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28. ¿Romántica incurable o arrogante insufrible?

Durante las siguientes semanas, Astrid y yo nos vimos poco. Decidí que dosis pequeñas de ella eran lo mejor para mi salud mental; y ella, fiel a su palabra, dejó de mirarme como si fuera la última Coca-Cola del desierto y de hablarme sobre sus sentimientos, aunque se las ingeniaba para encontrar otras formas de comunicármelos.

A veces, cuando llegaba a la oficina, encontraba una cajita blanca sobre mi escritorio, esperándome con el desayuno dentro y una nota que, en lugar de un mensaje romántico, contenía la cita más célebre de alguna película que le había recomendado; otras veces, me mandaba una foto con la portada de las películas que estaba por rentar en el Blockbuster más cercano a su casa, con un texto que rezaba: «Haciendo la tarea».

A veces, cuando ya estaba en casa, me mandaba un mensaje de texto pidiéndome que abriera la puerta principal, y al hacerlo, me encontraba con un bote de helado Häagen-Dazs, sabor chocolate; otras veces, me mandaba artículos de la NASA que hablaban acerca de alguna curiosidad sobre Mercurio.

Ya era marzo cuando comenzamos a llamarnos por teléfono una vez a la semana, pero no fue hasta abril que acepté, por primera vez, una invitación suya a salir a tomar un café.

En mayo, me invitó a acompañarla a Mérida para pasar el fin de semana visitando a la banda. Yo tenía muchas ganas de ir a ver a Lucía, así que acepté.

Durante las cuatro horas de carretera, y después de mucha insistencia de su parte, accedí a contarle sobre Angélica, Vera y Natalia, y lo mal que me había salido cada intento de llevar una relación seria y duradera. Le conté, también, sin rastro de rencor, sobre mi incapacidad de volver a sentir y cómo mi trabajo se había convertido en el motor que me hacía levantarme por las mañanas.

Cuando llegamos a Mérida, Aura y Javier nos recibieron con los ojos llenos de esperanzas, pero a los pocos minutos de convivencia descubrieron que la naturaleza de nuestra relación distaba mucho de ser romántica. Lucía, en cambio, la recibió con una dureza muy parecida a la de mi mamá; Astrid supo de inmediato, que también tardaría en recuperar su confianza.

En el camino de regreso a Cancún, le pedí que me hablara sobre Frank, y aunque al principio se negó, mi insistencia pudo más. Entonces me relató con detalle las cosas que él había hecho para intentar conquistarla, y el modo en el que ella se había empeñado en convencerse a sí misma de que algún día lograría amarlo; las sospechas de él, al cabo de un tiempo, de que existía alguien más en su corazón, y su disposición a resignarse a dejar de competir con quien fuera que poseía su amor. El deterioro de la relación y el momento exacto en que ella le dijo que quería el divorcio.

«Iniciar y perpetuar esa relación ha sido la peor, en mi historial de malas decisiones», dijo al finalizar su relato. «Les lastimé a ambos y nos hice infelices a los tres». Yo me limité a confirmarle que, en efecto, había sido la peor de sus decisiones.

Después de ese viaje, comenzamos a vernos cada domingo. A veces para ver películas en su casa, otras veces para ir a desayunar, ir a la playa o hacer alguna de las actividades de ecoturismo que Natalia me había enseñado a apreciar.

Casi sin que me diera cuenta, comenzamos también a llamarnos varias veces a la semana, quedándonos por horas consecutivas en la línea, desmenuzando algún sueño incoherente, sopesando si el novio en turno de Javier era buen partido o no, o intentando decidir qué actividad haríamos el siguiente domingo.

En junio volvimos a viajar a Mérida, en esa ocasión, para celebrar su cumpleaños con la banda y con Lucía. Y nos divertimos tanto, que nos hicimos el firme propósito de viajar una vez al mes para visitarlos. No sabíamos si lo lograríamos, pero la idea de vernos así de seguido, nos emocionaba a todos.

En agosto tuve tres celebraciones de cumpleaños: el sábado previo, Natalia y su novia me llevaron a bailar; el domingo por la tarde, mis papás me llevaron a almorzar a un restaurante lujoso de la Zona Hotelera; el martes en la noche, al salir del trabajo, Astrid me preparó una cena muy sencilla en su casa.

Desde que llegué, vi que en el extremo opuesto de la mesa se encontraba mi regalo, le pregunté qué era y ella respondió que nunca podría adivinarlo. Yo, que no me achicaba ante un reto, pasé la velada entera lanzándole una teoría loca detrás de otra.

Cuando terminamos de comer el postre, extendió el cuerpo entero para alcanzar el regalo y me lo entregó.

—¡Feliz cumpleaños! —dijo, y entonces descubrí en sus labios, la misma sonrisa que había portado aquella noche que me llevó a la playa para ver la lluvia de estrellas.

Con mucho cuidado y lentitud, comencé a retirar la cinta adhesiva de un extremo del papel, más por hacerla sufrir que otra cosa.

—¡Ábrelo, ábrelo! —insistió.

Comencé a retirar la cinta del otro extremo, mirándola de cuando en cuando, únicamente para comprobar que estaba a punto de estallar de tanta ansiedad.

Sonreí con malicia.

Metí los dedos entre los pliegos del papel y desenvolví el regalo, con una tranquilidad forzada, alargando el proceso, tanto como me fue humanamente posible.

Mirándola a ella en lugar de mirar el regalo.

Cuando por fin bajé el rostro, me encontré con una primera edición de Cosmos de Carl Sagan, en un bellísimo encuadernado de tapa dura. «1980, como yo», pensé, al leer la fecha de impresión en la primera página, tragándome el suspiro que quería escapar de mi interior.

Cerré el libro. Acaricié la portada, nunca le había confesado a Astrid —ni a nadie— lo profunda que era mi admiración por Carl Sagan, eso lo había deducido sola. Acaricié el lomo y luego le di vuelta para apreciar la contraportada, en la que estaba una foto del astrofísico, sonriente, luciendo ese look setentero que tan bien le sentaba.

—Ve a la segunda página —propuso Astrid, después de dejarme contemplar la contraportada por largo rato.

Fruncí el ceño, pero obedecí enseguida.

El libro estaba autografiado por su autor.

—¿Cómo...? —No pude terminar mi pregunta, pero no fue necesario. Astrid sabía a la perfección cuál era mi duda. ¿Cómo había dado con una primera edición autografiada de ese libro?

—Varias llamadas telefónicas, un viaje relámpago a Nueva York y una acalorada discusión con el dueño de la librería de segunda mano —Astrid se encogió de hombros, como restándole importancia a esa odisea.

Entonces me asaltó una duda punzante. Yo estaba segura de que Astrid no había viajado al extranjero desde que había regresado a Cancún.

—¿Hace cuanto que tienes este libro? —pregunté.

—Tres años —respondió.

—¿Te esforzaste tanto por comprarme este libro cuando no sabías si volverías a verme algún día? —Me puse de pie y comencé a pasearme por su sala, dando vueltas de un extremo al otro—. No sé si tacharte de romántica incurable o de arrogante insufrible, Astrid —confesé, dejándole ver mi frustración.

—Esperaba que la primera —dijo, sonriendo.

Negué con la cabeza, mordiéndome los labios para no soltar un insulto. Ella dejó de sonreír al comprender la gravedad de la situación.

—¿Ah, sí? —pregunté, cuando encontré mi voz—. ¿Y en dónde estaba esta romántica incurable cuando más la necesité? ¿Cuando tuvo que haber luchado por nosotras? ¿Cuando necesité que creyera en mí y en nuestro amor?

—Nunca dudé de ti ni de nuestro amor, Emilia —aseguró, poniéndose de pie para acercarse a mí, deteniendo mi vaivén malhumorado—. Dudé de mí, de ser la persona adecuada para ti —atrapó mi rostro en sus manos para obligarme a mirarla a los ojos—. Tenía miedo de que dejaras todo por mí y al final sintieras que no había valido la pena; que yo no valía la pena.

Me tomó varios instantes de indagar dentro de sus ojos para procesar lo que acababa de escuchar.

Cuando la idea por fin tocó fondo, me pregunté cómo era posible que una mujer como Astrid hubiera tenido una inseguridad tan grande que nunca logré ver.

Y por primera vez desde que la había conocido, se hizo humana ante mis ojos.

La abracé, apretándola con fuerza y la sentí temblar. Ella me apretó con más fuerza todavía. Mi enojo se desvaneció con la misma rapidez con la que había surgido, pero mi frustración no planeaba irse a ningún lado en el futuro inmediato.

Me aparté de ella, buscando sus ojos negros.

—Siempre valiste la pena, Astrid. Y yo te hubiera seguido hasta el fin del universo conocido sin arrepentirme jamás. Ojalá te hubieras dado la oportunidad de comprobarlo.

Negué con la cabeza.

—Gracias por la cena y por mi regalo —Caminé hacia la mesa para tomarlo—, pero ya es tarde y mañana tengo que levantarme temprano.

Ella asintió sin decir nada.

—Te llamo en estos días —Aseguré, antes de marcharme.

Subí a mi auto, dejé el libro en el asiento del copiloto y me colgué del volante con todas mis fuerzas mientras gritaba: «¡CARAJO!» Alargando la «o» hasta que se me acabó el aire de los pulmones.

Me tomó dos semanas comprender que Astrid, siendo la mujer tan despampanante que era, también tenía inseguridades y éstas habían sido la razón que la había alejado de mí.

Me tomó una semana más lidiar con mi frustración para darle paso a la empatía, y cuando por fin lo logré, decidí llamarle para invitarla a ver una película en mi casa.

Hasta entonces, Astrid no había puesto pie en el interior; me había dejado uno que otro regalo en la puerta, pero nunca la había invitado a pasar. Mi casa era un lugar sagrado al que no cualquiera ganaba acceso.

El sábado llegó al mediodía en punto. Le serví un vaso de agua de horchata, porque hacía mucho calor y regresé a la cocina para preparar unas palomitas. Ella se paseó por mi centro de entretenimiento, mirando con cuidado mi colección de películas y música. La variedad de géneros que residía ahí no escapó a su atención y ella se aseguró de hacérmelo saber.

—Una mujer muy sabia me dijo una vez que no debía limitar mis gustos tan rigurosamente —respondí, guiñándole un ojo.

—Me alegra que hayas conocido las bondades de disfrutar de una amplia gama de posibilidades sin pensar que eso te define como persona —dijo, orgullosa de la influencia que había sido en mi vida—. Aunque, si te soy honesta, me sorprende no ver libros por ningún lado.

—Esos no están aquí, están allá —Señalé la puerta de la habitación más cercana a la cocina—. Pasa.

Astrid abrió la puerta, mirándome con cierto escepticismo mientras la empujaba hacia adentro y entonces escuché el suspiro de sorpresa que le ocasionó ver la biblioteca que tenía ahí dentro.

Sonreí, orgullosa de mí misma.

Serví las palomitas, las dejé sobre la mesa del comedor y la alcancé en la habitación, en la cual se encontraban también mi colección de videojuegos y el telescopio que me había regalado.

Astrid estaba entretenida leyendo los títulos de los lomos, contenta de encontrar autores que había conocido o aprendido a apreciar gracias a ella.

—Podría vivir en esta habitación y no salir jamás —dijo—. Aunque tendrías que alimentarme por sonda.

Me reí.

Ella miró el telescopio, que estaba montado junto a la ventana y se encontraba perfectamente conservado porque me daba a la tarea de limpiarlo cuidadosamente, con bastante frecuencia, para que el polvo no fuese a dañarlo.

—Lo conservaste —susurró con alegría.

—Por supuesto. ¿Qué pensabas? ¿Que iba a tirarlo? Me encanta y sigo usándolo; a veces me lo llevo cuando voy a algún lugar alejado de las luces de la ciudad.

—No te hubiera culpado si en un arrebato de enojo decidías tirar las cosas que te regalé —confesó, sonrojándose levemente.

—Nunca estuve enojada contigo —Metí las manos en los bolsillos de mis bermudas y levanté los hombros—. Estaba triste, tenía el corazón roto; pero no estaba enojada.

Ella estiró la mano para acariciar mi mejilla.

Ahora la comprendía mejor que antes, pero no quería que confundiera mi empatía con algo más, así que tomé su mano, y con suavidad, la alejé de mi rostro.

—Deberíamos llevárnoslo a la playa una noche —propuse, sonriendo mientras salía de la habitación para ir a poner una película en el reproductor de DVD—. Podríamos planearlo bien y empeñarnos en encontrar Mercurio.

Astrid me siguió, complacida con esa idea. Cerró la puerta de la habitación detrás de sí y se sentó a mi lado en el sofá. Le entregué el tazón de palomitas y encendí el televisor.

Ella no lo sabía, pero estaba a punto de ver mi película favorita de todos los tiempos: The Fountain, un romance épico escrito y dirigido por Darren Aronofsky. Una película que yo consideraba injustamente infravalorada por la crítica y el público en general; una historia que para mí era bellísima, porque hablaba de un amor que trascendía el tiempo, los obstáculos y hasta la muerte misma.


Quizás algunas de ustedes sean demasiado jóvenes para saber lo que era un Blockbuster, pero déjenme decirles que antes de la existencia del streaming, era el segundo lugar favorito de los cinéfilos. Aquí les dejo unas imagenes de ese lugar mágico al que yo acudía un par de veces por semana.

Y también les dejo unas fotitos de Cosmos. Quienes somos de cierta rodada ya, tuvimos la fortuna de haber visto la versión televisiva [inserte muchos corazones aquí]. En 1981, este libro recibió el Premio Hugo al mejor libro de no ficción.

La película The Fountain, de verdad me encanta y es una de mis películas favoritas de todos los tiempos, pero si alguien decide arriesgarse a verla, les advierto que mucha gente la considera incomprensible, intrascendente, o de plano mala. Aún así, si la ven o la han visto, cuéntenme qué piensan de esta historia.

Espero que hayan disfrutado este capítulo. Nos leemos en tres días.

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