5. El cumpleaños de Astrid
El lunes y martes, Astrid me llevó a ver las habitaciones. Después de descartar: la que parecía una pocilga, la que pertenecía a una señora ultra-religiosa, la que requería cruzar el patio para ir al baño y la que era diminuta para la cantidad de dinero que estaban cobrando, solamente me quedaron dos opciones reales.
La primera, era compartir una casa de dos habitaciones con otra chica que también estaba estudiando en la universidad a la que yo iba a asistir. La casa le pertenecía a su tía, quien vivía en la Ciudad de México, y ella necesitaba dar a alquilar la segunda habitación para ayudarle a cubrir el costo total de la renta.
La segunda opción era una habitación pulcra y de buen tamaño en una casa de cinco dormitorios. La dueña de la casa ocupaba la recámara principal con su esposo, en otra de las habitaciones dormían sus dos hijas y las tres piezas restantes las rentaban a estudiantes.
—¿Y sabes en cuál te quieres quedar? —preguntó Astrid mientras nos comíamos unos sopes en un puesto cercano a su casa.
—La señora Quijano cocina —respondí entre un bocado y otro—, eso podría alivianarme la existencia tremendamente.
Astrid hizo una mueca.
—¿Qué? —pregunté, con curiosidad.
—Nada —Ella se encogió de hombros.
—Dime —insistí.
—Vas a estar a las prisas en la universidad, ¿qué tan seguido crees que tendrás tiempo de manejar de regreso para llegar a comer? —bebió de su agua de jamaica y luego continuó—. Mientras tanto, la señora Quijano no es un alma caritativa, está incluyendo el precio de tus comidas semanales en la renta, de las cuales quizás llegues a aprovechar una o dos al mes.
Asentí, dando otro mordisco a mi sope.
—En cambio, si te quedas con Lucía, solo pagarías la renta. Además, no tendrías que aguantar a seis personas más, lo cual agradecerás cuando tengas que desvelarte estudiando para tus exámenes, programando, o construyendo al T-800...
—Es Ingeniería en Sistemas, no Cibernética —interrumpí, sin poder controlar la sonrisa que me ocasionó la referencia a Terminator.
Ella siguió dándome sus razones, como si yo no hubiera hablado.
—Y cuando realices trabajos en equipo, es probable que Lucía no tenga problema con que tus compañeros vayan a tu casa. Quizás ahora no lo valores, pero eso se traduce a que no tendrás que manejar de regreso a altas horas de la noche, desvelada, cansada y sola.
Sentí mis ojos abrirse más allá de lo normal. Yo no había considerado ninguno de esos escenarios.
—Y si lo que te preocupa es qué vas a comer: vi una cocina económica a dos cuadras de casa de Lucía —remató.
Mientras Astrid me recitaba sus razones, una parte de mí deseaba, fervientemente, ver mensajes subliminales en el hecho de que estuviera abogando por la opción más cercana a su casa.
—Además, la casa de Lucía está a diez minutos de aquí —Su voz sonaba desinteresada—. Si algún día llegas a necesitar algo, puedo ir a verte.
—Con la suerte de perro salado que me cargo, si algún día llego a necesitar algo, seguramente estarás en Cancún —respondí—. Pero supongo que tener que ayudar con el aseo y arreglármelas para comer son un precio bastante justo con tal de obtener todas las otras ventajas que planteas.
Astrid sonrió, complacida.
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El resto de la semana se me fue entre firmar el contrato con Lucía, leer y pasear la ciudad, como me había aconsejado Astrid. A ella casi no la vi. Desayunábamos juntas a las siete de la mañana, después, se bañaba y se iba a trabajar. Regresaba alrededor de las nueve de la noche, se sentaba en el comedor a organizar las presentaciones, muestras y folletos para el día siguiente y se iba a la cama poco después de las diez y media, fatigada.
Después de pasar el día entero hablando con médicos, farmacéuticos y dueños de clínicas, lo último que quería era platicar; eso lo comprendí la primera noche, así que las demás decidí darle su espacio. Cuando ella llegaba yo estaba en su sofá, leyendo y ahí me quedaba en silencio hasta que me daba las buenas noches y se marchaba a su habitación.
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El sábado en la mañana la acompañé al súper a comprar lo que necesitaría para preparar las botanas para su fiesta; cuando regresamos a su casa, me ofrecí a ser su pinche en la cocina, y aunque su primer impulso había sido rechazar mi oferta, porque técnicamente yo era una invitada más, al final aceptó mi ayuda.
A las cinco de la tarde, ya estaba todo listo; a las siete de la noche, comenzaron a llegar los invitados. Me ofrecí a recibirlos y encargarme de prepararles algo de beber mientras ella terminaba de alistarse. A las siete y media, despampanantemente hermosa, salió de su habitación para integrarse a la fiesta.
Unas quince personas ya estaban platicando en el patio, repartidos entre las mesas, los muebles y un viejo sofá que se veía un tanto fuera de lugar entre dos árboles.
Eduardo, un hombre que se veía bastante mayor que los demás por culpa de su calvicie, se había adueñado del reproductor, declarándose encargado oficial de la música; el resto de los presentes parecía estar perfectamente complacido con la lista de reproducción de música alternativa que puso.
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Dejé de llevar cuenta de los invitados cuando superaron los treinta. Algunos de verdad parecían ser muy cercanos a Astrid, pero otros eran invitados de los amigos, no de la anfitriona. Al cabo de un rato, comencé a sentirme un poco fuera de lugar en ese ambiente, que aunque era bohemio y acogedor, había transformado a la mujer de mis sueños en una persona callada y pensativa, que se retraía para observar a los demás interactuar.
En algún viaje que hice a la cocina, miré a quienes estaban platicando en la sala, y decidí quedarme a deambular por ahí.
—¿Mili? —preguntó la voz, excesivamente alegre, de mi ortodoncista desde el sofá—. Casi no te reconozco.
Claro, ya habían pasado algunos años desde la última vez que nos habíamos visto.
Se puso de pie y se acercó para abrazarme. Su tono, su vestimenta y sus manerismos me comunicaron, sin lugar a dudas, que mi ortodoncista era gay y entonces sonreí, más complacida por la posibilidad de que la presencia de gente homosexual en la vida de Astrid pudiera significar que ella también lo era, que por cualquier otra cosa.
La siguiente hora y media la pasé escuchando una historia tras otra sobre las aventuras que Javier y Astrid vivieron juntos durante sus años de preparatoria.
Astrid era, según sus palabras: la hermana que nunca tuvo y su heroína particular; la única persona que lo apoyó incondicionalmente cuando salió del clóset, la que estuvo ahí en cada ocasión que alguien le rompió el corazón y la razón por la que sobrevivió a la época más negra de su adolescencia.
Juntos, habían emprendido incontables aventuras en la década de los ochenta; las cuales iban desde probar suerte trabajando en una estación de radio durante el verano, hasta huir de la ley después de haberse agarrado a trompadas con un grupo de homofóbicos en un parque; desde falsificar sus identificaciones para poder ver El despertar del Diablo en el cine, hasta entrar a la supuesta hacienda embrujada San Pedro Cholul en pleno día de Todos los Santos; desde colarse en una Disco usando esas mismas identificaciones falsificadas, hasta sobrevivir al incendio del Palacio Municipal durante el Grito de Independencia en Cancún.
Sin darme cuenta, ya estaba rodeada por otros cuatro o cinco amigos de Astrid, que fueron tomando turnos para contarme sus respectivas aventuras con la cumpleañera.
Yo los escuchaba, me reía, padecía sus desatinos y celebraba sus triunfos. De vez en cuando, analizaba clínicamente sus planes mal concebidos y les daba una opinión profesional de lo que pudieron haber hecho para garantizar el éxito de los mismos. Ellos se reían, debatían mis estrategias y defendían a capa y espada sus razones para haber tomado tan malas decisiones en su mocedad.
A través de los ojos de sus amigos, conocí a una Astrid de mi edad: rebelde, irresponsable y audaz; a una chica que era fan aguerrida del cine de terror y de las bandas de rock en tu idioma; a una líder nata que lograba mover masas tanto para irse de pinta como para protestar por más causas de las que un grupo estudiantil pudo haber ganado jamás.
Y la encontré sencillamente irresistible.
Astrid pasó por la cocina para servirse un poco de vino y nos encontró a sus amigos y a mí en la sala, entretenidísimos. Clavó sus ojos en los míos, ladeó la cabeza y me sonrió de un modo que no lo había hecho antes. Su expresión preguntaba un: «¿qué crees que estás haciendo?», al mismo tiempo que temía ya conocer la respuesta.
—¡Diosa! —dijo Javier, al verla.
Se puso de pie, caminó hacia ella y le plantó un beso en la mejilla. Luego comenzó a bailar con ella en la cocina.
Fame de David Bowie comenzó a sonar entonces. Astrid dejó su copa sobre la barra, Javier la condujo hacia el comedor y comenzaron a bailar una coreografía extremadamente sensual. Las caderas y las piernas de Astrid cobraron vida propia, sus brazos dibujaban figuras complejas en el aire; su mirada, clavada en Javier, era coqueta. Y su sonrisa era la más bella que le había visto hasta entonces.
Así, bailando a mi cantante favorito, Astrid se convirtió en una mujer fatal. Ese fue el momento exacto en el que supe que jamás podría sacármela del corazón.
Aquellos fueron los cuatro minutos más eróticos que había experimentado hasta entonces, y cuando la canción acabó para dar paso a Lust for Life de Iggy Pop, tuve que disculparme para ir al baño y borrar la evidencia que había quedado en mi ropa interior, de las reacciones que mi cuerpo había tenido al verla bailar de ese modo.
Lo que quedó de la noche me la pasé entrevistando al resto de los amigos de Astrid, logrando crearme una imagen bastante completa de quién fue durante su bachillerato y universidad, e incluso durante su primer empleo.
Ella negaba con la cabeza y sonreía cada vez que me encontraba platicando con alguien nuevo, pero no intentaba detenerme. Bebía un trago de vino, suspiraba y se marchaba.
Al final de esa noche, cuando sus amigos se retiraron y nosotras nos quedamos recogiendo el reguero resultante al son de un acetato que giraba en el tocadiscos, solamente usé una pieza de la montaña de información recabada, para pincharle el orgullo.
—Hubo una época, señora Torres, en la que usted fue fan de hueso colorado de la versión cinematográfica de El resplandor.
Ella tornó los ojos —Javier —Suspiró—. Algún día voy a engraparle los labios para que deje de soltar la sopa.
Me reí.
—Aunque si vamos a jugar así de sucio, Mili, déjame decirte que Javier también me dio información valiosa sobre ti.
Me detuve en seco, mirándola con rencor. Salvo horas atrás, hacía muchos años que nadie me llamaba así; era un apodo que no me gustaba y que me hacía sentir como una niña de doce años, de dientes chuecos y que necesitaba usar lentes para leer.
Lo último que deseaba era sentirme todavía más joven en presencia de Astrid. Ella sonrió, satisfecha con haberme hecho callar.
—No te preocupes, no pienso usar esa arma en tu contra, a menos que me obligues —aseguró, entrecerrando los ojos y apuntándome con una servilleta que estaba doblada en forma de triángulo.
—Gracias —respondí, y continué recogiendo platos y vasos para acarrearlos hacia la tarja.
—Es un apodo lindo, ¿por qué no te gusta?
—A mi mamá le encantaba presentarme así con la gente, pero nunca me ha gustado, mucho menos cuando la entonación es inherentemente condescendiente —resoplé—. Me ha tomado una década revertir todo el daño que Toni ocasionó en mi vida con ese apodo.
—De acuerdo, Emilia —dijo Astrid, caminando hacia mí con la mano extendida—, prometo nunca llamarte Mili, mucho menos con un tono condescendiente.
—Gracias —Estreché su mano, mirando dentro de sus ojos negros que brillaban mientras sonreía.
Yo no quería soltarla, y ella no me obligó a hacerlo. Yo sentía claramente la electricidad correr de mi cuerpo al suyo.
No sé cuánto tiempo más hubiéramos pasado así de no ser porque el acetato que estaba en el tocadiscos comenzó a repetir la misma línea una y otra vez.
Astrid soltó mi mano para correr al rescate de su disco.
Terminamos de recoger, lavar y acomodar los trastes y nos fuimos a dormir, agotadas.
La tarde del domingo me despedí de ella con el pesar de no saber cuándo volvería a verla.
Ahora sí se me hizo tardísimo para postear, pero, si me permiten escudarme de ello, es culpa de que me haya enfermado regresando de mi viaje de vacaciones.
Por favor, inserte aquí una tos bien sabrosa.
Debido a que no me siento bien, este mensajito será muy pero muy breve, pero no quería dejarles sin unas fotitos de cómo me imagino la casa de Lucía en la que Emilia estará viviendo durante sus años universitarios, y el fraccionamiento en el que ésta se encuentra.
Además de eso, quería pasar a gradecerles nuevamente por estar aquí, leyendo. Les dejo un abrazo virtual con la debida "sana distancia".
Nos leemos en tres días, sin falta :D
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