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Capítulo 1

Sirius caminaba por las oscuras calles de Londres con la varita bajo la manga. No había nadie a la vista, pero en esos tiempos no te podías fiar. El mundo mágico estaba en guerra y hasta los muggles notaban que sucedía algo. Eran las nueve de la noche y no había un alma por la calle, la mayoría de farolas de aquel barrio de las afueras estaban fundidas y en las casas no se veía ninguna luz. Se arrebujó en su abrigo con una punzante sensación de desasosiego. A pesar de ser abril, hacía un frío propio de los meses invernales y el cielo amenazaba tormenta.

Ya hacía casi tres años que había terminado el colegio, pero jamás pensó que su juventud transcurriría así: uniéndose a la Orden del Fénix de Dumbledore para intentar hacer frente al mago tenebroso más temido de los últimos tiempos. Los seguidores de Voldemort se multiplicaban y los asesinatos, secuestros y torturas estaban a la orden del día. Sirius intentaba ayudar en todo lo posible: convenciendo a gente de unirse para luchar, ayudando a víctimas o enfrentándose a los partidarios del Señor Oscuro. Pero resultaba muy duro y en muchas ocasiones sentía que todo era en vano.

—Si al menos pudiera ver a James...

Los Potter habían tenido que ocultar su hogar con el encantamiento fidelio por orden del propio Dumbledore. Al parecer, Voldemort iba tras su hijo. A Sirius le animaba saber que así estaban a salvo, pero le resultaba exasperante no poder visitarlos. Estaba pensando en sus amigos cuando su oído casi canino escuchó ecos de una conversación lejana.

—Sí, sí... Vivían por aquí, pero han debido esconderse —mascullaba una voz áspera.

Sin pensarlo, Sirius se transformó en perro, así podía camuflarse mejor en la oscuridad. Se ocultó tras los cubos de basura de una de las casas e intentó vislumbrar la escena. Era una pareja de mortífagos, altos y fornidos, bastante mayores que él.

—Tarde o temprano los encontrará —le contestó su compañero seguido de una carcajada cruel.

Hablaban de los McKinnon. Estaban amenazados por su estatus de sangre y por rechazar la oferta de unirse al bando oscuro. Precisamente Sirius había acudido al barrio para avisarles de que debían huir y lo habían hecho de inmediato. Le alivió saber que no los habían encontrado... por el momento. Resistió las ganas de atacar, Dumbledore les había advertido que eludieran el conflicto a no ser que resultase inevitable. No podían permitirse más bajas. Sirius era temerario y arrogante, pero también —al igual que todo el mundo aquellos años— tenía miedo. Por tanto, procuraba obedecer.

Aún así, llevaba una herida en el brazo que se estaba curando de su último encuentro con un par de hombres lobo. No se infectó ni le provocó daños licantrópicos, pero no podía aparecerse por riesgo alto de despartición y era realmente incómodo. Le habían aconsejado que no saliese hasta estar completamente curado, pero odiaba sentirse inútil, así que desoyó el consejo.

—De todas maneras, mandaré a alguien a vigilar esta casa —comentaba uno de los mortífagos—, para que esa escoria no pueda volver.

Sirius dedujo que si tenían subalternos, esos mortífagos eran de rango alto. Intentó distinguir quiénes eran para informar a la Orden. Ese movimiento provocó que uno de los cubos metálicos chocara ligeramente contra el otro.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los magos.

—¡Ha venido de por ahí! —exclamó su compañero.

De inmediato, el perro negro salió corriendo. Y justo entonces, como en toda buena tragedia, el cielo empezó a descargar una pesada lluvia. Los mortífagos le distinguieron y empezaron a perseguirle arrojando hechizos. Él era más veloz como perro, pero no podía defenderse... Dobló la esquina, se transformó y los recibió de frente:

—¡Desmaius! ¡Desmaius!

Que el perro perseguido se convirtiese en un mago atacante les sorprendió durante los segundos justos para que Sirius pudiese aturdirlos. No obstante, se recuperarían enseguida. Él solo no podía inmovilizarlos y detenerlos, así que los desmemorizó y se echó a correr a toda velocidad sin perder tiempo ni en transformarse de nuevo. La lluvia caía pesada y le impedía ver bien hacia dónde avanzaba. Creyó oír a sus espaldas las zancadas de sus perseguidores (los de antes u otros) y, en ese momento, se dio cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Antes de girarse, alzó su varita en un gesto desesperado por defenderse. Al momento escuchó un ruido fuerte y metálico y ahogó un grito. Una voz aguda proclamó:

—Bienvenido al autobús noctámbulo, transporte de emergencia para el mago abandonado a su suerte. Extienda la varita, suba a bordo y lo llevaremos a donde quiera. Me llamo Stan Shunpike. Estaré a su disposición esta noche.

Se trataba de un chico poco mayor que Sirius, de aspecto canalla pero simpático. Sirius subió de un salto y suspiró aliviado. El bus se ocultaba de los mortífagos, era uno de los pocos transportes seguros que quedaban... Se dedicaban a rescatar magos que sufrían emboscadas y trasladarlos al Callejón Diagon. Habían centrado todas las protecciones en la famosa vía y, en esos tiempos, era el lugar más seguro del que disponían los magos y brujas ingleses. Stan le empezó a explicar que el viaje costaba once sickles, por dos más le daba una taza de chocolate caliente y por otros dos más...

—Toma un galeón, quédate el cambio.

Estaba tan aliviado de haberse librado, que le hubiese dado hasta su casa. Además, gracias a la herencia de su tío Alphard, si algo le sobraba era dinero.

—Perfecto, caballero. Tardaremos unas dos horas, hemos de dar bastantes rodeos para que no nos detecten... Si quiere estar solo, suba al piso de arriba.

Sirius murmuró un "Gracias" mientras se agarraba a un asidero para no salir disparado con la delirante velocidad del bus. Comprobó que de la media docena de camas que había en esa planta, cuatro estaban ocupadas. Como prefería la privacidad, decidió subir al piso de arriba. No obstante, alcanzar la escalera de madera del fondo no era empresa fácil. El bus no paraba de girar, estrecharse y dar bandazos. Sirius no quería más heridas en su cuerpo y menos provocadas por un bus (qué ridículo, James se burlaría). Así que avanzó despacio, agarrándose a los asideros y deteniéndose cuando la velocidad era excesiva.

—¡Para aquí, Ernie! —le gritó Stan al conductor.

El bus se detuvo con otro frenazo que casi hizo a Sirius aterrizar sobre un anciano que dormía plácidamente. Iba a aprovechar la parada para subir al segundo piso, pero la curiosidad por el nuevo viajero pudo más.

—Buenas noches, bienvenida al autobús noctámbulo.

Mientras Stan recitaba su monólogo, Sirius contempló a la bruja que había subido. Llevaba una capa con capucha que ocultaba su rostro. Se la veía muy delgada y la mano que asomaba bajo su manga lucía inusualmente pálida. Temblaba de la cabeza a los pies; Sirius no supo si por el frío, la lluvia o quizá por el miedo. Posiblemente a ella también la perseguían. Cuando Stan le recitó la lista de precios, la bruja —que todavía no había dicho nada— pareció dudar. Empezó a rebuscar en sus bolsillos, pero todos sospecharon que no iba a encontrar nada. Sin dudar, Sirius se acercó y sacó otro galeón.

—Toma, me sobran muchos de estos. Y te pagaré otro si llegamos de una pieza —comentó burlón.

Stan lo aceptó y ejecutó una exagerada reverencia. La bruja no levantó la vista del suelo ni se bajó la capucha. "Gracias" fue lo único que dijo casi susurrando. Sirius asintió sonriente. Se quedó contemplando como, pese a sus incesantes temblores, la bruja se movía con elegancia y desenvoltura entre las camas hasta llegar a la escalera y subir al piso de arriba. Cuando Sirius consiguió subir, ella ya se había acomodado en una de las camas del fondo. Él se sentó dos más allá para no incomodarla y se tomó el chocolate que Stan les subió. La bruja también aceptó el suyo pero no bebió, lo envolvió entre sus manos y lo acercó a su pecho intentando calentarse.

Sirius quería dejarla tranquila, pero no lograba mandarle a su cerebro la orden de que sus ojos se replegasen. Había algo hipnótico en esa chica. Comprobó que aun con el calor que hacía en el bus y aferrándose al chocolate, la bruja seguía temblando. Sirius tampoco lo pensó: se quitó el abrigo, se acercó a ella y se lo colocó por la espalda. La bruja dio un respingo asustada por el contacto.

—Lo siento —se disculpó él—. Es solo que... Por si tienes frío —comentó sonriente.

La bruja abrió la boca —unos labios rojo sangre que destacaban en su pálida piel— como dispuesta a contestar algo. Pero volvió a cerrarla. Ahora Sirius tenía la certeza de que estaba asustada. Tenía un miedo profundo, aunque no vigilaba la calle ni la escalera como hacía él, sino que parecía atrapada en sí misma. Pensó que quizá estaba herida, pero no parecía experimentar ningún dolor físico...

—¿Estás bien? —le preguntó sinceramente preocupado— ¿Te puedo ayudar en algo?

La bruja negó lentamente con la cabeza.

—Muy bien. Voy a ver si puedo dormir algo —respondió Sirius.

Ella asintió y él se retiró a su cama. Observó de reojo cómo la bruja, sin quitarse la capucha ni el abrigo prestado, se metía bajo las sábanas. Se hizo un ovillo y salvo los ligeros temblores que sufría, no se movió durante el resto del viaje. Sirius se acomodó en la suya incapaz de pensar en nada más. ¿Quién era esa chica, cuál sería su historia? Probablemente había sido víctima de algún ataque. O quizá era hija de muggles y necesitaba huir... Sí, debía ser algo de eso. En esos días todos necesitaban huir.

Cuando tras el tiempo indicado el bus llegó al Callejón Diagon, ambos se levantaron y bajaron las escaleras. La bruja le devolvió su abrigo y murmuró otro: "Gracias". Su voz sonaba tan perdida como si le hablara desde otra dimensión.

Sirius había planeado usar la chimenea del Caldero Chorreante para acudir a Hogwarts y contarle a Dumbledore lo ocurrido. Mientras iniciaba el camino, compungido y sintiendo una extraña conexión con aquella chica, observó como se alejaba por el callejón. Andaba pegada a los escaparates de las tiendas cerradas, como con miedo a que alguien la viera. A juzgar por lo dubitativo de sus pasos, Sirius dedujo que no tenía rumbo fijo. Seguramente buscaba un lugar donde esconderse o al menos pasar la noche, pero no parecía tener ninguno.

"¡Pero si ni siquiera ha podido pagar el autobús!" pensó para sí mismo. En esos tiempos era muy difícil que alguien te ofreciese cobijo, no podías fiarte de nadie; intentarlo sin dinero era directamente un suicidio. No quería ser pesado y no hubiese insistido de no haber sentido el halo de desesperanza que rodeaba a esa bruja. Además se identificaba con ella: le recordaba a cuando él se fue de casa a los dieciséis, sin dinero, la horrible sensación de desamparo. De no ser por los Potter, probablemente habría acabado mal. Así que la alcanzó en cuatro zancadas y, de nuevo, le preguntó si necesitaba ayuda.

—Puedo darte cinco galeones, es lo que cuesta una habitación en el Caldero Chorreante. Así descansas y ya mañana...

No supo cómo terminar la frase, la situación no mejoraría por la mañana. Aunque quizá con la luz del amanecer resultaría todo menos siniestro. Pero la bruja negó de nuevo.

—No es necesario, gracias —susurró al fin.

—De verdad, no quiero ser pesado, pero son tiempos difíciles... Si necesitas dinero o que te acompañe a algún sitio... Dime cómo puedo ayudarte.

Durante las primeras frases, la bruja negó con la cabeza e hizo amago de marcharse. Pero ante el último ofrecimiento, se detuvo. Finalmente alzó la cabeza, haciendo que su capucha resbalase lo justo para mostrar sus ojos. Y habló, esta vez con claridad:

—Mátame, Sirius.

Al mago, más que la petición, le sorprendió que conociese su nombre. Escrutó el rostro inusualmente pálido de su interlocutora y no la reconoció. Hasta que sus ojos oscuros se posaron sobre los grises de él.

—¿¡Bellatrix!? 

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