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30. La persona más fría del sistema planetario

En el camino a casa de mi mamá, saqué un tema de conversación tras otro, intentando mantenerla distraída y ocupada. No quería seguir hablando de Astrid con ella. Cuando llegamos, no apagué el auto, necesitaba irme a casa y estar a solas con mis pensamientos.

Mi mamá se retiró el cinturón de seguridad. Luego volteó hacia mí para quitarme los lentes de sol y mirar dentro de mis ojos.

—Mira hija, sé que te educamos para ser independiente y fuerte —Su mirada era intensa—. Intentamos nunca inmiscuirnos en tu vida porque confiamos ciegamente en que puedes tomar tus propias decisiones y pagar las consecuencias de las mismas.

Asentí.

—Pero no importa qué edad tengas ni qué tan independiente seas, para mí, siempre serás mi pequeña Mili, mi niña, mi bebé.

Mi señora progenitora nunca me había dicho palabras como esas; jamás dudé que me quería, pero era la primera vez que me declaraba su amor de madre de ese modo.

—Tu papá tiene razón, no vamos a interponernos entre tú y lo-que-sea que decidas que es tu felicidad —Se aclaró la garganta—. Y no seré yo quien te desanime de dar segundas oportunidades. Solamente te pido que tengas cuidado. Eso es todo.

Asentí una vez más. Su preocupación era genuina y estaba perfectamente justificada.

—De verdad espero estar equivocada con Astrid, hija —Me entregó mis lentes de sol—... pero no planeo bajar la guardia nada pronto.

—No te pido que la aceptes ahora —respondí—. Solo te pido que no me juzgues por querer intentarlo.

Ella levantó una ceja, hizo una mueca y asintió levemente antes de bajar del auto.

Conduje a casa sin encender la radio, mi corazón estaba rebosado de sentimientos y las palabras de mi mamá seguían retumbando en mi mente: su amor, su preocupación, su ira.

Sin embargo, el eco de las advertencias de mi señora progenitora pasó, sin escalas, al olvido en cuanto vino a mí el recuerdo de la mirada endiabladamente coqueta que Astrid me había regalado antes de soltar mi mano... el momento preciso en el que mi cuerpo entero había decidido revelarle mis sentimientos.

Debo haber suspirado medio millón de veces en mi recorrido silencioso hacia mi casa, repasando esa escena una y otra vez.

Astrid me había leído como a un libro abierto.

Moría de ganas de verla, de confesarle que por fin había comprendido que siempre estuve perdidamente enamorada de ella; de arrojarme a sus brazos y apretarla contra mi cuerpo; de besarla hasta que se me cayeran los labios.

Sacudí la cabeza, intentando concentrarme en mi camino; había bastante tráfico y lo último que necesitaba era ocasionar un accidente por estar soñando despierta con mi helado de chocolate.

La corriente eléctrica que Astrid había enviado por todo mi sistema al tomarme de la mano de ese modo, regresó a mi mente.

—Piensa en otra cosa, Emilia —Me reprendí en voz alta—. Piensa en otra cosa. 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55...

Al llegar a casa no supe qué hacer conmigo misma.

Di vueltas de un extremo al otro de la sala, intentando domar las ansias de llamarle, cerrar los ojos y hundirme en la cadencia de su voz.

«Seguro sigue en el brunch, déjala ser, por Dios», rogó la voz de mi interior. «Contrólate y comienza a comportarte como el adulto que tu mamá cree que eres».

Asentí mientras daba otra vuelta y me tronaba los dedos escandalosamente. La vería al día siguiente, solamente tenía que esperar, veinte horas más para estar con ella; claro que podía esperar, no era como que me faltase el oxígeno si no la veía pronto.

¿O sí?

El recuerdo de esa sonrisa coqueta regresó para torturarme, al igual que el de su mano atrapando la mía. Qué atrevimiento el suyo... qué maravilloso atrevimiento el suyo.

«Necesito ocuparme en algo», pensé. «Bañarte, sería un buen comienzo, hueles a chivo», replicó la voz de mi interior.

Asentí, era una excelente idea, el agua fría se encargaría de exorcizar algunos de los pensamientos pecaminosos que esa mirada coqueta había sembrado en mi mente.

Me metí bajo la regadera, pero en lugar de curarme de la fiebre de Astrid que acaba de contraer, me vi atacada por los recuerdos de las múltiples ocasiones en las que nos duchamos juntas: su piel desnuda, sus dedos acariciándome, mis labios recorriendo su cuerpo.

Salí del baño, más convencida que nunca de que necesitaba verla lo más pronto posible; no podía esperar hasta el día siguiente. Se me olvidaría cómo respirar si dejaba pasar tantas horas.

«Pero tampoco puedes aparecerte en su casa así nomás», reclamó la voz de mi interior.

Mientras me secaba el cabello con la toalla, comencé a considerar que si iba a confesarle mis sentimientos, tendría que hacerlo con un gran acto de romanticismo: no podía llegar con las manos vacías a decirle que deseaba pasar el resto de mi vida a su lado... y quizás tener dos hijos con ella para apaciguar la ira de mi mamá.

«Fantástico, la persona más fría del sistema planetario intentando hacer algo romántico: buena suerte con eso», dijo la voz de mi interior. «¿Qué vas a hacer? ¿Copiarte algo de una comedia romántica?»

Pensé en la canción de la mañana: In your eyes y entonces la imagen de John Cusack sosteniendo un estéreo portátil sobre su cabeza, vino a mi mente.

«Qué miedo me das, acosadora», se burló la voz de mi interior.

Exhalé, desganada. Esa escena nunca me había parecido romántica, y por si fuera poco, hacía más de una década que no veía uno de esos estéreos por ningún lado.

Descarté la idea y me fui a mi habitación.

Abrí mi armario para escoger qué ropa ponerme y me quedé ahí, contemplando mis trapitos por largo rato. Sentía que nada de lo que había allá adentro era adecuado para la ocasión.

¿Qué se pone uno cuando está yendo camino a reconquistar al amor de su vida?

Al no lograr avance en ese tema, decidí regresar al otro que tampoco había resuelto: «Si la invito a venir aquí, podría llenar la casa entera con velas», pensé.

«Ajá, y de paso convertirla en un riesgo de incendio, bravo, vas por buen camino», refunfuñó la voz de mi interior. De acuerdo, si no eran velas podrían ser pétalos... «Excepto que a Astrid no le gustan las flores, campeona».

—¡Carajo! —dije, entre dientes.

Resoplé, poniendo ambas manos sobre mis caderas. Negué con la cabeza y regresé al asunto de la vestimenta. Saqué del clóset unos pantalones tipo sastre y una camisa de manga de tres cuartos y me los puse. Me contemplé en el espejo. Primero de frente, después de perfil, luego del otro perfil.

—Excesivamente formal —Le reclamé a mi reflejo. Me quité las ropas y las lancé sobre la cama.

Entonces me puse unos jeans y una playera.

—Demasiado informal —Suspiré, sintiéndome la antítesis de la sensualidad.

Miré por la ventana, el cielo estaba despejado y el día estaba bellísimo, así que una confesión de amor bajo la lluvia quedaba completamente descartada.

«La lluvia, en la vida real, es incómoda y no tiene absolutamente nada de romántica, mi reina», aseguró la voz de mi interior.

Me puse una camisa blanca de mangas largas; las doblé un poco y me metí en unos shorts de vestir color mostaza. Mi reflejo me sonrió con bastante naturalidad. «Mucho mejor», pensé.

«Podría comprar varios pliegos de cartulina y escribirle mensajes románticos», consideré, imaginando la escena entre Keira Knightley y Andrew Lincoln en Realmente Amor.

«Sufres de una falta de originalidad bien triste, mija», concluyó la voz de mi interior.

«Podría cantarle», me propuse, recordando 10 cosas que odio de ti. «Permíteme detenerte ahí, y recordarte que tu voz es peor que tu técnica en el tenis».

—Bueno, ya está —Le dije a mi reflejo—. Nos vamos así, sin acto de romanticismo, llegamos y le decimos lo que sentimos; y el destino se encargará de lo demás.

Me eché desodorante y mi perfume favorito. Luego intenté regalarle mi mirada más segura a mi reflejo. Moví la cabeza afirmativamente un par de veces. Suspiré, notando cómo temblaba el aire que abandonaba mis pulmones, descubriendo que me sudaban las manos.

Me sequé las manos en la toalla.

Me apresuré hacia la sala, tomé mi cartera, las llaves de la casa, las llaves del auto, eché todo en los bolsillos de mis shorts y caminé a paso veloz hacia la puerta principal.

Al abrirla, me encontré con el puño levantado de Astrid, que estaba a punto de tocar.

—¡Astrid! —Fue lo único que atiné a decir. Sonreí, revelándole el gusto que me daba tenerla frente a mí.

Entonces noté que seguía vistiendo la misma ropa deportiva que había usado durante su partido de tenis. Eso solamente podía significar que había terminado su brunch y había venido directamente a verme.

Me hice a un lado para permitirle pasar.

—Disculpa que me aparezca sin anunciarme —dijo, pasando al interior de la casa, empleando el peso de su cuerpo para cerrar la puerta detrás de sí—. Pero no podía esperar hasta mañana para volver a verte.

Me miró con una ternura descomunal, portando su deseo a flor de piel.

—¿Ibas de salida? ¿Estoy interrumpiendo tus planes? —preguntó, mirando mis labios como si quisiera comérselos y luego mis ojos, buscando nuevamente lo que había descubierto durante nuestra breve interacción en el club.

—Estaba yendo a tu casa —respondí, acercándome para acariciar su rostro—. Yo tampoco podía esperar hasta mañana para verte.

Astrid sonrió, contenta de comprobar que sus sospechas eran acertadas. Se lanzó hacia mis labios y me besó con toda la pasión que había estado conteniendo desde el momento en que habíamos vuelto a vernos, año y medio atrás.

—No quiero desperdiciar ni un segundo más lejos de ti —dijo, entre un beso y otro, jalándome hacia ella.

Unos instantes más tarde, me aparté de ella, acunando sus mejillas entre mis manos, mirando dentro de sus hermosos ojos negros. Tenía que pronunciar las palabras; mi pecho explotaría si seguía intentando contenerlas.

—Te amo, Astrid —confesé, sintiendo cómo mis propias palabras rebotaban en cada rincón de mi mente; reconociendo la contundencia de su significado, sintiendo ese amor absoluto hacia ella con cada célula de mi cuerpo.

Ella acercó sus labios a mi oreja y entonces susurró —¡Hazme tuya, Emilia!



Último momento nerd de este libro: Cuando Emilia está intentando distraerse para dejar de pensar en Astrid, se obliga a recitar en voz alta la secuencia de Fibonacci, en la que cada término se obtiene sumando los dos inmediatamente anteriores. La razón de haberla usado es un guiño a mi amada esposa, que la usa cuando algo le preocupa y necesita distraer la mente. 

Por si nunca antes has escuchado de esta secuencia, pero te come la curiosidad de saber más, te dejo este enlace en el que se explica un poco más al respecto:

https://www2.ual.es/jardinmatema/sucesion-de-fibonacci/#:~:text=De%20manera%20expl%C3%ADcita%2C%20tendr%C3%ADamos%20que,su%20padre%2C%20que%20era%20comerciante

Espero que al #TeamVozInterior le haya gustado este capítulo en el que de plano se desata toda la intensidad de la voz del interior de Emilia.

¿Qué dicen? ¿La última y nos vamos? Pásenle a lo barrido.

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