo del brazo y como si le leyera la mente, tomó un jarrón que estaba cerca, lanzó las flores a un lado, colocándolo frente a él. Martín devolvió el contenido de la cena, del desayuno y probablemente todo lo que había ingerido en la semana.
—No te preocupes cariño, todos nos ponemos nerviosos la primera vez —Su madre le acarició la espalda al tiempo que le sostenía la máscara sobre la cabeza para que no se le cayera. Cuando terminó de vomitar tenía los ojos llorosos y la mujer le limpió la boca con un pañuelo de seda. Alguien que no reconoció pasó por detrás de ellos, llevándose tanto el jarrón como el pañuelo, al tiempo que le recolocaban la máscara.
Martín apenas estaba recuperando el aliento cuando su padre recogió la daga y le obligó a mirar al frente. Le temblaban las piernas y la cabeza le daba vueltas.
—Este es el momento —Su padre lo obligó a sostener la daga una vez más, aunque ahora parecía un poco molesto por cómo había actuado ante la escena—. Esta, hijo mío, es la primera misión de tu nueva vida, tienes que salvar a este joven, sacarlo del sufrimiento al que se ha visto sometido por culpa de las artes satánicas que practicaron sus ancestros —el hombre señaló a Jacinto con la expresión en blanco—. La única forma de salvarlo es arrancándole el corazón.
Martín abrió los ojos de par en par y se giró a su padre.
—E-es Jacinto —dijo, con lo voz temblorosa y por primera vez tuvo el valor pare objetar—. D-d-de l-la i-igles-sia ¿Y q-quieres q-que lo m-mate? —Martin sintió que estaba a punto de echarse a llorar. No supo la apariencia que tenía, pero su padre estaba luchando por no gritarle enfrente de todos.
—No vas a asesinarlo, ese chico ya está muerto, se ha transformado en una criatura sin alma que se alimenta de sangre humana —explicó. Aunque no podía distinguir sus facciones detrás de la máscara, de todas formas, se dio cuenta que debía tener el ceño fruncido—. Si te dejas engañar por la familiaridad que te causa el verlo y le das la oportunidad de atacarte, no la contarás después —agregó. Sus ojos azules lo miraban sin parpadear, como si quisieran devorarlo vivo. Jacinto se retorció con más fuerza, Martín se giró a verlo, ciertamente no parecía él mismo.
—Debes estar dispuesto a acabar con tus seres queridos si quieres ser parte de nuestra familia, porque sólo de esa forma tendrás la fuerza para mostrarles piedad si llegan a caer en el embrujo de los monstruos nativos —explicó la mujer, tomándolo del brazo. Su voz era inusualmente cálida, tenía una forma de hablar que le dio a entender que sabía exactamente por lo que estaba pasando.
—¿E-esto n-no e-es un-na b-broma? —A este punto las lágrimas se estaban escurriendo por sus mejillas, aunque quizás esto no era muy evidente dado que aquella máscara ocupaba casi toda su cabeza. Pensaba muchísimo y a cada segundo parecía volverse más asfixiante.
—No cariño, todos en esta sala, tus tíos y primos, tuvimos que pasar por esto y en el futuro, Sofía también será partícipe de esta prueba —ella le sonrió, estaba seguro de que estaba sonriendo. Martín se soltó del agarre de la mujer y negó con la cabeza.
—N-no q-quiero —dijo, para después observar a Jacinto, que gruñía desesperado.
—Si quieres —insistió su padre.
—N-n-no q-quiero —Martín echó un vistazo a la puerta, estaba a sólo unos metros de él, pero se sintió como si estuviera a kilómetros.
—¡Si quieres! —su padre perdió los estribos al decir esta última palabra y lo tomó de la mano, cubriéndola por encima del puño con el que sostenía la daga. El hombre era mucho más grande que Martin, así que cuando le obligó a levantar el brazo, prácticamente también lo levantó a él.
Con horror, Martin fue arrastrado hacia Jacinto y guiado por la fuerza de su padre, que enterró la daga en el corazón del muchacho. Este soltó un alarido de dolor, al tiempo que un líquido brotaba de su pecho, probablemente era sangre, pero no se veía como tal, estaba muy espesa.
Martin también gritó, sorprendido por lo que acababa de pasar. Notó entonces que la sangre de Jacinto se escurría a través del canal en medio de la hoja, llenando el espacio vacío en el círculo de cristal que adornaba el mango.
La multitud soltó exclamaciones de sorpresa ante la escena, aunque a diferencia de Martín, aquellos gritos eran una celebración macabra.
—La sangre es todavía roja —decían, como si estuviesen contemplando algo maravilloso.
Su padre le obligó a enterrar aún más la daga, escarbando en el pecho de Jacinto como si estuviese buscando algo. Martin estaba lívido, no podía respirar correctamente y se encontraba bañado en llanto. Su padre prácticamente hizo un hoyo en el pecho de Jacinto y este ya no se movía, pero permaneció con los ojos abiertos de par en par.
—Mete la mano —le dijo su padre, soltándolo. La daga se cayó al suelo, el hombre hizo un gesto de disgusto y le tomó de la muñeca, intentando obligarlo a que hurgara en el interior de Jacinto.
Martín estaba aterrorizado y comenzó a negar con la cabeza. Sin embargo, no se encontraba en condiciones de luchar, así que fue obligado a introducir la mano en la herida, a sentir la carne y la sangre, el calor de aquel cuerpo no se sentía como el de alguien que llevaba una semana muerto.
Entonces la mente de Martín escapó, supo que había tocado algo, un órgano palpitante que envolvió con sus dedos, obligado por su padre, tirando del mismo con fuerza. De aquella caja torácica emergió un corazón en perfecto estado, su padre le obligó a mostrarlo a todo el mundo, mientras gritos celebración inundaban la sala, pero Martin ya no estaba presente, no del todo.
Lo único en lo que podía pensar era que tenía en sus manos el corazón de Jacinto.
Ya está el segundo capítulo de esta historia y nada, espero que les esté gustando mucho <3.
Acá les dejo un picrew del Jacinto xD.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro