11. Que arda Troya
Bajé las escaleras eléctricas tan rápido como pude, maldiciendo los zapatos de tacón alto, que me impedían moverme con la velocidad de gacela que hubiera deseado. Encontré los baños de la planta baja y entré, temiendo que Astrid no estuviera ahí.
Sentí un alivio tremendo al encontrarla, apoyando ambas manos en la encimera del lavabo colectivo, pero el gusto se esfumó cuando levantó la cara y en su reflejo pude ver que seguía llorando.
Me acerqué, ella se dio vuelta y se abrazó a mí, apretándome como si fuera una boya en medio del océano.
—¡Sácame de aquí! —pidió, momentos después, cuando por fin se apartó de mí—. No quiero que nadie de la oficina me vea así.
Abrió su diminuto bolso y me entregó las llaves de su auto.
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Cuando salimos del estacionamiento sobre el Boulevard Kukulcán, en lugar de tomar la ruta más directa hacia el centro de la ciudad, decidí tomar la ruta escénica: la que bordeaba la Zona Hotelera completa, con la esperanza de que el paseo ayudase a mejorar los ánimos de Astrid.
La noche era fresca y el cielo estaba despejado. Y consideré entonces que, si Astrid se sentía de mejor humor para el momento en que alcanzáramos Playa Delfines, quizás aceptaría que nos quedáramos en el mirador a recibir el nuevo año.
Astrid bajó su ventana y yo la imité; un intenso olor a mar y a sal inundó el interior del auto mientras recorríamos la avenida, apenas concurrida por una fracción de su tráfico usual.
Astrid seguía llorando y yo no quería interrumpir su silencio con palabras innecesarias; tampoco quise invadirlo con música. Ella necesitaba desahogarse y no pensaba interponerme en su proceso.
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Cuando por fin pasamos por el mirador de Playa Delfines, noté, tristemente, que varias familias, parejas y grupos de amigos habían tenido la misma idea que yo. Algunos tenían sus radios encendidas, otros llevaban neveras repletas; era demasiada gente para mi gusto, así que seguí manejando.
Eran más de las once de la noche cuando pasamos Punta Nizuc, y un poco más adelante, en el área oscura y desolada en la que se encontraba la última curva de lo que oficialmente se consideraba como la Zona Hotelera, Astrid señaló un acotamiento.
—Estaciónate aquí —pidió con un tono sereno.
Obedecí. Estacioné, apagué el motor y bajamos del auto. La seguí por entre la espesura de la vegetación que separaba la acera de la playa.
La falta de alumbrado público en la zona, la convertía en un tramo extremadamente oscuro; de no ser por la luna, las estrellas y las luces lejanas de los complejos turísticos, hubiera resultado imposible ver nuestro camino.
Apenas alcanzamos la arena, nos retiramos los zapatos y seguimos caminando hasta quedar cerca del agua, manteniendo la distancia suficiente para que esta no fuera a alcanzarnos. Astrid se sentó, enterrando sus pies en la arena, dejando sus zapatos a un lado.
«Mi mamá me va a matar cuando vea mi vestido», pensé mientras me sentaba junto Astrid. Ella respiró profundamente y cerró los ojos, envolviendo sus rodillas con ambos brazos.
La tela de su vestido resbaló al momento en que había recogido sus piernas, dejando al descubierto un tramo significativo de sus muslos. Aquella visión divina no escapó a mi atención. Mis ojos recorrieron, ansiosamente, cada centímetro de sus piernas torneadas y bronceadas.
—Ten algo de respeto —reclamó con un tono juguetón, dándome un codazo en las costillas.
Me sobresalté y, de manera casi involuntaria, volteé el rostro hacia la negrura del océano. Avergonzada de haber sido descubierta, me sentí sonrojar y agradecí mentalmente que la oscuridad me concediera un poco de indulgencia.
—Lo lamento —dije, pero no pude disculparme más, porque la verdad era que no me arrepentía de lo que acaba de hacer.
Ella se rió. Suspiró sonoramente, negando con la cabeza.
—Sé que es una tontería que este asunto me afecte tanto —aseguró—, si tomamos en cuenta que hay millones de personas en el mundo con problemas reales: gente que no tiene qué comer, gente padeciendo enfermedades mortales, gente sufriendo de injusticias sistémicas —Forzó una sonrisa—. En el gran esquema de las cosas, vivo una situación bastante privilegiada y aun así exijo más.
—Que el mundo esté lleno de problemas más graves no invalida los tuyos —dije—. Que vivas una situación privilegiada en comparación con otros no justifica que tengas que soportar el machismo de tu jefe.
Ella asintió en silencio.
—Por otro lado —continué—, debo confesarte que si ese puesto de oficina te iba a retener en Cancún de forma permanente, entonces una parte muy egoísta de mí se alegra de que no te lo hayan dado... y le agradezco a los astros que todavía me queden oportunidades de verte en Mérida.
Astrid soltó una carcajada honesta. Me miró a los ojos, buscando en ellos lo que hacía tiempo ya sabía. Yo no intenté ocultarlo: quería que encontrara en ellos mi amor perenne, incondicional e inamovible, en todo su esplendor.
—Eres implacable, Emilia —Bajó la mirada, negó con la cabeza, volteó hacia el mar.
Una brisa fresca sopló. Su piel reaccionó con un escalofrío que corrió por sus brazos. Mi dedo índice cobró vida propia, recorriéndola en una caricia suave que comenzó en su muñeca y se detuvo al alcanzar su hombro, únicamente porque ella atrapó mi mano en la suya.
—No —dijo sin mirarme, como quien regaña a un niño que está haciendo algo indebido.
Suspiré, recogiendo mi mano y mis ganas. Intentando contener mi lengua antes de que dijera algo de lo que fuera a arrepentirme.
—Solo por curiosidad, dime una cosa...
«Demasiado tarde», dijo la voz de mi interior, llevándose una mano imaginaria a una frente imaginaria.
Astrid me miró, levantando una ceja, advirtiendo con esa expresión, que tuviera cuidado en dónde pisaba. «Todavía estás a tiempo de componerlo», aseguró la voz de mi interior en las fracciones de segundo que duró esa interacción silenciosa.
—Si te mudas a Mercurio, ¿qué va a pasar con tu colección de música, películas y libros? Porque la banda no va a apreciar esas joyas como yo.
Astrid se rió. «Estuvo cerca», dijo la voz de mi interior, aliviada.
—No te preocupes, serás la heredera única del contenido entero de mi centro de entretenimiento.
—Voy a necesitar un instructivo para el tocadiscos.
—Recuérdame que te dé clases privadas antes de irme.
La atmósfera se relajó una vez más.
Esa noche aprendí que, a pesar de mis sospechas de que ella también tenía sentimientos hacia mí, hablar de ellos no figuraba en la ecuación de nuestra relación. Si me atrevía a romper esa delgada membrana de secretismo, entonces la magia de nuestros encuentros se esfumaría para siempre. Entonces decidí que era mejor tenerla en fragmentos crípticos que no tenerla en absoluto.
—¿Qué vas a hacer respecto al trabajo? —pregunté, poniéndole seriedad a la conversación.
—No lo sé —Apoyó la barbilla sobre sus rodillas—. Si me levanto en armas contra mi jefe, me va a ir muy mal porque está muy bien conectado dentro de la empresa; pero si le permito salirse con la suya, le estaré dando una señal inequívoca de que puede pisotearme sin que existan consecuencias.
—¿Y son tus únicas alternativas? —pregunté— ¿Cruzarte de brazos o hacer arder Troya?
Ella frunció el ceño.
—¿No hay un punto medio que pueda apaciguar tu alma sedienta de venganza sin poner en peligro tu futuro en la empresa?
Astrid miró hacia el mar una vez más, pensativa. Intentó decir algo, pero se detuvo. Casi podía ver los engranes moviéndose dentro de su mente.
—Supongo que podría mostrarle una versión distinta de mí: una que no esté dispuesta a hacer la chamba que no le corresponde; una que no viva únicamente para el trabajo; una que lo orille a responsabilizarse de sus metidas de pata en lugar de resolverle la vida constantemente —Hizo una mueca—. Eso mientras encuentro una manera de salirme de ese departamento y moverme a otro, porque sé que en cuanto note que se le acabó su mensa, va a ponerse más insoportable.
Asentí en silencio, deleitándome en el modo en el que la tenue luz de la luna rebotaba en su rostro.
Un silbido lejano surcó el cielo nocturno, llamando nuestra atención justo antes del primer estallido de fuegos artificiales que anunciaban que el año 2000 por fin había llegado.
—Feliz Año Nuevo —dijo Astrid en un volumen apenas audible.
La miré —Feliz Año Nuevo —respondí en un susurro parecido al suyo.
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Cuando los fuegos artificiales acabaron, Astrid comenzó a contarme sobre su trabajo, lo que implicaba y las cosas que había hecho por su jefe. Desmenuzó a detalle sus desvelos, las veces que había sacrificado su hora de comer y las ocasiones en las que había tenido que cancelar compromisos personales con tal de sacar algún pendiente urgentísimo que su jefe le había asignado a última hora; las veces que lo había cubierto cuando él no llegaba al trabajo y las incontables ocasiones en las que se había quedado a ayudarle a terminar actividades que le correspondían a él.
Lo destrozamos verbalmente; cuando vimos una estrella fugaz, le deseamos, juntas, que todas las Oreos que comiera el resto de su vida le salieran sin relleno; y sin saber absolutamente nada de brujería, nos inventamos un conjuro para que le cayera mal la cena de esa noche.
Nos quedamos en silencio únicamente cuando el sol comenzó a levantarse en el horizonte. Contemplamos el bello espectáculo natural entregándonos al sonido de las olas, respirando el aire fresco, disfrutando de la compañía silenciosa de la otra. La piel de su brazo rozaba el mío. Su cabello, que horas atrás había liberado del moño de su peinado, danzaba libremente con la brisa.
Tal como me había sucedido el día de nuestra llamada por teléfono, deseé que ese momento no terminara porque era perfecto e irrepetible.
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Alrededor de las siete de la mañana, un suspiro de Astrid me comunicó que ya era hora de marcharnos. Le entregué las llaves de su auto y me puse de pie para intentar sacudirme la arena que se había quedado atrapada en mi vestido.
Ella hizo lo mismo. En silencio, y con el corazón un tanto entristecido de ver otra convivencia con ella llegar a su fin, comencé a caminar de regreso a la acera que se encontraba detrás de la vegetación.
Su mano en mi brazo me detuvo. Cuando volteé para ver qué necesitaba, ella se abrazó de mí con la misma intensidad con la que lo había hecho en el baño del Centro de Convenciones. Le correspondí con todo mi amor, consumiéndome en las ganas de decirle lo que sentía por ella.
—Gracias —dijo, con sus labios muy cerca de mi oreja, logrando que mi piel se erizara.
Luego se apartó de mí y continuó caminando hacia su auto.
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En el camino hacia la ciudad, ninguna dijo palabra. Ella puso música y las dos cantamos alegremente hasta que estacionó frente a la casa de mis papás.
Nos miramos en silencio por un momento que se alargó hasta el infinito. Entonces supe que ella tampoco quería despedirse.
—Nos vemos en Mérida —dije, más por miedo a que mis papás nos descubrieran mirándonos con tanta intensidad, que por convicción.
Ella sonrió, moviendo la cabeza en forma positiva levemente.
A finales de los noventa y principios de los dos mil, tuve varias oportunidades de ver la salida del sol desde varias de las playas más bellas de Cancún y algunas puestas del sol sobre la laguna Nichupté.
El primero de enero del año 2005, por ejemplo, vi salir al astro rey sobre el mirador de Playa Delfines (mencionado en este capítulo), acompañada por mi mejor amiga y también por la chica que inspiró el personaje de Hope en «Sólo a ella». Si no la has leído, considera darle una oportunidad, podría gustarte... wink, wink.
Hace unas semanitas apenas, pude admirar el último ocaso del 2022 desde una playa de Isla Mujeres al lado de mis padres, mi hermano, mi cuñada y mi sobrina, y me siento muy afortunada de haber podido comprobar que mi amor por el mar sigue estando vivo.
Menciono todos esto únicamente con la intención de transmitirte la importancia y el peso que las playas de Quintana Roo han tenido en mi vida, ya que esas son las razones de que sea un tema recurrente en mis historias.
Aquí les dejo un mapita de la Zona Hotelera de Cancún y una foto de la misma área. Nos leemos en tres días.
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