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14. Lo que el viento a Juárez

Durante las siguientes dos semanas, Astrid y yo nos llamamos diariamente para que le diera el reporte del estado de salud de Lucía: cuando salió de la cirugía, cuando le dieron de alta del hospital, cuando no lograba comer más que una sopita insulsa, cuando estornudar le causaba dolor en las heridas y cuando le retiraron los puntos.

Nuestras llamadas eran cortas, pero Astrid siempre le mandaba saludos a mi amiga y a su familia, y yo me aseguraba de hacérmelos llegar. Algunas veces, Lucía pedía hablar con ella para darle las gracias por estar al pendiente de su recuperación.

Fueron días en los que no logré concentrarme mucho en asuntos relativos a la escuela. El ambiente de la casa era caótico entre que la mamá de Lucía quería encargarse de todo: cocinar, atender a su hija, cuidarnos a ambas como si fuéramos unas niñas que no podían valerse por sí mismas; y que su papá intentaba atender su negocio a larga distancia, llamándole a sus empleados a cada rato para darles instrucciones a grito pelado.

Durante ese tiempo, yo les cedí mi habitación para que estuvieran un poco más cómodos, mudándome temporalmente a la sala: dormía en el sofá, mientras que mi computadora estaba instalada en un rincón del comedor. Y aunque intentaba no estar en el camino, al final, lo más saludable fue integrarme a sus interacciones: ayudando a la mamá de Lucía en la cocina, con pendientes de la casa o asistiendo en el engorroso proceso de llevar a mi amiga al baño cuando lo necesitaba.

Cuando Lucía por fin pudo volver a comer como una persona saludable y moverse como un adulto independiente, sus papás regresaron a Ciudad del Carmen y nosotras intentamos recuperar un poco de la normalidad de nuestra rutina previa.

Sin embargo, algo crucial había cambiado entre nosotras en ese tiempo: nuestra amistad había trascendido a un nivel de confianza y cariño distinto a cualquiera que hubiera conocido hasta entonces. Algo dentro de mí podía sentir, sin lugar a dudas, que Lucía sería una presencia constante e importante por el resto de mi vida.

Lucía era ahora para mí, lo que Javier era en la vida de Astrid.

En las semanas subsecuentes, Lucía comenzó a llamarme hermanita y a insistir en que la acompañase a sus cenas, fiestas y también a sus compromisos académicos, cuando mi horario así lo permitía.

Me presentaba con sus amigos, hablando maravillas de mí, y en ocasiones, señalaba discretamente a alguna chica mientras susurraba en mi oído cosas como: «a ella también le gustan las chavas», o «hace tiempo que Fulanita terminó con su última novia», o «ella es bi, y está soltera, te la voy a presentar».

A veces, en el camino de regreso a la casa, yo le decía cosas como: «no necesitas conseguirme novia», o «¿crees que estás en deuda conmigo y quieres pagarme convirtiéndote en mi proxeneta?». Ella sonreía y contestaba que no le gustaba verme tan sola, luego prometía que no descansaría hasta que hubiera encontrado al amor de mi vida. Yo me reía y le deseaba buena suerte con esa misión.

Una noche de mediados de mayo, colgué el teléfono, refunfuñando, después de una breve llamada con Astrid en la que me dijo que estaba alistándose para salir con el doctor Güemes.

Fingí no sentir la taladrante mirada de Lucía, quien estaba preparándose algo de cenar y me observaba desde la cocina. Bajé la cara hacia el reguero de material de estudio que tenía en mi lado del comedor, en preparación para mi examen de la asignatura La organización y su entorno II.

Lucía se sentó frente a mí, dejando su plato sobre la mesa.

—¡Lo sabía! —dijo, clavando su tenedor en un pedazo de brócoli, sosteniéndolo en el aire mientras me apuntaba con él.

No me moví.

—Al principio me resultaba sospechoso que no cayeras ante los encantos de tu compañera de equipo, la nerd guapa que se ha estado muriendo por ti desde el primer semestre.

—¿Adriana? —Por fin levanté la mirada, sintiendo mis cejas fundirse en una.

—Adriana —Asintió Lucía, con los ojos y la sonrisa más grandes que nunca—. La pobre ya no sabe qué más hacer para llamar tu atención y tú, no le das ni la hora.

Me encogí de hombros. Era cierto. Adriana me caía bien, pero no era particularmente relevante en mi día a día.

—Luego pensé que a lo mejor las nerds no eran tu tipo; que quizás necesitabas conocer más gente. Pero te he presentado a, prácticamente, todas las chavas de sexualidad diversa de la ciudad —aseguró—... y a ti, te hacen lo que el viento a Juárez.

Aquí venía el momento en que me soltaba su teoría más reciente, y por lo visto, esta era la certera.

—Ahora veo con claridad que el problema no son ellas.

Suspiré. La miré comer, por fin, el brócoli que había estado danzando en el aire mientras ella divagaba.

—Estás clavadísima con Astrid —acusó, sin rastro de duda—, por eso no tienes ojos para nadie más.

Me llevé las manos a la cara y solté un quejido que salió desde el fondo de mi corazón.

—Sí —confesé, alargando la «i», tanto como me lo permitió el aire que tenía en los pulmones.

Sin apartar las manos de mi rostro, la escuché comer algunos bocados de su cena. Cuando por fin reuní el valor necesario para mirarla, bajé las manos y comencé a jugar con el bolígrafo que estaba sobre mi libreta.

—¿Y qué te detiene? —preguntó mi amiga, descartando nuestra diferencia de edad, de un modo tan natural como lo hacía yo.

—Ella —suspiré, procediendo sin escalas a contarle todo lo que había sucedido desde la noche en que la había conocido, hasta la noche en la que estuvimos en la sala de espera del hospital.

Era la primera vez que tenía a quien contarle sobre mis sentimientos, mis teorías y mis miedos, así que no escatimé en detalles.

Lucía me escuchó con atención y emoción; reaccionando a cada fragmento de información que recibía, alegrándose por mí cuando la historia así lo merecía; frustrándose con Astrid, cuando me ponía el freno de mano.

—Qué coraje que, por culpa de mi mentada vesícula, se haya reencontrado con el doctorcito este —dijo, meneando la cabeza de un lado al otro—. ¿Cuándo es su próxima fiesta de cumpleaños?

—Probablemente el 17 de junio —respondí, usando un tono en el que iba implícita la pregunta: «¿por qué?».

—Voy a ir contigo —sentenció.

Mi amiga se puso de pie, deambulando por el comedor con una expresión seria.

—Voy a ser tu espía —aseguró—. Y de ser necesario, si hay exceso de acción entre ella y el doctorcito, te ayudo a darle celos.

Me reí.

—¿Qué? —reclamó—. ¿Acaso no tengo lo mío? —Señaló su propio cuerpo, dándose una vuelta completa frente a mí.

—Claro que tienes lo tuyo, pero en primer lugar: eres mi casi hermana... y en segundo: eres excesivamente hetero.

—¿Cómo te atreves? —Se llevó la mano al pecho, fingiéndose ofendida, riéndose—. Nunca nadie me había acusado de semejante cosa.

—Además, Astrid es una adulta, jamás caería con una niñería como intentar darle celos.

—Cierto —Lucía chasqueó la lengua. Luego se llevó la mano derecha al mentón mientras caminaba con lentitud.

Bajé la mirada hacia mi material de estudio, percatándome de lo tarde que era y la escasa información que tenía hasta entonces en la mente. En lugar de estar pensando en Astrid, debía estar estudiando.

—¿Y ya tienes su regalo de cumpleaños? —preguntó Lucía, ocasionando que mi preocupación por mi futuro académico volviera a pasar a segundo plano de manera instantánea.

Asentí en silencio.

—¿Y qué es? —preguntó ella con cierta urgencia.

Me apresuré hacia mi habitación y regresé con una elegante caja rectangular que coloqué sobre la mesa. Lucía se acercó para mirar dentro de ella mientras yo retiraba la tapa.

Tomó el maletín de cuero entre sus manos y lo sacó para admirarlo, pasando los dedos sobre las iniciales que estaban grabadas en la esquina inferior izquierda.

—Es precioso —dijo Lucía, levantando la mirada para clavarla en la mía—. Ahora entiendo por qué sus amigos saben que estás enamorada de ella.

Hice una mueca en la que le demostré que ya estaba resignada.

—No es que tenga nada de malo, pero la discreción y la mesura no son lo tuyo, hermanita —Colocó el maletín de regreso en el interior de la caja—. Le entregas declaraciones de amor en lugar de regalos.

Cerré la caja y la regresé a mi armario.

—Honestamente —dijo Lucía cuando volví al comedor—, mi teoría era que estabas medio alucinada con Astrid y necesitabas, no sé: quitarte el gusto; besarla, acostarte con ella... pero saber que estás así de enamorada cambia las cosas.

Me senté frente a mi material de estudio sin decir palabra.

—Algo se me ocurrirá, Emilia. Si Astrid es el amor de tu vida, no voy a descansar hasta verles juntas.

Sonreí. Sabía que no había nada que Lucía pudiera hacer por mí, pero sentir su apoyo me bastaba y sobraba en ese momento.


Pienso que todos tenemos, por lo menos, a una persona en nuestras vidas: una amiga, un hermano(a), etc., que quiere nuestra felicidad a toda costa y nos apoya hasta con nuestras aventuras más ridículas, mi BFF ha estado en mi vida por más de dos décadas y aunque ahora residimos en países diferentes, ahí sigue, siendo mi gran apoyo incondicional a larga distancia. 

¿Quién es esa persona en tu vida?

En otras noticias, me espera una semanita un poco más movida de lo que hubiera querido, así que en esta ocasión les voy a dejar dos capítulos en lugar de uno, previendo que a lo mejor no estaré por acá en tres días para publicar el siguiente.

Nos leemos prontito.

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