18. Poniéndonos casa en Mercurio
Eran las diez de la noche de un jueves cuando Astrid por fin me llamó al celular. Yo había esperado dos semanas en suspenso para ver el resultado de mi último atrevimiento. Contesté al tercer timbrazo.
—¿Qué haces? —Su tono era neutro, no delataba ni frialdad ni gusto de escucharme.
—Acabo de salir de un ensayo y estoy caminando hacia mi auto.
—¿Cuándo es el estreno de la obra?
—Las presentaciones van a ser el sábado 18 y el domingo 19 —respondí, imitando su tono casi sin darme cuenta.
—Eso es en dos semanas —Pude imaginarla revisando su calendario o anotando las fechas en una agenda.
No respondí.
—¿En el Peón Contreras como las anteriores? —preguntó.
—Sí —Subí a mi auto y me quedé sentada sin encender el motor.
—¿Dónde puedo conseguir boletos? La banda entera quiere ir.
—Te los llevo a tu casa.
Sonreí, complacida porque la banda no pudo haberse enterado de la obra, de no ser porque Astrid hablaba de mí.
—¿Se los podrías llevar a Javier? Yo me voy a Cancún mañana —dijo, sin darse cuenta de que su tono había suavizado al escucharme sonreír—. Regreso el viernes 17, justo a tiempo para que vayamos al estreno.
Ella me dictó el número, yo lo apunté en la pasta de la libreta que tenía más a la mano.
—Te extraño, Astrid —Le dije, dándole permiso a mi anhelo de revelarse enterito en mi tono.
Ella tardó en contestar, supuse que estaba buscando su tono más frío y distante para hacerlo.
—Nos vemos en el estreno —dijo, antes de colgar, con el mismo tono suave de instantes atrás.
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El sábado 18, después de la presentación, Astrid y los otros siete miembros de la banda me esperaron afuera del teatro.
—Queremos llevarlas a ti y a Lucía a cenar para celebrar —dijo Javier, emocionado.
—Lucía se va a ir a cenar con los actores y el departamento de Difusión Cultural —respondí, ahorrándome la explicación de que ella y yo habíamos desmenuzado, juntas, cada posible escenario y cómo abordarlo para que yo lograra pasar tiempo con Astrid; y ella, con el actor que le gustaba.
—¿Y tú no deberías ir con ellos? —preguntó Aura.
—Prefiero ir con ustedes —Le aseguré.
Astrid intentó ocultar una sonrisa de satisfacción, volteando hacia Lalo para preguntarle algo.
—¿Me puedo ir con uno de ustedes? —pregunté, mirando a Javier—. No traje mi auto.
—En el mío queda un lugar libre —Se apresuró a decir Astrid, aunque había fingido no estar prestándome atención.
Caminamos hacia el estacionamiento y subimos al auto. Astrid iba al volante y Aura en el asiento del copiloto. Atrás estábamos: Quique, que era el más callado, y Pepe, con el cual mi amistad se había solidificado la noche en que descubrimos que ambos éramos fans de StarCraft, un videojuego de estrategia en tiempo real cuya mitología giraba alrededor de tres especies que luchaban entre ellas por el dominio galáctico.
Cada vez que Pepe y yo nos topábamos dentro de la plataforma del juego, hacíamos equipo para luchar contra otros dos jugadores. Durante la batalla, chateábamos para ir planeando nuestro orden de construcción, la movilización de nuestras tropas y las estrategias de ataque que nos permitirían destrozar a nuestros oponentes.
Casi siempre nos llamábamos al terminar la partida, para intercambiar nuestras impresiones de lo que habíamos hecho bien o mal, dependiendo del resultado de la misma. Sin embargo, cuando nos veíamos en persona, nos restringíamos de entrar en esa clase de minucias, por temor de aburrir a los demás.
—Hace mucho que no te veo conectada —dijo en cuanto se sentó junto a mí.
—Este semestre ha absorbido mi tiempo y me ha succionado el alma; yo creo que el día que vuelva a jugar ya ni voy a recordar mi secuencia de construcción —respondí.
—Claro que sí, es como montar bicicleta, solo tienes que dedicarle unas horas y la memoria muscular hará el resto.
—¿Lograste conseguir Age of Empires II: The Conquerors? —pregunté, ansiosa de escuchar su respuesta.
Aquel era un juego que ambos esperábamos desde hacía tiempo, pero como este tardaría algunos meses más en llegar a México, Pepe se lo había encargado a un amigo suyo que había viajado a Miami.
—Sí, cuando regreses de vacaciones te lo llevo.
Los ojos de Astrid, clavados en el retrovisor, mirándome intensamente mientras estábamos en un semáforo en rojo, llamaron mi atención. Por primera vez no supe qué era lo que estaba viendo en ellos, quizás mi emoción por los videojuegos me hacía ver como una niña, pero lo que sea que había en esos hermosos ojos negros no parecía negativo en ningún nivel.
El semáforo cambió y la atención de Astrid regresó a la calle.
Suspiré, regresando mi vista hacia Pepe para responder a una nueva pregunta que me había hecho.
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Mientras cenábamos, la conversación había girado, por casi una hora, alrededor de la capacitación que Aura estaba tomando para convertirse en sanadora por medio de terapia Reiki.
Pepe, Lalo y Quique usaban frases como: curandera de la selva, terapeuta esotérica y maestra del placebo para desacreditar la nueva aventura de nuestra amiga, mientras que Javier defendía que usar la fuerza espiritual universal para curar, era una excelente alternativa ante la cantidad de medicamentos que hoy en día recetaban los doctores.
Las otras dos integrantes de la banda: Marisol y Fernanda, quienes ya se habían donado para algunas de las prácticas de Aura, juraban sentirse mucho mejor de sus respectivas dolencias desde entonces.
Yo, por mi parte, limitaba mi interacción a hacer preguntas y me mantenía con la mente abierta a ambos lados de la discusión, puesto que me parecía que ambos tenían magníficos argumentos.
Astrid estaba extremadamente callada.
Cada vez que Javier retomaba algún argumento en el que ponía a la industria farmacéutica como el gran enemigo de la salud, Quique volteaba hacia ella y pedía cosas como: «di algo por favor», «defiende a tu tribu», o «saca a este pobre hombre de su error». Ella sonreía y negaba con la cabeza en silencio.
De cuando en cuando, los ojos de Astrid, que estaba en el lado opuesto de la mesa pero dos lugares a mi izquierda, me encontraban. Ella me sonreía, un poco desganada, y yo le devolvía el gesto.
A pesar de lo intensos que ambos lados de la conversación se habían puesto en algún momento, para cuando terminamos de cenar y fue hora de despedirnos, todos se abrazaron con el mismo cariño y la alegría que caracterizaban las convivencias que yo había presenciado hasta entonces.
Después, nos distribuimos en los dos autos. Astrid repartió a Pepe primero, quien prometió llamarme en enero; después, a Quique, quien al bajar del auto le dio un gran abrazo a Aura y le dijo: «tú ganas, te voy a dar mi espalda para que me la compongas, pero hasta que termines tu certificación»; y finalmente a Aura, quien me felicitó por mi trabajo en la obra de teatro cuando bajé del auto para ocupar el asiento en el que ella había estado durante aquella peregrinación.
Subí al asiento del copiloto y nos marchamos rumbo a mi casa.
—¿Por qué no me habías contado que juegas en línea con Pepe? —preguntó Astrid, intrigada.
—No me pareció relevante —respondí con completa honestidad—. ¿Te molesta?
—Todo lo contrario —Hizo una pausa mientras doblaba a la izquierda en la avenida—. Es la única actividad que ninguno de nosotros comparte con él —Había un poco de pesar en su rostro—. Quique y yo intentamos interesarnos en el tema, pero no logramos encontrarle el gusto.
Astrid se detuvo en el semáforo en rojo y aprovechó para mirarme.
—Pepe tiene una vida alterna en Internet; tiene un grupo de gente que conoció en línea con quienes comparte el gusto por los videojuegos y los juegos de rol. A veces se reúne con ellos; digamos que llenan el vacío que nosotros no podemos satisfacer.
Asentí en silencio, nada de eso era una revelación para mí.
La luz cambió a verde. Astrid metió primera y comenzó a avanzar, pero me echó un vistazo rápido antes de concentrarse en el camino una vez más. Se rió de sí misma.
—¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido? Eres parte de ese grupo de gente, ¿verdad?
—Sí —respondí, con cierto orgullo—. Incluso hemos ido juntos a un par de reuniones de los integrantes de la sala virtual en la que llevamos esa vida alterna que mencionas.
—Me alegra que ahora haya alguien de la banda que pueda entender ese lado suyo —dijo antes de sumergirse en sus pensamientos y quedarse en silencio.
Cuando llegamos a mi casa, Astrid apagó el motor y se soltó el cinturón de seguridad. Yo la imité.
—Cuéntame de esos juegos —pidió.
Fruncí el ceño, no estaba segura de lo que me estaba pidiendo.
—Cuéntame de qué se tratan, como si estuvieras contándome las últimas películas que viste en el cine —insistió.
—¿Por qué? Si es algo que no te gusta.
—Porque quiero entenderles mejor —respondió.
—¿Quieres pasar y te invito a un café? —propuse.
Sus ojos escanearon la cochera, yo hice lo mismo por inercia; el auto de Lucía estaba estacionado junto al mío.
—No, aquí estoy bien.
Durante la siguiente hora, le conté a detalle la historia que había detrás de cada uno de los tres juegos que más disfrutábamos Pepe y yo. Ella me escuchó con atención, haciendo preguntas cuando encontraba algo muy confuso o cuando algo que yo había dicho parecía carecer de sentido. Se reía con mis narraciones de los peores errores que Pepe y yo habíamos cometido en ciertas batallas, e incluso, se conmovió con el destino último de la teniente Kerrigan en StarCraft.
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Ya era tarde cuando Astrid me mandó a descansar, recordándome que al día siguiente tendríamos otra presentación de la obra.
—¿Cuándo es tu último día de exámenes finales? —preguntó, cuando abrí la portezuela.
—El siete de diciembre —En mi tono iban implícitas mis dudas del por qué le interesaba saber esa información.
—Si no tienes planes para el quince, resérvame esa noche. Hay algo que quiero hacer contigo.
Le sonreí coquetamente, levantando las cejas repetidamente. Ella me empujó la barbilla, jugando.
—No seas malpensada, mis intenciones contigo son respetables.
—A veces quisiera que no lo fueran —Quise responder, pero me mordí el labio inferior y me limité a asentir en silencio.
—Yo paso por ti esa noche.
—Nos vemos en un mes —Me acerqué a darle un abrazo y luego bajé de su auto.
Sabía que sería un mes extremadamente largo en la espera de volver a verla y descubrir qué era lo que quería hacer conmigo. «Tienes que ponerle freno a esa imaginación tuya, mija», aconsejó la voz de mi interior, pero era demasiado tarde, yo ya estaba poniéndonos casa en Mercurio.
Buenos días, ¿cómo les va en este martes? ¿Harán algo especial por San Valentín? Cuéntenme, que ya saben que me encanta el chisme.
Mientras tanto les platico del teatro José Peón Contreras, que fue el primero construido en mi bella y blanca Mérida (alrededor de 1806)... y me atrevería a decir que sigue siendo el más bonito. En él, los alumnos del área de Ciencias de la Comunicación y algunos otros de otras carreras de mi alma mater, han presentado obras musicales por un poco más de 20 años.
Yo estuve involucrada en 3, como parte del equipo de tramoya y utilería, y fue una de las cosas más divertidas (y estresantes) que me tocó hacer en mis años universitarios. Una de mis compañeras de casa, quien se convirtió en mi gran amiga, era la jefa de tramoya y fue por ella que llegué a formar parte del equipo de difusión cultural. El mundo del teatro es una cosa fascinante y me siento muy afortunada de haber tenido la oportunidad de trabajar al lado de gente muy talentosa.
Aquí les dejo unas fotitos mientras me debato si de regalo de 14 de febrero les dejo otro capítulo para leer ;)
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