Monstruo
La noche y el camino eran solo negrura. Pero Valdus corría con todo lo que el cuerpo le daba, entre las rocas y la tierra, los charcos de lodo espeso y los árboles de ramas bajas que a veces lo rasguñaban. Casi no tropezaba, a pesar de que su carrera desquiciada hubiera terminado mal para cualquier otro que no fuera Valdus. Delgado y cetrino, de piernas largas y huesos que apenas ocupaban espacio dentro de su flaco cuerpo, poseía una habilidad única para saltar y cambiar de dirección en el aire a la mitad de un paso imposible.
Muy atrás le seguían. Lejos pero no lo suficiente como para no escuchar su estrepitosa persecución. El pavor que le provocaba alimentaba su desesperación. Corría lo más aprisa que podía. El bosque se incendiaba al paso torpe pero imparable del monstruo.
Por el contrario, Valdus trataba de no hacer ruido. El chapoteo de sus pies hundiéndose hasta el tobillo le parecía estruendoso, como alaridos que delataban su posición. Era el horror que lo tenía fuera de sí. El monstruo hacía tanto ruido que no hubiera podido escuchar nada. Eran las huellas profundas de Valdus las que iban a perderlo y fue en lo último que pensó.
En la mano, llevaba apretujado un vestido color turquesa. Era una prenda delicada, perfecta para el primer baile de una quinceañera de talle esbelto. Ese maldito vestido, o, mejor dicho, sustraerlo, encendió la ira del monstruo que cada vez era más grande.
Era ropa fina, pero Valdus la manchó al sostenerla en esas manos suyas tan asquerosas. También sufrió más cuando se le cayó en el camino, dos veces. Y no podía pasar por alto las manchas oscuras en las mangas y en el cuello.
Pero nada de eso le restaba valor a la prenda. Para él, era preciosa.
Valdus no parecía ser mayor de unos pálidos y escuálidos veinte años. Tenía sobre la cabeza una buena mata de cabello color paja, hasta los hombros, atado para mantenerlo fuera del rostro en un moño de terciopelo suelto, pringoso como sus pantalones, camisa y los zapatos, que más bien eran bolsas para los pies, hechas de cuero curtido, mojados y pegajosos. Todo lo que llevaba y cuanto tenía en el mundo, era su indumentaria y el vestido que aferraba en la mano izquierda.
A pesar de la ventaja, su temor no disminuyó. Le iba la vida en ello, si de tal forma podía llamar a la existencia que se veía obligado a arrastrar.
Sabía de lo que el monstruo era capaz.
Cerca del final del camino trazado por los hombres del rey mucho tiempo atrás se hallaba una zona de árboles centenarios, robles de troncos gruesos que estuvieron en ese bosque mucho antes que ninguno de ellos. Nadie llegaba tan lejos.
La más miserable casucha que se pueda describir se mantenía en pie gracias a sus tablas roídas por la humedad y las polillas. El techo, que alguna vez fue de madera, tapaba los huecos con hojas, paja y varas. Valdus ni siquiera la miró. La casa podía arder, lo que a él le importaba, estaba dentro.
Empujó la podrida madera que hacía las veces de puerta y le dio la bienvenida una oscuridad más densa que la del bosque y la noche, sin resquicios por donde pudiera asomar la luna. Era casi imposible distinguir lo que había en esa pocilga.
—¡Tenemos que irnos! —dijo siseando, con los dientes apretados. Estaba aterrorizado. Deseaba que los otros hicieran lo que debían; salir, correr y tratar de llegar a un sitio seguro mientras aún tuvieran oportunidad.
En un rincón hubo un movimiento. Leskovac se levantó del suelo. En la mano llevaba una gruesa rama pulida de roble que usaba como garrote. Si Valdus era un joven demasiado delgado y pálido, con los ojos desorbitados y los cabellos sueltos del nudo flotando en ese aire viciado, Leskovac era todo lo contrario. La palidez era la misma, pero la oscuridad en sus ojos asustaría al más valiente. Su tamaño por si solo atemorizaba al más intrépido
Menos a Valdus. Y no era porque tuviera más agallas que otros. La razón era algo mucho más simple. Le conocía de tanto tiempo atrás, que Valdus sabía bien evitar el punto de impacto de esa maza.
Leskovac tampoco temía de nada. Ni sentía piedad por nadie. Valdus era uno de los pocos con los que tenía tratos. La otra era Mílica.
Flaca, de mirada ávida por el hambre y huidiza por el terror que le daban todas las cosas a su alrededor. Hasta Valdus le causaba sobresalto si entraba de repente a la casucha o si se movía de prisa.
Ella apareció por detrás de Leskovac. Con seguridad los sorprendió tendidos en el suelo, en el rincón más oscuro, cerca de donde algún día estuvo una chimenea que hacía décadas que no se encendía. Esa parte de la casa era de rocas apiladas una sobre otra y unidas con una argamasa que el tiempo no logró desgastar. Valdus no sabía por qué esa parte también era la menos húmeda, y casi no tenía alimañas.
Mílica usaba un vestido viejo de color indefinido, tan pardo como sus cabellos. Sus ojos grandes enrojecidos y su carita, que un día fue hermosa, estaba tan sucia que parecía usar una máscara negra.
Esos dos no se molestaban uno al otro por su olor. La casucha misma estaba impregnada de un hedor frío, viejo y podrido que los envolvía a todos, emanaba de la ropa y de su piel. A veces Valdus se lavaba y conseguía una muda nueva. Leskovac no se tomaba la molestia y Mílica todavía no era capaz de pensar en esas cosas.
Era para ella el vestido color turquesa que Valdus sostenía todavía, apretado en una mano, como si fuera una soga para asirse, trepar por ella y escapar. Mílica detuvo en él la mirada y le sonrió un poquito. Y tan solo con eso, soltó el agarre del vestido, lo sacudió para hacerlo presentable y de un paso se acercó a Leskovac a quien entregó la prenda. A ella no podía.
No debido a que alguien se opusiera a su amistad, sino porque la joven solo confiaba en el hombretón, desde que él la sacó de entre una pila de cadáveres, tiempo atrás.
Leskovac era rudo, agresivo y temible, pero para los dos presentes era todo cuanto quedaba de su corazón. Asintió, tomó en vestido y lo entregó de inmediato a la joven con un gruñido, que Mílica correspondió con otra sonrisa fantasmal. Desapareció detrás del hombre grande para quitarse la prenda raída y estrenar el nuevo, roto, sucio y manchado, pero cuya seda destellaba al casi inexistente resplandor de la noche que se colaba por la puerta abierta.
—¡Ya viene! —apuró Valdus— ¡Tenemos que salir de aquí!
—Que venga —gruño desinteresado, también escuchando en la distancia, todavía lejano, el sonido del monstruo—. Me encargaré de que no vuelva a su miserable camastro.
Valdus negó, temblando. Leskovac no entendía. No había visto uno de ese tamaño, tan deseoso de una sola cosa; su muerte. Iba a tomarlos y a satisfacerse de su agonía. Pudo verlo en su determinación, tan cerca como para saberlo y oler la pestilencia de su ira, el frío y mefítico aroma de la venganza.
—Es demasiado grande —susurró—. Esta vez no vamos a salir de aquí, le prenderán fuego a todo. ¡Vámonos!
Pero Leskovac confiaba demasiado en su fuerza y conocía muy bien la cobardía. Solo hacía falta hundir el mazo en el cráneo de uno, para que los otros se la pensaran antes de intentar un ataque. Así se les pisotea, uno a uno.
Hacía mucho tiempo que su garrote no recordaba el crujir de los huesos.
Acarició al pulido madero, pesaba tanto que solo él podía levantarlo y enarbolarlo sobre su cabeza. Valdus dudó, por primera vez en todo el tiempo que llevaban asociados. Desesperación y rabia. ¿Por qué Leskovac tenía que ser tan terco? Aunque se sentía invencible, no lo era.
Nadie nunca salía victorioso de todas sus batallas.
Valdus confiaba en la fuerza de su compañero. Pero ¿y Mílica? Si algún resto de compasión quedaba en sus corazones, Mílica la merecía toda. ¡Había sido una señorita, muy pequeña cuando atacaron a su familia!
Valdus se tomó un instante para recordarse a sí mismo. Era joven también al conocer el lado más oscuro de la vida.
Como Mílica, tuvo ayuda, compañeros que ya no estaban con él porque a la mayoría, tarde o temprano les ocurría lo mismo que a Leskovac; perdían el sano miedo que nos mantiene a salvo y, por ende, el respeto.
Se enfrentaron al monstruo y uno a uno, fueron destruidos.
Eran viejos cuando él era pequeño. Ahora él era el anciano y Leskovac el joven. Mílica era apenas un bebé.
—Si quieres quedarte, hazlo. Yo me iré. Te veré después —se pensó un momento lo que acababa de decir—. Tal vez no, pues confías demasiado en tu fuerza, pero el monstruo no se vence así. Nunca podrás derrotarlo. Otros con más edad y más poder que tú, sucumbieron.
Miró por última vez a Mílica. Y ella, ataviada con su bonito vestido color turquesa que tenía manchas oscuras en el escote y en las mangas, tierra y lodo en la falda y humedad fangosa en la orilla de volantes, pareció despertar.
Salió de esa niebla en la que permanecía asustada, aterida, distante como ave en un invierno duro, moviéndose poco y esperando a la muerte que se negaba a llegar.
—Vámonos —susurró la pequeña. Si alcanzó dieciséis años antes de que todo en su vida fuera destruido, tuvo suerte. Y no era que hubiera sido una buena o valiosa, pero era suya. Ya ni eso le pertenecía, no tenía nada, excepto un vestido de dama, manchado de sangre, de color turquesa.
Leskovac la miró ofendido, enojado, iracundo de repente. Valdus no se quedó a ver como arreglaban sus diferencias. Era estúpido negarse. El monstruo se acercaba, ya estaba tan próximo que el resplandor de sus mil lenguas de fuego rasgaba la perpetua oscuridad.
Nada tenía Valdus. Como Mílica, era dueño solo de lo puesto. Podía haber salido corriendo en dirección contraria si hubiera querido, mejor dicho, si no los hubiera querido, porque a pesar de todo, sus compañeros le importaban y ese fue el segundo gran error que jóvenes y viejos cometieron.
En vez de ser las aves de paso del infierno, fantasmas en la noche desapareciendo sin dejar huella, ni memoria borrosa, delirios en la mente de un anciano, cada uno de los que Valdus conoció y perdió, confiaron demasiado en poder. Todos marchaban con las anclas del cariño a cuestas, lentos y pesados.
Los dos de la casucha miserable eran eso que impedía que el viento de la noche lo llevara lejos. Alguna vez tuvo un hogar. Recordaba el fuego y a su padre. El cabello de su madre y sus manos cálidas, pero no su rostro.
El tiempo de siglos todo lo corroe y a ella, primero le carcomió la cara.
Así eran las cosas.
Como cualquiera que se ve forzado a seguir adelante, lo hizo.
¿Qué sentido tenía negarse? Nadie sabía algo de él excepto los dos que dejaba atrás y a los que no volvería a ver. El monstruo ya rodeaba la cabaña, pero no se quedó a ver.
Se fundió en la negrura, sin rumbo para sus pies. El desierto perpetuo de la soledad aniquilaría su existencia más que la peste o la guerra. Era peor que la muerte. El quinto jinete de la calamidad.
La más dolorosa de sus tragedias.
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