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26. La mujer del momento

En diciembre del 2007, asistí a la fiesta de fin de año de la cadena hotelera por insistencia de mi jefe. Justo antes de la cena, se entregaban los reconocimientos a los mejores empleados de cada departamento.

Cuando anunciaron al departamento de informática, escuché mi nombre, así que subí al estrado a recibir mi reconocimiento y dar un brevísimo discurso.

Al regresar a la mesa, mis compañeros se acercaron a felicitarme, tomando turnos para quedarse a platicar un rato. Las visitas solamente cesaron cuando el maestro de ceremonias anunció que la cena sería servida en los próximos minutos.

En cuanto llegó el postre, la mayoría de los presentes saltó a la pista de baile y yo salí a la terraza a contemplar el mar mientras planeaba mi huida temprana.

—Qué difícil es tenerte a solas cuando eres la mujer del momento —dijo una voz femenina, interrumpiendo mi contemplación silenciosa.

A pesar de los años que habíamos pasado lejos, reconocí su voz y su perfume en el instante en el que se había parado a mi lado. Volteé hacia ella y la encontré más bella que nunca. Los años le habían sentado perfectamente y estaba simplemente despampanante.

—Ahora tienes que sacar cita para poder hablar conmigo —dije, bromeando, mientras me acercaba para darle un beso en la mejilla.

—Casi no te reconocí cuando subiste al estrado —dijo Astrid, probablemente haciendo referencia a mi cabello, extremadamente corto, y a mi vestimenta andrógina. Extendió una mano, acercándola para acariciar mi nuca—. Te ves preciosa.

—Tú no te ves nada mal tampoco —respondí, admirando el modo en que el vestido que llevaba se ceñía a su figura esbelta. Fue entonces que mis ojos notaron que no llevaba ni su argolla de compromiso ni la de matrimonio—. Y no es que no me dé gusto verte, pero... ¿Qué haces aquí?

—Acompañando a una amiga. Su esposo está enfermo y ella no quería venir sola.

Entrecerré los ojos para comunicarle que esa no era toda la extensión de mi pregunta. Yo quería saber qué hacía en Cancún, cuánto tiempo se quedaría, y de paso, por qué llevaba el dedo anular de la mano izquierda tan desnudo.

—Regresé hace un par de semanas —dijo, leyendo mi semblante sin problema.

—¿Permanentemente?

Ella asintió.

—¿Y dejaste las maravillas de Boulder así nomás?

—Es difícil vivir en una ciudad diminuta cuando sabes que vas a toparte a tu exesposo unas cinco o seis veces al día en promedio.

—¿Y tu trabajo? —pregunté mientras hacía cuentas mentales: su matrimonio había durado más o menos cuatro años.

—Ahora estoy en otra farmacéutica, me fui con la competencia —sonrió.

—¿En un puesto similar?

—No. No había nada parecido aquí, pero no me importa comenzar en medio y volver a encontrar mi camino hacia la cima —Hizo una mueca—. Además, mis prioridades ahora son otras.

—¿Estás contenta?

Asintió nuevamente.

—¿Y tú, empleada del año?

—Me encanta mi trabajo —Mi pecho se hinchó de orgullo al pensar en los proyectos nuevos que estábamos desarrollando—, aprecio las maravillas de Quintana Roo de un modo que no lo hice antes, y mi relación con Toni y Orlando es más estrecha que nunca.

—Me alegra escuchar que te va así de bien, Emilia. Siempre supe que así sería.

Esa fue la primera vez que Astrid pronunció mi nombre sin ocasionar que me temblaran las rodillas y eso llamó mi atención.

—Cuéntame cómo están Toni y Orlando. He tenido intenciones de ir a visitarlos, pero apenas estoy en proceso de desempacar y arreglar la casa que estoy rentando. A lo mejor en un par de semanas le llamo a tu mamá para quedar con ella.

—Están maravillosamente, tan enamorados como los recuerdas y embarcados en una cruzada por encontrarme pareja —Me reí.

—¿Sigues sin encontrar a tu helado de chocolate?

—A estas alturas he comenzado a creer que el helado no es lo mío, quizás debería comenzar a probar sorbetes o champolas —Me encogí de hombros.

Astrid se rió, negando con la cabeza.

—Aunque, honestamente, no estoy buscando: estoy casada con mi trabajo y me siento perfectamente contenta estando sola.

—No tiene nada de malo bastarse a uno mismo, Emilia, pero temo que podrías estar privando a una mujer de sentirse la persona más afortunada del universo.

En otro momento de mi vida, esas palabras hubieran ocasionado estragos en mi alma, pero mi incapacidad para sentir las dejó resbalar sin permitirles dejar huella. Además, a esas alturas de mi vida, entendía que a veces la gente podía decir cosas así de bonitas únicamente por amabilidad o por nostalgia.

—Eso mismo dicen Toni y Orlando —Torné los ojos y volteé mi cuerpo entero en dirección hacia el mar—. Yo digo que llegará cuando tenga que llegar... si es que llega; y si no es así, no pasa nada.

—A lo mejor el amor de tu vida apenas tiene doce años y por eso no la has conocido —dijo, haciendo referencia a los quince años de diferencia entre nosotras—. El mío llegó cuando estaba a punto de cumplir los treinta y tres.

«¿Me acabas de llamar el amor de tu vida, Astrid?», pensé. Y entonces me preocupé, porque saberlo no me alegró como lo hubiera hecho años atrás. Si Astrid, con todo el poder de su magnetismo inigualable, no podía revivir la parte de mi corazón encargada de amar, entonces estaba en serios problemas.

—Entonces me quedan seis años para disfrutar de la relación estrictamente monógama que llevo con mi trabajo —La miré brevemente, le guiñé un ojo y pude notar que mi nivel de frialdad la había tomado desprevenida.

Astrid miró hacia el mar nuevamente, dejando escapar un suspiro apenas perceptible. Yo la imité. Metí las manos en las bolsas de mi pantalón, mientras buscaba un tema para relajar la tensión que acababa de provocar. Y entonces se me encendió el foco.

—¿Quieres reírte un rato? —pregunté, pegándole ligeramente en las costillas con mi codo.

—Siempre —contestó, mirándome.

—Toni y Orlando querían que impidiera tu boda —Mi pecho se llenó de un calor bonito al recordar aquella conversación—. Mi papá iba a manejar el auto en el que escaparíamos los cuatro hacia el aeropuerto.

Astrid se rió, mirándome con una mezcla de horror y gusto que me aseguró que el momento incómodo se había esfumado.

—¿Les contaste sobre nosotras? —preguntó, pasando de la alegría al pánico sin escalas.

—Mi mamá dedujo la mayor parte sin ayuda; le contó sus teorías a mi papá, quien, dicho sea de paso, hubiera estado encantado tenerte como nuera —Me reí—. Ambos lo hubieran estado.

—¿Lo dices en serio?

Asentí.

—Después les conté sobre el tiempo que estuvimos juntas.

—¿Y qué dijeron? —Astrid se cubrió la boca con la mano, abriendo mucho los ojos en espera de saber más.

—Que no podíamos permitir que te casaras.

Astrid se puso seria, estudiando mi rostro con cuidado. La brisa levantó algunos de sus cabellos y ella los acomodó.

—Lamento mucho haberte lastimado. Lamento haber tenido tanto miedo a las consecuencias de amarte libremente.

—No te culpo por lo sucedido —respondí, sintiendo que la sonrisa abandonaba mi rostro—. El tiempo me ha ayudado a comprender que no podías detener tu vida por mí; además, era una niña y no tenía nada para ofrecerte.

—Nada de eso es cierto, Emilia.

—¿Entonces? ¿Me dejaste por esa idea tuya de que estabas robándote los mejor años de mi juventud? —Mi tono era transparente, la noción seguía pareciéndome ridícula.

—Por supuesto.

—¿Y qué tal? ¿Los aproveché del modo que te imaginabas? —Abrí los brazos, sosteniéndolos en el aire.

—Sí; excepto por la parte en la que no has encontrado a tu helado de chocolate.

—Pero me va bien laboralmente y con mi familia. Dos de tres no está del todo mal, ¿o sí? —Forcé una sonrisa y levanté las cejas repetidamente.

—No. No está nada mal —Astrid empujó mi barbilla, jugando.

La brisa cálida seguía soplando. Cerré los ojos y respiré profundamente; sin importar cuánto tiempo llevara viviendo en Cancún, seguía disfrutando de ese olor salino como cuando era una niña.

—¿Por qué te casaste? —pregunté, permitiendo que la curiosidad se llevara lo mejor de mí.

Era una duda que me había perseguido por años. Yo sabía que Astrid no se había enamorado de alguien más, estaba convencida de ello; y aunque ya no sentía nada por ella, la niña de veintiún años que vivía en algún rincón de mi interior, exigía una respuesta.

—Frank es un buen hombre —Comenzó a decir—. Es inteligente, trabajador y perseverante. Es paciente, entregado y generoso.

—Y también bastante atractivo —interrumpí.

Ella se rió, moviendo la cabeza positivamente. Suspiró.

—Pero necesito retroceder un poco para darte el contexto adecuado —Hizo una pausa—. Cuando cumplí el primer año en el puesto, me ofrecieron un contrato permanente. Eso significaba que no tenía fecha para regresar —Buscó mis ojos—. Y conociéndote, hubieras querido mudarte a Boulder conmigo.

«Así que tomaste la decisión por mí», pensé.

—Una ciudad así de pequeña no es lugar para una persona recién graduada, Emilia: tus oportunidades de empleo hubieran estado limitadas a tres o cuatro empresas diminutas —Su semblante era serio—. Y tampoco hubiera sido un lugar adecuado para una jovencita. No hay gran cosa qué hacer en cuanto a esparcimiento se refiere: un par de tristes centros comerciales, un puñado de bares y unos cuantos restaurantes... de ahí en fuera, lo que la gente hace para entretenerse, es tomar excursiones a la naturaleza.

—No tengo nada en contra de la naturaleza —interrumpí, usando un tono insolente. Me detuve, restringí a mis demonios internos y luego dije con más tranquilidad—. El ecoturismo es mi segundo amor, después de mi trabajo; me entrego a la naturaleza a la menor provocación.

Nos miramos en silencio por un largo rato, hasta que ella volteó el rostro hacia el mar.

—Frank y yo nos hicimos buenos amigos rápidamente. Me ayudó a adaptarme a la vida en Boulder y, al cabo de un tiempo, le tomé un cariño muy especial.

—Pero no lo amabas —Me atreví a asegurar.

—No —dijo ella sin rastro de dudas. Me miró una vez más—: estaba perdidamente enamorada de ti, Emilia.

Se hizo el silencio nuevamente.

—Frank me tuvo mucha paciencia, y yo de verdad quería aprender a amarlo como merecía ser amado. Supuse que cuando lograra superar lo que sentía por ti, podría darle el lugar que merecía tener en mi corazón.

—Yo no iba a buscarte después de que terminaste conmigo. No necesitabas casarte para mantenerme a raya.

—Frank quería casarse —respondió—. La edad parecía estar metiéndole prisa; él quería sentir que su vida estaba... qué sé yo: completa. Y yo quería darme la oportunidad de intentarlo.

Otro silencio eterno nos invadió mientras la brisa nos envolvía.

—Al cabo de un tiempo, ninguno de los dos estuvo contento viviendo una relación dispar en la que él era el único enamorado, así que decidimos que lo más sano era el divorcio.

No respondí, ella estaba escogiendo sus palabras y yo quería darle oportunidad de expresar, lo que sea que necesitara sacar de su pecho.

—En el proceso de separación entendí que tampoco podía seguir viviendo a medias: sintiéndome satisfecha laboralmente pero con la mitad del corazón en otro país.

Miré dentro de sus ojos. Sabía qué era lo que estaba diciendo, podía leerlo tan claramente como ella había leído las preguntas en los míos minutos atrás.

—Mi amor por ti sigue intacto, Emilia.

—¡Emilia! —gritó mi jefe desde la puerta del salón—. Todos están preguntando por ti, es hora de la sesión de fotos.

Lo miré, asentí.

—Dame dos minutos —pedí, extendiendo la mano hacia él.

—Pero dos nada más, ¿eh? —Sonrió y regresó al interior del salón.

Miré a Astrid a los ojos nuevamente.

—Me encantaría poder decirte que el mío también, Astrid —respondí, negando con la cabeza—. Pero mi amor por ti se murió hace ya varios años.

—Lo sé —dijo—. Puedo verlo en tus ojos y sentirlo en tus palabras.

—Tengo que regresar —dije, chasqueando la lengua.

Aunque ya no la amaba, seguía disfrutando de su presencia y hubiera preferido quedarme platicando con ella, que ir a pasar tiempo con mis compañeros de la oficina.

—¿Puedo volver a verte? —preguntó.

—Claro que sí.

Intercambiamos números telefónicos. Le di un beso en la mejilla y me despedí, para regresar al interior del salón. Al cruzar el umbral me detuve y volteé hacia donde estaba Astrid. Ella estaba de espaldas a mí, mirando el mar y sentí una punzada en el corazón porque pude sentir el dolor en el suyo.

El resto de la noche estuve distraída entre la sesión de fotos y varias conversaciones con gente de la oficina. No volví a ver a Astrid, aunque la curiosidad me obligaba, de cuando en cuando, a voltear hacia distintas partes del salón, buscándola.



Aaaaah, me salieron mal las cuentas y pasaron 4 días en lugar de 3 para volver a publicar. No sé por qué pensé que había publicado el viernes, cuando en realidad fue el jueves. Mea culpa. Lamento mucho haberles tenido en espera. Espero que tengan un muy buen inicio de semana.

Y bueno, a lo que nos truje: yo sé que todas sabíamos que Astrid regresaría tarde o temprano; no sabíamos cuando ni por qué, pero no teníamos dudas de su retorno. Y ahora es turno de Emilia de ser quien ya superó su amor por ella.

¿Ustedes qué opinan? ¿Sí vuelve a caer? ¿O de verdad ya superó ese amor?

Por cierto, a Emilia me la imagino ya habiendo encontrado su propio estilo, el tipo de vestimenta con el que se siente más cómoda. Algo por estos rumbos, pero con el pelo cortito:

Nos leemos en 3 días.

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