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A lo lejos, una campana advirtió la medianoche.
Y yo, Adeline Leroux, ya no sabía discernir si ese sonido había sido real o una alucinación nueva que añadir a mi colección.
Todo a mi alrededor eran carreteras muertas. Una ráfaga de aire gélido revolvía mi pelo y enfriaba la piel de mis mejillas, emitiendo un lamento fantasmagórico que cubría el silencio absoluto que me rodeaba.
No sé dónde diablos estaba.
Mis costados los componían tiendas cerradas cautelosamente entre puertas de acero y persianas tupidas. Las viudas negras del alcantarillado me discutían en arameo la diferencia entre arácnidos e insectos. Los adoquines del suelo formaban riachuelos de quién sabe qué líquido, y graffitis inconexos decoraban las paredes, relatándome historias del Jörmungandr, Helheim, los draugen, y de la verdadera naturaleza de Grymbyn, que no es paradisíaca. Sino escalofriante.
Como digo, veía poco o apenas nada. Lo justo para saber que no tropezaba y que el cielo encima de mí era de una fuerte tonalidad oscura... Tan oscura como los búhos que presentaban la noche o los cuervos que maldecían entre graznidos. A estas horas, todas las especies salvajes empezaban a asomar sus cabezas. Algunas más inofensivas, como osos y víboras, pero también afloraban otras criaturas que podían dejarte sin vida en cuestión de un parpadeo.
Lástima que yo ya hubiera perdido la mía. Hace un año. En este mismo lugar en el que estaba.
—¡JAJAJAJA! ¡Una cómica de clase, sí, señor!
—Dime, ¿de qué vida me hablas tú, precisamente tú, Adeline Leroux? ¿Acaso deseas volver atrás?
«Sabes que sí»
«Incluso con lo que tú y yo sabemos»
Ante mis palabras, el duende maligno soltó otra risotada maquiavélica.
Duende maligno, genio despiadado, espectro de la ruina... Aún no encontraba un mote que estuviera a la altura de su crueldad. "Maligno" se le quedaba corto a la criatura, y "duende" era demasiado sobrenatural. Y no lo es. Desgraciadamente todos poseemos el nuestro escondido en la más pérfida e insondable zona de nuestra subconsciencia, a la espera de un momento de desesperación por nuestra parte para consumirnos en su nube negra. Con sus miles de ojos vigilándote, sus brazos atrapándote en una noche eterna, y su voz de ultratumba allanándote la mente, persiguiéndote en sueños, asfixiándote las ganas de vivir.
«¡Nunca abandonarás a tu mono de feria, ¿verdad?!» le grité, consciente de que me escuchaba. «¡Eres un maldito egoísta! ¡Acosador! ¡Duende de pacotilla!»
En respuesta, una botella cualquiera fue lanzada agresivamente contra mis piernas. Ahora sangre me brotaba del tobillo, estupendo, luciendo tan poco profunda como la mentalidad de un ser primitivo, y oliendo a duende vengativo e iracundo.
Suspiré. ¡Qué entrañables son los finales de las películas, ¿verdad?! Los protagonistas sincronizan un baile ridículo, sus vecinos se les unen de forma psicopática, Ed Sheeran sonando en amplificadores invisibles, todos felices y comiendo perdices...
Pero nadie nunca enseña el final de nosotros.
❮❮ Los villanos ❯❯
Sí. Habéis leído bien. Esta no es la historia de la buena e inocente protagonista, ni del héroe intrépido, ni siquiera del neutro narrador. No.
Yo era la mala de esta historia.
Y los malos acabábamos siempre así. Muertos del asco. Jodidos y comiendo cocidos. El abatimiento de Cruella de Vil sin dálmatas, de Gothel sin juventud, de Doofenshmirtz sin su Área de Los Tres Estados. Con la culpa de todo lo terrible que le pasa al que sí que es el protagonista y recibiendo una antipatía unánime de sus lectores, que la ponen a parir en los comentarios cada vez que aparece por la trama.
—¡¿Te crees especial?!— le grité al aire. —¡No tienes más que una sonrisa falsa, una simpatía parcial, y la verdad manipulada!
Me tumbé en medio de la carretera, depositando en ella un cuerpo carente de vida. Sintiendo la suciedad del asfalto en mi cara, mis brazos, cubriéndome los poros de la piel y atravesándolos hasta adentrarse en mis venas. Donde pertenecía. Porque yo era la que verdaderamente apestaba, y no este trozo de asfalto. Incluso me pareció ver entre las sombras la silueta de una rata enorme y repugnante, pero la asqueada resultó ser ella y, en cuanto apareció, se fue.
Esbocé una sonrisa irónica. «¿Tú también me abandonas, traidora?»
No tenía a nadie. Todos despreciaban mi compañía; desde Grymbyn hasta el resto del mundo, los ricos, los pobres, los jóvenes, los ancianos, las ratas, y hasta las carreteras, que ordenaban a las nubes descargar sus tanques sobre mí, de modo que tuviera que levantarme de encima de ellas y desaparecer de su selecta vista. Y es que, a los pocos minutos de la hora, de esa hora, el universo había decidido rendir un homenaje a las bengalas de la Navidad del 99 descargando un depósito de agua que las sofocase. No me di cuenta hasta que empecé a sentir el picor de una llovizna que había emergido de pronto. La cuchillada del cielo. Pues cada gota que caía, lo hacía con fuerza y mala intención. A mis ojos, todo se estaba burlando de mí: la piedra, el clima, y hasta ese estúpido cartel con forma de corazón.
«Amor... ¿qué es eso?»
Creo que nadie me lo enseñó nunca. Cuéntame tú, duende: ¿Qué diablos significa amar a alguien?
En lo que pareció una pretensión por contestarme, una bandada de pájaros me sobrevoló la cabeza entre trinos y espeluznantes graznidos. Las ramas de los árboles crujieron vigorosas, e incluso el viento comenzó a soplar más fuerte que nunca, tirando objetos y objetos hacia mí, como si estuviera tratando de espantarme, reclamándome que me fuera, que éste no era mi sitio...
El primero en caer fue un panfleto cualquiera, que apuntó directo a mi cara y la empapó de su agua embarrada.
—"¡Llama ya si es que quieres disfrutar de la mejor época del año!"
No pude evitar el tono irónico de mis palabras cuando leí el slogan en voz alta.
¡Mentirosos! ¡Traidores!
Estrellé el panfleto contra el gran bloque de piedra, al son de una risa burlona.
—¡Mejor época del año y una mierda!
Mis manos se volvieron puños mientras Papá Noel se dejaba entrever entre las arrugas del papel, desintegrándose poco a poco como consecuencia de la lluvia. Eso se merecía, por mentir y por abandonarme. ¡Que se pudra! "Un bondadoso anciano que trae los regalos más justos para cada niño", así lo conocen... Pero no saben de lo que realmente es capaz con tal de impartir justicia. Porque eso es lo que realmente va repartiendo. Lo demás le da igual. ¿Regalos? ¿Felicidad? ¿Bondad? ¡Já! Claus miente, estafa a los niños para hacerle homenaje a su propia idea de equidad, nos engaña a todos con su sonrisa impostada y su propaganda barata. ¡No es ningún santo, solo otro embustero más!
¿O es que acaso nadie divulgó que también ponía castigos injustos que involucraban a inocentes? ¿que regala martirios y condenas a los niños que son muy muy malos? Igual que los Reyes Magos, que traen carbón, solo que este "carbón" no era dulce, en absoluto, era veneno Flocoumafen para quienes consideraba apestosas ratas.
Y, sin embargo, el mundo seguía decorando las casas en su honor, colocando sus juguetes en los escaparates, sacando su trineo, y viviendo la mentira. Todos ciegos a lo que ocurría cuando la cabalgata cerraba su telón. Lo repudiaba.
La simple combinación del rojo y el verde me provocaba ganas de vomitar.
Como era propio de Suecia, seguía diluviando a cantidades industriales. Y, como era propio de Grymbyn, no había piedad, la lluvia hacía wingfly y se desplomaba en mi herida para que escociera como los mil demonios.
A falta de paraguas u otro escudo, no me quedó otra que adentrarme en el primer lugar a cubierto que encontré: El hueco entre un bar celta y una tienda de decoración navideña. Casualidad ninguna.
El espacio consistía en un pasadizo estrecho, tan recogido de la lluvia como de todo rayo solar. Lo cual no debería ser un problema para mí, dado mi historial...
O eso fue lo que pensé, pero en cuanto me adentré un poco, mi valentía hizo una reverencia y se esfumó.
El hormigón del suelo me juzgaba al pasar y las paredes eran tan angostas que se sentía como si una grieta te hundiera al sumo vacío. Entre los muros de feldespato se iban construyendo difusas nebulosas. Una mano a escala de gigantes gesticulaba una peineta en mi dirección, mientras que unos labios suspendidos en el aire me invitaban a adentrarme en el enorme agujero. Al principio parecía el hocico de un pequeño gato, pero poco a poco fue convirtiéndose en las fauces de un lince, un tigre siberiano, un dientes de sable, y así sucesivamente hasta abarcar todo el pasillo y devorarme entre sus maxilares.
—¡AUXILIO!— grité, corriendo en línea recta hacia ninguna parte. Ya no se oía el viento, ni la lluvia, ni siquiera a los animales nocturnos. Sólo el eco de unos pasos y mi respiración acelerada.
—¿Por qué corres, cariño? JAJAJA ¿Tú también quieres despertar a los niños la noche de Navidad? ¿O es que te doy miedo?— Las preguntas retumbaron entre las paredes de granito. Su voz era potente y sombría, y se movía tan deprisa que parecía omnipresente.
Las manos huesudas y dientes afilados seguían flotando en el aire, y habían resultado pertenecerle a él. El duende maligno. Al fin mostraba su silueta auténtica, con un gorro en punta, una barba frondosa, orejas puntiagudas, y una pipa entre los dedos con la que iba incendiando Grymbyn.
—Piénsalo mejor, Adeline. No es de mí de quien huyes.
Tan pronto como terminó de hablar, el pasillo se ensanchó y las tinieblas se disiparon. Cada vez respiraba mejor. La luz de la luna fue rellenando progresivamente todos esos huecos hasta entonces ocultos, y el olor a muerte se sustituyó por el de otras drogas. Empezaba, incluso, a oír voces de fondo. Ruidos, risas, gritos.
Personas.
Frené en seco.
Fue algo automático, de supervivencia, como el rogue que teme ser asesinado por su propia manada. Aldeanos. No confiaba en ninguno de ellos. No cuando sabía lo crueles que podían llegar a ser las personas para protegerse a sí mismas. Especialmente si vienen en grupo, pues eso significa que van a hacer lo que sea para salvar su imagen frente al resto. Y sobre todo si se trata de mí.
Por el momento, solo tenía dos opciones. ¿Y qué era peor: regresar a la oscuridad o pasearme frente a ellos?
—¿Ser cobarde o estúpida?
«Tú precisamente eres el último que puede opinar», le discutí al duende maligno, pero su comentario me había hecho tomar una decisión instantánea. Yo podía ser muchas cosas, pero no una cobarde. Ya no.
—¡Ey! ¿Quieres unirte?— una voz sobresalió entre las demás, apuntando en mi dirección como una flecha.
Al ir cegada por las llamas de la rabia, no me había dado cuenta de que caminaba hacia ellos hasta que fue demasiado tarde. Ahora decenas de pares de ojos me acechaban, juzgándome de arriba abajo desde sus clandestinos asientos y considerándome tan abominable como en realidad era.
Todo ruido había cesado de repente. Un silencio crítico se expandía por toda la calle, móviles apagándose para prestarme atención, cuellos contorsionándose para poder mirarme.
Me sentía tan amenazada que poco logré procesar. Eran adolescentes, de unos dieciséis o diecisiete años, y estaban sentados en un círculo deforme alrededor de una botella de cristal, una idéntica a la que causó antes mi herida. Era una imagen tan sombría como podía serlo un eclipse de Sol o una pintura barroca, y todos ellos parecían formar parte de la reunión sectaria de algún país.
Traté de averiguar desde qué punto se había proyectado la voz para saber de quién defenderme, pero no hubo forma. Con impotencia, solo me quedó esperar a que me identificasen y se lanzaran sobre mí en manada.
Pero, para mi incredulidad, los insultos estaban tardando en llegar.
«Quizá con la baja luminosidad no pueden reconocerme», pensé. Aquella era mi oportunidad de escape. Debía dar media vuelta y correr cual avestruz que advierte manchas redondas sobre un fondo amarillo.
Entonces, si estaba tan claro, ¿por qué diablos no me movía? Es como si algo dentro de mí necesitase escuchar los desdenes y burlas de siempre para poder seguir adelante, como si necesitara que me maltratasen de una vez y liberarme de esta incertidumbre, de esta ansiedad que me provocaba estar a la espera de unas agresiones que tenían que ocurrir. Porque eso era lo que debía esperar de los demás. Y, por retorcido que sonase, no estaba pudiendo soportar que ellos no se estuviesen ajustando a esas expectativas.
—¿Hola?— gritó una plebeya de entre el corro. Recostada en la pared, le dio un trago a una lata de cerveza barata. —¿Qué eres, un maniquí?
—Creo que la hemos asustado.— susurró otra.
«¿Eso creéis?», reí con incredulidad. «¡Miradme bien! ¡¿Por qué diablos no os metéis conmigo?!»
—A mí me asusta ella, la verdad, ¿viste esa sonrisa?
—Se ha quedado a cuadros, colega. A ver si le ha dado un coma de esos.
—¡Ey! ¡¿Todo bien, chica?!— gritó otro desde la lejanía.
«No, nada está bien. Pero, ¿qué ibais a saber sobre eso? Vosotros, que no podéis ni recriminarme»
—Debo irme.— musité en su lugar.
—Patética.
Giré sobre los talones, ofreciéndoles mi espalda para que pudieran mofarse tras ella.
En efecto, los murmullos resucitaron en el callejón nada más me di la vuelta, aunque con una indiscreción que jamás había presenciado en todos estos años. Parecía que no les importaba lo más mínimo qué lejos o qué cerca de ellos me encontrara, hablarían siempre en el mismo tono.
Incluso si era sobre mí.
—Otra que va volada, ¿qué coño está pasando hoy?
—¡Es obvio, tío! ¿No lo ves? La loca ésta iba detrás del de antes.
—¿Detrás de quién?
—¿Cómo que de quién, tontolava?— bufó. —¿Tienes Alzheimer o qué cojones?
Carcajadas retumbaron por las paredes de la callejuela, al coro de: "¡abuelo, abuelo, abuelo!".
«Lerdos» les insulté en mi imaginación, mientras caminaba en dirección opuesta.
—Eh, ¿adónde crees que vas?— bramó una voz, masculina y áspera, entre el orfeón de risas. El silencio volvió a sumirnos. Sabía que se refería a mí, y se escuchó tan demandante que me quedé inmovilizada del miedo.
El derrape de mis pies contra el pavimento hizo eco por toda la callejuela.
—Amigo, ¿qué haces? Déjala.— rebatió otro.
Yo ni siquiera era capaz de darme la vuelta. Me quedé como el pasmarote de Grymbyn, a tan solo unos metros de distancia con respecto a ellos, esperando el golpe. Sólo quería esconderme debajo de una mesa y que todo pasase rápido...
Aunque también había una ínfima parte en mí que me instaba a saborear esa humillación. En la zona más oscura de mi interior, aquella reclamación me atormentó tanto como me calmó.
«¡Esto sí!», suspiré en alivio. «¡Esto sí es lo que conozco!»
—Bueno, bueno.— comentó un tercero.—Por ella sí que te levantas, ¿eh, buitre?
«¿Estaba de pie?»
La adrenalina se me disparó para, ahora sí, hacerme caminar a zigzag ávido entre los muchos senderos irregulares.
Desde aquel callejón, la calzada se extendía en decámetros y decámetros de longitud hacia el sur de Grymbyn. Por algo a esta calle se la denominaba "gamla stan Begär", es decir, "La Pasión del casco antiguo", y no de manera romántica sino porque, efectivamente, recorrerla era igual que coronarte los pies entre espinas durante horas. La mayoría de los edificios que cubrían sus costados estaban okupados por el Parlamento del moho y el Tribunal Supremo de las moscas; y sus fachadas exhibían tanta ruina que ya no podían ser consideradas fachadas. Cuantas más dejabas atrás, más se duplicaban éstas. Fui contando cuatro, ocho, doce, dieciséis, hasta que-
¡AU!
Hasta que me estampé con lo que parecía haber sido un bolardo gigante plantado malamente en medio de la acera. Y, como era propio de mi suerte, tras haberlo arrollado, tropecé con el mismo, perdiendo el equilibrio e impulsándome con el cuerpo directa hacia el pavimento; el cual me habría comido si no fuera por mis reflejos entrenados de tanta zancadilla.
«Bueno, ¿qué tal va la fiesta en el panteón? ¿Os lo estáis pasando bien?», gruñí para mis adentros, al tiempo que miraba al cielo. «¿Alguna otra que me tengáis preparada?»
—Oh, hay muchas.
No fue hasta que escuché un siseo debajo de mí que descubrí que el bloque de piedra no era de piedra. De hecho, toda palabra retrocedió su curso en cuanto enfoqué la vista. Pues aquel pivote de acera en realidad era...
Era...
¡Era un niño!
Un niño de ¿cuánto? ¿cinco, seis años?
Fabuloso. Frente a mí acababa de materializarse la copia perversa y taciturna de Tom Sawyer. Abruptamente, en medio de ninguna parte, y tan quieto como si fuera un muñeco poseído por el demonio.
Le miré perpleja. Tan intensamente que pasaron diez, veinte segundos en el que ninguno de los dos parpadeaba. Mis neuronas nadaban entre signos de exclamación e interrogación. ¿Qué rayos hacía aquí este niño? ¿No debería estar cantando villancicos, colocando su mini calcetín sobre la chimenea o alguna mierda de ésas? A estas horas, todos los de su edad estarían fingiendo estar dormidos, dando vueltas y vueltas sobre la cama porque la emoción de los regalos les impedía abrazar a Morfeo.
Pero él no. ¿Por qué?
Debía preguntarle, quería hacerlo, pero todos los recientes e imprevisibles sucesos me habían dejado paralizada. O quizá fueron esos grandes, enormes ojos negros, que me miraban con miedo y que, a la vez, parecían guardar miles de secretos y atrapar todo el brillo de la Luna.
A mis ojos, él lucía tan corpóreo como el resto de alucinaciones. No era real. No era real.
—Ey, ¿qué haces aquí, campeón?— le pregunté dulcemente, agachándome un poco para romper la diferencia de altura entre los dos. —¿Dónde están tus papás?
No contestó. No parpadeó tampoco.
En realidad, llevaba bastante tiempo sin moverse y yo empezaba a sospechar si su imagen era de veras una ilusión.
—¿Tus papás? ¿Están aquí cerca?
Siguió sin responderme.
—¿No quieres hablar conmigo?
Silencio.
Tenía la cabeza gacha, y rehuía mi contacto visual.
Le inspeccioné de arriba abajo. Parecía sano. Aunque un poco pálido, quizás, un poco sucio, y además su ropa estaba destrozada y repleta de agujeros, en un material que parecía tener el mismo valor que el aire, y en una o dos tallas superiores a la suya.
Esto último, junto a sus mejillas infladas y su cara redondeada, reforzaba el aura de inocencia que le rodeaba. Aunque, entre la semipenumbra y esa bóveda opaca que traía sobre la cabeza, me resultaba difícil apreciar sus facciones. Y es que el niño llevaba puesta una especie de capa en tonos negros, corta, anticuada, y con un capuchón que le cubría casi toda la cara. A las tantas de la noche, igual que un fugitivo en búsqueda y captura... ¿Lo era?
El viento no dejaba de remover el cabello castaño que sobresalía de la tela, sin tocar nada más ni tampoco quitarle la capucha, coronándole el único ser vivo de la escena. Y sus ojos... No sé si era a causa de la tiniebla, que lo cubría todo, o de algún efecto óptico, pero estaba segura de que jamás había contemplado un iris más oscuro que ése. Parecía un océano nocturno, tan profundo como los abismos del Báltico y tan suplicante como un marinero perdido entre sus olas.
Sí, sin duda alguna ese crío me estaba comunicando algo con su mirada.
No obstante, cuando traté de dar un paso más cerca, su cabeza se agachó y sus hombros se encogieron, como si me tuviera miedo. No lo entendía. Su cuerpo me pedía que me alejara, pero sus ojos me suplicaban todo lo contrario. ¿Por qué? ¿Estaba en peligro?
Quería averiguarlo, pero un grito interrumpió mi propósito.
—¡Eh, lindura! ¡Linduuuura! ¿Vas a quedarte bugeada de nuevo? ¡Aquí hay un vaso con tu nombre!
Maldije para mis adentros. Había estado tan absorta con el niño que no le presté atención a la figura que se acercaba a nosotros, tambaleándose a pocos metros de distancia.
Era uno de los adolescentes del corro. Las múltiples perforaciones en sus cejas lo hacían destacar fácilmente entre el resto de caras. Aunque no fue su rostro lo que reconocí, sino esa voz ronca y áspera que hace apenas minutos me había dejado paralizada en medio de la calle.
¿Me había estado siguiendo? Estupendo. De seguro había perseguido mi sombra y ahora me robaría, me violaría, y me asesinaría en homenaje a este día. Pues, si Santa Claus era el bueno de la película, entonces para todos aquí yo siempre sería el Krampus de sus fiestas...
Sin embargo, el niñato era del todo ajeno a mis impresiones. Tanto, que me dedicó una sonrisilla de medio lado, aproximándose más a nosotros, y levantando un vaso de plástico que hacía referencia a su comentario. Mi nombre no aparecía en él. Podría haber escrito sobre el cilindro un masivo "ADELINE" para después quemarlo frente a mí en honor a este día. Pero no lo hizo.
A mi lado, el pequeño Rudolph comenzó a dar pasitos pequeños y sigilosos marcha atrás, como tratando de ser invisible para el resto. Su mirada estaba clavada en el chico con notoria cautela. Cual volqueta de obras, fue marcando reversa hasta convertir mi pierna en un escudo gigante, colocando su cuerpo detrás de ella y asomando tímidamente la cabeza.
«¡Mocoso interesado!», bramé para mis adentros. «Primero soy invisible, y ahora su columna personal»
—¿Tan preciosa y solita?— El macarra de piercings, por su parte, se había acercado hasta el punto de que sus zapatos rozaban los míos.
—¿Tan mayor y aún imbécil?— le escupí de vuelta, fruto de la adrenalina, que a veces es devota a la supervivencia, y otras simplemente suicida.
Su risa hizo eco en la calle vacía, volviéndolo la carcajada maléfica de un villano trastornado, o quizás los coros de una burla. ¿Te burlas de mí?
Mi cara se volvió rojo fuego, como una serpiente de coral. Di un paso adelante para cantarle las cuarenta; mas lo corté de inmediato en cuanto noté una vibración extraña en mi pierna.
No me hizo falta agachar la mirada para darme cuenta de que el pequeño Rudolph estaba pegado a mí, temblando.
—Oooohhh. ¿Pero qué tenemos aquí?— El sujeto perforado agachó la cabeza, sus ojos se dirigieron a la criatura escondida detrás de mí.
Las luces de la farola comenzaron a titilar. Una brisa helada me acarició la nuca, y el aire empezaba oler al sulfuro de la amenaza.
Di otro paso asertivo hacia el lado opuesto, escondiendo al niño detrás de mi espalda; pero mal parece que el borracho iba tan ídem que ignoraba toda indirecta, pues seguía acercándose y riendo como si la situación le evocara a una constante broma interna.
—No me mires así, lindura. Él y yo nos conocemossss. ¿A que somos amigoss, cosita?
«Sí, íntimos», bufé para mis adentros. «Sólo os faltan las pulseras a juego»
Busqué disimuladamente entre mis costados una salida por la que huir, pero no nos rodeaba más que piedra tras piedra. Yo misma estaba petrificada en este ping-pong de intimidaciones que no entendía.
—¿Qué? ¿Te ha comido la lengua el gato?— continuó, entre dientes. El pequeño Rudolph cada vez apretaba mi pantalón más fuerte. —¿O es que ya has olvidado la vez que nos vimos... lo que me hiciste?
«¿De qué rayos habla?»
Su semblante estaba mortalmente serio, tanto como habían sonado sus palabras. Fruncí el ceño. No me estaba esperando en lo absoluto una reacción así de visceral y ese comentario tan tajante, tan sumamente resentido que ya no podía discernir entre el norte y el sur de esta atmósfera que se estaba creando.
Ya no parecía afectado por el alcohol. Es más, parecía como si hubiese estado fingiendo todo este tiempo estar borracho, o como si la embriaguez se le hubiera despejado de repente. Ya no arrastraba las palabras, ya no se balanceaba, sino que tenía la mirada enfocada con dureza en el niño detrás de mí, dando incluso la impresión de que le observaba profunda y significativamente, comunicándole algo con los ojos.
Escaneé someramente al pequeño Rudolph, encontrándolo tan blanco como las capas de nieve que nos rodeaban; inmóvil y sin pronunciar una sola sílaba. Tuve que intervenir.
—Piérdete, payaso.
Tras esa intromisión, ahora sí pasó a mirarme, centrando toda su atención en mí.
Temblé.
—Escúchame, no puedes estar aquí.— susurró, tal que si estuviese confesándome algo importante. —Tienes que alejarte de él.
Hice caso omiso a sus palabras. Todo lo que salía por su boca no eran más que patrañas con forma de advertencia y textura de drama. Y yo ya no era otra niña maleable más que se limitaba a mirar y callar.
Levanté la barbilla. —¿Y si no qué?
El chico punk me miró intensamente durante unos largos segundos más, para después bajar los hombros de golpe y suspirar largo y tendido. Por sus actos, parecía haber puesto todas sus esperanzas en mí y haberlas perdido con mi respuesta, rendido y frustrado conmigo, como si tuviera que explicarle astrofísica a un recién nacido.
—Joder. No lo entiendes.— murmuró.— Aparenta ser un niño, pero no lo es, ¿vale? No es un niño.— sus ojos se desviaron por un segundo a la figura que se asomaba tras mi pierna. Pude ver cómo se oscurecían en un negro casi antinatural. —Es un... un....
Hizo varios aspavientos con las manos. Desde círculos hasta puños que se abrían.
—¿Un qué?
—Un monstruo.
Aquella última palabra la subrayó con determinación, abriendo sus ojos y las aletas de la nariz en una expresión entre cabreo, horror, y el más puro aborrecimiento. Un trueno le iluminó la cara. La nieve cesó de forma repentina, y el viento había dejado de soplar antagónicamente a lo que a mí me la soplaba su advertencia. Casi tuve que retener una carcajada de lo absurdo.
«¿Un monstruo este niño angelical de metro veinte, que temblaba de miedo y no podía siquiera mirarte a la cara? ¡Este chico no sabía nada de monstruos!»
—Al fin y al cabo, tenía delante a uno y no estaba sabiendo identificarlo.
Aquí estaba pasando algo muy extraño. De un día para el otro, ya no se me reconocía, ya no se me insultaba, y encima sucedía todo este espectáculo en torno a otra persona que no era yo.
—¿Monstruo?— mi cara se deformó en una expresión de burla, rompiendo todo el suspense que había caldeado con sus palabras. —Los monstruos no lucen así, créeme. Los monstruos llevan puestos trajes de Brioni y Louis Vuitton, y se acercan para ofrecerte su vaso de vino, diciendo algo así de que "tu nombre está escrito en él", para poder emborrachar y aprovecharse de quienes consideran que tienen menos valor que ellos. Los monstruos acosan detrás de sonrisas falsas. Y no tienen corazón, con nadie, ni siquiera con un niño.— le expuse en la cara, de una manera bastante patética. Sabía que en ese momento no estaba hablando de él, ni con él tampoco, pero, aun así, no pude evitar señalarle con mi dedo índice y el mayor de los rencores. —Así que, si aquí hay un monstruo, ése eres tú que ha venido a atacarle. A atacar a un niño. —recalqué. —Y no tenemos por qué seguir soportando tus insultos ni tus delirios. Que son ridículos, por cierto. Con permiso.
Hinchando pecho, al fin le di la espalda con un giro de 180 grados y una actitud desafiante que rezaba por que no le enfureciese al punto de clavarme una navaja oculta en el bazo.
¿Dónde había quedado mi perfil bajo? Claramente no estaba defendiendo al niño. Había algo entre el perforado y yo, o entre yo y alguien más, o entre yo y todo el mundo... que lo procesaba como si quisieran acorralarme, y fuera por esa razón que ahora este chico me gritaba que era un monstruo. Porque querían arrastrarme por el suelo, humillarme, verme doblegada y sumisa ante ellos. No podía soportarlo. Esto era un ataque hacia mí, directa o indirectamente.
Porque, si él era un monstruo, ¿entonces yo qué era?
Agaché la mirada, encontrándome con los ojos bien abiertos del pequeño Rudolph. Por su cara, cualquiera diría que había sacado un revólver del bolsillo y apretado el gatillo en la frente de ese imbécil. Parpadeaba muchas veces por segundo, sin quitarme la mirada de encima. Quieto, esperaba atentamente por mi siguiente movimiento.
No necesité más para cogerle de la mano y echar a andar.
—¡Lo digo por ti, idiota!— gritó a nuestras espaldas, creando una reverberación con su voz que sonaba a hecatombe. —¡Te matará!
¿Matarme?
Di la vuelta rápidamente, tan confusa como deseando que no nos estuviera siguiendo.
Pero él ni siquiera parecía intentarlo. Tan sólo permaneció ahí de pie, quieto mientras nos alejábamos de él, mirándome directo a los ojos en lo que trazaba silenciosamente una línea con su pulgar alrededor del cuello. Tan acuciante, tan fuerte que la uña podría estarle dejando marca. Bordeando su piel para después señalar con ese mismo dedo al niño que caminaba a mi lado.
No hacía falta que dijera nada más para entender su mensaje:
"Si te vas con él, acabarás muerta"
Su silueta se iba difuminando en lo que me alejaba, lentamente, hasta al fin desaparecer entre la oscuridad.
Y, aun fuera de mi vista, parecía seguir espiándome desde algún punto de las tinieblas. Sin acercarse, pero sin quitarnos ojo tampoco.
Vigilándome.
Advirtiéndome.
"Si te vas con él, pronto serás un cadáver."
"Recuérdalo."
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