C.1. Leo Tarstark (Capítulo Completo)
[Relata Leo]
—Vamos, Leo, no puedes hacerme esto, ya le he hablado de ti a Kettleback ¿Me vas a dejar colgado ahora? ¿Sabes lo que me ha costado convencerle de que mereces la pena?
El hombre que hablaba tenía apariencia caucásica. Era de mediana edad y su aspecto se podría definir en líneas generales como penoso. Tenía un rostro corriente, lucía una barba descuidada y un cabello que no le cubría el cráneo más que por los laterales a excepción de algunos pelos ralos y largos. Sus ojos eran negros como la noche y sin siquiera verlos podía saber que estarían llenos de ambición en ese momento. Vivía por y para conseguir beneficio de cualquier cosa que se lo pudiera dar, aunque en realidad llevara una forma de vida mediocre y dictada casi por completo por sus superiores, gente a la que no les importaba lo más mínimo lo que le ocurriera a ese pobre diablo, aunque él no tenía la misma opinión sobre el asunto. Un profundo suspiro de cansancio se escapó de entre mis labios mientras mantenía perdida la mirada en el vaso de Whiskey que tenía delante, sobre la barra de la taberna de mala muerte en la que nos encontrábamos. Lo apuré una vez más antes de contestar a Drake. Para hacerlo, no llegué a girarme para mirarle siquiera, seguí en la misma posición, encorvado y concentrado en lo único que tenía importancia en ese momento, el vaso de Whiskey casi vacío.
—Yo no te he pedido nada Andrew, lo que hayas hecho o no, ni me importa ni me incumbe así que haznos un favor a los dos y lárgate —repliqué con tono indiferente mientras giraba el contenido del vaso con mi mano y esbozaba una mueca al pensar en que se estaba acabando y no me quedaba nada con lo que comprar más. "Por lo menos se ha ido", concluí mientras dejaba el vaso sobre la barra y cerraba los ojos para concentrarme en mi respiración durante unos instantes. Tenía que pensar en qué iba a hacer ahora. Desertor de la Marina... no sonaba muy bien ¿No? En ese momento deseé que hubiera más de ese líquido rojizo en el vaso; por difícil que fuera el problema, el Whiskey siempre era la solución, aunque no durara mucho y no fuera definitiva. Andrew decidió volver a hablar, utilizando esta vez un tono más desafiante y mordaz que suplicante, de pronto parecía haber recordado algo que le infundía alguna especie de valor voluble y volátil que utilizó contra mí. Empezó con una carcajada burlona y, para cuando empezó a hablar y me di cuenta, estaba a mi lado y me susurraba para que lo que me decía no fuera audible para nadie más que para mí.
—¿No te importa ni te incumbe? ¿Crees que no sé lo que has hecho? ¿Por qué diablos crees que pierdo mi tiempo contigo? ¿Cuántos años tienes, 19, 20? No eres más que un crío que ha desertado de la Marina. Lo que hago no es más que tenderte una mano, hacerte un favor. Lo que hago es garantizarte un futuro, si es que quieres tener alguno. Así que piénsatelo, al fin y al cabo no es un trabajo tan difícil, sino no se lo hubiéramos dado a un pobre indigente como tú. Aterriza de una puta vez, la vida funciona así, así que decide qué quieres hacer, no tengo tiempo que perder con un perro callejero como tú —dijo. Por un segundo incluso había parecido que el valor, la bravuconería y aquel ademán amenazante iban en serio, aunque tan rápido como aparecieron se desvanecieron cuando me levanté, precedido del chirrido del taburete al arrastrarse, y en un instante lo tenía alzado en el aire; y tenía suerte de que no hubiera sido por el cuello sino por su camisa, a la que le había roto unos cuantos botones que cayeron al suelo. Su expresión cambió al instante, mantuvo las manos en alto, como diciendo "me rindo" para que le soltara mientras movía las piernas para intentar zafarse, aunque de poco le servía en el aire.
—¿Decías? —susurré, mi mirada era tan fría como el invierno e igual de dura. Además, se había teñido con el desprecio que sentía por ese pedazo de escoria. No me faltaron ganas de seguir "hablando" con él, pero el barman empezó a mirarme desde el fondo de la barra, donde estaba pasando un trapo por la barra en total silencio, y también lo hicieron otros dos o tres tíos en diferentes puntos de la taberna, cada uno con sus propios asuntos y posiblemente tan desinteresados respecto a mí como yo respecto a ellos, pero no valía la pena arriesgarse, no por ese pedazo de escoria. Así que solté a aquel imbécil y me volví a sentar en el taburete, dirigiendo mi mirada una vez más al vaso de Whiskey casi vacío. Pero por lo visto, aquello no había sido suficiente para que aquella rata temiera por su vida.
—Bien, haz lo que quieras, muérete de hambre o púdrete en ese taburete, puedes elegir tú mismo, pero si decides hacer alguna otra cosa, si esa cabeza de chorlito tuya decide pensar un poco y descubrir lo que le conviene de verdad, aquí está lo que necesitas saber —dijo, esta vez con un tono de voz mucho más cauteloso, y manteniendo la distancia aunque se volvió a acercar para poner sobre la mesa un sobre blanco antes de, finalmente, decidir irse. Cuando había dado ya un par de pasos hacia la puerta de la taberna, fueron mis palabras las que despuntaron en el silencio del lugar.
—No soy un sicario —dije sin el más mínimo reparo en la palabra o en quién me estuviera escuchando. Mis palabras fueron sentenciosas, tajantes, inapelables y, pese a todo, él apeló, las apeló.
—Lo que espero que seas es inteligente, Leo —respondió, y pese a que no podía verlo, sabía que tenía otra vez aquella sonrisa en los labios. No me faltaron ganas de volver a levantarlo, aunque esta vez por el cuello, sin embargo, me quedé allí, sentado hasta que perdí la cuenta de las horas que llevaba ya allí encerrado. El sobre, a mi lado, parecía totalmente ajeno a mí. Pero cuando decidí dar el último trago y la puerta se cerró tras de mí al abandonar el establecimiento, el sobre ya no estaba sobre la barra.
¿Hasta qué punto deberían significar para un hombre el honor, el deber, la lealtad? ¿Hasta qué punto esas no eran más que cualidades relativas las cuales la gente intentaba utilizar para controlarse entre sí? Yo sólo era un perro sin procedencia ni destino que no estaba de acuerdo con lo establecido. Un lobo solitario, demasiado orgulloso como para seguir en un lugar en el que ya no creía con un sistema que era de risa. La Marina... Sólo eran simples peones a los que la gente llamaba héroes hasta que dejaba de convenirles, hasta que dejaban de ser útiles. No había destino glorioso para el soldado, acabaría desapareciendo tanto si lo mataban como si volvía a casa; en cuanto no fuera necesario, desaparecería. Entonces se desharían de ellos y todo lo que sus héroes habían hecho caería en el olvido con ellos.
Yo no dejaría que eso me pasara, nunca obedecería a nadie en quien no creyera. Eso es, al fin y al cabo, lo que aprendes cuando no tienes sitio al que ir ni lugar al que regresar, cuando no eres nadie. Pero sobreviviría, y lo haría a mi manera, yo decidiría qué era el honor para mí, cuál era mi deber. Forjaría mi propio camino aunque tuviera que mentir, engañar, robar o matar. Ese era mi grotesco sentido del honor, aunque tal vez no tan grotesco comparado con el de personas que hacían lo mismo y cosas peores y, sin embargo, se creían absolutamente admirables. Ese era mi deber, sobrevivir, y si no lo podía hacer de la manera que el mundo consideraba correcta, ese no era mi problema. Mi camino no iba a ser mejor o peor que el del mundo, sólo diferente. No justificaría mis actos, pero tampoco permitiría que los juzgara nadie más que yo.
Aquella noche la oscuridad me encubrió hasta que el amanecer me encontró a través de un ventanal, sentado en un cómodo sofá de diseño en un apartamento de lujo, cuya sala principal tenía más metros cuadrados que todas las casas que yo había habitado juntas, y eso que no habían sido pocas. Tenía otra copa de Whiskey en la mano, sin embargo tanto la copa como el Whiskey eran muy diferentes, la copa, de un cristal de bohemia exquisito, y el Whiskey, probablemente de malta, con sólo olerlo podía distinguir el aroma del caramelo. Aquel sitio era jodidamente elitista... Pero lo mejor de todo eran las vistas, ahí sentado se podía ver cómo el sol salía tímidamente de entre las montañas, mostrándose e iluminándome cada vez con más intensidad, como un faro de culpabilidad que apuntara directamente a mí "¿A mí? No soy más culpable que el resto del mundo" me decía a mí mismo mientras le daba vueltas al Whiskey en el vaso.
No hacía ni media hora que había salido el sol cuando comencé a escuchar pasos, que pronto comenzaron a sonar sobre los peldaños de la escalera que tenía detrás de mí. Se detuvieron cuando iba por la mitad, tuvo que ser entonces cuando se dio cuenta de mi presencia. Sin embargo, no huyó, no escuché el sonido de sus pasos intentando escapar de lo desconocido, de aquel hombre que estaba en su salón, bebiéndose su Whiskey y mirando por sus ventanales sin permiso. Tal vez estuviera esperando a los matones que tenía vigilándolo, de todas maneras me levanté, emitiendo un ligero gemido por el cansancio y por abandonar el cómodo sillón, para después girarme y mirar a aquel hombre, Alexey Ivanov.
Sus ojos azules me miraban, amedrentados pero también desafiantes y acusatorios y sobre todo emitiendo un odio al que los míos eran totalmente impermeables.
—Buenos días, Alexey —comenté en un tono neutro mientras le daba otro trago a su Whiskey de primera. Debía haber vaciado al menos una botella de aquellas que tan mal escondía en su mueble bar durante la madrugada, no descartaba que se me hubiera subido un poco. Dada su expresión y su silencio, por un momento pensé que no se dignaría siquiera a hablarme, pero por lo visto sólo buscaba las palabras. Y pude fijarme, además, en que antes de hablar le temblaba el labio inferior ¿Sería porque a estas alturas aún nadie se había presentado para salvarlo y pegarme un tiro?
—¿Quién eres? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Qué quieres? —preguntó aunque intuí que sabía la respuesta, sus ojos lo confesaban. Aquellos malévolos ojos azules eran muy fáciles de leer, podía ver miedo y no un miedo cualquiera, el miedo por excelencia, aquel que te hiela los huesos y te paraliza como si de pronto todos tus músculos fueran de cimiento, el miedo ante la posibilidad de perder la vida. Dediqué un minuto entero a mirarlo, a analizarlo antes de responder. Aunque también me llevó más tiempo por lo sedado que estaba mi cerebro tras toda una noche de Whiskey de primera.
—Vengo a matarte —respondí. Mi voz no albergaba sentimiento o emoción alguna, simplemente deber, obligación, solemnidad e increíblemente tampoco mostraba atisbos de borrachera. Pero eso era lo que menos le importaba a aquel hombre, que tras escuchar la palabra pareció darse cuenta de lo que estaba pasando y reaccionó rápidamente de la manera en la que había reaccionado toda su vida como buen millonario despreocupado que era. Esta vez, cuando habló, me di cuenta de su acusado acento ruso, que por alguna razón había obviado la primera vez.
—¿Así que es eso, no? —dijo esbozando una sonrisa que pretendía ser tranquila y confiada pero que se tornó nerviosa desde su nacimiento—. Entiendo... dime, cuánto —dijo de manera seca, también había cierto desprecio en su voz pese a todo. Aunque entendí perfectamente sus palabras, no dije nada. Eso lo puso aún más nervioso—. ¿Cuál es tu precio? Vamos, dímelo, doblaré lo que te hayan dado, no, lo triplicaré. Si estás aquí es porque mis guardaespaldas están muertos, trabaja para mí, te pagaré más que cualquier otro —dijo, esta vez incluso pude discernir cierta súplica en sus palabras. Me tomé mi tiempo para hablar, sin que mi expresión cambiara un ápice, y no lo hice hasta no estar seguro de qué era lo que quería decir, lo que quería hacer.
—Está bien —dije con el mismo tono inexpresivo, tranquilo, no era un tono que nadie hubiera conseguido hacerme abandonar. El hombre no pareció sorprendido, más bien satisfecho, esbozó una sonrisa y siguió bajando las escaleras. De pronto había pasado a andar de una manera que parecía irradiar arrogancia, de una forma tan repentina como la que Andrew había ganado el valor para soltarme aquellas idioteces. Una vez hubo bajado las escaleras, se acercó a mí y me quitó el vaso de cristal de las manos.
—Suelta eso, ya has bebido bastante y ese Whiskey es de mi reserva personal. Ahora dime ¿Quién quiere matarme? ¿Quién te envía? —prenguntó de manera imperativa, así que de pronto podía darme órdenes...
—Kettleback —respondí de manera queda.
—Así que ese hijo de puta pretende deshacerse de mí... y lo hace mandándome a un novato... Aunque, tal vez, no seas tan novato ¿Te has deshecho de todos mis guardaespaldas? —preguntó con aire dubitativo. Si en algún momento sintió miedo por su vida, no quedaba secuela alguna del mismo, había pasado de ser para él de un potencial asesino a un perro obediente.
—Sí —respondí de manera autómata una vez más. Su respuesta fue casi automática.
—Interesante... ¿Sabes qué? Creo que ya sé qué es lo primero que te voy a encargar, ya sé a quién quiero que hagas desaparecer en el honorífico primer lugar. Encárgate de Kettleback, quiero que vea cómo aquel al que ha intentado usar se pone contra él por no haber sido lo suficientemente inteligente. Y que sufra, quiero que sufra por haber intentado semejante gilipollez. —Una ligerísima sonrisa se dibujó en mis labios. Había sido tal y como había imaginado... Era tan predecible que no había podido evitarlo, de todas maneras no creo ni que se diera cuenta de ello. Estaba demasiado concentrado en jactarse de lo que ya daba por hecho, era una victoria y esa victoria lo tenía más ebrio a él que el Whiskey a mí.
—Entendido —respondí con tranquilidad. Tras mi respuesta me mantuve silencio, y el millonario supo interpretar qué significaba aquello. Sonrió, como si fuera capaz de captar y ver a través de todo el mundo, como si pudiera controlarlo todo, y se giró para ir al otro lado de la sala, ante un cuadro abstracto inmenso que no era más que una mancha roja hecha aparentemente con rabia contra un fondo blanco. Por lo visto estaba fijo a la pared y se abría hacia un lado para dar paso a una caja fuerte tan grande que costaría imaginarla si no hubiera estado frente a la misma. La abrió poniendo una combinación de 19 dígitos y más inimaginable fue la cantidad de billetes que había dentro de la misma, tantos que apenas parecía posible que fueran de verdad. Imaginarse de dónde procedería ese dinero, cuántos engaños, mentiras, muertes y delitos lo habrían recaudado era del todo imposible para cualquiera que no fuera aquel hombre, el autor de todo aquello. Cogió una cantidad que superaba el triple que me pagaría Kettleback según sus instrucciones y la metió en un sobre que tenía al lado del dinero para después cerrar una vez más la caja fuerte y acercarse.
—¿Esto es lo que querías, no? —preguntó con una sonrisa casi despectiva. La situación se tornó algo parecida a cuando un niño se queda mirando algo de manera demasiado evidente con intenciones de que algún adulto se dé cuenta y se lo entregue. No respondí a su pregunta, sin embargo, tras coger el sobre, sí que hablé:
—Gracias. Por cierto, no he podido evitar admirar su colección de armas y me... —comencé a decir, pero no me dejó ir más allá.
—Ni lo sueñes, mis armas son de coleccionista, tesoros, mucho más valiosos que tu vida incluso con la calderilla que te he dado. No serán utilizados de ningún modo por un simple mercenario, un sicario. De las armas te encargas tú —dijo cambiando su expresión a una de seriedad y desaprobación. En efecto, me trataba como si fuera un niño estúpido y eso me cabreaba, aunque no sé hasta qué punto se debía al Whiskey. Tras su negativa, me tocó responder a mí.
—Es una lástima, pero... —comencé a decir, pero una vez más, no me dejó terminar.
—Qué, ¿Ya las has tocado? ¿Qué has hecho? Te advierto que tendrás que pagarlo y cada una de esas armas vale muchas vidas importantes. Así que dime qué has hecho —exigió.
—Aún nada —respondí con tranquilidad. Y esta vez fue él el que no llegó a pronunciar la pregunta que deseaba salir de sus labios, ese "¿Aún?"... palabra que nunca llegó a ser pronunciada. Lo detuve de una manera diferente a como lo había hecho él conmigo. Yo utilicé una de sus valiosas armas, clavándosela entre las costillas y profundizando hasta el corazón tras sacarla de la manga de la mano que no sujetaba el sobre, aquella donde tenía escondido un kunai que me había tomado la molestia de coger al pasar por aquella estancia, por ser el arma más versátil y útil que había encontrado. Esta vez me tocó hablar a mí, sin interrupciones—. Siento mucho desobedecerte, pero he pensado que estando muerto, no te importará qué les pase a esas armas y sería una lástima que se desperdiciaran. —El hombre se había quedado petrificado, sus ojos se habían humedecido considerablemente y me miraba consternado, como si no se pudiera creer lo que ocurría. De sus labios salió un débil "¿Por qué?" al que yo estuve encantado de responder, una vez más, sin interrupciones—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando me encontraste? Vine a matarte, me han pagado por ello. También trabajaré para ti, no te preocupes, Kettleback probará el mismo filo que has saboreado tú, y sufrirá, pero tú seguías siendo, también, parte de mi trabajo. Ahora me ocuparé de él —dije con la misma tranquilidad que había mantenido durante toda mi actuación. Nunca llegué a estar seguro de si había escuchado mis palabras, la respuesta a su "¿Por qué?", pero me pareció que sí, porque lo último que vi plasmarse en sus ojos fue una ira que le acompañó hasta la misma muerte.
Cuando perdió la fuerza, se cayó y la hoja se deslizó fuera de su interior, estaba increíblemente afilada, y en efecto, era una gran arma. Pensé en dejarla, no quería nada de él además de lo que me pertenecía por el trabajo que me había encargado, pero aguantarle suponía un plus y como había dicho antes, era una pena que se fuera a desperdiciar. Además, me había pedido sufrimiento, eso no era lo mismo que lo que le había dado a él, lo que le había dado era piedad. Una muerte rápida y sin preámbulos.
La última vez que dirigí la mirada hacia Alexey Ivanov, yacía muerto sobre la cara alfombra beige que cubría parte de su salón y que ahora se iba tiñendo de rojo poco a poco, a medida que la sangre abandonaba su cuerpo y el tejido la absorbía. El filo que se había hendido hasta su corazón ahora estaba teñido de un escarlata no tan brillante como la sangre del suelo, empezaba a secarse; aunque aún podía sentir el potente olor metálico de la sangre, me resultaba extraño, era casi como si pudiera saborearlo y sabía nauseabundo aunque también resultaba reconfortante.
Mientras observaba la escena pasaron por mi mente tanto mis palabras "No soy un sicario" como el lema de la marina, que un día, que ahora veía muy lejano, había pronunciado con un orgullo inexpugnable "Semper fidelis" y me había jurado a mí y a la patria cumplir.
Había incumplido ambas afirmaciones, ahora era un sicario y la palabra fidelidad había dejado de formar parte de mi diccionario desde que le hendí el kunai al hombre que yacía muerto a mi lado. Ya no sería fiel a nadie, porque no había nadie en este mundo que mereciera fidelidad incondicional y, al fin y al cabo, yo ya sólo era un mercenario, un sicario. Mi fidelidad estaría allá donde estuviera el dinero y en ningún otro lado, ya no. Eso es lo que significaba esa arma ensangrentada, y me lo recordaría desde ese momento en adelante.
Fue con ese mismo filo con el que, una semana más tarde, cumplí con mi deber y acabé con Kettleback, tras darle el informe de lo ocurrido y decirle que me había encargado de Alexey. Una vez más, se trataba de un hombre demasiado ingenuo, que pensaba que podía comprar lealtad, que pensaba que yo era un perro al que mandar a buscar su hueso favorito siempre que quisiera; como Andrew Drake, ninguno de los dos había comprendido que lo que compraban era mi arma, no mi fidelidad. Pero el filo del kunai se encargó también de enseñarle cuál era la realidad, irónicamente, también como Alexey, Kettleback me dedicó esa mirada consternada e incrédula y me preguntó la razón de por qué lo hacía. Y de la misma manera que había hecho con Alexey se lo dije, y pude ver igual que en la anterior vez la ira reflejada como último sentimiento en sus ojos. Aunque en ese caso no atravesé su corazón, al fin y al cabo Alexey había pagado por una tortura, así que eso hice.
Lo dejé inconsciente y me las arreglé para llevármelo de entre sus matones. Lo mantuve una semana atado en el sótano de una casa abandonada, a oscuras, sin alimento y con el agua justa para que no muriera pero insuficiente para que se saciara. Jugué con él de maneras horribles que podrían descalificarme como persona, pero puedo afirmar que en ningún momento disfruté. Mi filo le cortó, le mutiló, se hundió y rasgó órganos de manera que no muriera pero sí sufriera, le hizo gritar y suplicar la muerte, hizo parecer a un hombre poderoso un simple desgraciado, pero no fue nada que no me hubiera pagado Alexey, sólo cumplía con mi trabajo, como le repetía una y otra vez a Kettleback cada vez que me suplicaba por su vida. Incluso tras una semana de torturas tenía la intención de salir vivo de esa. Ni siquiera, si no hubiera acabado con su vida al finalizar la semana, lo hubiera hecho, ya estaba demasiado destrozado para ese entonces y mi deber y mi honor estaban impunes, pues había cumplido mi trabajo.
Ciertos hombres podían llegar a parecer poderosos, inalcanzables, podían incluso asemejarse mejores de lo que la mayoría, podían llegar a parecer ajenos a las normas por las que el resto de mortales nos regíamos pero la realidad era que aquel filo era y sería capaz de matar a cualquiera. Y el kunai no era más que una extensión de mi propio cuerpo, un filo frío, inalterable, una herramienta. Eso era yo, eso era Leo Tarstark y ahí estaba mi identidad. Finalmente la había encontrado.
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