3. Los trapitos más decentes
El siguiente sábado me despertó la anticipación. Astrid le había dicho a mis padres que pasaría por mí a las diez de la mañana, pero mis ojos se abrieron desde las seis y no pude volver a dormir.
Me puse de pie, me bañé, me vestí y me aseguré, por tercera o cuarta ocasión, de haber empacado mis trapitos más decentes para la semana que pasaría en casa de Astrid.
Desayuné, lavé los platos que había usado, y miré el reloj, esperanzada en que ya casi fuera hora de que Astrid llegara por mí: apenas eran las siete y media de la mañana. Suspiré, impaciente y regresé a mi habitación para releer los últimos capítulos de El Resplandor, con la secreta esperanza de retomar nuestra conversación con mi conocimiento recientemente adquirido.
A las nueve y media no pude más y bajé a la sala con mi maleta. Mi mamá estaba alistándose para ir al club a jugar tenis con sus amigas.
—¿No te has ido, ma? —pregunté, mirando mi reloj.
—Estaba esperando a que Astrid pase por ti.
—Pero vas a llegar tarde.
Ella hizo una mueca, como diciendo: «ni modos».
—No te preocupes, ma. No es como que ya me esté mudando a Mérida y no vayas a estar aquí para despedirte de mí. Ve al club y nos vemos la próxima semana.
—¿Segura? —preguntó, contemplándome con un minúsculo escepticismo.
Asentí, la abracé y le di un beso en la mejilla. Mi mamá sonrió, recogiendo su bolsa de gimnasio, su raqueta y las llaves de su camioneta, antes de marcharse.
Quince minutos más tarde, un Neón azul de cuatro puertas se estacionó frente a la casa y entonces una versión muy distinta de Astrid bajó de él para acercarse a tocar el timbre.
Esta versión era extremadamente relajada y cómoda: llevaba una blusa de tirantes, jeans y unos Vans blancos. Además, tenía unos lentes de sol descansando sobre su cabeza, como si fuera una diadema. Antes de que su dedo llegara al botón, yo ya había abierto la puerta, maleta en mano.
—¡Llegas temprano! —dije, delatando mi alegría por mucho que había intentado ocultarla.
—Pensé que tardaría más en la gasolinera en lo que llenaba el tanque y hacía que le revisaran los fluidos y las llantas al carro, pero no había ni un alma y fue más rápido que de costumbre —Abrió la portezuela de atrás del lado del copiloto—. Échala ahí.
El interior estaba lleno de cajas con folletos y muestras médicas, por lo que supuse que la cajuela estaría repleta también. Acomodé la maleta sobre un par de cajas, asegurándome de que no fuera a caerse en cuanto Astrid tomara alguna curva.
—¿Y tus papás? —preguntó, mirando hacia el interior de la casa.
—Mi papá tuvo que irse a la oficina temprano y mi mamá se acaba de ir al club de tenis —dije, mientras le echaba llave a la puerta principal.
Por un segundo pude leer sorpresa en su rostro, pero ella se forzó a sonreír brevemente, quizás intentando no juzgar a mis padres. Rodeó el auto y dijo con bastante energía:
—Entonces, vámonos.
—Traje una compilación musical —dije, mostrándole un disco compacto quemado con mis canciones favoritas mientras tomábamos asiento en el interior del Neón.
—Ponlo —dijo ella, encendiendo el motor para luego presionar el botón que expulsó el que había estado escuchando.
—The Kinks —Leí en la cubierta.
—¿Los conoces? —preguntó, poniendo el auto en marcha.
Girl, you really got me goin'
You got me so I don't know what I'm doin'
Canté y sus ojos se iluminaron antes de comenzar a cantar el resto de esa estrofa conmigo.
—Me ponen de buen humor para la carretera —dijo, señalando el contenedor de discos compactos que estaba junto a mis pies.
—¿Quieres que lo deje? —ofrecí, estirando la mano para regresar el disco al reproductor.
—No —respondió Astrid—. Me da mucha curiosidad saber qué es lo que trajiste para la carretera.
Coloqué mi disco y me deleité cuando reconoció los primeros acordes de London Calling de The Clash. Cantamos juntas mientras ella tomaba la avenida Andrés Quintana Roo.
Just like honey fue la segunda canción, y entonces ella bajó el volumen.
—No puedo más con la duda —Me miró brevemente antes de regresar los ojos hacia el camino y el tráfico—. He conocido a Orlando por casi seis años y sé que su gusto musical se limita al Rock & roll mexicano de los sesenta.
—Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez —respondí, divertida—. Ese es mi papá.
—Y Toni pareciera no tener gusto por la música en absoluto —dijo, frunciendo el ceño.
La frustración en el rostro de Astrid era una muy distinta a la que le conocí después de haber platicado con su jefe. Esta era más bien una incapacidad de comprender la mente de alguien a quien apreciaba.
—Es como si no sintiera conexión con ella —dije—. No le despierta emociones y, por lo tanto, no tiene peso en su vida.
—Esa es la impresión que siempre me ha dado —aseguró Astrid, que volvió a mirarme brevemente—. Entonces, ¿cómo es que has dado con esta música que no corresponde a tu generación y que, dicho sea de paso, ni siquiera en su tiempo fue necesariamente de corriente popular?
—Algunas llegaron a mi vida por medio de MTV; otras, por haber sido parte de la banda sonora de alguna película.
—Eso, en lugar de aclarar mis dudas, me genera más —dijo—, porque puedo apostar la mitad de mi bono anual a que esas películas no las conociste por medio de Orlando y Antonia tampoco.
Resoplé, me reí.
—No sé qué decirte, están en cable, cuando alguna llama mi atención la veo; si la película me gusta, quiero saber más del género y del director... y eso me lleva a descubrir otras.
Perfect Day de Lou Reed comenzó. Y entonces fue ella quien resopló con incredulidad.
—Viendo como funciona tu mente, me sorprende que las películas te lleven a la música pero no al material original. ¿No te gusta leer?
—Me gusta leer, pero las pocas veces que conseguí las novelas en las que se basaron algunas de mis historias favoritas de la niñez, me llevé una decepción más grande que otra —Encogí los hombros.
—¿Por ejemplo?
—El último unicornio, La historia sin fin, Peter Pan.
—No te puedo culpar con Peter Pan —respondió, haciendo una mueca.
—Es una historia tan misógina, que me costó mucho trabajo terminar de leerla —confesé—. Además, los papás de Wendy son los peores, los niños perdidos son insoportables...
—Pero lo mejor es cuando Wendy prácticamente ofrece a su hija para que se vaya con Peter, ¿a poco no? —interrumpió Astrid.
Hice una mueca y gruñí, recordando el coraje que sentí cuando estaba leyendo aquellas líneas. Take me to the River de Talking Heads comenzó a sonar.
—Después de cuatro o cinco fiascos llegué a la conclusión de que la literatura en inglés no es lo mío y que me iría mejor explorando autores latinos. Me quedo mil veces con Julio Cortázar, Juan Rulfo, Carlos Fuentes...
Astrid negó con la cabeza, sonriendo.
—¿Qué? —reclamé, al notar que estaba conteniéndose de decir algo.
—Es la primera vez que suenas como una adolescente.
—¿Me estás comparando con la muchachada? —Me fingí ofendida.
—Brevemente —dijo.
Me guiñó un ojo y yo sentí como si el Carnaval de Río estuviera paseándose por mis venas para ir a establecerse en mi corazón.
—En primera: intentar algo un par de veces y despacharlo de tu vida porque categorizaste esa diminuta muestra como si en verdad pudiera representar el todo —Chasqueó la lengua—; en segunda: creer que tu gusto por una cosa cancela el gusto por otra, como si uno no pudiera disfrutar de los grandes representantes de la literatura en español y además pasarla rico leyendo a Stephen King, Arthur C. Clarke o Phillip K. Dick. Eso es lo que te hizo sonar como una adolescente.
Me quedé en silencio, analizando lo que decía.
—Pero vamos a componer esta situación, si quieres te presto unos libros para que te entretengas el resto del verano en lo que comienzan tus clases.
Asentí, padeciendo una especie de resaca emocional; experimentando una cierta culpabilidad por no haberme comportado lo suficientemente adulta en su presencia; preguntándome si a partir de entonces ella me vería únicamente como una chamaquita que no estaba a su altura de madurez y, por lo tanto, no era merecedora de sus pensamientos.
¿Había perdido mi oportunidad con ella? «Seamos honestas», pensé: «nunca has tenido una oportunidad con ella».
Negué con la cabeza, intentando callar a mi lado catastrófico y buscando en mi mente algo para decir que pudiera rescatar la conversación.
—No es nada de qué avergonzarse —dijo Astrid al notarme pensativa—. Es algo que a muchos nos toma años comprender. Te lo digo únicamente porque estar abierto a cualquier cosa te va a permitir disfrutar de un rango muy amplio de experiencias. No te limites por las etiquetas, dale una oportunidad a todo lo que se te atraviese en el camino y vivirás una vida más plena. Algún día me darás las gracias, ya verás.
«¿Aplicará esa filosofía para las relaciones sentimentales también?», me pregunté. «¡Y vuelve la mula al trigo!», dijo mi lado más racional.
—Estás muy callada —insistió Astrid.
—Estaba analizando tus palabras.
Ella me lanzó una mirada fugaz antes de regresar los ojos a la Avenida López Portillo, que nos estaba conduciendo a la salida de la ciudad y estaba colmada de autos, autobuses y motocicletas.
—¿Y bien? ¿Cuáles son tus conclusiones?
—No lo sé, tengo dudas —Hice una pausa que me permitiera ponerle un bozal imaginario a la voz de mi interior para poder ordenar mis pensamientos—. Creí que tener gustos bien definidos era parte de la formación de la personalidad. Tengo que saber qué me gusta para saber quién soy, ¿no?
—Unas cuantas canciones, películas y libros no te hacen quien eres, Emilia. Ese es solamente un aspecto, bastante superficial, si me permites decirlo, de tus gustos.
En lugar de responder, repasé mentalmente mis conversaciones con compañeros de la escuela, con mis primos, con los conocidos de mis padres con quienes, a veces, salíamos a cenar. Por regla general, lo primero que preguntaban era qué música escuchabas, si habías visto esta película o aquella; y si les decías que disfrutabas de la lectura, te preguntaban quienes eran tus autores favoritos.
—Tu personalidad, está en tus emociones, en tus pensamientos, en tu comportamiento —dijo Astrid—. Y te aseguro que en ese aspecto no tienes absolutamente nada que temer —Bajó los lentes de sol que había tenido en su cabeza a modo de diadema y los acomodó sobre sus ojos—. Para ser tan joven ya tienes una personalidad bastante bien definida, y eres simplemente magnética, Emilia. Así que no limites tus gustos, que tu identidad no corre ningún peligro.
«¿Magnética?», repetí en mi mente, sonriendo complacida. «Ah, pero cómo te encanta ver señales en donde es imposible que existan», me reprendí.
Astrid tomó la autopista. Delante de nosotras se extendía la carretera a Mérida: vacía y apacible; el escenario perfecto para cuatro intensas horas de conversación con la mujer más fascinante que había conocido en mi vida.
Hola, ¿cómo les va en este último día del año 2022? Espero que la estén pasando muy bien y que sus días esten llenos de amor y mucha salud.
Les deseo un muy feliz 2023.
Y bueno, respecto a este capítulo, les cuento que viajar en carretera es algo que disfruto mucho. Durante años, recorrí frecuentemente la autopista Mérida-Cancún: a veces sola, a veces con excelente compañía y en algunas ocasiones con la peor compañía que se puedan imaginar 🤭 y puedo decir que con la compañía adecuada, ese viaje de 4 horas se siente como si no durara nada; mientras que en mala compañía, es un viaje ETERNO.
¿Les gusta viajar? ¿Qué opinan de hacerlo en carretera?
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