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29. Me conformo con dos

Durante el siguiente año, Astrid y yo intentamos cumplir nuestra meta común de ir una vez al mes a Mérida a ver a nuestros amigos; casi siempre lo lográbamos, pero también había ocasiones en las que algún compromiso con Natalia o con mis padres me lo impedía, y entonces ella terminaba yéndose sola.

En las ocasiones en las que sí la acompañaba, Aura y Javier ya no se sorprendían de vernos llegar en el mismo auto, intercambiar miradas de complicidad o hacer bromas que solamente tenían significado para ambas; pero la ilusión en sus rostros fue desvaneciéndose, hasta que se convencieron de que Astrid y yo no volveríamos a estar juntas.

Y yo estaba muy tranquila con las cosas como estaban.

El primer sábado de junio, sin embargo, me desperté pensando en ella: en sus ojos negros, profundos y llenos de sabiduría; en su sonrisa fácil, que parecía capaz de iluminar un salón entero; y en la discusión que habíamos mantenido la semana anterior, sobre el advenimiento de las redes sociales.

Habíamos pasado horas discutiendo el impacto que estaban comenzando a tener en la vida de nuestros conocidos, familiares y amigos; para mí, representaban una magnífica gama de oportunidades en la publicidad digital; para ella, en cambio, eran un agujero muy grande en la privacidad, al no llevar un manejo adecuado de la información personal de los usuarios.

Mientras me preparaba un café, sonreí involuntariamente, reconociendo que muy rara vez compartíamos el mismo punto de vista, y a pesar de ello, a pesar de las conversaciones de horas en las que ninguna lograba ceder ante el punto de vista de la otra, Astrid seguía siendo la persona con la que más disfrutaba hablar.

Abrí el closet par sacar mi ropa deportiva, y entonces me descubrí extrañándola, aunque ya teníamos planes para vernos al día siguiente. Me reprendí mentalmente. ¿Por qué estaba pensando tanto en ella?

Faltaban dos semanas para su cumpleaños, y yo había pasado la noche anterior platicando con Javier y Aura, para afinar los últimos detalles de la fiesta sorpresa que estábamos organizando. En esa ocasión, la banda entera iba a viajar a Cancún para celebrar con ella y no queríamos que nada saliera mal.

Me resultó fácil convencerme de que esa era la única razón por la cual la encontré merodeando por mi mente desde tan temprano.

«Sí, claro», retó la voz de mi interior, con su usual insolencia.

Después de darme una ducha y vestirme, le llamé a mi mamá para avisarle que estaba saliendo rumbo a su casa para irnos juntas al club de tenis, como lo hacíamos dos veces al mes.

Subí al auto, lo puse en marcha y encendí la radio. In your eyes de Peter Gabriel estaba sonando. Subí el volumen y comencé a cantar esa letra que hablaba sobre querer tocar la luz y el calor de sus ojos.

El segundo verso de la canción hablaba del dolor, de un momento que se escapa constantemente de las manos; de contemplar, en retrospectiva, el tiempo que uno pasa con esa persona para mantenerse despierto y vivo. Sonreí otra vez, pensando en el modo en que estar con Astrid tenía precisamente ese efecto en mí.

«Ajá... ¿Qué decías sobre estar pensando en ella por culpa de la fiesta?», se burló la voz de mi interior.

Todos mis instintos regresan,

y esta gran fachada

pronto arderá en llamas.

Sin hacer ruido,

sin mi orgullo.

Algo que había estado dormido por mucho tiempo en mi interior, comenzó a moverse, como un dragón sacudiéndose la modorra después de una larga siesta; estirándose, preparándose para salir de su caverna.

Nunca una canción romántica de pop había movido mis fibras de ese modo y no pude hacer otra cosa que reírme de mí misma, negando con la cabeza.

¿Qué estaba sucediéndome?

Ya no era una adolescente inexperta que se pasa el día fantaseando con la persona que le gusta. Además... Astrid no me gustaba, era la persona con la que más me gustaba pasar tiempo, eso era todo.

La canción terminó y entonces comenzaron a sonar lo primeros acordes de I Will Always Love You en la voz de Whitney Houston. «No, no, no... No, no y no», me dije internamente mientras presionaba el botón que cambiaba la estación, para localizar la siguiente de manera automática.

En una estación de música contemporánea estaba sonando Teenagers de My Chemical Romance, así que la dejé ahí y comencé a cantar a coro con la radio, sintiendo un alivio instantáneo de lo-que-sea que había sido eso que me había ocasionado la canción de Peter Gabriel.

Unos minutos más tarde, me detuve en un semáforo en rojo. La canción acabó y entonces comenzó Bleeding Love de Leona Lewis. La letra le dio un codazo en las costillas al dragón adormilado de mi interior.

Estaba negada al amor, no necesitaba ese dolor,

una o dos veces bastaron y fue en vano.

El tiempo pasa y antes de darte cuenta, te has vuelto fría.

Pero algo sucedió, por primera vez, contigo,

mi corazón se derritió y encontré algo real.

Miré la radio como si se tratase de una máquina infernal cuya existencia tenía como único propósito, el torturar a mi alma desvalida. Estiré la mano con la intención de cambiar de estación, pero el conductor de atrás comenzó a sonar su claxon escandalosamente.

Miré el semáforo para descubrir que estaba en verde, y luego el retrovisor, momentáneamente.

Comencé a avanzar sin poder hacer oídos sordos a esa letra que hablaba de cosas como la emoción incomparable que se experimenta con el abrazo de esa persona; de estar enamorada sin importar lo que digan los demás, y de estar sangrando amor.

Me aclaré la garganta mientras intentaba concentrarme en el camino, en lugar de andar buscando paralelismos entre los escenarios que Leona Lewis estaba describiendo y las cosas que me provocaba la presencia de Astrid.

Cuando esos tres minutos de tormento por fin acabaron, vino un corte publicitario, y entonces agradecí estar escuchando sobre remplazo de autopartes, opciones en seguros de vida y programas de financiamiento para negocios pequeños.

La siguiente canción que comenzó fue Here (in your arms) de Hellogoodbye. Comencé a mover la cabeza, siguiendo el ritmo alegre de la misma, sintiendo un gran alivio de que no se tratara de otra balada romántica.

Ya estaba bien entrada haciéndole coro a la radio, cuando mi cerebro decidió poner verdadera atención, por primera vez, a esa letra que yo había entonado docenas de veces en el pasado; esa que hablaba de ir manejando en el coche con ella, de estar besándola, o rozando su mejilla.

Liberándose de sus respectivas prisiones, localizadas en los rincones más profundos de mi mente, los recuerdos de los momentos que viví con Astrid comenzaron a fluir en destellos rápidos: la primera vez que vi sus hermosos ojos negros, la conversación que mantuvimos durante nuestro primer viaje en carretera, la ocasión en la que se aferró a mí, llorando, en el baño del Centro de Convenciones; el día en que la encontré en una cita con Leticia, docenas de miradas de complicidad, el modo en que su semblante se había enternecido al escuchar mi voz la primera vez que le llamé al celular.

El coro de la canción llegó, diciendo algo que iba por los rumbos de:

Eres quien yace a mi lado.

Susurras: «Hola, te he extrañado terriblemente».

Me enamoré de ti súbitamente,

Y ahora no hay ningún lugar en el que desee estar,

excepto en tus brazos.

Entonces sonreí.

Sonreí de un modo que no lo había hecho en más de seis años, sintiendo cómo mi pecho se hinchaba de alegría; sintiendo cómo mi corazón se llenaba de un calor bonito; sintiendo unas ganas incontenibles de ver esos ojos negros que hacían que el mundo entero pasara a segundo plano.

La letra, divertidamente romántica, trajo más recuerdos a la superficie, deleitándome con un precioso viaje mental, erizándome la piel con la nostalgia.

Entonces llegó el puente de la canción y mi mente decidió que era hora de bombardearme con imágenes de nuestros besos: el que le robé el día de su cumpleaños, el primero que nos dimos cuando me dijo que se mudaría al otro lado del país, el último que me dio antes de marcharse, en el aeropuerto de Mérida.

Eran recuerdos tan vívidos, que casi pude sentir sus labios en los míos: su calidez, su suavidad, su sabor; el modo en que sus manos se aferraban a mi cintura, la fuerza con la que su corazón latía cuando estábamos cerca, la naturalidad con la que mis dedos se hundían entre sus cabellos para encontrar su nuca.

Estacioné frente a casa de mis papás unos instantes antes de que la canción terminara, pero no apagué el auto hasta que sonaron los últimos acordes. No podía dejar de sonreír y tampoco lograba dejar de pensar en los besos de Astrid.

Sacudí la cabeza con la intención de despejarme un poco, pero no lo logré. Lo intenté dos veces más y obtuve exactamente el mismo resultado. Me rendí, entré a casa de mis papás, usando mi copia de las llaves, llamando a mi mamá para avisarle que ya estaba ahí.

—¿Y luego, tú? —Me examinó con el ceño fruncido, pero la expresión en su rostro era de gusto—. ¿Qué te traes que vienes tan contenta?

—Nada —mentí descaradamente—. Solo el presentimiento de que hoy será el día en que por fin logremos vencer a la señora Cedeño y a Natalia.

Ella sonrió, complacida con la idea de ganarles una partida de tenis, finalmente, después de años de enfrentarnos a ellas, casi cada fin de semana, y perder horriblemente en cada encuentro.

—Me gusta verte tan decidida; vámonos, antes de que se apague ese fuego que traes en la mirada. Hoy es el día en el que conocerán la derrota.

Y no. No logramos ganarles, pero al menos perdimos con más dignidad que de costumbre. Yo jugué con más energía y determinación que nunca antes, pero mi mente estaba muy lejos de la cancha de tenis; además de que mi técnica era, simplemente paupérrima.

Después del encuentro nos quedamos a tomar el brunch en nuestra mesa de siempre, que se encontraba en la terraza del restaurante y nos permitía una vista privilegiada de las canchas, para poder echar uno que otro vistazo a los partidos de otras personas mientras platicábamos.

Llevábamos ya un buen rato de sobremesa, cuando una fuerza magnética llamó mi atención hacia un partido específico.

Dejé de escuchar las voces de Natalia, la señora Cedeño y mi mamá en cuanto distinguí la figura de Astrid. Su técnica era casi tan deficiente como la mía, pero yo estaba fascinada admirándola, como si se tratase de la mismísima Serena Williams.

Mientras la observaba moverse por la cancha, golpear la pelota, frustrarse al descubrir que la había estampado contra la red, secarse el sudor de la frente y sonreír, me parecía estar viéndola en cámara lenta. Mi mente sádica hizo el favor de ponerme, a todo volumen, la canción de Hellogoodbye, porque le pareció la banda sonora perfecta para la ocasión.

Natalia me tocó el brazo, sobresaltándome y obligándome a regresar mi atención a la mesa; apagando de un plomazo, la canción que había estado sonando en mi interior.

—Tu mamá te hizo una pregunta, grosera —dijo, con el tono fingidamente altanero que a veces usaba cuando estábamos con más gente.

—No escuché, disculpa —respondí.

—¿A quién mirabas con tanto arrebato? —Jugó Natalia, meneando un hombro como si intentara coquetearme y competir contra quien fuera que se había robado mi atención.

Mi mamá volteó hacia la cancha. Luego me miró detenidamente, entendiendo, meneando la cabeza de un lado al otro con una lentitud amenazadora y los ojos entrecerrados.

—¡Ay de ti, Emilia! —masculló entre dientes, con un tono tan bajo, que solamente yo pude haberlo escuchado.

A mi mamá no se le escapaba una.

Tragué saliva con dificultad, preguntándome cómo iba a explicarle que no había poder humano que fuera a curarme de esta nueva fiebre de Astrid, cuando recordé que mi señora progenitora se había dado el lujo de retomar una amistad cautelosa con ella.

Después de un año de haberla hecho padecer el peor lado de su mal carácter y descubrir que nada de eso la había alejado, mi mamá había comenzado a bajar la guardia lentamente. Mi papá, por su parte, la había adoptado de regreso casi instantáneamente; después de varias conversaciones, según él, de alto contenido emocional.

Mientras mi mamá y yo manteníamos ese intercambio cuasi telepático, distinguí en la periferia a la señora Cedeño inclinándose hacia su hija para decirle en un susurro casi igual de discreto:

—Ella es Astrid.

Natalia tardó unos segundos analizando esas palabras antes de exclamar —¡Ahhhh!

—¿Qué me decías, ma'? —pregunté, fingiendo que no había notado la interacción entre ellas.

Un rato más tarde, mi mamá y la señora Cedeño se pusieron de pie para ir a saludar a un grupo de amigas suyas que estaban en otra mesa. Natalia se quedó sentada a mi lado, mirando hacia las canchas.

—Esto explica tantas cosas —aseguró, con un tinte de alivio en la voz, como si por fin hubiera obtenido la respuesta a un misterio milenario—. Lo que sea de cada quién: es preciosa.

Volteé hacia Natalia casi violentamente, deseando sacarla de su error, deseando decirle que no era lo que pensaba y que Astrid no era la razón que me había impedido amar a otras personas... pero no pude.

El dragón que vivía en mi interior se había espabilado por completo, había inhalado profundamente y había escupido una gran bocanada de fuego, reavivando los sentimientos que habían estado congelados por tanto tiempo.

Sonreí involuntariamente, estúpidamente. Era verdad: sí que era preciosa.

El partido de Astrid terminó, y entonces ella volteó hacia mí, levantando la mano para saludarme; yo levanté la mía, sintiendo cosquillas en el pecho.

—Nunca supe que tu mirada podía iluminarse de ese modo, Emilia; qué bonito es verte así.

Intenté hablar, pero no lo logré.

—Deberíamos irnos las cuatro a algún lugar de fin de semana —propuso, refiriéndose a sí misma, a su novia, a Astrid y a mí—. ¿Le gusta acampar?

—Le encanta acampar —dije, sin poder ponerle freno a las oleadas de ternura que estaban azotándome.

—Sentiría pena de verte tan irremediablemente enamorada —aseguró Natalia, divertida con mi grado de vulnerabilidad—, de no ser porque a ella se le nota a leguas que está igual de clavada que tú.

Mis mejillas estaban hirviendo. Asentí con un movimiento leve de mi cabeza. Natalia apretó mi mano con fuerza, mirándome a los ojos.

—Me alegro mucho por ti —Su mirada se puso súbitamente seria y dura—. Pero si vuelve a lastimarte, le voy a romper la cara en mil pedazos —Se puso de pie sin dejar de mirarme, me guiñó un ojo y se retiró. Se acercó a su mamá, saludó a las demás señoras y entonces preguntó —¿Nos vamos?

—Hola —dijo la voz de Astrid junto a mí.

Dejó su raqueta sobre una silla, y se secó el sudor del rostro con una toallita, mientras yo intentaba recuperarme del susto de haber tenido un vistazo del lado más obscuro de Natalia.

—Hola —respondí, olvidándome de todo para dedicarme a admirar los cabellos rebeldes que habían escapado de su cola de caballo; para recorrer con los ojos, sus brazos torneados en los que aún brillaban algunas perlas de sudor; para notar el modo en que su pecho llevaba un vaivén más agitado de lo común—. ¿Qué tal tu partido?

—Terrible. ¿El tuyo? —Se acercó para darme un beso en la mejilla.

Mi piel se erizó al sentir sus labios. Mi pecho estaba a punto de explotar.

—Fatal —respondí, casi susurrando.

—¡Cuanto talento tenístico en una sola mesa! —Bromeó, me guiñó un ojo coquetamente, y entonces sentí que me desintegraba en un millón de partículas.

«Si tuviera que apostar, diría que nuestro amor por ella también se mantiene intacto», se burló la voz de mi interior, trayendo de vuelta una conversación que tenía año y medio de haber sucedido.

Mi mamá se acercó, saludó a Astrid con un poco más de frialdad de lo normal y luego volteó hacia mí para preguntarme si ya era hora de marcharnos. Le dije que sí, poniéndome de pie mientras les deseaba a Astrid y a su rival, que disfrutaran de su brunch.

Cuando di el primer paso para alejarme, Astrid tomó mi mano para detenerme. Volteé hacia ella por instinto.

—¿Te veo mañana? —Sonrió, más coqueta que antes, midiendo mi reacción.

—Ajá —Fue lo único que atiné a decir mientras movía la cabeza en forma positiva y me colocaba los lentes de sol sobre los ojos, intentando evitar que descubriera lo que había dentro de ellos.

«Demasiado tarde», sentenció la voz de mi interior.

Astrid soltó mi mano sin dejar de sonreír, complacida con lo que acababa de presenciar.

Mientras nos retirábamos, mi mamá se colgó de mi brazo, casi atravesando mi piel con sus dedos.

—Emilia te juro por Dios —dijo, con fastidio—, que si vuelve a lastimarte no habrá poder humano que la esconda de mi venganza.

—Ma' —contesté sin mirarla ni dejar de caminar a prisa hacia la salida del club—, te prometo que si Astrid me vuelve a romper el corazón, yo te ayudo a ejecutar cualquier venganza que tu mente maquiavélica pueda concebir.

Mi mamá forzó una sonrisa, negando con la cabeza.

—¿Qué voy a hacer contigo, hija?

—No lo sé —respondí—. ¿Quererme como soy? ¿Apoyarme si decido darle una segunda oportunidad al amor de mi vida?

Mi mamá suspiró, refunfuñando algo ininteligible.

—¿Qué puedo hacer para que ya no la odies tanto?

—Darme nietos sería un excelente comienzo —respondió ella, el tono de su voz debatiéndose entre la ira y la resignación—. Me conformo con dos.

Me reí, después de todo, parecía haber una luz al final del túnel.

Ahora sí, con estas confesiones de Emilia, puedo dar por perdido mi negocio de venta de pañuelos de forma definitiva. Ahora comenzaré a vender tours a Mercurio. ¿Nos vamos organizando en grupos, o cómo le hacemos? Supongo que valdrá la pena comenzar a hacer tratos con los hoteles.

¿Quieren seguir leyendo? ¿Nos vamos de largo a descubrir qué viene después? Ya estamos entrando en la recta final y no quiero dejarles esperando tres días para ver en qué para esta revelación.

Por si necesitan un descanso entre un capítulo y otro, aquí les dejo las canciones que reactivaron el corazón de nuestra querida Emilia.

In Your Eyes de Peter Gabriel. Y la película ochentera a la que hice referencia, se llama Say Anything, la cual, como probablemente delaté aquí, no se encuentra entre mis favoritas para nada. Con todo y mis quejas, les dejo la versión del video que contiene escenas de la película.

https://youtu.be/XlljhoQH5HU

Bleeding love de Leona Lewis, tiene un lugarcito especial en mi corazón. 

https://youtu.be/Vzo-EL_62fQ

Y, finalmente, Here (in your arms) de Hellogoodbye.

https://youtu.be/5qKu8HE38Yg

Ahora sí, a lo que nos truje...

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