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Abrí los ojos, respirando irregularmente.

Un sudor frío me cubría la piel. Mis piernas se sacudían involuntariamente. Los pájaros me cantaban a través de la ventana su marcha fúnebre, vestidos con esmóquines negros, velos de rejilla y pamelas de ala curvada. Subidos a las copas de los árboles, hoy parecían más cerca que de costumbre, piando con fuerza, como si quisieran despertarme por algún motivo. No sé de qué querrían advertirme, pero debía ser importante, porque con sus coros habían logrado atravesar las paredes insonorizadas de la mansión más resguardada de toda Suecia. Por algo nos llaman "La Casa Blanca de Escandinavia". Y es que el palacio de los Leroux esconde los secretos sucios de medio país, y necesita estar sellado bajo siete llaves para ser seguro. Ya lo decía mi madre: «Lo que ocurre aquí dentro se queda aquí dentro; y lo que se oye en los pasillos, se lo guarda uno para sí. Hablar es peligroso, y no quieres que nadie sufra, ¿verdad Adeline?»

«Por supuesto que no, madre» recalqué, tanto para ella como para mí misma. «Aunque ahora por tu culpa todo el mundo cree lo contrario»

¡Que no cunda el pánico en el Más Allá! Los únicos que quedábamos de esta secta éramos las paredes de este edificio y yo, y ninguno de los dos podíamos hablar, así que nadie iba a morir dos veces. Ni siquiera cuando os empeñáis en enviarme niños y niños y niños...

«¡Coño! ¡El niño!»

Me despegué de las sábanas a base de impetuosas patadas. ¿Cómo pude haberme olvidado? Salté como un resorte fuera de la cama y salí apresurada de la habitación, corriendo a mata caballo por el pasillo. Todo lo que podía ver era la pared final, la cual se iba alejando y alejando hasta volverse interminable. Corría, pero no llegaba a ninguna parte. Me movía, pero no avanzaba. Y, mientras, llamaradas de fuego salían a bocajarro por mi cuerpo, fundiendo este enorme iceberg de edificio hasta hacerlo arder. Las brasas cubriendo cada viga. Las voces de pánico chillándome en la oreja. Cadáveres lloviendo del techo. Una sombra me interceptaba el paso, colocada de brazos cruzados en medio del pasillo.

Me quedé de piedra. Se trataba de una enorme bola de fuego, con la forma de una persona, pero sin ser una persona exactamente. Sus ojos se formaban en base al negro absoluto, creando dos filamentos en forma de media luna que proyectaban indiscretamente su odio hacia mí. Su cabello eran ascuas de tonos cambiantes entre el amarillo y el rojo intenso; mientras que su figura parecía la silueta de un hombre, o incluso un titán, pero uno oscuro, despiadado, cuyas luces y sombras jugaban entre sí para formar un rostro humano. Casi parecía ser mi propio reflejo... O tal vez el duende maligno, igual de acusador que siempre y al cual habían logrado sacar del plano de mi consciencia para poder lanzarme a la pira. Porque tened claro que los duendes no son como los que nos muestran en televisión. No son ni verdes, ni pequeños, ni mucho menos adorables, no. Son exactamente así: Rojos y malévolos.

—¡N-No me hagas daño, por favor!— rogué, pero lo veía en sus ojos. Quería matarme. Por eso su cuerpo estaba construyendo pisos y pisos de fuego sobre sí mismo, alcanzando cada vez más altura a la par que yo alcanzaba más y más grados de pánico. —¡Ayuda! ¡Alguien!

Que grites será en vano. Nadie vendrá a auxiliar a un monstruo.— aseguró la criatura, en una voz tan profunda que hizo retumbar el suelo. —¡Has de morir! ¡Sólo se saldarán cuentas si mueres!

Me deslicé por la pared hasta caer justo donde él me quería: De rodillas, como un insecto insignificante.

No puedes matarme.— me convencí. —No existes.

La criatura gigante empezó a lanzar chispas por el pasillo, como si mis palabras fuesen el mayor agravio en el reino de las pesadillas de fuego. Su piel se calcinaba con su propia hoguera para regenerarse acto seguido, en un bucle macabro, torciéndose en maniobras imposibles para los huesos humanos y recolocándose de tal modo que lo que al principio sólo era una silueta difusa empezó a tomar una forma nítida. Su verdadera forma.

Rápidamente la identifiqué, y no pude hacer otra cosa que jadear. Mi espalda chocó contra la pared. Puede que gritase.

Era el niño de ayer. El pequeño Rudolph.

Sus ojos no miraban hacia ninguna parte. Tenía una expresión paralizada y un cuerpo tan inmóvil que parecían haberle extirpado su alma para dejar de él sólo la cáscara, igual que un muñeco de madera. Llevaba tanto la misma ropa como el mismo sonrojo en las mejillas que la primera vez que le conocí; salvo que esta vez no era el miedo el que lo causaba, sino el fuego que bailaba alrededor de él, pues los muñecos prenden rápido, ya sean de madera o no.

—¿Sorprendida? Yo también lo estoy.— habló de pronto. Los vellos se me pusieron de punta. Sus palabras eran provocadoras, pero el tono de su voz era completamente neutro y robótico, casi muerto. —¿Qué te parece que viva contigo? ¿Las llamas me sientan bien?

Di varios pasos hacia atrás, noqueada por sus preguntas.

—No, yo no busco...

—¿Hacerme daño? Entonces explícame por qué estoy así. 

En vez de argumentarle, una llamarada salió de mis manos hacia su corazón, avivando el fuego que le consumía. 

Jadeé en horror.

—Siempre pienso cosas que realmente no quiero. No es real.

Tch. Tch.— chasqueó la lengua, mientras negaba con la cabeza. —Las excusas no van para mí. Van para él.

Un foco anónimo apuntó hacia la habitación ubicada entre nosotros; en cuyo interior se debía encontrar el pequeño Rudolph, el real, que en algún momento desconocido había empezado a gritar en agonía desde el otro lado. 

El Axel de fuego sonrió.

¡Pasa! ¡Mira por ti misma lo que provocas!

Todavía sonriendo, el falso Rudolph dio un paso atrás para evitar bloquearme. Y yo, como movida por un titiritero, le hice caso al Gormiti gigante y me coloqué frente a la puerta que me indicaba; desde donde volví a oír los mismos alaridos, fuertes y claros, atravesar el espacio que nos separaba a ambos. 

Haciendo acopio de valentía, giré el pomo y dejé que las bisagras hicieran lo suyo. Con la puerta uniéndose a los chillidos del interior a medida que me iba adentrando, igual que en una película de terror. ¡Qué divertido! Una estela de luz entró en la oscuridad del cuarto, encontrándome proyectado en el suelo al mayor despreciable rufián: 

Mi propia sombra. 

El único monstruo que quedaba en escena. Pues dentro de la habitación ya no había ni fuego, ni humo, ni niños invisibles, ni absolutamente nada. Todo estaba en silencio y en un perfecto estado que jamás había lucido tan perfecto; desde los ácaros que volaban por las estanterías hasta la cama vacía e impoluta que se postraba ante mí... ¡Espera, no! Vacía, no. Aquella mañana sí que había un bulto en el edredón. En la cama había un niño, un niño de verdad, retorciéndose violentamente entre las sábanas y soltando balbuceos incoherentes. Tenía lágrimas corriendo por sus mejillas, sus manos se apretaban contra el edredón como si fuera una camisa de fuerza, y su rostro se contraía en muecas de sufrimiento. Sin embargo, no te ilusiones Adeline, porque a pesar de ser visible y tangible, aquel niño que veías encima de su cama sólo era un impostor que intentaba engañarte. Un sucio fraude. Él ya no estaba aquí y no ibas a volver a encontrártelo más; por mucho que ello te doliera, quemara y agujereara por dentro.

—Axel— susurré, mientras me acuclillaba frente al somier, a su altura. —Despierta.

Como siguiendo mis órdenes, el niño abrió los ojos de golpe.

No me dio tiempo a procesarlo. Sus pupilas se dirigieron rápidamente hacia mí, dilatándose en pánico. En cuestión de milésimas, su cuerpo había dejado de sacudirse, su boca ya no gritaba, y ahora me amenazaba con un barrote que había arrancado repentinamente del cabecero de la cama. 

—No te alarmes. Soy yo.— le intenté tranquilizar, pero no me respondió. Ni siquiera me miraba. Tan sólo se quedó ahí, con su pecho subiendo y bajando más rápido de lo usual, su mirada perdida en algún punto del colchón, y sujetando el garrote que ¡oh, sorpresa! seguía a milímetros de aplastarme el lóbulo parietal.

—N-No comunica conmigo.— balbuceó, con voz inestable. — Y yo tampoco pu-puedo. Tal vez... Tal vez sigo bloqueado. Quizá ella...

—Shhhh— le susurré. — Fue sólo una pesadilla. Estás a salvo.

—No. No. Tengo que volver.

Aquello llamó mi atención. 

—¿Volver adónde?

Esperé por una respuesta, pero parece que habíamos vuelto al punto de qué-interesante-es-el-colchón. Su espalda estaba tan erguida que parecía ir a partirse, y sus manos agarraban las sábanas con tal fuerza que sus nudillos palidecieron.

—Tengo que volver.— repitió.

—Axel. Escúchame.— zarandeé su mano para llamar su atención hacia mí. —¿Me escuchas?

Claramente no lo hacía, y de seguro era porque estaba llegando a las mismas conclusiones sobre mí de su clon incinerado. Había que ser realistas. No era la misma situación ahora que ayer que estaba muerto del miedo y se habría lanzado a los brazos hasta de una piedra... ¿O es que no iba a correr despavorido ahora que estaba en sus cinco sentidos?

Asintió con timidez. Y yo sonreí para mis adentros, preguntándome a cuál de las dos preguntas habría respondido: a la que había dicho en voz alta, o a la que no

Tal vez fue esa culpa de llegar a decepcionarle con mi verdadero rostro la que me impulsó a buscar a toda costa un afecto por su parte. O quizá fue su gran parecido con él, no lo sé, pero algo en la presencia de este niño me llevó a hacer lo que hice: Enloquecer. Por eso, antes de que sus piernas dieran un paso más lejos, lo llamé... lo llamé por un nombre que no era el suyo. Me estaba obsesionado. Cada vez que lo miraba, me inundaba el remordimiento y tenía la necesidad de hacer que me perdonara, que no se marchase de mi lado.

«Míralo bien», me dije. «No son la misma persona. No lo son. No lo son. No lo son»

—Te quiero.

—¿Eh?— articuló con los ojos bien abiertos y todos los tonos de carmín en sus mejillas.

Y yo debía estar de la misma tinta. ¿Qué rayos-? Pero, ¿qué demonios estaba haciendo?

Tosí a puño cerrado.

—Te quiero en quince minutos abajo.— corregí, palmeando las sábanas para distender la incomodidad. —Dúchate y baja a la cocina.

Me di la vuelta para salir de allí lo más pronto posible. Preferiblemente a un cuarto vacío donde pudiera coserme los labios; tenía que centrarme y no estar de nuevo tirando piedras en mi propio tejado. Por eso, troté los kilómetros que imponía el palacio desde las habitaciones hasta la cocina para abrir con prisa el cajón de su isla. Entre pilas y pilas de trapos, rebusqué dentro suyo el objeto que en él guardaba: 

Mi caja de cerillas.

—Y no cualquier caja de cerillas, querida. ESA caja de cerillas. La del-

«¡Eh! ¡Duende! ¡Cuida lo que dices en voz alta!»

—El niño no nos oye. Además, si tanto te preocupa, ¿qué haces con ella? Tírala a la papelera. ¡O, mejor, dónala a la comunidad de duendes! te puedo asegurar que la pondrán en una vitrina para venerarla cada 25 de diciembre.

Lo sé, duendecillo, lo sé. Sé que esta caja tan pequeña era en realidad la gran prueba del crimen que les faltaba para incriminarme, y que debería deshacerme de ella... Pero los souvenires de la evolución hay que guardarlos, o de lo contrario estaríamos continuamente en el Paleolítico despeñándonos por precipicios y arrojándonos a los mamuts como imbéciles.

Porque a corazón medroso, pies ligeros.— me dije, encendiendo una cerilla para apagarla entre los dedos. —Y, si el niño no se imagina al monstruo detrás de la puerta, abrirá el armario sin ningún temor.

Decidida, me senté en la mesa milenaria del comedor y abrí la tapa del ordenador. Escribí "AXEL STENBERG" en el buscador. Así, en mayúsculas, con la sobriedad que pensé que se merecía este rastreo que estaba por hacer. Lo cual fue un movimiento poco inteligente, porque me vi inundada por resultados y resultados en Internet, miles de ellos, como si su nombre no fuese común en Suecia, maldición...

—¿Quieres deshacerte del niño? Fácil. Envíale a un orfanato y adiós.

—¡Pero sólo eso!— me dije a mí misma a través de la pantalla del ordenador. —Y sin que el niño vuelva a verte ni a saber nada de ti. ¡Nada en absoluto! Porque recuerdas el plan, ¿verdad? Él no puede quedarse aquí. No puedes seguirle.

Avasallé la pantalla con los ojos. El reflejo del otro lado me mostraba la imagen amarga de la chica que yo era, con la piel especialmente empalidecida, y una expresión de insatisfacción ante las palabras de su álter ego. Su boca hablaba, pero el mensaje era vacío y sus ojos transmitían justo lo contrario.

Anhelo. Añoranza. Desesperación.

Me encogí de hombros.

—Asúmelo.

No obstante, si hay alguien a quien no puedo engañar es a mí misma, así que estrellé igualmente la cabeza sobre el teclado. Los golpes continuos provocando que el ordenador se quejase en el idioma de los robots y que, por tenebrosa coincidencia, o por conveniencia para la trama, no lo sé, se presionaran justo las teclas «N I Ñ O  D E S A P A R E C I D O  E N  G R Y M B Y N» en el buscador.

El botón de entrada también se apretó por su cuenta, haciendo que mi pantalla se viera repentinamente secuestrada por copias y copias idénticas de una misma imagen, como introducidas por un virus informático. Cientos de iconos mostraban a su audiencia la fotografía en blanco y negro de lo mismo: Un edificio en ruinas. Además uno especialmente destartalado, tétrico, y apostaba que embrujado también. En frente de él, un grupo de veinte niños se ilustraban sentados sobre un banco de madera, en perfecta fila, con los pies juntos y las manos sobre las rodillas. No había ningún adulto supervisándoles. Todos ellos llevaban el mismo uniforme blanco con las letras "OB" bordadas sobre la tela y miraban a la cámara con rostro impasible. Había una nota a pie de página:

⟪⟪ Buscan a Axel Stenberg, un niño de nueve años que desapareció esta noche en un orfanato de Grymbyn ⟫⟫

Tecleé tantas veces esa imagen que casi hago un agujero en el portátil.

No obstante, se trataba de una foto estática y se mantuvo como tal. No había más información sobre tal impactante noticia; ni tampoco reconocía al pequeño Rudolph entre ninguna de esas caras, por mucho que examiné a cada uno de los niños. Axel tenía un rostro muy distintivo. Además, para mi asombro, la fotografía no se había tomado este año, ni en esta década, ni siquiera en este siglo. El marco del reporte había dejado evidencia.

⟪⟪ Junio de 1975 ⟫⟫

No entendía nada. ¿Acaso era un error? A fin de cuentas, toda información restante era puro relleno, blanco tiza, como si nadie se interesase por él. Como si se lo hubiese tragado la tierra. ¡Jopetas! Me recliné sobre sobre el respaldo de la silla, expirando sonoramente. El puntero parpadeaba delante de mí, mofándose de mi fracaso. Estaba en un punto muerto y no conocía mucho más aparte de su nombre...

¿Quién diablos era él?

Tal y como si acabara de invocarle, el pequeño Rudolph apareció de pronto en medio de la cocina. Casi me dio un paro cardiaco cuando levanté la vista de la pantalla y le vi. Y parece que a él también. Su mano derecha se había apoyado sobre la jamba de la puerta y se aferraba fervientemente a ésta como si tuviese miedo de perder el equilibrio o de desmayarse allí mismo. Sus ojos abiertos de par en par contemplaban los platos de comida como si fueran manjares traídos directamente de la mano de los dioses. Y es que, sin darme cuenta, había acabado cocinándole todo un banquete digno del rey que afortunadamente no era: zumo de naranja, yogurt, tostadas, frutas, cereales... así hasta llenar la mesa.

Ya no quedaba nada del niño callejero que conocí. Su calzado sucio se había convertido en dos botas de nieve impolutas. Su capa roída ahora era una camiseta térmica de Burberry, y se había remangado los vaqueros hasta los tobillos; al igual que la trenca marrón oscuro que le había prestado aquella mañana. Me encantaba ese abrigo. La capucha con orejas de oso ya era adorable de por sí, pero reconozco que había algo más allá de lo encantador en las facciones del niño simulando todo lo contrario... Más que un oso feroz que pudiera desgarrarme la garganta, parecía un osezno dulce e indefenso. De hecho, con él me sentía constantemente como si estuviese dando pequeños pasos con los brazos en alto para conseguir acariciarle el pelaje sin que me mordiese.

—¿Pu-Puedo sentarme?

Una voz titubeante me sacó repentinamente de mi ensueño.

Después de parpadear una, dos, tres veces, pude darme cuenta de que el pequeño Rudolph había avanzado por el cuarto en no-sé-qué-momento hasta llegar al borde de la mesa, donde una de sus manos se aferraba sutilmente al larguero de una silla. ¿Qué era lo que tenía esta criatura para desconectarme con tal facilidad? ¿Quizá es que se parecen?

—Catastrófico. Sólo puede haber un Steph en el mundo. Hay que matarlo.

«¿Qué? ¿De qué hablas?»

—Habrás de matarlo.

«¡No haré tal cosa!»

—Déjame matarlo.

—Claro que puedes. Adelante.— dije en voz alta. Demasiado tarde para darme cuenta de que parecía responderle al duende verde y no al niño; de modo que, cuando el pequeño Rudolph se abalanzó sobre su asiento, un taburete se desplazó abruptamente para hacerle tropezar. No lo entiendo. De entre todas las sillas que había alrededor de la mesa, Axel escogió justo la situada en frente de mí. Y lo peor no es eso, lo peor es que luego, con su mirada clavada en el suelo y las mejillas sonrosadas, va y suelta:

—Gracias, ungdam.

«¡No puedo creer mi mala suerte!»

—Por favor, tutéame, llámame por mi nombre.— le pedí. Y, por primera vez en la mañana, su mirada se cruzó con la mía, interesado de repente.

—Pero no sé cuál es tu nombre— mencionó, de manera despreocupada, como si todo fuera producto de una casualidad. Pero las casualidades en Grymbyn no existen. Tenía que ser una salvedad matemática, no, una conjunción astral que, de entre todas las formas posibles de llamar a una persona, él hubiese escogido precisamente ésa.

Sonreí con socarronería. «Hazte el tonto todo lo que quieras, sucio gusano, no va a funcionar conmigo»

—Adeline.— anuncié. —Así me llamo.

Inclinó la cabeza con cortesía.

—Mucho gusto.

Tuve que contener un bufido ante su teatro. 

¿Un gusto, conocerme a mí?

—Adeline Leroux— añadí, despacio, resaltando todas sus letras para que pudiera reconocerlo. Pero su rostro no decía nada. ¿Cómo era posible?

—¿No te suena mi nombre?

—No me lo dijiste.—se oía la diversión en su voz. 

Pero, para mí, parecía más bien una broma de mal gusto. Axel Stenberg, o vivía en una urna insonorizada, o era un niño terriblemente despistado, de ésos a los que hay que repetirles cada día que al lobo no hay que darle ninguna puñetera cesta.

—Ya. ¿Ni Adeliina tampoco?— insistí.—Ya sabes... Adeliina la...— hice una pausa. No esperaba que fuera tan costoso decir aquel nombre en voz alta, decírselo a él, para ver cómo dejaba de mirarme con humor para darle paso al aborrecimiento. —la bruja asesina.

—No entiendo.

Mi cuerpo se inclinó lentamente hacia adelante, sobre la mesa, tal que un niño que le revela un secreto a otro.

—¿Te han contado alguna vez acerca del incidente que hubo el año pasado? A las afueras del pueblo, en una empresa llamada METS.

Frunció el ceño.

—¿Qué incidente?

«¡No puede estar yendo en serio!», pensé, incrédula. Este chico de verdad no sabía nada. Nada de nada. ¡¿Dónde había estado todo este tiempo, en un huevo sellado?! ¿Se llamaba Patricio Estrella y vivía bajo una roca?

—Ninguno, olvídalo.— arrastré la silla por el suelo al levantarme, creando con ella la sinfonía de una oda a la exasperación. Sus puños se cerraron por la dentera y yo rápidamente le di la espalda, escondiendo una sonrisa maligna entre cuencos y vasos.

—Ahí tienes. Que aproveche.

Coloqué un tazón en frente suya, y él no tardó ni tres segundos en empezar a servirse. 

Cualquier norma de etiqueta francesa fue completamente ignorada. Su estómago había resultado ser un pozo sin fondo que acogía comida a puñados, haciendo que sus mejillas se hincharan y que masticase con la boca abierta, mostrando siempre a primera fila la papilla de alimento que se centrifugaba en ella. Alternaba la mirada de plato en plato, como si no se decidiese por cuál seguir comiendo, y devoraba el desayuno igual que un oso pardo sus salmones, restregando la comida por toda su cara y esparciéndola por la cocina cual terremoto de centeno. No pude evitar mi cara de asombro.

—Fresas— olisqueó el tarro de mermelada, como si le evocase a algo lejano. 

—Axel.

El nombrado levantó aprisa la cabeza de su plato, observándome por encima de sus largas pestañas. Parpadeé. Lo cierto era que no pretendía llamarle, se me había escapado su nombre de los labios, pero si algo había aprendido de mis padres era a aprovechar las situaciones a mi favor.

—¿Cuántos años tienes?

Miré con detenimiento su boca cubierta de mermelada. No obstante, su respuesta se hallaba en otro lado; concretamente en los ocho dedos que había levantado delante suya. 

Ocho años...

—Esa era la edad que tenía él, ¿recuerdas?— susurró en mi oído una voz inicua. Tal vez no. Mírate, apegándote a un niño que no conoces. Cualquiera diría que ya se te ha olvidado. Eres despreciable.

—Yo tengo dieciséis.— comenté, queriendo tanto acallar al duende maligno como reforzar la diferencia de edad entre ambos, la distancia. —Son unos cuantos dedos más.

Levantó las cejas, sorprendido, pero no hizo ningún comentario. Quedaba claro que no había entendido el mensaje. ¡Despierta, patán! ¡Mira a tu alrededor! ¿Te crees que soy otra niña como tú? ¿o es que no tienes sentido del peligro? ¿Cómo es que...

—¿...no te da miedo?

Lamenté preguntar aquello antes incluso de acabar la frase. Frustrada, me metí rápidamente una pieza de mango en la boca para ocuparla en algo que no fuera hablar; porque había quedado claro que en eso era igual de despreciable.

—¿Miedo?— El pequeño Rudolph me miraba detenidamente, con esa mirada que decía: "¿Adónde quieres llegar a parar?"

—La habitación— respondí, pero no era sólo una habitación cualquiera, era específicamente ESA habitación. Apartada, gélida, en la que cada pequeño paso hacía eco y tu sombra no era tuya. No podía imaginarme la de fantasmas y monstruos que se habría imaginado allí dentro, ni la de fantasmas y monstruos que efectivamente habría. —Si la habitación no te da miedo, ¿qué podría asustarte a ti?

El pequeño osezno se limitó a mirarme, como dudando. Sus labios se habían entreabierto para moverse en el aire, emitiendo una frase que no alcancé a escuchar porque venía entre farfullos.

Salvo su última palabra.

—¿Humanos?— repetí, en voz alta, con el cejo más fruncido de lo que jamás lo estarían las sábanas de un cuarto vacío. Ésa no era la respuesta que yo esperaba del reno de la Navidad. Y me intrigaba sumamente, pues pocos logran percatarse de que el verdadero peligro no suele estar en el forastero, ni en lo anormal e indefinido, sino en quienes en principio no deben dar miedo. 

Quizás el niño ingenuo e ideal en realidad no era tan ingenuo ni tan ideal...

—¿Eh?— abrió mucho esos ojos negros suyos ya enormes de por sí. —No, ehmm, yo-

—A veces a mí también me dan miedo los humanos.

Sus ojos dejaron de revolotear nerviosos por la habitación para centrarse en mí, parpadeando en asombro. Tenía un tic en las cejas, la tostada a medio camino de su boca, y mermelada de fresa resbalándose hasta caer sobre los dedos de su mano. Todo él estaba cubierto de manchas, muchas manchas; salvo en la parte del abrigo, que se mantenía mágicamente impoluto tal que si el mundo insistiera una vez más en conservar intacto todo lo que me impedía ser libre.

Rápidamente atrapé un papel cualquiera y se lo tendí al desastre culinario que tenía delante; el cual, agachando la cabeza, aceptó mi ofrecimiento para acto seguido restregar sus dedos en la servilleta. El blanco se iba tiñendo poco a poco del color de las fresas. Cada vez más porción, cada porción más potente. Y yo en ese momento me imaginé que ese rojo no era el de la mermelada, sino el de la sangre, el de su sangre, que salía a borbotones del muñón que escondía debajo de ese trapo. Porque querían hacerle daño. Alguien quería hacerle daño.

—Hay personas malas.— sentencié. —Lo sabes, ¿no? Algunas personas son buenas y otras son malas... Yo he conocido de ambos tipos.— Todavía absorta en la violencia que subyacía al rojo que le cubría, reconocí lo que no debía reconocer. El pequeño Rudolph continuaba frotando su mano en el papel; pegando y despegando sus dedos como si fuera la primera vez que descubriera lo pegajosa que podía ser la mermelada. —¿Qué hay de ti? ¿Has conocido tú a alguna persona mala, Axel?

Dejó de hacer lo que estaba haciendo, de golpe.

—No lo sé. Pero me gusta el cuadro azul, me recuerda a cómo se ve el pueblo desde casa.— murmuró, sin venir a cuento.

Inmediatamente me levanté de mi silla, y, sin decir una sola palabra, rodeé la mesa hasta salir de la cocina. El niño me miró confuso, e hizo el amago de seguirme, pero le dejé claro con la mirada que no lo tenía permitido. No le quería husmeando en mis cosas. De todos modos, a los pocos segundos, ya había regresado con el cuadro de Vincent Van Gogh entre mis manos, apuntándolo hacia él como si fuera un arma.

—¿Te refieres a éste?

Asintió despacio, haciendo una gran "o" con sus labios. 

Sonreí, mientras colocaba La Noche Estrellada en el centro de la mesa, entre los cereales y los boles de fruta. Con nuestra nueva invitada, el cuarto había caído en drástico silencio, y la mansión de los Leroux al fin se convertía en el museo que realmente era. Ambos observábamos aquella pintura con una atención propia de unos ojos que no eran ojos, sino rayos láser con ultravioleta y precisión de medida. La analicé por todos sus rincones. ¿En qué demonios le recordaba este lienzo azulado a Grymbyn? Sus colores no parecían reales, las nubes del cielo hacían un movimiento giratorio, y las colinas ondulaban por el horizonte, igual que olas en el mar. Al fondo, las estrellas brillaban tanto que casi parecían explotar, y una aldea se dejaba ver tímidamente detrás de todos aquellos árboles. Una aldea tranquila, pero viva, cálida, que incita a adentrarse en ella. 

Repito: ¿Dónde veía él la familiaridad?

—¿De modo que esto es lo que ves desde tu casa?— le pregunté, sin quitarle la mirada de encima al cuadro, buscando no sé el qué. Quizás es que nunca antes se me había ocurrido hacer tal comparación entre el paisaje francés de "La noche estrellada" y el paisaje sueco de Grymbyn. O quizás en el fondo, muy en el fondo, ansiaba ver las cosas con el entusiasmo que él las veía.

—Parecido.— contestó el pequeño Rudolph, embobado por esas casas que casi parecían miniaturas de juguete. 

Y decía que nuestras casas le recordaban a algo tan pequeño...

«¿Desde qué punto tenía uno que estar mirando el pueblo para poder verlo con esa perspectiva tan bizarra? ¿Desde el cielo?»

—O desde lo alto de una montaña.

«Sí, porque el niño es en realidad una cabra montesa que vive en un campanario y se dedica a saltar entre las rocas. Se me olvidaba», le contesté al duende maligno con su mismo sarcasmo.

—De modo que tú también vives alrededor del bosque...— reflexioné en voz alta. Pues lo único que tenía claro era que, para que esta imagen le evocara tanto a la panorámica de su casa, tenía obligatoriamente que ubicarse cerca de los árboles.

—No.— declaró después de unos segundos, tajante.

Fruncí el ceño.

—¿No?

—No.

—¿Entonces dónde?— le cuestioné, incrédula. Ésa era la única alternativa que tenía sentido con lo que exponía el cuadro. La otra opción era la de la cabra y el campanario, pero seguía sin considerarla probable.

Sin embargo, el pequeño Rudolph seguía mirando hacia el frente, ajeno a mi asombro, como si estuviera tan hechizado por el cuadro que creyera estar hablando con él y no conmigo.

—Allí.— respondió, señalando a la pintura.

Lo llamativo era que su dedo no apuntaba al pueblo, ni a las montañas.

Señalaba al árbol.

—¿Allí? Espera, ¿no te referirás a...

Dentro del bosque.






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