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El baile de los muertos estaba programado para ocurrir un primero de noviembre en la plaza del pueblo. Martín tenía prohibido asistir porque su familia, religiosa hasta la médula, encontrada todo aquello como exhibición insultante de paganismo. Su madre tenía la costumbre de apretar la mandíbula y fruncir el ceño cuando escuchaba a alguno de los trabajadores mencionar la celebración, mientras que su padre derechamente gritaba y era capaz de despedir al pobre incauto que se atreviera a hablar del tema en su presencia. Por suerte, el cumpleaños de Martín caía justo en esas fechas y les daba una excusa para olvidarse del asunto al menos de manera parcial.

Desde que tenía memoria las cosas en la casa eran así, su madre mostraba una desaprobación silenciosa hacia todo lo que la rodeaba y su padre gritaba, señalaba, golpeaba. Martín le tenía miedo al hombre, se sabía un prisionero en su propio hogar, que se encontraba alejado de toda civilización. Los terrenos de la familia estaban ubicados en terreno montañoso, cerca de un pueblo que estaba a cinco minutos en auto, estaba casi seguro de que esa sana distancia era para mantenerse por encima del resto. Él se daba cuenta que sus padres mostraban un desagrado hacia todo lo que tuviera que ver con las culturas indígenas que los rodeaban, lo que le llevaba a preguntarse porque no se habían mudado de ahí. La respuesta siempre era la misma:

—No preguntes tonterías.

Martín no tenía mucho contacto con el mundo exterior, sus padres eran sobreprotectores y su educación la recibió en casa, tampoco fue a la universidad, sus profesores privados le enseñaban todo lo que necesitaba saber para completar una carrera. Los únicos niños con los que tuvo contacto eran los que formaban parte de su familia, en su mayoría primos que llegaban cada cierto tiempo a reuniones familiares de mucha exclusividad, aunque en general no se llevaba bien con casi ninguno, siempre lo vieron como un extraño, sólo Sofía, su hermana menor, parecía tener un poco de piedad por él y lo acompañaba en su soledad.

Por mucho tiempo la vio como una aliada en el mundo inhóspito en el que vivía, pero al final se dio cuenta que tener cosas en común con alguien no los hacía iguales. Ella era más inteligente que él, se daba cuenta de los detalles y desde que cumplió catorce estaba ansiosa por los ritos de la mayoría de edad.

—Esta familia oculta un secreto —le dijo una tarde cualquiera, mientras le peinaba los risos con una paciencia infinita. Sofía siempre usaba vestidos blancos, largos y el cabello rubio platinado atado en una trenza, era como ver una doncella de otra época, poseía el mismo semblante lánguido que las pinturas que veía en la pared y los libros de historia—. ¿Lo has notado? ¿Te das cuenta de los ruidos que se escuchan durante las noches de cacería? —ella lo observaba a través del espejo, sus mejillas estaban encendidas y sus ojos brillaban como dos estrellas en el firmamento.

Martín negó con la cabeza, no tenía idea de que hablaba. Al ver su reacción, la expresión de la chica decayó.

—Hablé con Camila y Nicolás, ellos también lo notaron —Sofía negó con la cabeza. Había cierta decepción reflejada en sus ojos—. De verdad eres diferente, los demás ya se dieron cuenta.

Él se quedó en silencio, una sensación de urgencia se asentó en su estómago, después de esa charla Sofía también se apartó de él, seguían compartiendo momentos de ocio juntos, a veces seguía viviendo en la ilusión de que su hermana era la misma de toda la vida, pero en otras ocasiones la veía susurrando con los hermanos Durand, esos tres, a pesar de ser más jóvenes que él, lo estaban dejando atrás con facilidad y tuvo un mal presentimiento que se manifestó en el instante en que sus padres anunciaron que Sofía, a diferencia de él, tendría permiso de ir a una universidad.

Ella iba a dejarlo solo en esa casa horrenda.

Sus padres le pusieron un nombre, se llamaba Glenview House y era la peor pesadilla de Martín. Se trataba de una construcción colonial, que contaba con grandes extensiones de terreno rodeado de montañas escarpadas. Tenía una mina abandonada que fue usada para generar carbón durante el Porfiriato y un cementerio enorme, lleno de nombres que se repetían de vez en cuando. A veces, en sueños, Martín bajaba a las minas o recorría el cementerio transformado en una niebla oscura que cubría todo a su paso.

Glenview House era ya parte de su vida, los muros enormes que lo aprisionaba se habían vuelto casi invisibles para él, pero también eran tan altos que no podía ver lo que había al otro lado. Esa casa era todo lo que conocía y empezaba a temer que jamás en su vida podría salir de ahí.

El miedo fue lo que le llevó a enfrentar a su padre y pedirle encarecidamente que le permitiera bajar al pueblo. Su excusa fue el asistir a misa dominical y relacionarse con la vida parroquial, su madre se emocionó tanto con la idea que su padre tuvo que aceptar. Por alguna razón aquellos dos se metieron en la cabeza que Martín quería volverse seminarista, perspectiva que les encantó.

Él les siguió el juego, no era una mala idea en realidad, podría marcharse para prepararse para tomar los hábitos y después de eso la iglesia se encargaría de alejarlo de Glenview House, para él era un plan tan bueno como cualquier otro. Sin embargo, no contaba con que el mundo, y, sobre todo, las personas que vivían en él, sería más interesantes que lo que la iglesia podía ofrecerle.

El punto de quiebre con respecto al tema tenía nombre y apellido: Jacinto Cruz García.

La primera vez que vio a Jacinto fue durante la misa dominical, la iglesia de San Rosendo era inusualmente grande (en parte por las donaciones de sus padres) y tenía un órgano monstruoso que tocaban siempre que había la oportunidad. Martín notó enseguida al nuevo organista, quien había sustituido a Don Isaac, el viejo músico del pueblo.

Al principio sólo vio la forma de su espalda, tenía los hombros anchos, el cabello largo y se sentaba muy derecho. Parecía una estatua concebida para transmitir cierta arrogancia al tocar. La curiosidad lo mantuvo echando esporádicos vistazos, intentando descubrir su rostro.

No fue hasta que la misa terminó, que pudo verlo de frente y notó que Jacinto tenía una apariencia tan atractiva que no parecía real. Su mentón era fuerte, recto, de pómulos altos y piel morena, tenía un percing en la nariz que lanzaba destellos de vez en cuando y por supuesto, una sonrisa llena de confianza que lo hizo sentir inexplicablemente inseguro. Martín nunca lo había visto antes, pero al terminar la misa notó que algunas personas se acercaban a darle el pésame.

—Siento mucho lo de tu abuelo, Don Isaac era un gran hombre —decían, mientras se persignaban con gesto solemne.

No fue difícil deducir la situación del muchacho y también cayó en cuenta por primera vez, que todas aquellas personas que pensaba que componían la comunidad en San Rosendo eran solo un pequeño porcentaje de los que asistía a misa regularmente. Eso quería decir que incluso en un pueblo tan pequeño había un mundo de secretos esperando a ser descubiertos.

Martín se sintió atraído ante la idea de lo desconocido y rápidamente decidió que necesitaba echar un vistazo en los alrededores. Luego de eso se ofreció como voluntario en la iglesia, sus padres estaban felices por ello y lo dejaron ser, aunque siempre bajo sus términos. Martín no podía estar demasiado tiempo fuera, o ir muy lejos, solamente de la casa a la iglesia, siempre escoltado por un chofer particular. A él le pareció un trato razonable, en especial porque aquellas condiciones no le impedirían acercarse a Jacinto.

Enseguida tuvo una oportunidad de hablar con el muchacho, a quien encontró un día cualquiera fumando detrás de la iglesia.

Ambos se miraron unos segundos antes de que el chico le dedicara una sonrisa torcida.

—No le digas a nadie, la madre superiora se morirá si se entera —era media tarde y todo el mundo estaba muy ocupado limpiando la iglesia para la fiesta del pueblo. Martín llevaba una cubeta vacía en las manos, se supone que estaba ahí para recoger agua, pero estaba congelado frente a aquel muchacho. Nunca había conocido a alguien como él, un chico de su edad con una sonrisa magnética que no parecía asustarse con nada.

Martín no hablaba mucho, porque le costaba trabajo obligar a su lengua a moverse, tenía un tartamudeo que sus padres intentaron curar por todos los medios, pero que a la fecha se negaba a desaparecer. La gente a su alrededor ya se había acostumbrado a ello, pero las personas nuevas solían reírse de él y eso lo avergonzaba.

—N-No d-diré nada —murmuró, mortificado, esperando que Jacinto se carcajeara para después hacer algún chiste tonto sobre su forma de hablar.

Jacinto le sonrió, continúo fumándose su cigarro y guardó silencio, dejando a Martín con una extraña sensación en el pecho.

Cuando Jacinto volvió, la madre superiora lo regañó en voz baja, no pudo esconder el olor a tabaco que se le impregnó en la ropa. La mujer lo envió de regreso a su casa, él se marchó como si nada y cuando pasó junto a Martin, le dedicó una sonrisa que hizo que su mundo se tambaleara.

Desde el principio se dio cuenta que Jacinto era diferente. Así como Martín se sentía un extranjero en su hogar, Jacinto parecía no encajar en los estándares de su comunidad, con ese pelo largo, los aretes y el tabaco. Antes de darse cuenta ya fantaseaba con la idea de encontrar a una persona que lo comprendiera, que pudiera mirarlo a los ojos y sin palabras notar su soledad, no sabía si era porque convivía con muy poca gente, pero no podía sacárselo de la cabeza.

Todos domingos del siguiente año corrió a la iglesia para ver a Jacinto, con quien a veces intercambiaba un par de miradas o algunas charlas cortas, antes de que la gente a su alrededor les interrumpiera. No estaba muy seguro, pero sentía que un cierto coqueteo entre ambos, como si la tensión se estuviera acumulando con cada saludo, inflándose como un globo hasta explotar. Martín se daba cuenta de que veces Jacinto le tiraba de un mechón de cabello al pasar o le acariciaba el dorso de la mano, sin embargo, normalmente solo respondía con un sonrojo, porque estaba seguro de que sus padres se pondrían como loco si se enteraban de lo que estaba pasando.

Ambos mantuvieron la distancia hasta que un día Jacinto le ofreció un cigarro.

—¿No se te antoja uno? A lo mejor te gusta —le había dicho, pero tenía un tono burlón en su voz, como si estuviera seguro de que Martin se negaría.

—M-mi p-padre m-me matará s-si se d-da c-cuenta de q-que e-estuve f-f-fumando —respondió, sintiendo como la piel de las mejillas se le calentaban. En realidad, no le gustaba mucho el olor, pero estaba acostumbrado, en su casa los adultos parecían chimeneas.

"Ya soy mayor" le decía su abuelo "Me voy a morir pronto, pero tú tienes que estar sano, aun eres un niño"

Martin difería de este juicio, pero nunca intentaba llevarle la contraria a nadie de su familia. Ya lo miraban con suficiente extrañeza siendo un hijo obediente, si se atreviera a desobedecer a sus mayores no se imaginaba que clase de respuesta recibiría.

Como sea, en aquella ocasión Martin se negó de inmediato, sin importar que Jacinto se riera de él.

—¿En serio? No se te antoja ni un poquito —continúo diciendo. Ambos estaban detrás de la iglesia, sentados en el concreto que sobresalía de la construcción. Como el terreno era irregular, la parte de atrás tenía el piso un metro por encima del nivel del suelo y dejaba un tramo para que cualquiera pudiera sentarse a descansar. Ese era el lugar de Jacinto, todos lo sabían y a pesar de ello, Martin insistía en asomarse por ahí, siempre con la excusa de cambiar el agua de los jarrones.

—N-no s-sé —respondió observando los hierbajos bajo sus pies, dudando momentáneamente de su convicción. Como era Jacinto quien estaba realizando el ofrecimiento, se sintió inclinado a aceptar.

—Hagamos la prueba —Jacinto se inclinó hacia él, tomándolo del brazo, Martin retrocedió de golpe, abriendo los ojos de par en par. Jacinto se rio, pero esta vez había algo que no pudo decorar en su expresión—. Abre la boca.

La petición resonó en su cabeza como un eco que jamás se callaba: abre la boca.

—¿P-p-para q-qué? —su voz sonó temblorosa. Los dedos de Jacinto lo tomaron de la barbilla y su piel ardió ante el toque.

—Permíteme llevarte por el mal camino —dijo en un susurro, su tono era tan profundo que tuvo un efecto instantáneo en su cuerpo.

Durante unos segundos lo observó dudoso, los ojos de Jacinto eran oscuros y profundos, podía oler su perfume mezclarse con el tabaco, al tiempo que sus sentidos se embriagaban ante la presencia del muchacho. Luego de varios segundos obedeció, abriendo la boca sin saber exactamente qué era lo que pasaría después.

Jacinto le dio una calada al cigarro, luego se inclinó hacia él, acercando los labios a los suyos de manera que prácticamente se rozaron, dejando escapar el humo en una suave exhalación. Sin pensar mucho en lo que hacía, Martin aspiró, compartiendo su aliento como si consumiera una droga, Jacinto exudaba un encanto que resultaba difícil de resistir, sentía que estaba bajo un hechizo.

El muchacho se alejó y su sonrisa se volvió maliciosa.

—Lo has hecho muy bien —dijo—. Ahora tu recompensa —y se inclinó una vez más, esta vez juntando sus labios en un movimiento suave, controlado, casi depredador. Martin sintió que algo despertaba dentro de él, como una habitación a oscuras en la que alguien encendía la luz.

La lengua de Jacinto se introdujo en su boca, devorándolo lentamente, disfrutando del contacto, degustándolo igual que aun manjar. No tuvo ganas de resistirse, se dio cuenta de lo mucho que había estado esperando ese momento, deseándolo, se dejó dominar fácilmente, disfrutando del toque de las manos fuertes y callosas de Jacinto sobre su piel.

Martin estaba tan fuera del mundo, que cuando Jacinto se separó bruscamente, sintió un vacío en su pecho y su estómago, un gemido de protesta se le escapó, sin embargo, al observar la expresión de Jacinto se dio cuenta que había pasado algo que no estaba entendiendo. El muchacho estaba asomado, observando algo en la distancia. Martin se giró también, pero no había nada más que árboles y arbustos.

—¿P-p-pasa alg-g-go? —preguntó.

Jacinto negó con la cabeza.

—La madre superiora debe estar buscándome ahora mismo —se encogió de hombros, poniéndose de pie, acto seguido tiró su cigarro en el suelo y lo pisó—. Nos vemos luego —dijo, dedicándole una última sonrisa antes de marcharse. Martin se quedó solo un par de minutos después de eso, demasiado sorprendido como para reaccionar. Cuando volvió las actividades del día ya estaban terminando y su chofer lo esperaba en la puerta de la iglesia junto con Sofía, que lo saludó con la mano al verle.

Era hora de volver a casa.

En ese momento Martin pensó que la próxima vez que viera a Jacinto quizás podrían repetir lo que había pasado esa tarde detrás de la iglesia, esperó con el corazón desbocado el volver a verlo, pero la siguiente semana el chico no se presentó y a mitad de la misa el padre derramó un par de lágrimas, agregando un pequeño rezo por Jacinto, que había muerto atropellado el lunes, un día después de haber besado a Martin. 

Gente, ayer estuve súper ocupada y me retrasé en el día del estreno ;-; pero luego de un rato me di cuenta de que entonces eso quería decir que tenía capítulo para subir en San valentín (eeeeeeh).

Espero que les haya gustado, esta es una historia cortita, durará entre diez y veinte capítulos, así que disfrútenla mucho. <3


EDIT 01/11/2024: Hola a todos, esta es la versión corregida de esta historia. Como bien saben le tengo mucho cariño a estos bebés y estoy feliz de que puedan mostrar su mejor versión *-*

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