12. El chocolate vs. la pitahaya
Corría el último domingo de enero del año 2000, y estaba paseándome por los estrechos pasillos de una tienda de figuras coleccionables en un centro comercial, cuando mis ojos encontraron a Astrid en el corredor que estaba enfrente.
Ella estaba sentada en una mesa para dos personas, distraída, leyendo un libro. La espié por detrás del escaparate, entre los espacios que dejaban los muñequitos de acción que habitaban los anaqueles.
Saqué de mi mochila el celular que mi papá me había regalado en Navidad y comencé a marcar el número de Astrid.
Al escuchar el timbre de su teléfono, dejó el libro sobre la mesa metálica para buscar el aparato en el interior de su bolso. Miró el número y, frunciendo el ceño, presionó el botón de contestar antes de pegarlo a su oreja.
—¿Diga? —preguntó con cierta frialdad.
—Hola, Clarice —Le dije, haciendo mi mejor imitación de Hannibal Lecter.
Ella sonrió al instante en que escuchó mi voz. Su expresión se suavizó, cerró los ojos y ladeó la cabeza un poco. Mi corazón se estremeció al verla reaccionar así.
—Hola, Emilia —respondió—. ¿O debería comenzar a llamarte doctor Lecter?
Me reí, y como resultado de escucharme, su sonrisa se hizo más amplia, más dolorosamente bella e inalcanzable. Sus ojos seguían cerrados y la vi apretar el celular con más fuerza contra su oreja.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Leyendo mientras espero.
—¿Qué lees?
—La chica que amaba a Tom Gordon de Stephen King —Astrid abrió los ojos mientras estiraba la mano para acariciar la portada del libro.
—¿De qué se trata?
—De una niña de 9 años que se pierde en el bosque y después de varios días, comienza a creer que la persigue una entidad malvada: el Dios de los perdidos; aunque, aquí entre nos, me da la impresión de que es el Wendigo quien en realidad está tras ella.
—Suena emocionante.
—Luego te lo presto, ya casi lo termino.
—¿Y a quién esperas? ¿A Leticia?
La suavidad abandonó su rostro. Su postura se volvió rígida. Suspiró, negó con la cabeza, hizo una mueca.
—No —respondió, pero en su voz no se vio reflejado su cambio de actitud, su tono seguía siendo suave—. Ese capítulo de mi vida ya se cerró. Estoy haciendo tiempo antes de ir a recoger mi nuevo pasaporte.
—¿A qué hora tienes que ir por él? —Me apresuré a preguntar, usando lo que me quedaba de cordura, para no estallar de alegría ante la noticia de que Leticia ya no figuraba en el mapa.
—Alrededor de las tres de la tarde.
Miré mi reloj, eran las once de la mañana.
—¿Te gustaría tener compañía mientras esperas? —propuse.
—Me encantaría —Volvió a ladear la cabeza, atrapó su labio inferior entre sus dientes, conteniendo una sonrisa y, por un instante fugaz, me pareció estar viendo a una jovencita emocionada y vulnerable—. ¿En dónde te veo? —Guardó su libro en su bolso mientras se preparaba para ponerse de pie.
—No tienes que moverte de donde estás —respondí, saliendo de la tienda sin perderla de vista.
Ella volteó instintivamente en mi dirección y al verme, su rostro cambió. Seguía sonriendo, pero la ternura de momentos atrás se había disfrazado de algo distinto; de algo parecido al simple gusto de ver a una amiga. Levantó la mano para saludarme, apartó el teléfono de su oreja y cortó la llamada.
Guardé el celular en mi mochila mientras caminaba hacia ella.
—¿Entonces, ya estás preparando tus papeles para mudarte a Mercurio? —pregunté al sentarme en la silla que estaba frente a la suya—. ¿Qué te piden además del pasaporte vigente? ¿Visa?
—Y demostrar que he pagado mis impuestos, puntualmente, en los últimos cinco años —respondió, con una repentina seriedad que hubiera podido convencer a quien no la conociera—. También que puedo establecerme en un periodo relativamente corto y convertirme en un miembro productivo de la sociedad.
—Pero qué planeta tan exigente, ¿crees que me acepten con carrera trunca en tecnología?
—No —dijo, categóricamente—. Primero termina la carrera y luego vemos si te dejo alcanzarme ahí.
—Ya en serio, ¿a dónde te vas?
—A ningún lado, pero me gusta renovar el pasaporte en cuanto vence —Levantó la mirada hacia el techo—. La verdad es que me encanta alimentar esta fantasía secreta de pegarle un susto a mi jefe: despertarme un día, irme al aeropuerto en un ataque de espontaneidad y comprar un boleto a donde sea. Después, llamarle para avisar que nos vemos en dos semanas... y que vea qué hace con la montaña de trabajo que se le acumulará.
—Deberías hacerlo —sugerí, pero ambas sabíamos que Astrid jamás haría algo así.
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo han ido las cosas en la oficina? —pregunté.
—De mal en peor —respondió, sin darle demasiada importancia al tema—, pero no hablemos de cosas tristes. ¿Quieres un helado?
Movió la cabeza hacia la heladería que estaba a unos pasos de donde estábamos.
—Siempre —dije.
✦
Minutos más tarde comenzamos a caminar por la plaza, yo con un helado de chocolate, que era el sabor que pedía a dónde quiera que fuera, y ella con el único sabor que le faltaba por probar en esa heladería: pitahaya.
Astrid me preguntó por Lucía, yo le conté que había terminado con su novio y que la veía más feliz que nunca. Le confesé que sentía que por fin la estaba conociendo a ella en lugar de la versión trágica que era en compañía de esa sanguijuela chupadora de alegría. Desde su ruptura, mi compañera de casa había comenzado a mostrar su lado asertivo, extrovertido y bastante divertido.
—Entonces, ¿conviven bien?
—Mejor que nunca —contesté—. Me encantaría que la vieras ahora, tan libre y tan auténtica.
—¿Y cómo te va en la escuela?
—Bien —De ese tema no había mucho qué decir, pero me esforcé por encontrar algo remotamente relevante para contarle—, aunque he descubierto que el electromagnetismo no es lo mío.
—Presiento que eso te hubiera arruinado la carrera de Astrofísica.
—Y pensar que yo le tenía miedo a la Física Cuántica.
Astrid se rió.
—Cuéntame, ¿hay alguna chica guapa en tu radar? —Sus ojos estaban concentrados en su bola de helado y su tono era forzadamente desinteresado.
—No —Ponerme monosilábica no era mi faceta favorita, pero cuando la conversación tomaba rumbos indeseables, era mi única estrategia de escape.
—No me parece concebible que nadie haya llamado tu atención todavía —Negó con la cabeza—. Sospecho que tus estándares están por la estratosfera.
—Lo están —Encogí los hombros.
—Así nadie va a llenar tus expectativas jamás, Emilia. Esa mujer que estás esperando no existe.
—Yo sé que sí —respondí, mirándola.
Sus ojos se clavaron en los míos. Luego suspiró y negó con la cabeza mientras desviaba la mirada hacia el frente.
—Ninguna persona es perfecta —aseguró—. Y a este paso, cualquier chava que busque tu amor lleva las de perder si es evaluada con ese rigor.
Comí de mi helado para evadir mi turno de hablar.
—¿No será que te estás saboteando por miedo a terminar con el corazón roto? ¿No será que pones estándares imposibles para asegurarte de que nadie los alcanzará jamás?
Me reí. Pude ver que su preocupación por mi vida amorosa alcanzó un nuevo nivel, pero se abstuvo de continuar.
—Lo que exijo no es tan imposible ni tan rígido como crees —Le aseguré—, pero mis expectativas sí son específicas e inamovibles —Señalé mi cono—. Mi helado de chocolate es insuperable y ningún otro helado sabrá nunca como él.
Ella frunció el ceño, escéptica, pero hizo un esfuerzo visible por quedarse callada para permitirme exponer mi punto.
—No dudo que la pitahaya sea sabrosa y exótica; ni que el ron con pasas sea dulce y rico; ni que el de pistache sea fresco y delicioso... pero ninguno de ellos puede ser chocolate... y a mí lo que me gusta es el chocolate.
—No puedes ir por allá esperando que aparezca en tu vida una persona que llene las características de otra, cada una es preciosa en su propia forma, con las particularidades que la hacen única —rebatió.
—Por eso no le estoy pidiendo a la pitahaya que se convierta en chocolate, Astrid —Dejé de caminar, buscando sus ojos hasta que estos se dignaron a mirarme—. Estoy diciendo que si el chocolate no está disponible ahorita, voy a sentarme a esperarlo hasta que lo esté, porque no quiero ningún otro sabor para entretenerme mientras tanto.
Me sostuvo la mirada y pude haber jurado que algo dentro de ella tembló.
—¿Y qué pasa si el chocolate no es todo lo que crees que es?
—Estoy segura de que sí lo es.
—Algún día podrías cansarte de él —amenazó, levantando una ceja como lo hacía cada vez que necesitaba interponer distancia entre nosotras—. A lo mejor tu paladar no se ha desarrollado lo suficiente para disfrutar de las docenas de sabores exóticos que están esperándote. Mientras tanto, estás convencida de que el chocolate es lo más maravilloso del mundo cuando en realidad es común, corriente y aburrido.
—Es una posibilidad —admití—, pero lo dudo. Sin importar cuanto desarrollo le haga falta a mi paladar, mi amor por el chocolate es entero y eterno. Además, el chocolate no es traicionero como tu pitahaya —dije, señalando que su helado estaba comenzando a derretirse, corriendo por la longitud del cono, manchando sus dedos.
Ella miró su mano, apresurándose a limpiarla con su servilleta, pero el ángulo era complicado. Tomé su cono para darle libertad de encargarse del asunto.
—Por lo menos podrías dignarte a darle una oportunidad a la pitahaya antes de acusarla de traicionera —dijo, riéndose mientras se acercaba al bote de basura más cercano para tirar su servilleta empapada de helado derretido.
Arranqué un pedacito de su bola de helado en proceso de desaparición, y la saboreé mientras le entregaba el cono.
—Oportunidades siempre estoy dispuesta a dar, pero el resultado es el mismo: ningún otro sabor puede darme el placer que me da el chocolate —Me encogí de hombros antes de comer más de mi helado.
—Lo que no sabes, es que el chocolate está lleno de defectos y a la larga te puede llenar de enfermedades —Hizo una pausa y luego remató—: Además, es traicionero en formas que no sospechas.
—¿Ah sí?
—Sí.
Metió su dedo índice en lo que quedaba de mi bola de helado y luego me embarró la mejilla con él, esparciéndolo.
Cuando superé el susto momentáneo, solté una carcajada; ella sonrió, satisfecha con su maldad. Me limpié la mejilla, pero ella hizo una mueca, negando con la cabeza.
—Vas a tener que ir a lavarte la cara —aseguró.
✦
Unos minutos más tarde, cuando ambas habíamos terminado nuestros respectivos conos, entramos al baño y me lave la cara. Ella me ayudó a limpiar el área cercana a mi oreja.
—¿Quieres entrar al cine? —preguntó, intentando aparentar que le daba igual si le decía que sí o no.
—Sí —respondí.
—Hay una película que quiero ver...
—Está bien —Asentí, pensando que: helado, conversación y cine, constituían la definición de mucha gente de lo que era una cita. Y yo quería una cita con ella.
—Ni siquiera te he dicho de quién es o de qué se trata.
—No me importa, solo quiero pasar más tiempo contigo —Era lo que me hubiera encantado decirle, pero en lugar de eso, le dije—: Estoy segura de que será algo interesante.
Ella sonrió, satisfecha con esa respuesta. Salimos del baño y caminamos hacia la taquilla del cine.
La obsesión por el helado de chocolate es una característica que Emilia y yo tenemos en común... con la marcada diferencia de que a mí siempre me ha gustado probar otros sabores, aunque siempre termino regresando, irremediablemente al chocolate XD XD
El libro que estaba leyendo Astrid se encuentra entre mis favoritos de Stephen King. La audiencia del maestro del terror no lo considera necesariamente un "buen libro", pero yo difiero de la opinión de la mayoría en eso. Lo disfruté mucho y lo recomiendo ampliamente.
Aquí les dejo la portada, un helado de pitahaya y una foto del escaparate de una de esas tiendas de muñecos de acción, en las que también me encantaba entrar cuando comenzaron a llegar a Cancún y a Mérida.
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