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17. Secreto de Estado

Pasé las vacaciones de verano en Cancún sin tener noticias de Astrid, como ya era costumbre, así que no me preocupé demasiado por el silencio que había imperado entre nosotras desde junio. Sin embargo, cuando regresé a Mérida para comenzar el quinto semestre de mi carrera, comencé a entender que estaba evitándome.

En las semanas subsecuentes intenté llamarle tanto al teléfono de Mérida como al de Cancún, pero me atendía su contestadora; y cuando marcaba a su celular, la llamada se iba directamente al buzón de voz.

Lucía, que pedía actualizaciones constantes de cómo iba el asunto entre nosotras, se frustraba cada vez más con la barrera de silencio que Astrid estaba construyendo.

Una noche de septiembre, mi amiga entró a mi habitación sin anunciarse.

—¿Has sabido algo de ella? —interrogó.

—No —respondí sin dejar de programar un módulo del sistema de manejo de inventarios que sería el proyecto del semestre entero para una de mis asignaturas.

—¿Cómo puedes estar tan tranquila?

—Mi carrera se está poniendo cada vez más intensa —Le dije, sin despegar los ojos del monitor ni los dedos del teclado—; entre eso y el trabajo, me queda muy escaso tiempo de ocio para preguntarme qué es lo que está pasando por la mente de Astrid.

—Mi semestre también está difícil, pero parezco más interesada que tú en el desenlace de esta historia.

—Te puedo garantizar que mi próximo encuentro con Astrid distará mucho de ser el desenlace de nuestra historia —Dejé mi código a medias para girar mi silla y poder mirarla—. Me tomó dos años besarla. Dos años —recalqué—. Solamente Zeus sabe cuánto tiempo más me tomará que olvide sus miedos y decida estar conmigo.

Lucía puso la misma cara que ponían mis abuelas cada vez que la telenovela de las ocho terminaba emocionante en pleno viernes, dejándoles dos días enteros de espera para ver la siguiente entrega.

—Si te hace sentir mejor, te puedo prometer una cosa —dije, con la solemnidad de un soldado jurando defender a su país—: siempre vas a ser la primera en saber cuando logre algún avance con ella.

Lucía se acercó, con el meñique derecho extendido. Yo lo atrapé con el mío, entrelazándolos en lo que los gringos llamaban pinky promise; un pacto que tenía sus orígenes en Japón, en donde se le conocía como Yubikiri Genman; así de serio era el compromiso con Lucía, que si no cumplía con mi juramento, correría el riesgo de que me cortara el meñique derecho.

Decidí que había sido un precio bastante barato cuando por fin se fue a su habitación y me dejó terminar mi código en paz.

Una mañana de mediados de octubre, estaba caminando bajo los arcos de la calle 61 del Centro Histórico, sorteando las mesas de las fonditas, envidiando a quienes estaban disfrutando de las delicias que vendían en ellas.

Tenía prisa, mi mente estaba enfocada en mi lista de pendientes, cuando una mano atrapó mi muñeca derecha, sacándome de mi propia cabeza. Me detuve para voltear, lista para soltar alguna majadería de ser necesario.

Astrid estaba bastante entretenida con mi reacción y estaba diciendo algo que apenas alcancé a escuchar cuando me quité los audífonos.

—¿A dónde con tanta prisa que no saludas?

—Discúlpame, no te vi —Me acerqué a ella y le planté un beso en la mejilla antes de que tuviera tiempo de rechazarme o detenerme.

Mis ojos se desviaron hacia su plato de salbutes y mi estómago protestó escandalosamente.

—Siéntate a desayunar —propuso ella, con una naturalidad que borró instantáneamente los meses de silencio—. Y de paso me platicas qué es lo que te tiene tan estresada cuando no son ni las ocho de la mañana.

No tuve que pensarlo. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, me hubiera despedido, pero pasar media hora con Astrid bien valía la pena, aunque eso estropeara el resto de mis horarios del día.

Dejé mi mochila en la silla que estaba frente a ella, al lado del maletín de cuero que le había regalado en su cumpleaños, y entré a la fonda. Ordené una torta de lechón y pregunté si había en dónde lavarse las manos. La señora que me estaba atendiendo señaló el lavabo que se encontraba al fondo del local.

El agua que salía de la llave era tan débil que no merecía el nombre de chorro y en lugar de jabón, había un pequeño montículo de detergente para platos en polvo. En lugar de toallas desechables, había diminutos pliegos de papel de estraza para secarse.

Cuando terminé de lavarme las manos, mi torta ya estaba lista. Así que regresé con plato en mano a la mesa y me senté al lado izquierdo de Astrid, dándole la espalda a la calle.

—Nunca te había visto tan tensa —dijo—. ¿Ya se está poniendo ruda la carrera?

—No es solo la carrera, es todo lo demás.

Ella preguntó con la mirada, levantando ambas cejas para mostrarme su interés.

—El año pasado, en algún momento de debilidad, varios amigos y yo nos dejamos arrastrar por Lucía hacia el maravilloso mundo del teatro. Comenzó bien, con responsabilidades pequeñas: como ayudar a conseguir la utilería, o servir de tramoyistas durante las puestas en escena —Me detuve y compuse mi tono—. No es queja, fue una experiencia que disfruté tremendamente.

—¿Pero?

—Pero el problema de que Lucía haya quedado tan contenta con mi desempeño, es que esta vez me dio más responsabilidades porque, al parecer, sé resolver problemas.

Astrid me miró con mucha ternura y con algo más, que parecía admiración, mientras yo seguía hablando sin parar.

—Ahora me toca lidiar con los técnicos del teatro, así que tuve que aprender los términos adecuados para no quedar en ridículo frente a ellos. Ah, pero ahí no para la cosa —Hice una pausa para respirar y continué—, porque también soy la encargada de llevar a la imprenta los carteles publicitarios y los talonarios de entradas, así que tuve que aprender sobre cuatricromía, sangrado y las resoluciones adecuadas para impresión, para poder garantizar que todo saldrá como lo concibieron los chavos del área de diseño.

—Come —sugirió Astrid, apretando mi mano brevemente.

Obedecí. Después de mi primer bocado, suspiré.

—Además...

—Por supuesto que hay más —Astrid negó con la cabeza—, porque contigo nunca hay medias tintas, ¿verdad?

—Además —repetí, ignorando su comentario—. El mes pasado un compañero de la carrera me dijo que había un puesto disponible en la empresa de su papá, así que estoy trabajando medio tiempo con él.

—¿A qué hora entras a trabajar? —preguntó, mirando su reloj.

Yo hice lo mismo, eran las ocho y diez.

—A las nueve —Y luego recité de forma casi automática—. Salgo a la una del trabajo y de ahí me voy a la universidad para llegar a mi primera clase que es a las dos y media.

—¿Y a qué hora sales de la escuela?

—A las nueve de la noche.

—Y conociéndote, puedo apostar que no vas a tu casa a hacer la tarea cuando sales de clases.

Negué con la cabeza, dándole otro mordisco enorme a mi torta de lechón.

—Algunas veces vamos al auditorio a ver cómo van los ensayos, otras veces tenemos reuniones de planeación, dependiendo qué tan cerca esté la puesta en escena.

Astrid todavía tenía dos salbutes en su plato, mientras que a mí me quedaba un pedazo diminuto de mi torta.

—¿Y qué opinan Orlando y Toni de este horario tan ajetreado?

—Mi papá dice que es buen entrenamiento para el estrés laboral que me espera en el futuro; mi mamá hace muecas mientras me dice que no sé estarme quieta, que pareciera que tengo un petardo en el... —Me obligué a callar, comiendo el último pedazo de mi torta.

Astrid bajó la mirada hacia su plato y comenzó a comer su segundo salbut. Entendí que era su modo de restringirse de decir algo en contra de cualquiera de ellos.

—¿Y tú, qué haces por aquí tan temprano? —pregunté para desviar el tema.

—Tengo varias visitas aquí en el centro, comenzando a las nueve, así que vine más temprano para poder desayunar algo rico.

Después de unos instantes de silencio, en los que hice un esfuerzo por no ver la hora, Astrid me miró a los ojos.

—Entiendo que te guste estar involucrada en tantas cosas, pero no descuides tu alimentación, ¿de acuerdo? No puedes comenzar tu día con el estómago vacío.

Asentí.

—Escucha, sé que andas a las carreras —continuó—, pero antes de que te vayas hay algo que quiero decirte.

Esperé en silencio sin dejar de mirar dentro de sus hermosos ojos negros. Ella desvió la mirada.

—Lamento mucho no haber contestado a tus llamadas. Fue muy infantil de mi parte haberte evitado por todos estos meses —Miró hacia su izquierda y luego hacia su derecha, como si estuviera a punto de decirme un secreto de Estado—: la verdad es que te he extrañado mucho y me da gusto verte.

Intenté contener la sonrisa que estaba amenazando con apoderarse de mi rostro, pero fue inútil.

—Entiendo por qué lo hiciste —Bajé el volumen de mi voz, pero eso no ayudó a atenuar mi soberbia—. Te asusta lo que sientes por mí.

Sus ojos encontraron a los míos. En su rostro primero hubo sorpresa, después, un poco de frustración de ser tan transparente frente a mí. Finalmente, hubo calma y un dejo de frialdad.

Levantó una ceja. La expresión en su rostro preguntaba: «¿quién te crees que eres?».

—Tus labios, tus manos y el paso acelerado de tu corazón me lo confesaron esa noche, Astrid —dije con un tono aún más bajo, acercándome un poco a ella para asegurarme de que me escuchara—. Puedes intentar resistirte por el tiempo que gustes, pero tarde o temprano, tú y yo vamos a estar juntas.

Ella negó con la cabeza, rindiéndose finalmente ante la sonrisa que había estado luchando por ocultar.

—Tú no quitas el dedo del renglón, ¿verdad? —preguntó.

—Jamás —aseguré.

Me puse de pie para ir a pagar por el desayuno de ambas. Cuando regresé, recogí mi mochila y me la eché al hombro. Le planté otro beso en la mejilla y susurré cerca de su oreja:

—¡Llámame!

Me marché sin darle oportunidad de responder.


¿Cómo les está tratando este sábado? Lamento mucho la hora, me había hecho el firme propósito de actualizar tempranito, pero ha sido un día medio loco.

Cuéntenme, ¿hay algún rinconcito especial de su ciudad en el que les guste ir a desayunar de vez en cuando? Las fonditas del centro de Mérida eran mi debilidad cuando estaba en la universidad.

Aquí les dejo una fotito del Centro Histórico de mi bella Mérida, una foto de sus famosos "arcos", una de una riquísima torta de lechón y otra de unos deliciosos salbutes. Llevo, más o menos, siete años siento vegetariana, pero aún hoy les puedo decir que extraño esas obras de arte culinarias de mi tierra amada. 

Nos leemos en tres días. Les deseo un bonito fin de semana. 

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