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Capítulo 8

Sin editar...

Enfrentando a mi monstruo

Durante el día libraba una batalla con un monstruo interno que amenazaba con dañar mis planes. Resultaba incontrolable lanzar dardos contra quienes se hacen pasar cómo mis padres. Conocer todo cuanto hicieron para dañarnos, me llenaba de odio y rencor, sacando de mis entrañas todo el veneno y frustración.

En las noches venía a través de pesadillas, mezcladas de realidad. Aquella cinta infernal, no salía de mi cabeza ni en sueños.

En el día las ganaba con exceso de trabajo y ejercicios. Eran las nocturnas las que resultaban complicadas y perdía de una forma dolorosa.

Despertaba en medio de un charco de sudor y llanto, con el corazón latiendo a millón y con emociones contradictorias. Volvía a ser ese niño perdido, lleno de preguntas sin respuesta, indefenso y pérdido.

Una cámara oculta que no llegó a grabar rostros, pero perpetuo sus voces. La ausencia de rostros, la hizo terrorífica sacando en mis entrañas el niño que creí dormido. Imaginando ambientes lúgubres cada noche y uniendolo con lo escuchado.

La voz de Damián y la de mis padres era nítida para quienes los conocieron en esa época. Existía una cuarta que no era posible distinguir. El hombre solo habló una vez en tono bajo, haciendo imposible reconocerla.

La abuela compró la casa de mis padres a través de sus abogados. Una revisión exhaustiva dio con la cámara oculta. El único resquicio que quedó de ese acto infame, ya que las cámaras de seguridad de la mansión nunca aparecieron.

Aquel día los empleados coincidieron en lo mismo. Mis padres esperaban la visita de alguien importante y deseaban privacidad, dándoles dos días libres para lograrlo. Papá estuvo en los días previos a la llegada de la misteriosa visita, molesto e irritable. Coincidiendo con la postura de la policía de alguien con problemas económicos. Mamá, por el contrario, se notaba alegre de buen humor y ayudó al decorado del lugar.

Los hombres contratados por la abuela llegaron a la conclusión que la cuarta voz era del detective privado, que traía noticias sobre el hijo que dieron por muerto.

El anciano visitó Berlín en la época de la muerte de mis padres, pero nunca llegó a la casa. Eso lo ubicaba en la ciudad, con un móvil para asesinarlo y la cinta lo confirmaba.

Al llevarla a la policía la desecharon, acusándola de falsificar las voces para señalar al prestigioso doctor como culpable. Todos sabían la guerra que había cruzado con el tío de su nieta para recuperarla. Era para ellos, un ardid para lograr recuperar a su pariente.

Acorralado y con partes de esa cinta asfixiándome, detengo el auto frente a un parque. Ante la ausencia de aire, aflojo el nudo de la corbata, hago lo propio con el cinturón de seguridad y espero un milagro. La respiración sigue siendo irregular y permanezco por varios minutos apoyado en el volante del auto observando a la nada.

En búsqueda de paz me bajo del auto. El día de hoy estaré cinco horas con el viejo, necesito de mucho autocontrol para soportarlo. El sol resplandeciendo sobre el césped, los árboles se mueven por el viento y la caída de hojas, anuncian la llegada del otoño. Mi estación del año preferida

Evy va por el quinto mes de embarazo y aún no he logrado dar con su paradero. Me tranquiliza saber que los Frederick tiene el control de todo el embarazo. Nuestra participación volverá con el nacimiento, pero con la vigilancia de uno de ellos.

El bullicio de niños jugando, las voces de los deportistas me sacan una sonrisa. A esa hora el parque lo visitan familias haciendo camping, deportistas, jóvenes y chicos. La diversidad de edades en bicicletas, trotando y haciendo estiramiento, me distraen.

Me adentro un poco más en búsqueda de un sitio privado y lo encuentro en una banca solitaria en un olmo. Una alfombra de hojas rojas lo adornan. Es el primero de un camino empedrado de varios de ellos. La imagen posee todo lo que soy en este momento. Un hombre que requiere de un cambio físico para enfrentar una época fría y espera sobrevivir para disfrutar de una nueva al lado de lo único bueno que le queda. Su hermana.

La imagen que disfruto lo empaña la voz de un individuo, que discute con alguien. Sonrío por la ironía que me resulta la similitud de lo que estoy viviendo con mi sueño.

Rodeado de árboles, solo y con voces exaltadas. La novedad, no estoy solo, no hay oscuridad, de ninguna forma soy un niño y me importa un rábano quienes discuten. Intento concentrarme alejando la discusión, pero los alaridos de esa bestia me lo hacen difícil.

— ¿Con qué moral me acusas? ¿Qué pasa si le digo a tu padre que te gustan las chicas?

Apoyo los brazos en mis rodillas y entrelazo los dedos cubriendo mi rostro. No se escucha la contraparte, es solo ese infeliz lanzando acusaciones, con ideas cavernícolas. Debe estar hablando por teléfono o enviando una nota de voz. Es la forma en que todos son valientes, a través de lo virtual.

Al escuchar un sollozo femenino me yergo en banca y me pongo en guardia. A pesar de mi pasado hostil, no soy un individuo de golpes y puños. Aun así, estoy dispuesto a dar algunos si hay alguien en peligro.

—¿No vas a decir nada? ¿Sin tu hermano no eres valiente? —insiste —destruiste la relación con papá… Zorra, hija de puta.

—¿Me estás siguiendo? —la voz se ahoga por el llanto haciendo difícil escuchar lo que sigue.

Me levanto de la banca y sigo el rumbo la discusión. El ruido proviene detrás de unos arbustos y sin pensarlo dos veces me abro campo en medio de ellos cuando la discusión es cada vez más acalorada.

—Ocultas tu orientación sexual saliendo con chicos. Luego haces lo posible para que te dejen ¡Maldito fenómeno!

—Déjame en paz…

Apresuro los pasos haciendo a un lado los molestos arbustos y choco de frente con los protagonistas de tanta algarabía. El hombre está de espalda y la dama permanece oculta detrás del miserable.

—¿Sabes por qué te gustan las mujeres? Porque no has probado a un verdadero hombre.

La mujer de la que solo logro ver un traje deportivo gris y su cabello rubio, suelto evade el primer golpe. El miserable la toma por los cabellos que enreda entre sus manos y la lanza al suelo. Acto seguido, se sube ahorcajas sobre ella e intenta desnudarla. Todo eso ocurre mientras yo corro intentando llegar a tiempo.

—¡Tú! —exclamo al darme cuenta de lo que pretende.

Al sentir mi presencia, el cobarde huye despavorido. Me acerco a la mujer que está sentada en el césped, abrazada a sus rodillas y su cabello rubio cubre su rostro.

—¿Se encuentra usted bien? —pregunto hincándome.

Se remueve con violencia cuando intento tomarla y al hacerlo una segunda me lanza golpes. Ella no me deja opciones y acabo por inmovilizando sus manos.

—Ese bastardo ya se fue   —le indico — no puedo ayudarle en ese plan —ella alza su rostro y al hacerlo, ambos nos quedamos quietos.

Es Christine, con los ojos hinchados, grandes ojeras y el rostro humedecido por el llanto. Alejo mis manos de las suyas despacio y le permito calmarse.

—¿Qué hace en este lugar? —pregunto, pero no hay reacción.

Lanza un sollozo temblando con violencia, hay marcas de insomnio en su rostro. Me incorporo del césped, hago mi apariencia decorosa y le brindo mi mano, no sin antes querer saber.

—¿Hace cuánto no duerme? — ante su negativa de hablar suspiro. —le llevaré a casa.

Sus padres suelen ser celosos y sobre protectores. No deseo estar en el pellejo de ese miserable cuando ella le diga lo que quiso hacerle.

—Papá no quiere verme, está enojado —responde ahogando un sollozo.

—¿Qué le hizo? —me mira un instante y regresa la vista al parque.

—No te importa.

Sí que lo hace, si ella fuera consciente o tuviera el poder de leer pensamientos, se asustaría de lo que su presencia logra.

—Gracias por rescatarme —responde —me las arreglaré sola.

—Me viene bien compañía el día de hoy. —sugiero al ver que se aleja.

Me preocupa el estado físico en el que se ve, como también la disputa con su padre.

— ¿Por qué querías compañía de una desconocida? —pregunta deteniéndose a pocos pasos.

—¿Me refresca la memoria? —comento luego de una pausa ya cerca del auto.

Abro la puerta del mismo que intenta rodear para escabullirse, pero se lo impido tomando su mano.

—La he encontrado tantas veces que me dio curiosidad por saber de dónde la conozco y porque la he olvidado. —entorna los ojos y me ve con sospecha —Sin mencionar que ese hombre puede estar por allí, esperando.

Nuestras manos están tomadas, pero los  cuerpos, lejos. No porque así lo desee, es ella la que ha puesto el muro que impide acercarme. Me bastó verla en peligro, llorando y cerca de mí para darme cuenta de que aún es especial.

—Me sentiré más cómodo. —insisto y baja los hombros.

Ella ha dejado de estar a la defensiva y se muestra accesible. Es raro que su padre esté enojado con ella. El recuerdo que tengo, es lo mucho que adoraba a sus hijos. Fue el motivo por el cual me recibieron con los brazos abiertos. Al ayudar a uno de ellos en una pelea.

—En cuanto Vincent salga de turno, me iré. —responde después de permanecer en silencio observándome.

—Espero que ese Vincent sea más caballero que el otro. —respondo y vuelve a entornar los ojos, esta vez hay una sonrisa en ellos. —le advierto que no soy de puños.

Afirma en silencio y suelto sus manos abriendo la puerta del auto. El viaje hasta la clínica fue en silencio, ella no se mostró participativa y le dejé con sus pensamientos. De vez en cuando sus ojos se cierran y se sobresalta, al instante.

—¿No ha dormido?

—No mucho —responde distraída.

—¿Cuándo puede ver al tal Vincent?

—En dos horas.

—Puede dormir en mi oficina, tengo un sofá cómodo y no estaré allí.

—Necesito un analgésico —apoya sus manos en la sien al decirlo y hay dolor en su bello rostro —y muchas horas de sueño.

Me acompaña hasta la oficina sin hacer más comentarios. Su ropa deportiva es holgada. La parte superior, dos tallas más grandes. Aun así, no he visto a nadie llamar tanto la atención y llevar con tanta elegancia algo tan sencillo.

—Buenos días, Doctor Klein, —saluda la asistente del anciano —el doctor Rupert, ha venido a buscarle dos veces.

Nos detenemos frente a la mujer, escucho los pendientes con una Christine cansada y ausente. Ingreso con ella a la oficina, le señalo el sillón, pero ella va hacia él mucho antes que lo haga.

—Segundo cajón a su derecha —le digo sirviéndole agua. —pediré que la dejen dormir, estaré en una reunión. Pero, prometo darle toda la atención al volver…

Giro hacia ella y lo que veo me deja sin aliento. Se ha quedado dormida y ha dejado las pastillas a la vista, pero es muy pronto para que hayan tenido efecto.

Me retiro el saco y la cubro con él. Sus facciones han adquirido la madurez que se espera, conservando ese aire angelical, inocente y travieso que solía amar.

Que aún amo, pienso con una sonrisa en los labios, retrocediendo hasta la puerta y saliendo sin hacer ruidos.

—El doctor …

—Yo me encargo —le interrumpo —comunícate a la sede dos del hospital Frederick.

—Enseguida, doctor. —saca una libreta y empieza a escribir con destreza.

—Pide hablar con Vincent o Marck O’hurn, dile que se trata de su hermana —ella hace anotaciones en silencio —asegúrate que sepan soy yo y no tu jefe.

—¿Qué desea de los señores? —pregunta una vez acabo.

—Dales mi número o pídeles, el de cualquiera de ellos. —señalo la oficina —nadie entra a ese lugar… —le advierto.

—Entendido.

—Damián —el socio de mi padre avanza hacia mí con rostro preocupado —¿Tienes unos minutos antes de la reunión?

Le sigo hasta su oficina y una vez en ella pasa seguro indicándome sentarme. Temo que son malas noticias, aunque en realidad no es temor lo que pasa por mi cabeza. Si la clínica acaba en convertida en cenizas y los Klein en ruinas, tanto mejor para mí.

—El hospital Frederick envió estos documentos —me muestra el sobre y me pide revisarlo —tu padre considera que es posible pedirle el valor completo con base a eso.

Evy está gestando gemelos, un niño y una niña. Leo. Los controles enviados dan cuenta de un excelente estado físico y salud. Cierro los documentos y los dejo en el escritorio contemplando los pro y  contra.

Jason Frederick perdió todas las demás muestras en el primer ataque al hospital. Un daño a la red eléctrica que el viejo no quiso hacerse culpable. Ante eso, el millonario dio por terminado el contrato con la clínica y ofreció a pagar solo el 60%.

—Será complicado. Se mostró recio la última vez que hablé con él—le recuerdo —Es posible que él y su novia sedan cuando vean a los bebés…

—Está muerta —me interrumpe —la dueña de esas muestras era Susan Cass.

—Una razón de más para que el pedido fracase —respondo luego de una pausa y tomo de nuevo los documentos —haré el intento.

—Te lo agradezco.

Vuelvo a los pasillos y decido darle un vistazo a mi invitada antes de ingresar a la reunión. La oficina está abierta, pero le resto importancia e ingreso.

Lo que veo me hace acelerar los pasos y maldecir la existencia de Damián y Silke Klein por enésima vez.

El hijo de puta sostiene en una de sus manos un cojín y la otra está por acariciar el rostro dormido de Christine. Se lo impido apretando su mano entre la mía. Se sobresalta por ver interrumpida su acción, acaba relajándose  al notar, soy yo e intenta soltarse.

Sus dedos empiezan a sonar entre mi puño y le veo directo a los ojos sin decirle nada. Usa su cuerpo haciendo fuerza  intentando soltarse. Por varios intentos ninguno de los dos hace nada. Es la misma guerra silenciosa de hace años, pero a la inversa.

En esta ocasión ya no soy el chico débil que podía hacer trizas.

Es casi imposible que Christine despierte, siempre tuvo el sueño pesado. Aprovecho la soledad y el momento para hacerle saber que, pese a no haber hablado al respeto, recuerdo cada golpe y daño causado.

—Tengo recuerdos de ti y una almohada. —contrario a su esposa no hay reacción en él y no me sorprende.

—Tu madre tiene razón, estás actuando extraño —le suelto luego de varios minutos y sacude sus manos. —solo quería ponerla cómoda.

—¿También quieres el sermón del agricultor y las cosechas? —me mofo —o ¿Una versión más aterradora? —le señalo la puerta instándole a salir y mira a Christine una última vez antes de hacerlo.

—Te perdono el arrebato, porque la chica lo vale —me dice palmeando mis hombros a mi paso —un buen hombre debe saber cuidar a su mujer, quien no puede hacerlo, es un cobarde.

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