7. El vinilo contra el cuarzo
El sábado 19 de junio llegué a casa de Astrid al cuarto para las ocho. No había sido mi intención hacerme a la interesante ni tampoco llegar elegantemente tarde, pero Lucía había tenido un problema con su auto y yo me había ofrecido a llevarla a su reunión con el grupo de alumnos que donaba su tiempo para colaborar en el área de Difusión Cultural de la universidad.
—Pensé que me habías dejado plantada —dijo Astrid, delatando un cierto alivio al abrir la puerta y encontrarme ahí parada.
—¿Temías quedarte con la duda de qué era esto? —Sostuve el disco, envuelto en papel de regalo, en el aire.
Ella sonrió.
—Un mes en ascuas es una tortura —respondió.
Se lo entregué y ella arrancó el papel en dos movimientos. Su rostro se iluminó, sus ojos estaban muy abiertos paseándose por la portada, devorando cada milímetro de la misma. Volteó el disco y leyó la contraportada, acariciándola.
—¿Cómo conseguiste este disco...?
—¡Ya llegó Emilia! —anunció Javier, acercándose al umbral de la puerta principal. Me abrazó, se alejó, miró el disco que estaba en las manos de Astrid y se lo quitó—. ¿Y esto? —Javier extendió la «o» hasta el infinito.
Le tomó un instante atar cabos, y cuando por fin lo hizo, me miró con una expresión de sorpresa absoluta.
—Oh, guau... —Se llevó una mano al pecho—. Tú no te andas con juegos, niña.
Astrid seguía sin palabras, mirándome con una dulzura inconmensurable que se acrecentaba mientras Javier le echaba más y más flores a la calidad de mi regalo. Astrid se acercó y me abrazó.
—Gracias, es perfecto —susurró en mi oído antes de darme un beso en la mejilla.
—¿Planean quedarse ahí toda la noche? —interrogó Javier, con tono juguetón. Le entregó el disco a Astrid; acto seguido, me tomó de la muñeca y me condujo hacia el patio.
—¡Emilia! —gritaron los miembros de la banda con los que había estado conversando el año anterior.
Me acerqué a repartir besos en las mejillas de todos y abrazos cálidos también. Al resto de los presentes, aquellos a quienes no conocía, los saludé con un movimiento de mi mano.
—Siéntate aquí, conmigo —pidió Aura, quien había pasado una hora contándome sus aventuras de la universidad con Astrid el año anterior.
Obedecí. Me quedé con ella por largo rato, debatiéndole su creencia tan ferviente en el horóscopo, mientras ella me hacía preguntas sobre mi fecha y hora de nacimiento.
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Más tarde me disculpé, tomé mi mochila y regresé al interior de la casa para ir a colocar los libros que Astrid me había dado prestados el año anterior, en el estante de la sala.
Volteé al sentir una mirada taladrándome, y entonces me topé con Leticia, que estaba sirviéndose un poco de vino en la cocina.
—Hola, soy Emilia —dije, acercándome con la mano extendida.
—Ah, sí —Ella la estrecho brevemente, sin fuerza, y la soltó—. He escuchado mucho sobre ti.
Su tono me comunicó claramente que no había disfrutado escuchar sobre mí, pero me emocionó sobremanera la idea de que Astrid me mencionara en conversaciones.
Regresé a la sala para terminar de colocar los libros en su lugar, mientras ella me seguía de cerca.
—Javier y Aura siempre están hablando de ti; podría decirse que están alucinados contigo. Dicen que eres muy interesante, que eres muy inteligente y cuánta cosa más.
Con ese tono más bien parecía que me estaba contando que había encontrado un insecto horrendo en su copa. Coloqué el último de los libros y la miré, esperando a que terminara con su valoración hostil de mi persona.
—A ver, cuéntame algo interesante —retó.
—Disculpa, pero no soy una cajita de música a la que le das cuerda —respondí—. Además, se necesita un interlocutor que también tenga cosas interesantes que aportar para que la conversación pueda serlo, de lo contrario sería mero desperdicio de saliva.
Me fui a la cocina sin darle oportunidad de réplica, me serví un poco de agua y después fui a refugiarme en el sofá viejo que estaba entre los dos árboles.
No llevaba más de un par de minutos ahí, bebiendo mi agua y contemplando a Astrid platicar con sus amigos, cuando Javier se sentó a mi lado.
—Del uno al diez, ¿qué tan embobada te tiene mi diosa? —soltó, sin preámbulos.
—Calculo que alrededor de trescientos —respondí.
—Eso pensé —suspiró, dando dos palmadas sobre el dorso de mi mano—. Ese regalo fue una flagrante declaración de amor.
No respondí.
—El hecho de que conozcas tan bien sus gustos, que supieras que ese disco en particular hacía falta en su colección, y que te hayas tomado la molestia de encargarlo, no son poca cosa.
No respondí.
—Requiere un nivel de entrega que difícilmente se encuentra en una persona hoy en día —aseguró—. Tienes un corazón muy lindo, Emilia.
En su mirada triste iba implícito el resto de la frase: «Y te lo van a romper, si no tienes cuidado».
—Ya van dos veces que me llamas por mi nombre en lugar de mi apodo —dije, deseando cambiar el tema lo más pronto posible.
—Astrid nos prohibió terminantemente llamarte Mili —Me guiñó un ojo y se puso de pie para ir a bailar con ella.
Apenas se había levantado Javier, cuando Eduardo se sentó junto a mí; él era, ahora podía verlo con claridad, el encargado permanente de la música en las reuniones de la banda. Y aunque no había cruzado palabra con él durante la fiesta del año anterior, comenzó a hablarme con la misma familiaridad que lo hacían los demás amigos de Astrid:
—Ese disco seguramente te costó una pequeña fortuna —dijo.
Le respondí que sí, con un movimiento leve de mi cabeza.
—¿Cómo diste con él? Yo he preguntado en varias tiendas y no lo encuentro.
Le conté cómo lo había conseguido.
—Mi cumpleaños es el tres de octubre —bromeó, guiñándome un ojo, sonriendo y sonrojándose de inmediato como resultado de su atrevimiento.
—Anotado —Le respondí, sonriendo y bajando la cabeza.
Me pregunté en silencio si todos se habían dado cuenta de mis sentimientos por Astrid.
—Astrid me dijo que tienes gustos musicales muy parecidos a los míos —aseguró Eduardo, ilusionado, con evidentes ansias de poner mis conocimientos a prueba, y yo no me pude resistir a la invitación.
Le pregunté cuál era el género que más disfrutaba y antes de darme cuenta, ya estábamos hablando sobre nuestras bandas favoritas de rock alternativo y sobre las canciones que sentimos que nos marcaron de algún modo, haciéndonos sentir vistos o validados por el trabajo de un compositor que nunca sabrá de nuestra existencia.
Al cabo de un rato, Eduardo insistió en que le llamara Lalo; también prometió que me haría llegar un disco quemado con sus canciones favoritas de una banda que yo desconocía. Luego se disculpó para ir a poner un CD distinto en el reproductor.
Entonces apareció Aura una vez más.
—Emilia preciosa —dijo, abrazándome—. Espero que sepas que a partir de hoy estás en la lista negra de la banda.
Sonreí, esperando el final de esa acusación y la sentencia que posiblemente la acompañaba.
—Ninguno de nosotros le ha dado nunca un regalo así a Astrid y ahora te odiamos tan intensamente como te queríamos el año pasado.
Bajé la cabeza, sintiéndome sonrojar. Mis sospechas estaban siendo confirmadas: todos, absolutamente todos ellos, se habían dado por enterados de que estaba perdidamente enamorada de Astrid.
—Yo la adoro, es mi mejor amiga, pero no puedo seguirle el paso a su colección. Es más, a veces ni sé qué regalarle. Aunque bueno, la verdad es que este año no debería preocuparme porque Leticia se lleva el premio al regalo peor escogido.
Levanté la cara y pregunté con la mirada, porque no me atrevía a hacerlo con palabras.
—Le dio unos aretes largos con piedras de cuarzo —Aura se tapó la boca con la mano que tenía libre. La risa que se obligó a contener me comunicó que ya tenía unas copas de más—. Están lindísimos, pero Astrid solamente usa aretes diminutos —Aura bebió de su copa, luego se encogió de hombros—. Lo cual demuestra, por supuesto, que a pesar de los meses que llevan juntas, Leticia no la conoce.
La imité, encogiéndome de hombros también. No podía darme el lujo de decir absolutamente nada en contra de la novia de Astrid.
—Esa relación no va a durar mucho —aseguró Aura, con la mirada perdida, como si hubiera olvidado que yo estaba a su lado y estuviera hablando consigo misma—. Si te soy honesta nunca les vi futuro, pero ahora veo la fecha de expiración cada vez más cercana.
Aura bebió un poco más. Yo permanecí en silencio; moría por saber más, pero no quería arriesgarme a recordarle mi presencia.
—Astrid dice que pocas veces encuentran un buen tema de conversación cuando están juntas. Además, aquí entre nos, Leticia no tiene interés en integrarse a nosotros, y eso le choca a Astrid, porque somos más cercanos a ella que su familia biológica.
Hice una mueca de reproche al enterarme de la actitud de Leticia hacia ellos. ¿Qué hacía Astrid perdiendo el tiempo con una persona que no le daba su lugar a la banda? A mí me había tomado una sola noche darme cuenta de la importancia que cada integrante tenía en su vida.
—Digo, es innegable que la chava es muy guapa, y por lo que entiendo, tienen buena química —aseguró Aura, pensando en voz alta.
Aunque no tenía ganas de escuchar más detalles sobre la relación entre ellas, me aguanté en silencio y la dejé continuar.
—Pero Astrid nunca ha durado mucho con alguien con quien no puede platicar, por muy rico que sea el sexo.
Ahí estaba, con todas sus palabras: Leticia era buena en la cama y por eso seguían juntas.
Suspiré.
—Seguramente heredaré esos aretes cuando por fin termine con ella —Se rió y se bebió el último trago de vino que quedaba en su copa—. Regreso —aseguró.
Me quedé ahí un momento, esperando, pero Aura no regresó, así que supuse que se había distraído platicando con alguien más. Me dirigí a la cocina para rellenar mi vaso con agua y decidí salir a la cochera. Necesitaba unos minutos a solas con mis pensamientos; necesitaba quitarme el mal sabor de boca que las palabras «por muy rico que sea el sexo» me habían dejado.
Suspiré, miré mi reloj.
Eran casi las diez de la noche y yo no había tenido oportunidad de platicar con Astrid. Estaba comenzando a desesperarme y a considerar que quizás venir a su fiesta no había sido una gran idea. Quizás lo más sano era marcharme.
Apoyé la espalda contra el Neón y levanté la cabeza para mirar las estrellas. Astrid llegó y se apoyó junto a mí, levantando la cabeza también.
—Tenías razón, me encantó La delgada línea roja —dijo—. La fotografía, la música, la maestría del guión. Es una verdadera obra de arte.
—El modo en que el principio y el final se enlazan —respondí—. Y que Witt haya elegido la muerte como un modo de dejar un mundo que ya no comprendía —suspiré—. Me hizo llorar.
—A mí no —aseguró Astrid—. Porque al final regresó a casa: en el océano, con los niños nativos, al lugar en el que sintió que había conocido el paraíso en la Tierra. Para mí, que Witt eligiera la muerte fue su modo de trascender; no lloré por él porque sé que encontró la paz que tanto buscaba.
Sus palabras me provocaron un escalofrío y levanté un poco mi brazo para mostrarle mi piel erizada.
—Aun así, aunque haya encontrado su paz, lloré por él —insistí.
Astrid pasó un dedo por mi brazo y entonces sus ojos pasaron de mi piel a mi vaso.
—¿Qué tomas?
—Agua. Tengo que manejar al rato.
—Quédate en el cuarto extra, así no tienes que irte solita en plena madrugada... y si quieres, puedes beber algo.
—No quisiera darte molestias —dije, cuando en realidad lo que no quería, era que su novia se enojara con ella.
—Claro, porque siempre eres una molestia —contestó, empujando mi brazo con el suyo dulcemente, riendo—. Pero ya en serio, voy a estar más tranquila si te quedas.
—Está bien —asentí.
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Un par de horas más tarde, Leticia fue la primera en marcharse, estaba cansada y se despidió de todos de manera muy general. La banda, junto con los invitados que cada integrante había traído, se fue yendo de a pocos. El último en marcharse fue Javier.
Una vez más, nos quedamos Astrid y yo recogiendo los platos, vasos y copas que se habían quedado en el patio y en el comedor. Le ayudé a lavarlos mientras ella los secaba. En lo que hacíamos esa tarea, íbamos desmenuzando a varios de los personajes de La delgada línea roja.
Eran casi las cuatro de la mañana cuando terminamos y nos despedimos para irnos a dormir.
—Emilia —dijo Astrid cuando estábamos por tomar direcciones opuestas en el pasillo que llevaba a ambas habitaciones.
Me detuve, me di vuelta para verla y me sorprendí cuando sus labios chocaron contra mi mejilla y se quedaron ahí por una eternidad.
—Muchas gracias por mi regalo.
Se dio la vuelta y se metió a la habitación sin decir más ni darme tiempo para responder.
Me toqué la mejilla y me fui a la habitación sintiendo que caminaba sobre una nube.
Me divertí mucho escribiendo este capítulo porque de verdad que me di un chapuzón en el pasado para rescatar algunas de mis vivencias y usarlas como inspiración. No sé si les ha pasado, pero a mí sí me tocó que varias personas me salieran con "Fulanito(a) dice que eres inteligente, a ver, dime algo interesante..."
¿Qué onda con esa gente desubicada? XD XD XD
Este viaje de introspección también me sirvió para caer en cuenta de que en la adolescencia me rodeaba de pura gente que era 10 o 15 años mayor que yo. Me encantaba platicar con personas que tenían cierta sabiduría para impartir.
También me reí mucho recordando las veces que me han regalado cosas que no van para nada con mi personalidad. ¿Qué es lo más disparatado que les han regalado?
Aquí les dejo el aesthetic de este capítulo. ¿Alguien quiere reclamar los aretes para heredarlos?
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