16. Beso número treinta y cuatro
—¡Veinticuatro! —gritó una voz masculina desde el patio.
Refunfuñé mientras me servía un vaso de agua. La cocina había sido mi refugio recurrente durante las tres décadas que había durado esa fiesta.
Hacía rato que Lucía había desistido de sus intentos de hacerme bailar, platicar, beber o cualquier otra cosa que ocupara mi mente mientras los invitados desfilaban hacia los labios de Astrid; así que mi amiga había pasado ese tiempo en compañía de Javier y Aura.
El doctor hizo acto de presencia cuando estaba terminando de beberme el agua que acababa de servir; entró a la casa, claramente desconcertado de encontrarla tan concurrida. En la mano derecha llevaba una caja plateada con un moño. Reconocí el símbolo de Chivas Regal desde antes de que la dejara sobre la barra de la cocina.
«Aquí viene otro desubicado que no sabe qué regalarle a Astrid», pensé. Él me saludó con un movimiento de su cabeza y, con un destello de timidez en los ojos, siguió su camino hacia el patio.
Salí detrás de él.
Lo vi saludar a Astrid con un beso en la mejilla y un abrazo más frío que esos que uno da por obligación a los familiares lejanos. Los esquivé para alcanzar el sofá en el que estaban instalados Lucía, Aura y Javier. Tomé asiento en el brazo que estaba al lado de la mente maestra de aquella tortura medieval.
Astrid presentó a Armando con sus amigos. Él no parecía estar especialmente complacido de encontrarse estrechando tantas manos.
—¿Me invitas a un Gin & Tonic? —preguntó, en cuanto se acabaron las formalidades y tuvo la atención de Astrid.
—El alcohol está en la cocina, sírvete lo que quieras —respondió ella con la misma naturalidad con que le decía esas palabras a los demás invitados.
Astrid retomó la conversación que había estado manteniendo antes de la llegada de Armando; el rostro del doctor, mientras tanto, se descompuso de un modo apenas perceptible. Aunque seguía sonriendo, el fuego en sus ojos delataba que no podía creer que alguien lo estuviera mandando a servirse solo.
Sin moverse ni un milímetro, quizás preguntándose si en verdad había escuchado lo que creía haber escuchado, se aclaró la garganta y esperó un poco más.
Al no obtener más atención por parte de Astrid, hizo un barrido rápido en el que se encontró con las miradas ávidas de la gente a la que le acaban de presentar y, posteriormente, las nuestras, que éramos los más cercanos a la acción.
El doctor asintió, intentando ocultar la mueca que luchaba por manifestarse en sus labios y se retiró hacia la cocina.
Momentos después, una chica ya entrada en copas se acercó a Astrid y le plantó un beso tan apasionado y atrevido, que se hizo un silencio sepulcral en el patio.
El doctor estaba regresando de la cocina, copa en mano, cuando los labios de ambas estaban en plena acción. Fue en ese instante que entendí el plan de Javier a la perfección y supe, sin lugar a dudas, que funcionaría, puesto que la indignación se podía leer claramente en su semblante.
—¡Veinticinco! —gritó la chica, al apartarse de Astrid.
Astrid sonrió.
Lalo se puso de pie y caminó hacia Astrid, fingiendo no ver al doctor, quien seguía inmóvil bajo el umbral.
Acunando ambas mejillas de Astrid con sus enormes manos, Lalo se inclinó hacia adelante y le dio un beso tímido que duró más de lo que tardaba Usagi en convertirse en Sailor Moon.
Cuando se apartaron, sus miradas se entrelazaron en un intercambio en el que el tiempo pareció detenerse. El brillo en sus ojos me confirmó que Lalo había esperado años para hacer eso; no parecía estar enamorado de ella, pero quizás besarla era una espinita que había querido quitarse por décadas.
—¡Veintiséis! —gritó Lalo, sonriendo.
El doctor se aclaró la garganta, escaneando a los presentes, que aplaudían y celebraban lo acontecido; bebió un poco y entró de nuevo a la cocina.
Pasó, quizás, un cuarto de hora y Astrid no parecía darle mucha importancia al hecho de que el doctor no estuviera de regreso. Ella estaba entretenida platicando con otras personas que iban y venían.
En ese lapso, dos personas más se acercaron a besarla; la cuenta ya iba en veintiocho.
Quería quedarme a ver qué sucedía después, pero el llamado de la naturaleza me estaba ganando, así que me disculpé para ir al baño. En el camino alcancé a ver al doctor platicando en el comedor; se le notaba a leguas que no estaba cómodo en un ambiente tan concurrido.
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Estaba terminando de lavarme las manos, cuando me pareció escuchar voces que venían desde la habitación de Astrid. Al cerrar la llave del lavabo, pude escuchar la conversación tan claramente como si estuviera en la habitación con ella y Armando.
—¿Qué clase de circo es este? —preguntó él.
—¿Disculpa? —El tono de Astrid era serio, pero tranquilo.
—¿Qué es este asunto de que tus invitados tengan pase libre para besarte? ¿Dónde está el respeto? ¿Estoy pintado o qué?
—A ver, Armando, no te equivoques —respondió ella, con el mismo tono sereno—. Tú y yo no somos nada.
—¿Y si lo fuéramos? ¿Haría eso alguna diferencia o de todos modos te hubieras dejado besuquear por medio Yucatán?
—No haría ninguna diferencia —respondió Astrid y casi pude imaginarla cruzándose de brazos—. Es un pacto que hice con Javier hace años; y aun si tú y yo fuéramos algo más que amigos, esto que estás presenciando iba a suceder.
—Qué bueno saberlo ahora que todavía no he perdido el tiempo. Nos vemos Astrid, no me busques.
—No pensaba hacerlo, sabes en dónde está la puerta.
Escuché la puerta de la habitación abriéndose. Esperé un momento antes de salir del baño, calculando que fuera tiempo suficiente para que ambos se alejasen de ahí; cuando lo hice, alcancé a ver al doctor regresando de la cocina con la caja de Chivas Regal en la mano. Pasó delante de mí, caminó hacia la puerta principal y desapareció entre la gente.
Astrid salió de su habitación y se frenó al verme ahí parada. Ella no se veía afectada por lo sucedido. Sonrió cuando nuestras miradas se encontraron; su semblante se suavizó de inmediato.
—No tienes que fingir, conozco mi casa; sé que en el baño se escucha claramente todo lo que sucede en la habitación —Al comprender que no tenía intenciones de contestarle, cambió el tema—. Gracias por mi regalo, está hermoso.
—¿Cómo supiste que era mío?
—Nadie me da regalos como los tuyos —La sonrisa que invadió su rostro era distinta a la anterior; esta era una de complicidad.
—¡Astrid! —gritó alguien desde la cochera—. ¡Ya conseguí permiso de mi esposa!
Ella volteó hacia allá, sonriendo. La esposa en cuestión estaba parada justo al lado del hombre que la estaba llamando y él la estaba señalando con su dedo índice.
—¡Con la condición de que ella sea la siguiente! —Continuó diciendo el amigo de Astrid.
—Veintinueve y treinta —dijo, volteando hacia mí, haciendo una mueca de resignación. Apretó mi brazo y se encaminó hacia ellos.
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Alrededor de las dos de la mañana, la fiesta estaba casi muerta. Quedaban, a lo sumo, una docena de personas deambulando por la casa o encallados en alguno de los muebles. La cuenta iba en treinta y tres, y no parecía que quedara más gente dispuesta a besar a la cumpleañera.
Lucía y yo estábamos en el comedor hablando de un actor de las obras de teatro que había capturado la atención de mi amiga el año anterior.
—Ahorita vengo, me voy a despedir de Alondra y Silvana, que ya se van —dijo ella, como si yo supiera quienes eran.
Yo miré hacia el patio para descubrir que ya no había nadie ahí, salvo Astrid que estaba comenzando a recoger los platos desechables. Movida por una sobrecarga de espontaneidad, caminé hacia ella, me paré a su lado y le quité lo que tenía en las manos para dejarlo sobre la mesa.
Ella juntó las cejas, mirando dentro de mis ojos.
Acaricié su cabello con mi mano derecha, metiendo mis dedos entre ellos hasta acomodarlos en su nuca. Recorrí su rostro con la mirada, estacionando mis ojos en sus labios por una eternidad antes de devolverlos hacia sus ojos negros.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella, en un tono apenas audible que le rogaba a mis ganas que no se detuvieran.
—Ayudándote a alcanzar la meta de tu celebración.
Ella negó con cabeza ligeramente.
—Tus papás me matarían... —La voz se le estaba escondiendo.
—Entonces no les cuentes que te besé —dije, proyectando más seguridad de la que en realidad sentía.
Acaricié su nuca, pero no me acerqué. Estaba regalándole tiempo suficiente para arrepentirse si en realidad deseaba hacerlo. Ella no se movió, miró mis labios y un suspiro tembloroso la traicionó.
Entonces me acerqué, atrapando sus labios en los míos con delicadeza y ternura. Mi mano izquierda acariciaba su mejilla mientras la derecha presionaba ligeramente su nuca, jalándola más hacia mí.
Sus manos envolvieron mi cintura, acercando nuestros cuerpos, apretándonos la una contra la otra. Sus labios aumentaron la intensidad del beso y mi lengua se aventuró a explorar dentro de ellos. Su pecho estaba presionado contra el mío y yo podía sentir como si dentro de él, en un lugar de un corazón, habitase un percusionista japonés pegándole intensamente a su gran tambor.
Astrid colocó sus manos sobre mi pecho y me empujó ligeramente. Se apartó de mí, temblando. Me miró: contrariada, nerviosa. Intentó hablar pero no pudo. Exhaló pesadamente, negando con la cabeza.
—Tienes que gritar treinta y cuatro —Fue lo único que dijo cuando por fin habló.
Yo fruncí el ceño; ella, logrando recuperar su fachada fría, levantó una ceja, intentando verse amenazadora.
—¡Treinta y cuatro! —grité, pero no sonreí del modo que lo habían hecho quienes consideraban aquello una travesura.
Ella asintió y se retiró hacia el interior de la casa. Yo la seguí de cerca. Me detuve en la cocina, cuando vi que Lucía estaba ahí, sonriéndome descaradamente, como una hermana mayor orgullosa.
Astrid caminó hacia la sala y besó apasionadamente a la primera mujer que se encontró. Era una de sus exnovias.
Mientras mis entrañas comenzaban a arder, Astrid abrió los ojos sin dejar de besarla y los clavó en mí. Ella quería provocar mi enojo, quería que yo desistiera de mis intentos de conquistarla; pero lo único que logró, fue que yo supiera que mi beso había atravesado la coraza con la que intentaba protegerse de mi amor.
Y eso la había puesto nerviosa.
Sonreí, cruzándome de brazos, amenazándola en silencio, con redoblar mis esfuerzos.
—¡Treinta y cinco! —gritó Astrid, al apartarse de su ex, levantando los brazos en el aire.
Su ex se quejó, riéndose, reclamando que ese beso había sido sin su consentimiento y que, por lo tanto, no contaba. Javier declaró la noche como un éxito rotundo y aceptó que había perdido, porque él solamente había logrado llegar a treinta besos en su fiesta.
Mientras Javier daba un pequeño discurso ante la escasa audiencia que quedaba, Astrid clavó su mirada en mí una vez más. Yo le guiñé un ojo sin dejar de sonreír.
Ahora sí, no pueden decir que no les quiero: aquí ando, bien tempranito, posteando con tal de no fallarles. Sé de una persona que estaba esperando el beso desde hace ya varios capítulos (wink, wink) ya me contarás qué te pareció.
Nos leemos en tres días.
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