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Hacía demasiado frío incluso para Laponia.

El Sol de invierno se ocultaba incómodo entre las nubes porque aquella no era su estación, y la luna seguía clavada en el cielo, retándole airosa. Los gigantes abedules se cubrían de nieve al punto de parecer cristalizados, encerrados en ostentosas vitrinas, y los gorriones componían su propio musical sobre el extraño ambiente que había. 

—Estoy confiando en tu guía.— le recordé al pequeño Rudolph. —No me defraudes.

Era cierto. Los planes habían dejado de encubrirse, las píldoras azucaradas se habían disuelto, y yo estaba aquí, siguiéndole ciegamente adonde fuera que tanto quería ir.

«¡Pero eso no quiere decir que él tuviese las riendas de la situación!», enfaticé para mí. «¡En esta jerarquía yo estoy en una posición muy superior a la de este discípulo de parvulario! ¡Que quede bien claro!»

—Me queda claro.— aseguró el niño, sin mirarme, como si se estuviese burlando de mis recelos. 

Siempre sentí que fingía una fachada de bondadoso, desde la misma noche en que lo conocí, la de Navidad. Cuando tendría que haber echado a un niño de mi mansión, pero terminé metiendo a otro distinto. Cuando tendría que haber estado con el niño de mis ojos, y acabé engañada por el niño de ojos ultradimensionales. Tenía algo de gracia. De hecho, ahora no dejaba de ver el cómico paralelismo entre esta situación y otras muchas que se habían dado antes. Con dos ayudas aparentemente iguales, dos chicas aparentemente iguales y dos niños aparentemente iguales.

El problema estaba en que no era la única en verlo.

—¡Sht, mira, mira!

—¿Qué hace ese niño con ella?

—¡Es cierto lo que decían!

—Adeline Leroux va por la calle, acompañada de un niño.

—¿Quién es él?

—¿Qué hacen juntos?

—¿Su nueva víctima?

Cada lugar por el que caminábamos se iba convirtiendo rápidamente en la comidilla del pueblo y portada de revista posterior a un escándalo, envolviéndonos en una brisa de jadeos y cuchicheos. Todo aldeano a veinte metros mantenía su vista fija en nuestra dirección, nos examinaban con sus indiscretos prismáticos y construían sus historias ficticias con las plumas de aves carroñeras, al acecho de la explicación más rocambolesca.

—La vieron con un niño hace dos días, ¿será él?

—Dicen que ella iba agarrándole del pelo y gritándole.

—Él tenía moretones en los brazos. Caminaba raro.

—E iba pidiendo auxilio.

—Todo justo la noche de Navidad.

—¡¿Navidad?!— gritó una. —¡No puede ser, igual que-!

—Calla, que te va a oír.

—¡Pues que me oiga! 

—¿Deberíamos rescatarle?

—¡Ni se te ocurra! La maldición...

—Lo sé, pero es sólo un niño. ¿Y si acaba como el pequeño de los Leroux?

—¿Te refieres a muerto o a tonto?

Aquello fue la gota que colmó al vaso. 

Giré la cabeza hacia las difusoras de esa conversación, lo que cortó inmediatamente sus risas malévolas para activar en ellas lo contrario: jadeos de terror, pasos hacia detrás, tropiezos.¿Quiénes eran? No lo sé. No me importa. Tan sólo dos de los cientos profesionales en lanzar dardos de veneno contra la diana de los Leroux. 

Y es que, si había un deporte estrella en las Olimpiadas de Grymbyn, ése era sin duda el de despellejarnos a mí y a mi familia.


** 4 de octubre de 1998. Instituto de Educación Secundaria, Grymbyn.

No todos los monstruos son criaturas de la noche. Los monstruos también pueden ser personas de carne y hueso, que usan el mismo idioma, los mismos colegios y las mismas calles que tú. Hijos de alguien, hijos de los hijos de alguien. Niños incluso. Todos con cara inocente y palabras amables, pero sólo para emplear entre ellos. 

Porque contigo no son así. Contigo tienen una sonrisa déspota dibujada en sus labios, y te miran fríamente; desestimándote, repudiándote, burlándose de ti. A cada paso que daba, era acompañada por sus tenebrosas pupilas. El aire se tensaba. Bocas murmuraban destructivamente.

—Ungdam, déjeme besarle los pies.— Un adolescente se arrodillaba en la acera frente a su amigo, que fingía mirarle por encima del hombro y entre exageradas muecas de prepotencia.

—Los pies de plebeyo son demasiado sucios para el gusto de su señoría estirada.

—¿Debería limpiárselos con una de mis toallas de seda, entonces?

—Que lo haga el mayordomo, querida, que para eso le paga la familia su miseria.

—Mayordomo, mayordomo— chasqueó la lengua. —¿Te puedes creer que se tarde más de tres segundos?

—¡Una infamia!

—¿Qué hacemos? ¿le perdonamos la vida jujú?

—Decapitémoslo jujú.

De forma completamente bochornosa, empezaron a hacer saludos de reina a un público invisible, riéndose con una mano vertical sobre la boca, y reproduciendo con sus móviles el Cello Suite Nº1 de Bach.

—¡¿Cómo fue el soborno con el director, ungdam?!— anuncia a gritos el siguiente correveidile.

—¡¿Piensa dar la cara tu hermano algún día?!

¡¿o vais a meterle un algodón más?!

¡Los Leroux ya no tienen honor! ¡Grymbyn acabará con el opresor!

No era la primera vez que me convertía en el centro de atención. Para ellos, mis padres siempre serían la bruja de Blancanieves, mi hermano se había granjeado su fama de miserable, y yo, ¡oh yo! ¡la niña nacida entre cunas de oro y delirios de grandeza! ¡Mimada! ¡Prepotente! 

Nacer entre la alta sociedad hace que las personas te miren como si tuvieras sangre azul y que te juzguen sin compasión ni conocimiento. Todos me habían tachado de privilegiada en el silogismo de que, por tener más dinero, tenía que ser entonces más feliz que ellos, con una vida injustamente más sencilla y menos sufrida. 

¿Les contradecí yo alguna vez? En absoluto. Y es que, en el fondo, esa chica poderosa e insensible que habían creado en sus cabezas, a la que todos los desprecios se le resbalan y a la que una región de la sociedad respeta, valora, e incluso admira, a pesar de que fuera una imagen arrogante y vomitiva, era una versión de mí misma mucho mejor que la real. La marginada y trastornada. Prefiero ser mala, verme mala, sentirme mala, que ser una mierda sin importancia. 

"Total, los amigos no existen" , me decía a mí misma."Mejor sola que mal acompañada" "¡¡Yo soy quien no quiere estar con gente de tan baja categoría!!"

Una lágrima traicionera me recorrió la mejilla. 

Tan sólo quería que alguien me quisiera, ¿era mucho pedir? Tan sólo una mirada agradable, un beneficio de la duda, y, como Campanilla, ser resguardada por los miles de cánticos que aclamaban confiar en ti: Yo creo en las hadas, yo creo, sí creo...!". Así hasta hacerte renacer. 

Pero yo no era Campanilla, ni tampoco había ningún Peter Pan a mi lado. En el mundo real "El País de Nunca Jamás" hacía alusión a "¡Nunca jamás te acerques a nosotros!". En el mundo real, sus miradas seguían siendo torcidas, macabras. Casi podía sentirlas físicamente. Empuñaban sus armas, canturreaban mi nombre a coro. Pero no al estilo de Nunca Jamás, sino como los fantasmas de la ópera:

"Yo creo en las brujas, yo creo, sí creo..."

"Yo creo en su destrucción, yo creo, sí creo..."

"Yo creo en su muerte, yo creo, sí creo..."

** 


Al tercer jadeo reaccioné.

Los aldeanos de Grymbyn seguían mirándome con juicio. Los del presente, uniéndose a sus verdugas versiones de antaño. El pequeño Rudolph permanecía a mi lado todavía; aunque más próximo que antes, tanto que se chocaba contra mi pierna en el intento de esconderse tras ella. Sus pasos se habían vuelto torpes, sus ojos examinaban las personas alrededor, y su rostro reflejaba entre curiosidad y pavor, moviéndose de izquierda a derecha como si presintiera un ataque en la retaguardia. 

¿Habría oído él también las conversaciones? ¿Sabría ahora quién era yo: una absoluta marginada, la mala de la historia, la que le había vendido a esta situación? Por la forma en la que se resguardaba en mi chaqueta, todo apuntaba a que no. Algunos le tildarían de ingenuo...

A mi parecer, este niño era tonto. Extremadamente tonto.

Tanto que no podía creerme que fuera un ángel custodio. Parecía algo inimaginable, tener esa cantidad de poder siendo un niño tan pequeño y tan indefenso... Pero no lo era, ¿verdad? Si algo había aprendido en la vida es que las apariencias engañan, que muchas veces es quien más parece el bueno de la película, ése que, mírale, si no puede ni alzarle la voz a una mosca, el que de repente ¡tachán! acaba siendo el asesino en serie más sanguinario. Y estaba harta de los lobos con piel de cordero. O, más bien, de los osos hipócritas con piel de reno... ese reno navideño que el niño aparentaba; uno incapaz de poner a los elementos de la naturaleza en mi contra, no suspicaz, no agazapado entre los árboles, sino afable a la gente. Auténtico. Inofensivo. ¡Todo mentira!

—¿Adónde estamos yendo?— le pregunté a Axel, apretándole la mano.

—Mmmm— murmuró. Sus nudillos se sacudían como si quisiese un espacio que no iba a darle. —¿Conoces el edificio grande con rejas? Papá quedó ahí conmigo.

Frené en seco, petrificada.

—¿Rejas? ¿Qué rejas?— balbuceé. —¿Adónde me estás llevando?

—Ya queda poco.

Eso fue lo que aseguró, pero cada vez nos alejábamos más y más. 

Las veredas se iban desertizando a cada paso. Los jardines aparecían cada vez más descuidados, húmedos con el efecto del rocío, y el verde ya no parecía verde. Poco a poco, las calles se habían ido convirtiendo en un cubo de basura gigante antagónico a la escasez demográfica, donde los muros sólo tenían piedra, el suelo era puro barro, y no me sorprendería si nos encontráramos un túnel secreto debajo de las calles, como en la Edad Media. 

—Este barrio era un refugio durante la Primera Guerra Mundial.— puntualizó Axel de pronto.

—¿Cómo lo sabes? 

—Mi madre me lo contó. Ella estuvo en ese momento, ayudó a construir el pavimento.— contestó con orgullo; a lo que yo no pude hacer otra cosa más que reírme falsamente de las estupideces de mi ilegal guía turística, un niño de cinco años. Todavía me preguntaba cómo pudieron ponerle de patitas en la calle. Concretamente de cuatro patitas, como el osezno que supusieron que era, abandonándole a su suerte y dándole por muerto. 

Porque muy probablemente lo estaría...

Dubitativa, le miré de reojo. —Oye, Axel, ¿qué fue lo que pasó con tus padres? Sigo sin entenderlo. ¿Por qué te dijeron que te fueras de casa? 

Nada más acabar la pregunta, un relámpago atravesó el cielo. 

Su mano sufrió un espasmo entre la mía. Uno de nuestros zapatos pisó una rama del suelo, rompiendo el silencio, y su espalda se tensó. Apurada, traté de crear contacto visual con él, pero sus ojos estaban esquivándome como si fuesen misiles.

Había algo en él que era... extraño. Extraño en el mal sentido. No lo sé.

—Ummm— balbuceó, todavía sin mirarme. Su cabeza se movía de un lado al otro, como si buscase una escapatoria, y los hombros se le encogieron instintivamente. —Creo que no puedo decírselo a ungdam.

—¿No puedes decírmelo?

Negó con la cabeza y yo suspiré, agotada de todas su reglas ridículas que no entendía.

—¿Por qué no?

—Está...— comenzó, entre susurros. —Está prohibido.

—¿Cómo? ¿por qué?— insistí. — ¿Es que acaso confundiste a un animal con un monstruo? ¿O qué fue aquello que hiciste que no tiene perdón?

—¿Monstruo?

—O te adentraste en Grymbyn por error y, como estaba prohibido, te desterraron.

—No, no, no es eso, yo- 

—Transgrediste una norma.

Su rostro se volvió rápidamente hacia mí. —¿Ungdam también lo piensa?

«Bingo»

—¿Quién más lo piensa?

—Yo no transgredí ninguna regla.— aclaró en un volumen más alto, y yo sonreí en triunfo. Era la primera vez que aquel niño me hablaba con seriedad. La voz se le había engravecido dos tonos, no titubeaba, y sus palabras habían sonado en el límite entre el "casi" y el "del todo" defensivas. 

—¿Seguro? ¿No habrás comunicado con un monstruo cuando no debías?

—No sé lo que es un monstruo.

—No te hagas el tonto. Hablo de las bestias peludas de los cuentos, con garras y muchos dientes. Atacan a los humanos por la noche.

—¿Varulven?— inspiró sonoramente. —¿Cómo sabes que pacté con un varulv? ¿Usas telepatía?

—Espera, ¿pactaste con ellos?

—Bueno, más o menos, lo que pasó fue que- empezó a narrar. Sin embargo, su voz había quedado de fondo en mis oídos, como embotellada, estando sin acabar de estar.

—Dejaste escapar a un monstruo.— le interrumpí, sonando tan alarmada como me sentía. Los ángeles custodios habían metido la patada, al fin entendía lo sucedido, habían cometido una negligencia crucial en sus labores; una que debían llevarse consigo a la tumba y, por eso, en honor a su mafia con alas, prefirieron dejar morir a un niño.  —¡Hay un monstruo fuera del bosque!

En mi interior, cientos de mini Adelines chillaban despavoridas, corriendo en zigzags, y apretando frenéticamente el botón rojo de las emergencias. 

Me agaché frente al pequeño inepto Rudolph, maldiciéndole en bergslagsmål, gutniska, y todos los dialectos que se me ocurrieron.

—Axel, escúchame bien.— le enuncié, despacio. —Si hay un monstruo fuera de Mörkskog, ¿qué hacen los ángeles guardianes? ¿Cuál es el protocolo?

—¿Los ángeles guardianes?— repitió.

—Sí.

Hubo un silencio de varios segundos. Él no hacía más que parpadear.

—Estoy perdido, lo siento. ¿Quiénes son esos?

—Bueno, no sé cómo os llamáis entre vosotros, pero ése es vuestro nombre en Grymbyn.

Vi por el rabillo del ojo cómo el niño derrapaba entre piruetas de dibujo animado hasta caer sobre la tierra helada. Su rostro era la máxima exponencia de la estupefacción: boca abierta, cejas elevadas en un arco, y los ojos se le salían de las cuencas.

—¿Sabéis... sobre nosotros?

No pude evitar sonreír con burla. «Los grandes y poderosos ángeles custodios, no sólo omnipotentes, sino también humildes. ¡Cómo no! ¡Un carácter heroico que no podía faltar en tales ídolos pluscuamperfectos!»

—Sabemos que alejáis a los monstruos de Grymbyn.

—Pero no somos nosotros quienes les ahuyentan.— rebatió. —Ellos no buscan salir por su cuenta.

Solté una risa ante su chiste. 

—No es necesario que mientas. Soy conocedora de todo con respecto a vuestra clase, incluido que podéis paralizarlos con vuestros... ¿cómo los llamáis? ¿poderes oculares?

—Yo no tengo poderes, ungdam.

—Vale, claro.— ironicé.

—Nadie puede paralizarlos. Salen si quieren.

—Sí, ¿y qué más?

—No bromeo. Nosotros nos ocultamos de ellos.

«Eso no tiene ni pies ni cabeza, pequeño Rudolph», entorné los ojos. ¿Por qué habría el gato de esconderse del ratón, el pelícano del arenque, o la ballena del plancton?

—¿Ungdam?— me llamó, preocupado. —No te asustes. Los varulven son libres, pero no te harán daño, lo juro. No van a lastimar.

«¿Crees que voy a encontrar seguridad en las palabras de un niño de cinco años?», pensé para mí.

Cerré los ojos y conté hasta veinte, en francés, por si tenía más efecto calmarse en otro idioma. Sin embargo, el pequeño Rudolph interrumpió mi ritual.

—Mira el cielo.— avanzó hacia mí, levantando el dedo índice frente a su cara.

—Oye, no estoy para más mierdas, de verdad, suficiente me estoy contenien-

—Mira el cielo, ungdam. ¿Qué no ves?— Crucé los brazos en desacuerdo. No era momento de avistar constelaciones como si fuéramos los boy scouts de Memolandia. Había monstruos allá fuera y, por si no lo sabía, pasan por encima de los repelentes de mosquito, los nudos corredizos, y toda estúpida insignia de valentía. —No hay luna llena.— clarificó.

—¿Y?

—Si no se ve luna llena, el lobo no luce su melena.

—Muy bonito. ¿Es eso algún tipo de refrán?

—Sin luna llena, los licántropos no pueden transformarse en lobos.

—Cierto, pero una cosa es un licántropo y otra es un monstruo.

Su cabeza se giró hacia mí, las cejas frunciéndose al punto de fusionarse.

—¿No hablamos de licántropos?

—¿Tú te referías a los licántropos?

—¿A qué te referías tú?

—Monstruos.— abrí las manos en obviedad. —¡Monstruos! Esto es ridículo.— suspiré.

El niño me miraba con un apuro mal disimulado. De nuevo se le activaba esa cara alarmada, tal y como si en su cuerpo se estuviera activando el instinto de supervivencia más primitivo que uno pudiera poseer. Fue en ese momento que se me desprendieron las escamas de los ojos que me volvían ciega.

Todo habían sido fantasías, ¿no es así? La tan aclamada bruja había caído en las falsas y tontas supersticiones de las abuelas de Grymbyn. ¿No era gracioso? Si es que, por mucho que nos las hiciéramos de casta superior e intelectual, al final las señoronas de París acababan siempre vestidas de campesinas, cultivando patatas, y abrazando corderos de manera ridícula.

—Ridícula tú, que sigues asustada de acercarte a Mörkskog aun habiéndolo revelado como el corral de comedias de Grymbyn.

—Entonces tus padres no tienen ojos de color amarillo, ¿verdad?— solté al fin.

El niño no dudó ni un segundo.

—No.

—Ni hay tampoco otro tipo de criaturas asesinas, muy grandes y negras.

—No sé. No que yo sepa.

—Los ángeles custodios no existen.

De nuevo, negó, y yo me abofeteé a mí misma en la mejilla, a pesar de lo raro que habría quedado eso frente al pequeño Rudolph. El aire entre nosotros se había vuelto tan pesado que podía cortarse; y, si existiesen, casi habría pasado un ángel entre nosotros. No obstante el niño caminaba ignorante, silbando melodías celtas y girando inesperadamente de la carretera hacia uno de los senderos aislados que bordeaban el bosque, como si quisiera pescar un atajo. Maravilloso. Ahora el camino era angosto y en cuesta, impracticable para cualquier vehículo. Apenas estaba señalizado, y se pavimentaba por una delgada capa de piedra y nieve cuajada que resultaba de todo menos fiable. 

A estas alturas, el pueblo ya quedaba diminuto a nuestras espaldas; todos sus habitantes hipócritas, sus supersticiones ridículas, y sus montañas alpinas, que en este punto ya parecían juguetes del Imaginarium. No obstante, Mörkskog se acercaba como en amenaza: el viento volviéndose más frío, el cielo ennegreciéndose, y las raíces de los abedules serpenteaban por el suelo en espirales, tal que si fuesen trampas mortales con las que rebanarnos el cuello. Y aquí estaba yo, pisando su terreno vedado y trayendo de vuelta al viejo enemigo de los ángeles custodios; de forma que no solo consigamos que me amplíen la maldición, también que nos avasallen con sus rayos láser pupilares hasta convertirnos en abono para la tierra de Mörkskog.

Ajusté mi bolsa al hombro. Iba a regalársela a Axel, junto al abrigo de oso, varios tarros de mermelada y una Glock 17, la cual ya empezaba a rebuscar desesperadamente. 

El mal augurio acechaba. Inclusive yo, que era un tiburón, podía oler mi propio miedo.

—Si nada de la leyenda existe... entonces ¿por qué te echaron?

—Prohibido.— replicó en voz baja. Tenía el índice frente a la boca instándome a susurrar.

—Prohibido, cierto.— rectifiqué, sin cambiar el volumen de mi voz, porque a mí nadie me mandaba y mucho menos el híbrido entre Ethan Hunt y un minimoy.  —¿Pero cómo llegaste del bosque hasta donde nos encontramos? Eso puedes decírmelo, ¿no?

Se encogió de hombros. —No sé cómo. Estuve andando.

—¿De verdad? ¿Todo este tramo?— objeté, mientras señalaba la caballería de pinos frente a nosotros. Axel posó sus ojos en la dirección que le indicaba, pero claramente no veía lo que yo veía. Ni los monstruos, ni los cadáveres, ni el laberinto del terror. 

Inclusive él mismo contaba con los dedos todos sus peligros, mientras miraba al cielo en búsqueda de una inspiración divina.

—Tuve un lapso de cuatro soles.— murmuró de pronto.

—¿Perdón?

—Tuve mucho tiempo.— aclaró. —Salió el Sol cuatro veces hasta que vi a ungdam.

Di tal frenazo que derrapé.

Espera. ¿Qué?

¡¿Estuvo cinco días a la intemperie por su cuenta?! 

¿Dónde había dormido en ese tiempo? ¿De qué se había alimentado? ¡¿Se había siquiera alimentado?!

Fue un choque de tal magnitud que tuve que sentarme en el banco. O puede que no fuese un banco, yo simplemente estaba más centrada en otras cosas. 

Como en el enorme recinto que apareció frente a mí tras moverme, protegido por la bárbara vegetación de Mörkskog y por una cerca de hierro que lo rodeaba de una manera escalofriante.

"...Vamos a un edificio grande con rejas..."

Ahí estaba, justo en frente de mis ojos, el "edificio grande con rejas". 

Supe bien lo que era.

Un orfanato.




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