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2. Postergando lo inevitable

—No creo que podamos seguir postergando lo inevitable —dijo Astrid al cabo de media hora, dando por terminada una conversación sobre mi admiración por la versión cinematográfica de El Resplandor y la frustración que le ocasionaba esa adaptación, según ella, casi profana de Kubrick respecto a la novela.

Al escucharla proponer que regresáramos al interior de la sala de fiestas, temí que pasaría el resto de la noche intentando encontrarla entre la gente, pero asentí en silencio mientras nos poníamos de pie.

—La esperanza de encontrarte aquí el próximo año y continuar esta conversación, es lo que me ayudará a sobrevivir el resto de la noche —dijo, empujando dulcemente mi brazo con el suyo mientras caminábamos con tanta lentitud como nos fue humanamente posible.

—¿Qué me harás el próximo año? ¿Arruinarme Odisea del espacio? —Le guiñé un ojo.

Ella se detuvo, negando con la cabeza.

—No me des cuerda, que esa conversación es todavía más seria.

—No vas a tener oportunidad de hacerlo —dije, encogiendo los hombros mientras retomábamos nuestro camino—. El próximo año por estas fechas apenas estaré por terminar el segundo semestre de la carrera.

—¿Y eso como por qué te impediría venir a defender a Kubrick de mis supuestas injurias?

—Porque voy a estar en Mérida —respondí, sufriendo con anticipación el no poder llegar a una cita que estaba a un año de distancia.

—¿Y qué vas a estudiar? —preguntó.

Ingeniería en Sistemas Computacionales —respondí.

—Emilia, ya van a servir la cena, ¿dónde te habías metido? —preguntó mi mamá, con un pie dentro del salón de fiestas y otro en el jardín, luego miró a mi acompañante —¿Astrid?

—¡Toni! —dijo ella con un entusiasmo que nunca le había escuchado a nadie al dirigirse a mi mamá, y se apresuró para acercarse a abrazarla—. ¡Mírate nada más! Estás despampanante, mujer.

«¿Toni?», pensé, preguntándome en silencio si la señora Antonia Luján era cool en ciertos círculos sociales cuya existencia yo desconocía.

—Orlando, mira a quién me encontré —dijo mi mamá, enroscando su brazo en el de Astrid y llevándosela lejos de mí.

—Hace rato que te ando buscando —reclamó mi papá después de darle un abrazo muy breve y muy distinto al que le había dado mi mamá—. Te escondes de mí en la oficina y ahora te escondes hasta en los eventos.

—No estaba escondida, estaba teniendo una conversación altamente didáctica con tu hija.

Los tres voltearon a verme. Mi papá, completamente perplejo, como si no pudiera concebir que un adulto se hubiera entretenido platicando conmigo por más de cinco minutos; mi mamá, frunciendo el ceño, como intentando adivinar si había sido un dolor de cabeza para su amiga. Mientras tanto, en la mirada de Astrid solamente había entusiasmo.

—¡Quédate en nuestra mesa! —propuso mi papá—, así puedo ponerte al tanto de los rumores de adquisición que han estado circulando por aquí.

Mi papá señaló la mesa redonda de diez plazas en la que él y mi mamá habían estado, la cual tenía tres o cuatro lugares vacíos aún. Tome asiento al lado derecho de la silla de mi mamá y Astrid, al lado izquierdo de mi papá.

Agradecí para mis adentros que la curvatura de la mesa me permitiría seguir mirándola aunque estuviera tan lejos de mí, porque mi papá no había perdido un solo minuto en comenzar a monopolizar su atención.

—¿Qué hacías allá afuera? —preguntó mi mamá solamente para mí.

—Huyendo de la fiesta —respondí, mostrándole mi reproductor de MP3.

—Te prohibí que trajeras esa cosa —Sus ojos eran especialmente amenazadores cuando se ponían tan chiquitos.

—Es el único modo de sobrevivir a esta gente, ma, no te enojes.

—Eres una exagerada —Bebió de su copa de agua, intentando ocultar el suspiro exasperado que le provocaba mi terquedad—. ¿Y de qué hablabas con Astrid? Si se puede saber.

—De música, películas y libros —respondí, tratando de hacerlo sonar como algo perfectamente casual y aburrido, cuando en realidad había sido la conversación más interesante que había tenido en meses, si no es que en años.

Mi mamá frunció el ceño en silencio y casi pude ver cómo buscaba en su mente otras preguntas para hacerme. Abrió la boca, la cerró, negó con la cabeza y volteó hacia su izquierda para integrarse a la conversación que Astrid sostenía con mi papá.

Durante la cena, mientras ellos hablaban de cuestiones de negocios, yo me dedicaba a observarla con más detenimiento de lo que pude hacerlo cuando estábamos en las escalinatas del jardín.

Sus ademanes al hablar eran elegantes. Sus sonrisas eran discretas, pero sus ojos delataban la diferencia entre las veces en las que en verdad estaba divertida con algo y aquellas en las que estaba siendo cortés con sus interlocutores. Sus comentarios eran rápidos, certeros y mordaces, y esos, a diferencia de sus sonrisas, no los restringía muy a pesar de que mi papá a veces se espantaba y volteaba en todas direcciones para asegurarse de que nadie más los estuviera escuchando.

Yo, mientras tanto, disfrutaba la interacción, bajando la cabeza para ocultar las sonrisas que me arrancaba con sus ocurrencias y sus críticas hacia los altos mandos de la empresa.

Estábamos por comenzar a comer el postre cuando escuchar mi nombre me obligó a poner atención a lo que decía mi papá.

—Emilia tiene que ir a Mérida la próxima semana para visitar varias habitaciones para estudiantes y decidir en cuál se quedará.

—Yo me voy el próximo sábado —respondió Astrid, tomando una cucharada de su tiramisú y metiéndosela a la boca mientras sus ojos dejaban de mirar a mi papá para mirarme a mí—. Si quieres te puedes ir conmigo. Te puedes quedar en mi casa el tiempo que necesites.

—¿Vives en Mérida? —pregunté, comenzando a emocionarme a pesar de que mis neuronas aconsejaban que no lo hiciera.

—Si y no —dijo ella.

—Su trabajo la tiene viajando entre Cancún y Mérida varias veces al mes —intervino mi mamá.

—Mi casa está allá, pero rento un departamento aquí porque es en donde paso la mayor parte de mi tiempo.

Quería preguntarle tantas cosas, por ejemplo, cuál era la frecuencia de sus viajes, o por qué su casa estaba en Mérida, si era en Cancún en donde pasaba más tiempo; si le gustaba manejar en carretera o lo encontraba demasiado tedioso. Quería saber más sobre ella, sobre sus sentimientos, sobre su percepción de su propia vida y su trabajo, pero me conformé con saber que tendría cuatro horas de carretera para resolver mis dudas, solamente necesitaba ser paciente.

—¿No te importaría llevarla? —preguntó mi mamá—. No quisiéramos darte molestias, pero yo estaría mucho más tranquila de que se fuera contigo en lugar de ir sola en autobús.

—Ma —dije con tono de reclamo—, no es como que no esté acostumbrada a ir sola —Miré a Astrid, encogiéndome de hombros, casi disculpándome de que mi mamá me tratase como una niña—. Durante dos años tuve que viajar sola cada semana para ir a ver a mi ortodoncista porque mis papás no confiaban en ninguno de aquí.

—Es conocimiento popular que los mejores especialistas están en Mérida —interrumpió mi papá, justificando su decisión.

—¿Te mandaron con el doctor Lozano? —preguntó Astrid, divertida.

Asentí, sintiendo cómo mis cejas se juntaban.

—Yo se los recomendé, es amigo mío —Volteó hacia mi papá—. Es verdad, los mejores especialistas están en Mérida —Luego volteó hacia mi mamá—. Y no me molesta en absoluto llevarla. Aprecio tener compañía en carretera siempre que puedo conseguirla; me estarían haciendo un favor.

Mientras ellos se enfrascaban en una nueva conversación, yo comenzaba a recordar las facciones del doctor Lozano, asimilando que quizás rondaban la misma edad, alguna zona temprana de los treinta.

Encontré altamente sospechoso que mi mente no podía dejar de verlo como un adulto, como alguien extremadamente distante generacionalmente; a ella, mientras tanto, intentaba sentirla cerca, buscando crear terreno en común que me permitiera creer que podía resultarle atractiva, del modo que ella lo era para mí.

«Ay, cosita», me burlé de mí misma, «¿de verdad piensas que una mujer así de sofisticada podría fijarse en ti?».

Un hombre bastante galán se acercó, trayendo consigo un potente aroma a Hugo Boss.

—¿Bailas? —preguntó, inclinándose para hablar cerca del oído de Astrid.

Ella bebió un poco de agua antes de limpiarse la boca con la servilleta y asentir.

—Seguro —dijo, poniéndose de pie.

Y yo identifiqué de inmediato que ese había sido el mismo tono que había usado en cada ocasión en la que se había forzado a fingir que estaba de acuerdo con algo cuando en realidad no era así.

—Se la robo un rato, señor Aparicio —dijo el hombre, sonriendo con una leve timidez, mirando a mi papá.

Mi papá asintió, haciendo un ademán que comunicaba: «adelante».

El hombre extendió la mano para ayudar a Astrid a ponerse de pie y no la soltó mientras la conducía a la pista de baile. Mi alma se desplomó sobre la mesa mientras los miraba alejarse y colarse entre la gente.

—¿Quieres bailar? —ofreció mi papá, extendiendo la mano en dirección a mi mamá, con la palma hacia el cielo.

Ella asintió. Instantes después, ya estaban de pie, encaminándose hacia la pista de baile. Esa fue, quizás, la primera ocasión en mi vida en la que miré a mis padres con ojos distintos, dándome cuenta de lo atractivos que eran también.

Mi papá era un tipo alto, delgado y con mucha presencia. Forzando un poco la mirada, podría haberle encontrado parecido con un galán como Fernando Colunga, solo que una década mayor que él; mi mamá, por otro lado, de figura estilizada, aunque no era tan alta como él, era eternamente elegante; y aunque no podía compararla con ninguna famosa mexicana, me encantaba molestarla diciéndole que era la prima muy lejana y bastante latina de Sean Young.

Al verlos perderse entre la gente, me puse de pie y hui una vez más hacia el jardín. No me tomó más de unos minutos darme cuenta de que Astrid me había arruinado la experiencia de la contemplación silenciosa para siempre, porque lo único que deseaba era volver a tenerla ahí junto a mí.


¿Alguna vez has conocido a alguien con quien disfrutas tanto platicar, que sientes que podrías pasar la vida entera en su compañía sin fastidiarte?

A lo largo de mi vida he tenido la fortuna de conocer gente así. Hoy en día comparto mi vida con la emperatriz de las miradas sostenidas; la mujer que puede comunicar docenas de cosas sin pronunciar palabra, pero quien también es la mujer con quien más disfruto platicar 🤩😍

Cuéntame sobre la persona con la que más disfrutas hablar.

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