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5 DÍAS DESPUÉS
Axel era un niño confuso.
Tan pronto estaba indiferente que inquieto, callado que soltando una metralla de veinte palabras por segundo. Había momentos donde le poseía un letargo o una especie de sonambulismo, se sumaba profundamente en sus cavilaciones, mirando a la nada, o estaba tan abstraído que sus gestos se volvían impersonales.
Supongo que echaba de menos su anterior vida, comiendo de lo que la tierra le ofrecía y acampado en las cientos de hectáreas de roble. Ya le había atrapado en varias ocasiones fisgoneando el bosque tras la ventana de su habitación. U otras veces, se le podía ver caminando con un solo de violín a su alrededor y encapotándose el cielo sobre el que se movía. Incluso había empezado a pedirme que durmiéramos juntos, abrazando su almohada de dinosaurios y culpando a los monstruos de debajo de la cama.
«¡Enhorabuena!», felicité a los señores Rudolph. «¡Acabáis de entregar a vuestro hijo a los brazos del monstruo de Grymbyn! ¡Bienvenido, Axel, a mi apacible foso!».
No era así como se supone que debían acabar las cosas. Cada uno para su casa y, si te he visto, no me acuerdo. Jugar a las casitas con Axel era como jugar con fuego. Y conmigo iba a quemarse en todos los sentidos, ahí estaba el peligro, pues el olor a barbacoa de reno atraía a los buitres de Grymbyn, los quebrantahuesos de Mörkskog, y quién sabe qué aves carroñeras más...
—Entonces, ¿por qué diablos estás cuidando a un niño cargante e insufrible?— se entrometió el duende maligno. —¡Pues ya te lo digo yo! Lo haces porque-
«Porque me da lástima», lo interrumpí.
Sí, lástima, y no pienso edulcorar la palabra para proteger vuestras frágiles sensibilidades. El pequeño Rudolph era otro paria como yo, el Quasimodo de Mörkskog, marginado por los suyos. Nadie se había preocupado por salvarle, ni por protegerle, ni por mirar en su dirección siquiera.
Y yo, a través de mis actos, iba a probar que hubiera dado un paso al frente para defenderme a mí misma, que yo no era como ellos. Acreditaría la humanidad de la que me habían despojado. Les demostraría a todos que la Adeline Leroux de la que hablaban en sus casas ya no existe.
—¿Puedo decir ya la verdad, o vas a seguir divagando en tu complejo de heroína? — escupió la misma voz mezquina. —Debería recordarte a cuando tú-
«Deja de soltar tonterías, duende»
—Ah, ya veo. Vas a estar cortándome para que no me vaya de la lengua frente a tu público, ¿eh? Muy madura.
Bufé. «¿De verdad me va a hablar de madurez una criatura de metro veinte?»
—¡Sí, eso! ¡Tú rétame! ¿Has oído algo sobre mitología? ¿Sabes que los duendes cuando nos enfadamos nos escabullimos en las casas de nuestros enemigos y destrozamos sus objetos más preciados?
¡Bum!
Justo cuando el infame terminó su discurso, se detonó un fuerte alboroto encima de nosotros.
Un grito retumbó por toda la mansión y un objeto no identificado cayó con estrépito en algún lugar del piso de arriba, sin abandonar nunca el sistema auditivo, pidiendo un auxilio eterno. Al ruido de trizas le acompañó una grave y maquiavélica risa. Sabía que no era yo, era el duende maligno, quitándose la chistera y haciendo una pequeña reverencia.
Salté escalones de dos en dos, y pronto de cuatro en cuatro. Una de las habitaciones del pasillo presumía de fulgor con todos sus interruptores encendidos, de la cual oía provenir todo tipo de alaridos y sollozos.
Sintiendo un miedo que jamás admitiría, me asomé tras el marco de la puerta.
—¿Qué sucede?
El pequeño Rudolph estaba de espaldas a mí. Como si estuviese poseído por Belcebú, daba giros irracionales sobre sí mismo y hablaba en un idioma extraño. Se le oía respirar incluso a decámetros de distancia. Las aletas de su nariz se habían dilatado. Sus iris estaban inyectados en rojo sangre, y sus labios se apretaban fuertemente entre sí; tanto que la piel de alrededor lucía un blanco roto antinatural.
Casi igual de roto que el jarrón que descansaba, y no en paz, en el suelo a su lado.
—¡¿QUÉ HAS HECHO?!
Me tapé la boca con horror.
Ahí estaba, la urna cineraria de mi hermano. Pintada en el verde esmeralda de sus ojos, y con un diseño de flores que ya no se distinguía debido a la fractura.
«¡¿Cómo se atrevía a poner sus zarpas en cosas que no eran suyas?!», grité para mis adentros.
«¡Mocoso impresentable! ¡Lo mato, lo mato, lo mato! Que durmiese en su habitación era una mala idea, lo sabía, lo dije, ¿verdad que os lo dije, lectores? ¡¿ENTONCES POR QUÉ DEMONIOS NO ME FRENASTEIS?!»
Me tiré dramáticamente al suelo, recogiendo las cenizas de entre las baldosas y aunándolas en el aire como si ellas fueran Simba y yo, Rafiki el mandril.
Y tal vez fuese cierto que había involucionado al mono, porque mi siguiente movimiento fue abrir la ventana y, así como si fuese arena de playa, las lancé al viento de la tramontana. Junto con mi reflejo atormentado, viéndolas desaparecer al otro lado del cristal.
El cual no era el único material cortante de la sala, y prueba de ello eran las dos rajas horizontales que ahora veía en mis palmas, fruto de estar recolectando añicos del suelo en que se esparcía una víctima. Aunque, ya lo sé, que quizás ésas ni siquiera fuesen sus cenizas, o quizás sí, mezcladas con las de otra persona, o un mueble, o un trozo de papel. Yo solo agarré un puñado desesperado de lo que vi y las proclamé suyas.
—¿Q-Qué? No hice nada. Podría ser...— El pequeño Rudolph corrió al otro lado de la habitación, hacia la puerta. Ambos cruzamos caminos, sin mirarnos, movidos por distintas urgencias. Por el rabillo del ojo, seguía haciendo cosas extrañas, como espiar detrás de la puerta, hurgar entre objetos, contemplar el techo, yendo y saliendo del cuarto.
—Últimamente todo se rompe, sí. ¿Acaso han venido hasta aquí?— murmuraba desde el pasillo.
Varios pasos estrepitosos sonando de fondo hasta entrar de nuevo en la habitación. Sus ojos cubiertos de una pátina húmeda de terror.
—Perdóneme por romper el tussenårvas obsequiado por su varklan, ungdam.— siguió parloteando, mientras que se arrodillaba frente a mí, sin importarle los afilados trozos de cerámica esparcidos por el suelo. —No sé qué ha podido pasar. Sepa que no era mi intención, y que lo lamento a gran proporción. Me poseyó un elakt. Ruego disculpe mi torpeza y osadía.
«¡Bárbaro! ¡No lo disculpo! ¡Arrodíllate más bajo!», exclamé para mí, mientras le abanicaba ridículamente con un trozo de alfarería. «¡Ojalá hubieses sido tú quien se cortase con uno de estos pedazos, desangrándose en el suelo hasta morir entre agonía! Así hubiese aprendido las consecuencias de invadir privacidades»
—No hace falta ponerse así, todos sufrimos accidentes de vez en cuando.— dije en su lugar.
Sin embargo, y como si pudiese oír mis pensamientos, el niño seguía mirándome con ojos de pavor.
—No me va a echar al bosque, ¿cierto?
¿Echarle al bosque? De entre todas mis ideas, ésa sería sin duda la más benevolente. No, yo planeaba torturarle bajo mi techo y exceder su profecía, unir todos los trozos de urna y estrangularle con ella. Si quería comer nieve, estaba de enhorabuena, pues lo haría su cadáver.
Sin embargo, a través de la ventana los halcones peregrinos espiaban críticos mis pensamientos, susurrando las reglas de la maldición, batiendo sus alas en incriminación, y toda aquella escena dejaba de resultar reconfortante para convertirse en absolutamente embarazosa y desagradable.
—Mi madre murió.— interrumpió Axel, sin anestesia ni contexto, mientras se apartaba repentinamente. Decir que la voz le temblaba sería un eufemismo. Sus cuerdas vocales sufrían un seísmo de magnitud entre doce y apocalíptica, y sus ojos estaban abiertos sobremanera.
Parecía tan sorprendido como yo.
—¿Perdona?
—Mi madre murió.— repitió. —La sacrificaron y se hicieron con sus polvos.
—¡Vamos! JAJAJA Vaya plotwist— celebró el duende maligno, entre risas.
Por mi parte, sentí que miles de lanzas se me incrustaban de golpe en el pecho.
¿Cómo había dicho? Muerta, de repente, ¿quién? ¿la madre que le abandonó? Además ya me hablaba de polvos, como las cenizas de una urna rota en el suelo...
¿O acaso los "polvos" hacían referencia a otra cosa?
Las piezas del puzzle seguían encajando entre sí y yo todavía no podía creérmelo. A más decía, más quedaba claro que sus padres eran, realmente, narcotraficantes condecorados. Tanto como para dar su vida por ello.
De fondo, se empezaron a detonar los primeros fuegos artificiales de la Nochevieja, en la elección del peor momento que tanto caracterizaba a Grymbyn.
—¡FELIZ AÑO NUEVO!— gritaban a coro desde la calle.
—Sht que esto se pone interesante.— les regañó el duende maligno.
—Espera, ¿qué?— le agarré del brazo. —¿Sacrificaron? ¿Sacrificaron quiénes?
—Yo... no puedo decirlo, ungdam.
—Necesito saberlo para poder ayudarte.
—No puedo. De verdad no puedo.— el pequeño Rudolph abandonó su impasibilidad para mirarme con repentina agitación, su cara denotando angustia contenida. Incluso sus ojos parecían haberse azulado con la noticia. Entre tanta vorágine de acontecimientos, se me había olvidado que la urna de Steph no era lo único roto en esta habitación.
—Tranquilo, lo entiendo.— susurré, aunque era mentira. —Pero, ¿por qué no me lo dijiste antes?
—No estaba seguro.
—No estabas seguro.— repetí, cero sentido su lógica. —¿Y por qué estás seguro ahora? ¿Cómo sabes que tu madre está... está...?— titubeé. —¡pues muerta, ni más ni menos, descompuesta, fiambre a dos metros bajo tierra!
Ni mi desatino atrevido consiguió inmutarle.
—Me lo dijeron.
—¿Te lo dijeron? ¿Decirte el qué exactamente? ¿"Axel, tu mamá murió, ahora largo de aquí"?— fruncí las cejas con confusión. Esto... era raro. Y no raro de diferente, raro de raro. ¿Por qué este anuncio de repente? ¿Era lo que me contaba verdad, desvaríos del idioma infantil, o más bien no será que se había creado su propia mentira para encajar el abandono?
El pequeño Rudolph me asintió en lo que parecía un acto para darme la razón en mis especulaciones. A diferencia de otros días, hoy no estaba en modo robótico. Tenía la expresión alicaída, los puños apretados, y sus ojos azules zigzagueando entre lo que supuse que eran imágenes terroríficas. Casi parecía culpable, como si hubiese sido él quien hubiese abandonado a sus padres en vez de al revés. O como si me estuviese mintiendo. ¿Lo estaba?
—¿Quién? ¿Quiénes?— insistí, a lo que él me miró inmediatamente después.
—Los klok del Vårsjal. Pero, ¿de verdad puedo decirle eso?
—No es que puedas, es que debes.— me aproveché de su palabrería en voz alta. —¿Quiénes son esos? ¿tus vecinos?
—No.
—Porque hay otras familias como la tuya en el bosque, ¿cierto?
—No.
Alcé las cejas. —¿No? ¿Entonces quiénes? ¿Tus profesores? ¿Se comunicaron tus profesores contigo después de que te echaran?
—No.— dudó. —Sí.
—¿Sí o no?
—Sí.
Había agachado la cabeza, su semblante entristeciéndose, y de nuevo esos ojos azules. Parecían el mar de Botnia. Quedaba claro que lo que permite vislumbrar el océano en este barco son los ojos del reno, no los de ningún buey.
—¿Estás seguro de que eso pasó? Suena extraño.
—No requiero el cadáver ver para estar certero que falleció en punición. Ya no existe conexión.— rebatió, tajante, rotundo. Era la primera vez que me hablaba con tal firmeza.
—No es que no te crea. Discúlpame. Te creo.
Mentira absoluta. Dudaba de todas y cada una de sus palabras. No obstante, necesitaba respuestas de su parte, y no pensaba hacer lo mismo que hicieron conmigo años atrás, e interrogarle insensiblemente, sin nadie que tenga en cuenta tus sentimientos frente a la verdad. Tan sólo tú contra los demás, subido en un Titanic que se derrumba y que carece de violines que te hagan la muerte más amena, ni el compañerismo que presupones de tragedias así. En su lugar, te encuentras a todos los tripulantes a empujones contigo para salvarse primero, dejándote hundirte en el mar. Y yo no quería ser alguien así, que te jura servicio incondicional y luego te empuja al Atlántico desde la proa.
—¿Es esta la pausa para risas?— intervino el duende maligno. —A mí no logras engañarme, Adeline. Te encanta ver a la gente ahogarse. Por eso pasó lo que pasó, no nos olvidemos de que-
—Mi madre también fue asesinada.— le corté, entre bisbiseos, tras reunir un cúmulo de coraje en los pulmones.
Axel alzó deprisa la cabeza.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Tiene que haber una razón?
—¿No la hay?
—La próxima vez no demores tanto en hablarme.— evadí su pregunta, mintiendo con mi mayor sonrisa de hipócrita en la cara. —Si necesitas contarme lo que sea, estoy aquí, ¿vale? Y no importa lo que me digas, yo jamás te juzgaría ni le contaría nada a nadie. A nadie. Te lo prometo.
El pequeño Rudolph levantó su meñique delante de mí, y yo lo miré con incredulidad. ¿Qué, quería sellar el trato como si fuéramos personajes de "Tarta de Fresa"? ¿Qué sentido tenía hacer tratos con quien sabes que los va a romper?
Insegura, levanté mi dedo de la misma manera y lo enganché con el suyo.
Una corriente eléctrica me atravesó la piel para recorrerme el brazo desde la muñeca hasta el hombro, llenándome de energía. ¿Qué rayos...? Me estremecí, observando el enlace de nuestros dedos como si de esa forma pudiera averiguar qué diablos había sido eso. Aunque, en el fondo, fantaseaba con que en un mundo paralelo los juramentos no se transgredieran con tal suma facilidad, sino que fuesen considerados un pacto férreo e indisociable entre ambos, uno cuyo incumplimiento llevara a una muerte cruel y fría.
Aprovechando mi ensimismamiento, el niño se tiró al suelo para tumbarse sobre mis piernas, sin pedir permiso ni tampoco ninguna vergüenza.
—Gracias, ungdam.— sonaba honestamente agradecido. Como decía, idiota perdido. Le revolví el pelo durante un par de minutos, bajo el propósito único de que agachase la cabeza e impedir con ello que siguiese mirándome.
Y así, con su peso apoyado en mí, meñiques enlazados y una nueva almohada personal, Axel se quedó dormido.
Levanté su cuerpo entre mis manos delictivas hasta su cama, lo arropé como siempre, y me senté a contemplar su rostro dormido, igual que los acosadores dementes de las películas.
Los últimos rayos de luz le apuntaban directamente a la cara, dándole un color a su piel que debió haber recuperado en algún momento desde que lo conocí, en un tono tostado mucho más saludable, y tan brillante que parecía absorber la luz del pasillo. Su pelo contrastaba con él a la perfección en ese color castaño oscuro, casi caoba, que se asomaba por debajo de la capucha de aquel abrigo que no abandonaba ni entre sueños. No sé si guardián, pero definitivamente parecía un ángel.
—¡Fuertes declaraciones!
Una sombra agazapada de gato callejero apareció de pronto desde la ventana.
Echado sobre el alféizar, se lamía la pata desinteresadamente, como si llevase ya un buen rato dentro del cuarto, poniendo el oído a lo que decíamos. Su pelaje era de un gris oscuro aterciopelado; su cuerpo, panzurrón, y me miraba altivo desde el otro lado de la habitación. El seguro de la ventana no estaba puesto y el cristal se había abierto en algún momento, con desatención a mi fragmento de urna que actualmente amenazaba como shuriken en su dirección.
—Una pena lo de su marramamadre, el humano es prácticamente un bebé. ¿Cuántos años tiene? ¿cinco?— prosiguió con su entrada triunfal, saltando hacia el suelo para darle un toque acrobático a su discurso y quedar de interesante. Aunque, como estaba tan gordo, el cálculo le traicionó y se estrelló contra uno de los radiadores de la pared.
—¡Mírale! ¡Un niño pequeño e indefenso, que necesita de tu protección! Me pregunto a quién me recuerda...— se rascó la barbilla con la pata, retomando la pasarela hacia nosotros y entre los bordes de la cama.
—No empieces. — susurré, marcando las sílabas.
—¡No me lo digas, no me lo digas! Empezaba por S, ¿verdad? ¿Seth? ¿Steve?
—¡Detente!
—Steph, ¡así era, qué cabeza!— se rio maléficamente. —Si le echas imaginación, hasta sus nombres suenan parecido. Cortos como su vida, y empezando por ese de sepulcro. Dos idénticas gotas de agua.
Se apeó a la cama de un salto, fingiendo gracilidad, aunque en última instancia rebotó de vuelta al suelo. Tuvo que intentarlo dos veces más hasta que al final logró quedar con las cuatro patas sobre el colchón. Y, por si eso no fuera suficiente bochorno, se desparramó acto seguido entre sábanas ajenas, amasándole al niño las mejillas entre sus sucias garras.
—Wow. Mira esta cara. Parece un marramuñeco Nenuco.
—Pst, para ya. ¡Se va a despertar!
Con un oído delante del otro, siguió sobándole a su parecer.
—Ni marcas, ni lunares, ni una pequeña imperfección... Estoy seguro de que si le arañara un poco la cara incluso le dejaría la cicatriz más hermosa del mundo miau.
—¡Ni si te ocurra hacerle daño!
—¿Yo a él?— soltó una carcajada. —¿No será él a mí? Porque se le ve capaz. Hay algo en este niño que... ¡me asusta!
—Ya deja de vacilar.
—¿No estás de acuerdo conmigo miau?
En respuesta, le di una última mirada reprobatoria antes de darme la vuelta.
—¡AAAHHHHH!— empezó a alaridar a mis espaldas. Sabía que no era por mi rechazo. Detrás de mí, Su Majestad Gatuna se encontraba repentinamente tirado en el suelo y en posición de ataque. Todos sus pelos se habían puesto de punta. —¡Humanos inútiles con sus inventos estúpidos!
—Tú, ¿qué? ¿Qué te sucede ahora?
—¿Qué sucede? ¿Tú has probado a tocar la bola ésa? ¡Me ha abrasado la piel! Humanos idiotas... Muy brillante y espectacular, pero al más mininomísimo molecular roce pata con pata hace: ¡Fuh! ¡Súpersayan! ¡Ataque de collar milenario! E ignición instantánea. ¿Te lo puedes creer? ¡Por Garfield, mira mi pata!
Hablaba tan rápido que parecía un tren descarrilado, arrollándome con su premura. Me tomó varios segundos procesar su galimatías y percatarme de que, con su garra, señalaba al colgante arcaico mega-lujoso del niño.
No había vuelto a ver aquella pieza de bisutería desde que conocí al niño en medio de la calle, sepultado entre sus harapos. La alhaja no era exactamente una esfera, como clamó Su Majestad Gatuna, sino el de una luna tan creciente que se acercaba a la luna llena.
—¡¿Le has sacado el collar del jersey?!
—¿Eso es lo que te importa? ¡Estoy marramamalherido! ¡No tienes corazón!
Levantó su pata para evidenciar sus palabras. Efectivamente, había toda una quemadura cubriendo las almohadillas de sus patas, aunque claro, ¿podía uno fiarse de un animal fantasma, capaz de moldear su imagen a conveniencia?
—¿No me crees? ¡¿No me crees?! Pues muy bien hecho porque pienso seguir mintiéndote a futuro.— orgulloso, batió la cola de un lado al otro, barriendo los desechos de la urna de mi hermano. A eso se dedicaba siempre, a restregarme su muerte. —Aunque que sepas que esto es discriminación gatuna y pienso denunciarte a la Seguridad Social.
En aquel ínterin, el medallón del niño, en apoyo a su testimonio, o quizás ofendido por su comentario, no sé, abandonó repentinamente su pasividad para desprender un fogonazo de luz azul, uno tan claro y tan cegador que no me quedó otra opción más que apartar la mirada.
—¡Alucina felina!— silbó Su Majestad Gatuna.
Por mi parte, me había quedado del color de una hoja de papel.
Ni siquiera me atreví a parpadear, por miedo a que las partículas azules que flotaban en el aire pudieran desaparecer junto con las cenizas, el gato, los niños, y mi sentido común.
Aunque eso ni siquiera era lo peor de la escena. Fue en el momento en que mi atención cayó a mis propias manos que al fin me di de cuenta de que no sólo habían aparecido heridas en las patas de Su Majestad Gatuna; sino que había algo más.
Las mías habían desaparecido completamente.
Sin cicatrices.
Como si no hubieran existido en primer lugar.
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