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Capítulo 4: La pluma azul.

Eran las ocho y media de la mañana. Una taza de té negro humeaba sobre la mesa de vidrio que había en el balcón de su espacioso apartamento, rodeada por dos sillas blancas de hierro con unos mullidos almohadones azules. Víctor vestía una bata color negro, que bajaba hasta la mitad de sus firmes y lisos muslos. Su cabello estaba suelto sobre sus hombros, y las ondas se alborotaban a la par de sus orejas. Ya estaba bañado, así que solo le quedaba vestirse para asistir a la junta con su padre. Habían quedado a las diez. 
Caminó descalzo por la alfombra del living, hacia el balcón, llevando su computadora portátil en una mano, y en la otra un par de tostadas con mermelada de durazno. 
Mientras bebía el té y comprobaba la bandeja de entrada de su correo electrónico, tocaron a la puerta tres veces. Se levantó, miró por la mirilla, pero no había nadie en el pasillo, solo un sobre verde esmeralda que se asomaba por debajo. Lo deslizó con los dedos para poder levantarlo.

Comité de B&B
Multa por uso indebido.

—¡Mierda…! —exclamó.

Llegó a MH vistiendo una camisa blanca debajo de un saco gris tormenta, y unas botas negras sobre un jean ajustado. Colgando del hombro derecho traía la mochila negra, donde llevaba sus carpetas y su portátil.
Caminó hasta el final de un pasillo largo y abrió la puerta de la sala de reuniones, donde encontró a su padre, Robrecht Martens, parado al final de la enorme mesa rodeada de sillas de oficina, con algunas personas sentadas en ellas. 

 —Buen día —saludó a los presentes.

Su padre asintió con una sonrisa, a modo de saludo. Luego de la reunión tendrían tiempo de conversar un rato antes de comenzar la jornada. Víctor se sentó, esperaron al resto, y comenzaron a plantear los temas e intereses de la semana para el periódico, poniendo dudas, e ideas nuevas, sobre la mesa.
Cuando terminaron, se despidieron para volver a sus sectores, y Víctor se acercó a Robrecht con una enorme sonrisa.

 —Hijo querido  —dijo con un tono dulce, y lo estrechó entre sus brazos—, de casualidad, ¿no te llegó una carta esta mañana?

Víctor borró su sonrisa y bufó.

 —Fue una tontería, solo…  —curvó la boca mientras buscaba las palabras adecuadas para justificarse—, fue una tonta travesura  —observó a su padre, expectante. 

 —Víctor… Hicimos una promesa. Ya no eres un niño, tienes veintisiete años. La vida que llevamos, esta paz, es un regalo. Sé que extrañas cómo era antes, pero tomaste una decisión y debes respetarla. 

 —Lo tengo claro —desvió la mirada—, ¿te llamaron?

 —Siempre me llaman.

Denis conducía rumbo a MH con Gary bailando en el asiento de acompañante, se movía de un lado al otro tarareando la canción que sonaba en la radio.

—¡Gigantes y dragones!, ¡gigantes y dragones! —tarareaba, aunque la música no refería en nada al evento.

—Eres un hombre demasiado feliz —notificó Denis.

—¡Iremos a ver a los gigantes y dragones!, ¿no estás emocionado, al menos?

—Ese… demonio —gruñó entre dientes—, sigue tratándome como si fuera basura. 

Se cumplían dos semanas de trabajo. Dos semanas sin que Víctor le dijera una sola palabra sin usar a Gary, o a Julia, o a Louis —un hombre amigable con el que había comenzado a conversar desde su primer recado como mensajero—, de intermediarios. Eso no le molestaba. Denis consideraba que las cosas eran mejor así; todo se había suavizado. Las ideas estaban fluyendo a su favor: ya no tenía problemas en elaborar columnas para el diario y su primo apenas le hacía un par de observaciones sobre gramática. Le iba bien, por lo que había recobrado la confianza en sí mismo.  
Víctor mantenía la distancia, paseaba de escritorio en escritorio, dando consejos, corrigiendo errores y conversando con el resto del personal. Siempre impecable, con sus trajes vistosos, su cabello recogido en un moño desprolijo, y una colección de zapatos elegantes que Denis comenzó a notar día tras día, al ver que cambiaban de color. 
La tarde anterior, antes de culminar la jornada laboral, Víctor invitó a varios a concurrir al evento de “Gigantes y dragones procesionales” que tendría lugar en Dendermonde, donde se da vida a figuras históricas representadas por gigantes hechos de diversos materiales, en un desfile acompañado por criaturas míticas, disfraces y charangas. Su idea era poder entrevistar a la gente del lugar y elaborar opiniones acerca de las ceremonias profanas, o religiosas, además de hablar del evento en sí. Denis se sorprendió cuando abrió su correo y vio que él también había sido invitado. Se levantó de su asiento como picado por una avispa, corrió hacia la puerta, e interceptó a Víctor, que iba saliendo de la oficina. Él se detuvo en el pasillo y lo miró con seriedad.

—¿En qué puedo ayudarle, Reed?

—Quería darte las gracias por la invitación, realmente me interesa este trabajo y a pesar de lo que pasó me gustaría… —inició Denis, intentando ordenar sus ideas para dar el primer paso a la reconciliación.

—Yo no le mandé ninguna invitación —interrumpió Víctor, curvando la boca—. Mi padre mandó las invitaciones, armó los equipos. Yo no lo hubiera invitado, no tiene ninguna experiencia en trabajo de campo —remató. Se dio la vuelta y siguió caminando—. Recuerde que si no puede ayudar, no debe estorbar —comentó en voz alta.

Allí había quedado Denis, en el pasillo, hecho hielo por la frialdad de Víctor; con la ilusión en pedazos. En la noche el enojo se mantuvo tan firme que no le dejó conciliar el sueño. Y al otro día, los lentes negros cubrían las ojeras oscuras, mientras conducía con Gary hacia Dendermonde, a menos de una hora de Bruselas.

—Pensé que habíamos superado esta etapa… —reprochó Gary, mordiéndose la cara interna del labio inferior—. ¿Qué tanto te hizo ahora?, si ni siquiera te habla...

—¡Oh Dios!, ¡Gary, entiende que no soy yo! —estalló al notar el fastidio de su primo por creer que solo estaba buscando un pretexto para tener un problema con ese hombre—. Le estaba agradeciendo por haberme invitado a formar parte del equipo de investigación, y me escupió en la cara que él jamás me invitaría porque no tengo experiencia, que fue su padre. Y que no ande estorbando al equipo.

—Víctor es así. Él es… —hizo ademanes con las manos mientras buscaba las palabras adecuadas—. Muy profesional. Se lo toma en serio.

Denis resopló, molesto.

—¿¡En serio “profesional”!? Eso es todo, no me hables —soltó. 

—¿¡Por qué!? —preguntó Gary, indignado, exagerando el agotamiento mental que le provocaba que Denis fuera tan infantil—. No puedo “no hablarte”, hoy tenemos que trabajar juntos.

—Siempre lo defiendes. Siempre, siempre lo estás defendiendo. Luego yo soy el malo aquí. Se acabó. Me harté de ser el malo —refunfuñó.   

—Denis, por favor supéralo. Supé-ralo —aclaró refiriéndose a Víctor—. Porque sé que lo admiras. Vamos, te he visto leyendo su trabajo. Realmente no lo estás intentando. Si solo te sientas a esperar, no vas a conseguir nada.

—Eso ni siquiera se silabea así —espetó Denis.

—¡Basta! Basta, basta. Basta —ordenó tajante.

Denis se encogió de hombros, con la boca curvada en evidente molestia. 
La personalidad afable de su primo hizo el viaje más corto; tenía un repertorio inagotable de anécdotas, chistes, comentarios ocurrentes y un carácter apacible que hacía que Denis retrocediera cualquier idea de enojarse con él. A Gary no le gustaban los conflictos, y si no los resolvía, los enterraba. 
La música se fue haciendo más ruidosa a medida que alcanzaban la plaza mercado, donde iniciaría el desfile. Estacionaron el auto en Winckellan, una calle amplia a varios metros del lugar y subieron caminando por Ridderstraat hasta Grote Markt, llevando consigo cámaras de fotos y sus respectivas libretas.

—No puedo creer que vayamos a hacer nuestro primer trabajo de campo los dos juntos, aquí, en Dendermonde, y para una editorial famosa; es nuestro sueño hecho realidad —dijo Gary, fotografiando la arquitectura ecléctica de las calles angostas.  

Denis inhaló profundo y sonrió.
¿Que “admiraba a Víctor”? Las palabras de Gary habían calado hondo. 
Cuando comenzó la riña, después de su primer columna, se aventó a leer lo que Víctor escribía y no pudo quedar más hundido bajo su innegable talento. Víctor sabía manejar a su antojo las emociones del lector. Denis fue seducido palabra tras palabra. Era inteligente, conciso, letrado, culto, divertido, interesante, elegante y podría seguir de largo comentando muchas otras características positivas si no se sintiera sofocado al hacerlo. No podía disfrutarlo sin sentir celos, sin verlo como un rival.
Denis había sido grosero e impertinente desde el principio, y después de la segunda mala impresión, una relación amigable con Víctor parecía imposible. No era que no lo intentaba, como había señalado Gary, solo no sabía cómo conseguir una tercera oportunidad de presentarse ante Víctor y obtener al menos un poco de su vasta experiencia profesional. Si se estancaba, era porque lo sentía inalcanzable.
Llegando al lugar, se encontraron con el grupo de la editorial reunido al final de la calle. Victor apenas alzó la mirada para ver quiénes eran y luego continuó dando indicaciones a los que estaban, impávido. Gary siempre era el primero en precipitarse hacia ellos con una sonrisa; saludó cordialmente a cada uno y luego se acercó a Víctor, para ponerse a disposición. Denis se integró a la ronda alzando la mano, como hacía siempre que llegaba a la oficina. A pesar de parecer algo frío o distante, tenía una excelente relación con todos. Principalmente con Julia, que se esforzaba en generar temas de conversación entre ambos, aunque a veces fuera un monólogo sobre Polmo en el que Denis no sabía cómo intervenir. 

—Víctor —El mencionado levantó la cabeza—. Perdón por llegar tarde.

Victor negó despacio, le entregó una libreta a uno de los muchachos que formaban parte del equipo y comenzó a caminar hacia la multitud. La gente se aglomeraba alrededor de las atracciones, frenada por vallas de metal que eran sostenidas por guardias de seguridad. La música sonaba alto en los enormes parlantes que habían instalado para que el sonido no fuera distorsionado por el ruido de risas, gritos y murmullos.

—No quiero que tu primo sea una mala influencia, Gary, ya lo hablamos —comentó Víctor, sabiendo que estaban alejados del resto.

—Esta vez fui yo, me atrasé vistiéndome. En realidad Denis es el más puntual de los dos —Notó como Víctor lo miraba de lado, sin convencerse por completo de sus palabras—. Lo digo en serio, no todo lo malo siempre tiene que ser culpa de Denis; ¿acaso no es el segundo en primera plana…? —señaló con una sonrisa pícara.

Víctor puso los ojos en blanco por un segundo; de todos los sermones reflexivos, los de Gary eran los peores. 
El joven editor de cabello castaño, corto en ondas alborotadas, y expresivos ojos verdes, logró convertirse en mucho más que su asistente: era su amigo. Gary era la voz que lo ayudaba a razonar con calma cuando se encontraba en los peores días de tensión; buscaba soluciones en vez de problemas, y lo hacía en un tono de voz adecuado. En pocas semanas de convivencia Víctor resolvió que además de su talento como editor, fue su carácter apacible lo que más valoró su padre a la hora de contratarlo, porque sabía que necesitaba una persona que lo mantuviera con los pies en la tierra. Un freno de mano parlante; y no era de extrañarse, ya que su padre tenía una tendencia maniática a calcular todas las decisiones que tomaba en base a los resultados que quería obtener en la vida: en este caso, mantener a raya el mal carácter de Víctor.  
Encontraron un buen lugar junto a unos bancos e hicieron seña al resto del equipo para que se acercaran.

—A partir de aquí, quiero que formen equipos de a dos —ordenó Víctor. Observó a Denis que venía caminando junto a Julia, la cual no paraba de hablar entre risas—. Reed —llamó y todos hicieron silencio, observando a Víctor con especial atención. Nunca se sabía lo que podía resultar cuando él decía su nombre.

Denis sintió que sudaba frío. Se detuvo frente a él y notó que el ceño se le frunció de forma automática; como si fuera una especie de reacción natural. Julia no fue tan valiente para acercarse a la misma distancia, prefirió darles espacio por si las cosas se salían de control. Si iban a comenzar una pelea, nadie quería tener nada que ver. Víctor evaluó toda la situación y se enojó, porque Denis lo sacaba de quicio con su actitud prepotente, no podía evitarlo. Lo desafiaba con una mirada soberbia, bajo el ceño fruncido de cejas pobladas. Otra vez traía el cabello negro alborotado, reacio al peine, y la barba crecida en su quijada bien definida: el aspecto desalineado de siempre, que parecía de lo más natural en él, y que le había dicho a Gary que debía corregir, porque parecía un escritor drogadicto rebelde que acababa de salir de la cama. Estuvo a punto de ladrarle como un perro por lo mismo, pero prefirió chistar, apegándose a su plan.

—¿Qué? —acabó preguntando Denis y apretó la boca. Por algún motivo las pocas habilidades sociales que creía tener eran nulas frente a Víctor.

—Vas a venir conmigo, Reed —dijo Víctor y se acercó a Gary—. Gary, quiero que acompañes a Julia, y que hablen de los temas de la semana que viene.

Gary asintió, sorprendido por aquella extraña decisión de su jefe, que siempre que encontraba la ocasión le expresaba cuánto le molestaba su primo y cuán lejos lo quería. Denis estaba desconcertado, su nerviosismo era evidente; quería abrir la boca para decir algo, quizá reprochar, pero las palabras no salían. Así que lo último que Gary presenció fue a Víctor caminando lejos del grupo y a Denis apurado detrás él, después de dedicarle una mirada difícil de interpretar, como si pidiera auxilio y al mismo tiempo estuviera estreñido.
Caminaron en silencio por una calle angosta llena de tiendas que ofrecían recuerdos. También había bares y otros comercios coloridos, decorados para la ocasión; el desfile traía mucha gente a pasar un buen rato en familia.  

—¿Se tomó en serio lo de “no molestar”, Reed? —comentó Víctor de repente y Denis se fastidió.

—Ya entendí. Resultó que estaba aburrido y quería divertirse, ¿para eso me invitó a caminar con usted? Tiene bastante claro que ni soy un profesional ni tengo experiencia, así que no sé qué quiere de mí —contestó gruñón.

Víctor se rió espontáneo ante el mal carácter de Denis. A esa altura ya no sabía cómo reaccionar. La realidad era que ellos tenían bastante en común.

—Está bien, Reed, acepto el reclamo. Me pasé —confesó Víctor, tratando de suavizar la tensión entre ambos—. Pero ahora quiero escuchar sus ideas. ¿Qué le parece si hacemos una tregua y me muestra que estoy equivocado?

Denis suspiró pesado; tenía que relajarse y aprovechar la oportunidad, como tanto insistía Gary. El hecho de no encontrar el momento adecuado para resolver su mala relación con Víctor ya no era una excusa, porque el mismísimo Víctor le estaba dejando el camino despejado.

—Quiero hablar de estas tradiciones con la gente mayor del lugar. Podemos entrar a las tiendas, oír historias de Dendermonde, acercarnos a las puertas de los hogares. Vi varias señoras con sillas en la vereda —inició Denis. Víctor se cruzó de brazos, oyendo atento—. Quiero empezar en las tiendas familiares de recuerdos. Vi una de antigüedades, esa me interesa un montón, puede que encuentre alguna cosa paranormal, mística, que sume al morbo de la gente. Los turistas no valen la pena, y el resto del grupo va a estar en el desfile con las fotos y la experiencia en sí misma, así que lo mejor es… profundizar.

—Te sigo —contestó Víctor con una sonrisa y apretó su hombro de forma amistosa. 

Estaba sorprendido, en el buen sentido, de que Denis resolviera la jornada de la misma forma en que él lo hubiera hecho. No tenía nada que agregar. Fue tan solidario como para dejarle el trabajo gordo al resto de sus compañeros, y tan detallista e ingenioso para pensar en agregar una pizca extra, que seguramente pondría en la introducción de la carátula.
Denis se metió en la tienda que había señalado primero; no se entretuvo en la entrada como Víctor, que se mostró interesado en los muñecos antiguos sobre las estanterías de madera; sino que caminó directo al fondo, en busca del propietario. Pasó a través de varias cortinas de tiras de diferentes diseños, en medio de largos expositores repletos de antigüedades, y dobló un angosto pasillo hasta un mostrador con varios objetos sobre él; destacando un tocadisco de mesa, un jarrón esbelto de color azul con detalles en cobre, un teléfono de disco, un libro muy viejo y un tintero de donde sobresalía una larga pluma azul. Se acercó despacio, con ambas manos en los bolsillos de su abrigo.
Estiró la mano para arrastrar el libro hasta su extremo del mostrador y lo abrió, descubriendo que las páginas estaban en blanco. Pasó varias hojas, todo el libro estaba en blanco.

—Buenas tardes, joven —contestó de pronto la voz de un hombre muy mayor, haciendo que Denis se sobresaltara, alejándose del libro.

—¡Señor, por favor! —exclamó Denis con una mano en el pecho—. ¿De dónde salió? —Observó que al final del pasillo había una cortina azul que iba de lado a lado, y llegaba hasta el suelo, cubriendo toda la superficie. Imaginó que detrás de aquella cortina tenía que haber una puerta que diera acceso a su hogar.

—¿Parece un libro viejo y simple, verdad? Sin embargo, este es uno de los tantos libros que ha dejado Hécate por nuestro mundo, para dar una probada de poder, de magia, a nosotros, los simples mortales —contó con voz senil, abriendo el libro frente a Denis. Luego con lentitud tomó la pluma azul y se la ofreció—. Y ésta, es una de las plumas de Momo, el dios griego de los poetas y escritores —Denis la tomó en mano, escuchando con atención la historia del anciano, cuya mirada era atenta y profunda—. “Cuando un escritor escriba sobre el libro de Hécate, con la pluma de Momo, las palabras se convertirán en hechos”. Escribe.

Denis sonrió incrédulo. Observó la pluma desde el cálamo con la punta húmeda en tinta, hasta el suave vexilo. Soltó una risa corta, nerviosa. Él no creía en ese tipo de historias, pero respetaba a quienes las contaban, porque sin ellos no tendría qué contar. 

—¿Qué quiere que escriba? —preguntó en un aliento, encogiéndose de hombros.

—Escribe, muchacho. Escribe cualquier cosa que desees. Se espontáneo —aclaró el anciano y se acercó a una estantería cercana a la cortina, para organizar otros libros viejos que tenía guardados.
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—Está bien, le doy el gusto. Déjeme ver... —Se inclinó sobre el libro—. Usted dijo: “cualquier cosa”, téngalo en cuenta —Denis escribió lo primero que se le pasó por la mente, con una sonrisa pícara en el rostro. Parecía divertirse con sus “deseos”, aunque en realidad solo pensó puras tonterías con intención de hacer reír al anciano en cuanto lo leyera—. Listo, ahí lo tiene. 

El anciano giró la cabeza hacia él y sonrió con amabilidad.

—Denis —llamó Víctor a su espalda. Denis volteó y vio a Víctor parado junto a un hombre canoso de unos sesenta años—. ¿Qué haces? Te estaba buscando. Estoy con Oscar Leroy, el dueño de la tienda.

Denis abrió la boca para decir algo y volteó de inmediato hacia donde, segundos atrás, se encontraba el hombre mayor con el que había estado hablando; pero no había nadie. El mostrador solo tenía el tocadisco de mesa, el jarrón esbelto de color azul con detalles en cobre y el viejo teléfono de disco. Pestañeó varias veces. La única explicación que tenía era que el anciano se había ido, demasiado rápido, con el libro y la pluma, a través de la cortina azul.

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