4. El Chico de los Muertos
Por si el nauseabundo olor del humo del cigarrillo no hubiese sido suficiente para indicarle quién era el intruso a sus espaldas, distinguió cabello rubio en el reflejo de la sierra mientras lavaba los instrumentos en el «área sucia» de la morgue, librándolos de sangre y otros residuos.
—No está permitido fumar aquí. —Su voz se perdió en el sonido del agua del grifo.
Pero supo que el aludido podía oírle perfectamente en cuanto dio una larga y ruidosa calada, y sopló adrede el humo en su dirección.
Jesse contuvo el aliento hasta que la voluta se hubiese evaporado. No era inusual ver a Victor fumando en áreas solitarias del hospital —sobre todo cuando hacía demasiado frío para salir afuera—, y a él no le importaba... siempre que no eligiera la morgue para hacerlo, e importunase su trabajo.
Y hoy, Victor Connell hacía precisamente eso.
—¿Querías algo? —preguntó con la esperanza de que, de ser el caso, hablase de una vez y se fuera pronto de allí. Empezaba a marearse.
No solo tenía que tolerar el humo metiéndose por su nariz y sus ojos; sino que, sin ventanas, el olor solía quedarse atrapado entre las paredes y debía soportarlo por horas; aún después de que Victor se fuera.
—Tienes un nuevo amigo esperándote arriba. No tendría por qué informártelo yo; no era paciente mío.
Tras terminar de enjuagar los instrumentos que había estado utilizando, llenó un balde de agua caliente, vertió el limpiador enzimático y puso a remojar todo allí. Para cuando acabó, Victor ya había consumido el cigarrillo hasta el filtro. Sopló otra humareda en su dirección y Jesse contuvo otra vez la respiración con un escalofrío. Al parecer, no estaba dispuesto a desperdiciar nada; y menos aún, la oportunidad de molestarlo con ello.
Tras quitarse metódicamente la indumentaria de protección y disponer de ella, se dirigió a la puerta, pero Victor le obstruyó el paso en cuanto intentó salir. Estaba acostumbrado a tener que alzar el rostro para mirar a la mayoría de las personas, y Connell no era la excepción; pero tratándose de él, Jesse ya no se molestaba en hacerlo.
—Con permiso...
—Mírate. ¿Qué, no comes? —Su tono cargaba cierto punto de asco. Después, arrojó la colilla del cigarro al piso y se la señaló con un gesto, para luego darse una teatral palmada en la frente—. Ah... Olvidaba que ya no eres el chico del aseo. Me pregunto cuanto tardarán en convertirte en doctor. Ponerte al mismo nivel que yo en este hospitalucho de mierda...
—No va a estar nunca a tu nivel; no te preocupes, Connell. —La voz de Daniel los alertó a ambos. Aquel se acercaba tranquilamente por el pasillo. Traía en la mano su maletín, y ya se había quitado la bata. Al momento de llegar junto a ellos, arrojó de soslayo a Victor un vistazo displicente—. Él no caería tan bajo. ¿No tienes nada mejor que hacer?
Victor puso los ojos en blanco y se encaminó a la salida.
—Ya te estabas tardando en venir por tu novia. —Antes de cruzar el umbral de la puerta se detuvo en Jesse por última vez—. Sube rápido, Casper. Y trae aquí al muerto antes de que empiece a apestar.
Una vez se marchó, dejando atrás la peste del tabaco, Daniel se agachó para recoger la colilla del piso y fue a tirarla al basurero.
—Área de hospitalización. Habitación doce; cama A —le informó, conforme se lavaba las manos—; el registro ya está hecho y archivado. Lydia se encargó. No requiere autopsia, así que el médico ya se fue; no te dejó ninguna indicación. Y el servicio fúnebre ya fue notificado.
Jesse exhaló suavemente. Efectuar todo ese proceso era su trabajo. Y conocía de sobra las intenciones de Daniel.
—Estás libre por hoy —comentó aquel, tal y como esperaba que lo hiciera.
—Limpiaré el lugar antes de que llegue la carroza.
Daniel dio un resoplido:
—No importa qué haga, al final encontrarás siempre otra cosa que hacer, ¿huh? Y yo que iba a invitarte a almorzar. Ya entregué el turno. —Adoptó entonces el semblante de un padre severo—. ¿Qué te he dicho sobre saltarte el almuerzo? ¿Desayunaste al menos?
Eludiendo responder, Jesse pasó junto a él y salió de la morgue. Daniel lo acompañó por el oscuro pasillo.
Estaba inusualmente silencioso, pero Jesse no infirió en ello. Sabía que no tenía que preguntar. Si era lo bastante importante, Daniel se lo diría de todos modos.
—A veces pienso que deberías reportar a Connell a RR.HH., o al menos mencionarlo al director.
—Darle importancia será peor.
—¿Peor que ahora? No puede hacer nada. El doctor Garner te estima. Y si yo hablara también, si le contara que se escapa para fumar aquí, pondría a Victor de patitas en la calle.
Jesse movió la cabeza. El Saint John nunca iba sobrado de personal. Y Victor era un buen doctor; uno que no podían darse el lujo de perder por trifulcas personales.
Al final de su camino juntos, se detuvieron en la cima de las escaleras, en el primer nivel.
—Te irás a casa cuando termines, ¿verdad? ¿Quieres que te espere y te lleve?
—Tú regresarás por la noche. Ve a dormir, Dan.
Aquel suspiró y pasó junto a él para continuar por el pasillo hacia la sala de espera del hospital, y después a la salida. Antes de sobrepasarlo, se detuvo y le puso una mano sobre el hombro:
—Apenas termines come algo y ve directo a casa. ¿Nos vemos mañana?
—Esta noche. Cubriré en «hospitalización» —disintió él, y subió rápido las escaleras para no dar tiempo a Daniel de protestar, como sabía que lo haría.
—¡Jess...! —le escuchó gritar desde la primera planta.
En realidad, cualquier excusa era buena para no tener que volver a casa; pero acompañar a Daniel durante la jornada nocturna, su favorita, era una buena razón para regresar al Saint John por la noche, a hacer otro turno.
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Después de bajar el cuerpo a la morgue en el elevador para camillas, de limpiar y ordenar todo, y tras haber despachado al servicio fúnebre, quedó finalmente libre de todas sus tareas.
Consideró ir a casa a dormir, pero ya había empleado dos horas de su descanso para poder terminar todo. En ir y volver caminando gastaría dos horas más. Determinó que, de hacer caso al menos a una de las recomendaciones de Daniel, entonces prefería comer. Después podría dormir un poco en algún rincón del hospital, y así haría un mejor uso de esas horas que ir y a un lugar al que no quería volver, solo para estar cuatro horas allí.
Con eso en mente dejó todo ordenado en la morgue, apagó las luces y se marchó.
Odiaba la comida insípida de la cafetería del hospital, y todavía más sentarse allí. Comer era una de sus actividades menos favoritas, por lo que jamás dedicaba a ello más tiempo del necesario; tiempo del que podía sacar provecho haciendo otras cosas y adelantando trabajo. Tampoco tenía demasiada hambre, pero Daniel se lo había encarecido.
Por el pasillo se topó con varios otros miembros del personal, y como era usual, nadie reparó en su presencia; o al menos no demasiado. «Casper», lo apodaba Victor... Por encima de cuán poco ingenioso le resultaba el sobrenombre, Jesse pensó que compartía en común no tantas similitudes con el personaje de caricaturas más que el simple hecho de ser un fantasma.
Como rara vez entablaba conversación con las personas más allá de lo necesario, salvo las veces en que alguien, por alguna razón, le dirigía la palabra, sus paseos por los pasillos eran siempre silenciosos, y le dejaban mucho tiempo para desmenuzar las ocurrencias que disfrutaba masticar —más que la comida— para pasar el tiempo.
¿Y si en verdad fuera un fantasma? Suponía que serlo sería para él lo mismo que estar vivo. Pasar el tiempo errando por rincones oscuros, el que la gente pasara por su lado sin notarlo, y permanecer atado a un solo lugar por siempre. Como a la morgue del hospital Saint John...
Por lo demás, sus días serían igual de silenciosos y monótonos.
Distraído como iba, abrió sin fijarse demasiado la puerta del corredor hacia la sala de espera, todavía inmerso en sus cavilaciones; pero el hilo de sus pensamientos se vio sesgado de modo abrupto cuando, al cruzar el dintel, algo lo embistió duramente por un costado.
Su visión se distorsionó por un instante, en que las imágenes pasaron rápido ante sus ojos, antes de cerrarlos al golpear dolorosamente una superficie llana con la espalda. Y al abrirlos de nuevo, se encontró mirando al techo amarillento y enmohecido del corredor. Se llevó por inercia una mano al rostro para cerciorarse de que sus lentes seguían en su cara.
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Tardó unos instantes en reaccionar. Lo primero que notó fue la frialdad bajo su espalda de lo que ahora sabía que era el piso, colándose por la delgada tela del uniforme, y después, un peso encima de él, limitando su respiración y sus movimientos.
Maniobró intentando levantarse, y en cuanto el cuerpo sobre él se movió también, emitiendo quejidos y resoplidos, supo que no era algo, sino alguien. Y al conseguir erguirse se encontró frente a frente con un par de pupilas grises bajo dos abanicos de pestañas rojizas, flameando con furia:
—Maldita sea... ¡Es la segunda vez! —rugió una voz familiar, tan cerca de él, que le hizo encoger los hombros por reflejo.
Los mechones lacios de cabello rojo que caían desordenados sobre el rostro en forma de corazón fueron la pieza que faltaba para permitirle armar el rompecabezas completo.
—¡¿Cuál es tu problema?! ¡¿Es que nunca ves por dónde vas?! ¡¿De qué te sirven esos enormes lentes?!
Después de batallar un rato para levantarse, Jesse optó por quedarse quieto mientras Charis se desmarañaba de él, para así no entorpecerla. Y solo una vez que ella estuvo en pie, en lo que sacudía y reacomodaba sus ropas, él se levantó también, adolorido por los golpes, y se alejó para devolverle su espacio personal, a la vez que intentaba recuperar el suyo, y su propio equilibrio.
—¡No puedo creerlo! —Ella se agachó, y conforme se peinaba el cabello con los dedos, su mano erró por el piso buscando algo a tiendas, mientras que sus ojos permanecían fijos en él, fulminándolo—. ¡¿Tienes un radar para saber dónde voy a aparecer y meterte en mi camino?! ¡Parece que lo haces a propósito!
Jesse escuchó en silencio y con los labios apretados la retahíla mientras sacudía su propia ropa, adivinando que no había nada que pudiera decir para mejorar la situación.
Divisó a sus pies una cartera de piel color melocotón, lo cual imaginó que era aquello que Charis había perdido, y se inclinó para recogerla por ella. No obstante, el súbito rugido de Charis lo paralizó a mitad del acto.
—¡No...! No la toques, déjala ahí.
Ella la recuperó del piso de un zarpazo y la metió por la fuerza en su bolso.
—Esto es ridículo... Ya nos hemos visto en tres oportunidades y ningún encuentro contigo me ha dejado siquiera una impresión ligeramente mejor de ti que la anterior. ¡¿Cuándo va a ser el día en que...?!
Su soliloquio se detuvo de forma repentina cuando, al sacudir una de las mangas de su delgada blusa blanca manchada de polvo con la mano contraria, se detuvo en una zona en particular, con un quejido de dolor. Sobre un costado de la muñeca tenía varios rasguños sucios y de bordes irregulares, los cuales probablemente se había ocasionado con los vinilos rotos del suelo carcomido.
Su rostro, enrojecido de enfado, pasó al pasmo en cosa de un instante, y se petrificó con los labios entreabiertos en una mueca adolorida.
Jesse extendió una mano por inercia, pero la detuvo a medio camino y la recuperó de golpe en cuanto, con un nuevo grito, Charis saltó lejos de él, afianzando aprensivamente la zona lastimada en la mano contraria.
—¡¿Qué haces?! ¡No me toques!
—S-... Solo iba a...
—¿Qué, a ayudarme? —ironizó ella, con una gran sonrisa sardónica— Déjalo así; ya has hecho bastante por hoy. —Humedeció uno de sus dedos en su propia lengua y pasó la yema por encima de su herida para limpiarla, emitiendo un siseo de dolor—. Maldita sea contigo...
Jesse llevó la vista al piso. No hizo ningún otro intento de acercarse, pero tampoco se marchó de allí. Ante su silencio, Charis dejó escapar un ronco suspiro, y parte de su mal humor pareció atenuarse.
—Solo... dime en dónde está Daniel —pidió, con menor hosquedad—. He estado llamándolo desde hace una hora, pero tiene el móvil apagado.
Era obvio... Daniel apagaba el móvil cuando dormía. Las horas de descanso para un doctor eran importantes.
—Se ha ido a casa.
—Grandioso... —Charis rodó los ojos y dio la media vuelta.
—Tiene... la jornada de esta noche —la retuvo Jesse.
Ella volteó para mirarlo por encima de su hombro.
—¿Tu punto es...?
—Deberías... dejarlo dormir.
En un gesto que ya era característico de ella, dejó caer la boca abierta en un jadeo que pretendía ser una risa, pero la cual no cargaba el menor rastro de buen humor. Viró del todo para mirarlo.
—Veamos: cegatón, torpe, y además entrometido. ¿Algo más?
Ignorando la sarta de insultos, Jesse se fijó en que mientras hablaba, Charis aún sostenía su muñeca, y que torcía el gesto al hablar.
Hizo un nuevo intento de acercarse, a lo cual, ella volvió a retroceder.
—Déjame ayudarte.
—¿Qué podrías hacer tú?
Por respuesta obtuvo un silencio tenso. Jesse extendió entonces los brazos a sus costados señalándole lo que era evidente:
—Es... un hospital. Trabajo aquí.
Charis frunció los labios con obstinación. Jesse esperó una nueva negativa, a lo cual no tendría de otra que rendirse; más, para su sorpresa, tras soltar una honda exhalación, y adoptando un gesto derrotado, ella aceptó:
—... De acuerdo.
Superado el alboroto de hacía unos instantes, el pasillo volvía a estar en calma. Pero más que resultarle tranquilizador, transitarlos solo en compañía del «chico de los muertos» le resultaba a Charis en una experiencia más bien turbadora.
Por una parte, agradecía que el pasillo hubiera estado vacío al momento de chocar, pues no solo se había ahorrado la vergüenza de caer despatarrada al suelo, con la falda subida, sino también el hacerlo en la más desafortunada y comprometedora de las posiciones sobre nada menos que Jesse Torrance.
Sin embargo, ahora que caminaba en silencio detrás de aquel, deseó que alguien se cruzara en su camino; alguna cara amable a la que pudiera sonreír y que le sonriera de vuelta. Cosa de la que él parecía incapaz.
Torrance la condujo sin decir nada hasta el final del pasillo y luego le indicó seguirlo por las escaleras hacia la planta superior. Charis reconoció el camino de inmediato, pues era el mismo camino que había evitado la primera vez, y el cual la había llevado, en su afán de usar el elevador, hacia la morgue del hospital, en donde todo había comenzado.
—¿A dónde me estás llevando? —pidió saber, recelosa.
—A la oficina de Daniel, en la segunda planta. Hay un botiquín ahí.
—Pensé que dijiste que no estaba.
—Tengo la llave.
—¿Por qué? —quiso saber, pero él no respondió.
Por el camino, Jesse la dejó aguardando fuera de un pequeño despacho, y, tan escurridizo como un ratón, entró sin apenas hacer ruido y salió con un recipiente rectangular plástico que contenía una especie de líquido de color azul congelado, el cual le extendió y le indicó sujetar contra su muñeca lacerada en lo que continuaban su camino.
—¿Qué es?
—Te ayudará con la inflamación.
—¿De dónde lo has sacado? —quiso saber ella, todavía suspicaz.
—De un frigorífico. —No contenta con su respuesta, Charis aguardó en silencio porque fuera más específico. Y, como si le hubiese adivinado el pensamiento, Jesse añadió—. De vacunas. Nada más.
Solo entonces, ella accedió a recibirlo. Estaba muy frío, pero ayudó a mermar el dolor pulsante de su muñeca cuando lo sostuvo contra su lesión.
—¿Sabes primeros auxilios? —quiso saber.
Jesse exhaló exhausto, desconcertándola. Aquella era la muestra más abierta de emoción que Charis le había visto expresar desde que se conocían... y era de puro disgusto.
Contuvo el impulso de mandarlo al demonio e irse por donde había venido para marcharse. Todavía conservaba las esperanzas de que pudiera darle algo para el dolor, lo cual con mucha suerte sirviera para quitarle no solo el del golpe en la muñeca. Se llevó por reflejo la mano sana al cuello y frotó sus cervicales adoloridas, las cuales habían estado molestándola por varias semanas, y que ahora, gracias a la caída, le dolían más que nunca.
https://youtu.be/W2ZlTNiLloU
Frente a la oficina de Daniel, Jesse introdujo una llave en la cerradura y le sostuvo la puerta abierta. Charis lo examinó desconfiada. No se había esperado un gesto caballeroso de su parte, así que intuyó que solo era protocolo para con los pacientes del hospital, y que estaba acostumbrado a hacerlo.
Entró, todavía no del todo convencida, pero se relajó en cuanto reconoció al interior del consultorio el estilo inconfundible de Daniel, y supo que ese espacio, en efecto, era suyo. Incluso el olor de su colonia estaba un poco impregnado en el ambiente y aquello la relajó.
Era un consultorio pequeño, pero confortable. Su certificación estaba enmicada y colgada en la pared; tenía un calendario con un motivo ecuestre en el escritorio, y junto a él dos fotografías cuidadosamente enmarcadas; una, de él con sus abuelos, y otra con su hermana mayor.
En la última, él estaba de pie detrás de la silla de ruedas de Erika, y sostenía con afecto sus hombros. Aunque parecía una fotografía reciente, ella estaba igual que la última vez que la había visto; cabello castaño oscuro y largo, y los mismos ojos de Daniel, pero con un cuerpo frágil, muy distinto de su hermano, quién siempre había sido alguien más bien robusto.
Se entretuvo mirando la fotografía en lo que Jesse descolgaba de la pared el botiquín de primeros auxilios.
—¿Conoces a la familia de Daniel? —quiso saber.
Se preguntó de pronto qué tan involucrado estaría Jesse en su vida personal. Pero, pensándolo mejor, finalmente aceptó que lo que quería saber en realidad, era si ella tenía alguna clase de privilegio en ese aspecto, que a él le hubiera sido negado. O si, por el contrario, él los tuviera, por sobre ella.
—A sus abuelos —contestó Jesse, corroborando en parte lo que no quería escuchar—. Los he visto un par de veces, cuando han venido.
Charis frunció el ceño. ¿De manera que nunca los había visitado con Daniel como hacía ella? Aquello la hizo sentir un poco mejor, pero al mismo tiempo más intrigada. ¿Por qué Daniel nunca lo había llevado con ellos? ¿No conocía tampoco a Erika, su adorada hermana mayor?
—Uhh... S-Siéntate —le indicó él, abriendo el botiquín sobre el escritorio de Daniel.
Charis ocupó sitio en una de las sillas y Jesse tomó el lugar frente a ella. Ya había dispuesto sobre el escritorio los implementos que usaría; varias bolas de algodón, un paquete plástico rectangular, y dos botellas: una de color marrón, y otra diminuta.
—Aguarda —lo detuvo Charis, antes de confiarle su mano—. ¿Podrías... ponerte guantes?
No estaba segura de fuera una petición razonable, hasta que Jesse metió una mano detrás del botiquín y le mostró una caja de guantes de látex desechables que ya tenía preparada, indicándole que esa era su intención desde el inicio.
Se los puso en lo que ella, más confiada, se descubría la muñeca. Por mucho que lo intentara, todavía no podía obviar el tipo de trabajo que el muchacho llevaba a cabo en ese lugar, ni tampoco olvidar lo enferma que se había sentido al recordar que él la había tocado con las manos desnudas la primera vez. Y, pese a que ahora estaba usando guantes, Charis sintió un escalofrío recorrer todo su brazo hasta instalarse en su columna en cuanto percibió, a través del látex, lo helada que estaba su mano cuando él solicitó la suya, y ella se la tendió con vacilación.
Aquel examinó su lesión sin prestar demasiada atención a su mirada recelosa o a su gesto tenso. El mayor daño estaba sobre el hueso de la muñeca, en el dorso, en donde la primera capa de la piel se le había arrugado y desprendido como cascarilla de nuez.
Charis emitió un siseo con solo mirarla.
Jesse abrió de forma prolija el paquete rectangular y lo dejó sobre el escritorio. Contenía una bandeja plástica con dos compartimientos, un par de pinzas, una tijera y algunos apósitos. Después de quebrar el sello de la botella pequeña, estrujó su contenido en uno de los compartimientos y allí mojó la primera bola de algodón, la cual libró del exceso con la pinza, antes de acercarla a su piel y empezar a limpiar la herida.
Charis dejó salir un jadeo en cuanto el líquido frío la tocó. Pensó que era alcohol, y se había esperado que le ardiera como el demonio, pero se sorprendió de que, sin contar el dolor propio de los rasguños, el líquido se sintiera fresco y agradablemente fresco.
—¿No es alcohol?
—Solo es solución salina.
Desechada la primera bola de algodón, aquel le removió la piel desprendida con cuidado, usando las mismas pinzas, y después repitió el proceso con la segunda, y luego la tercera, la cual no humedeció y en cambio usó para secar la zona con pequeños golpes más delicados de lo que ella se hubiera esperado de sus dedos largos.
—¿Siempre tienes las manos tan frías? —se quejó, todavía incómoda por la extraña sensación de ellos a través del látex.
Con las mangas arrebujadas, alcanzó a vislumbrar parte de sus brazos. Su piel era pálida a tal extremo que lucía translúcida, y podía ver perfectamente las líneas azuladas de sus venas. Por encima de ello, corroboró una vez más, por el diámetro de sus antebrazos lo imposiblemente delgado que era. ¿Qué calor podía guardar alguien así? Sintió escalofríos.
Cuando Jesse apartó las manos para cortar un apósito de gasa con las tijeras incluidas en el pequeño empaque, Charis pudo apartar al fin su mirada vigilante del proceso que él efectuaba sobre su muñeca. Fue entonces que un fugaz resplandor entre la holgura de su ropa captó su mirada y alcanzó a ver una fina cadena de algún metal lustroso alrededor de su cuello, al final de la cual colgaba una figura que captaba la luz con un intenso resplandor plateado.
Reconoció la forma del dije, pero no supo nombrarla; solo sabía que la había visto antes: una especie de flor de tres puntas.
—Bonito collar —comentó, en el afán de conversar, pues el silencio empezaba a azuzar otra vez sus nervios.
Jesse se llevó ipso-facto una mano aprensiva al cuello, y refugió el dije en su palma. Se congeló por algunos segundos. Después solo asintió muy brevemente y se guardó la joya dentro de la ropa, escondiéndola de su vista.
Charis lo escudriñó, contrariada y algo ofendida por el gesto. ¿Acaso pensaba que se lo robaría si la miraba mucho?
Le costaba creer que fuera así de huraño siempre. ¿Cómo había logrado ganarse la simpatía de alguien tan cálido como Daniel? Empezaba a preguntarse seriamente si acaso actuaría de un modo diferente entrados en más confianza. Ella probablemente nunca lo averiguaría..., pues no albergaba la menor intención de llegar a ese punto con él.
Sacudió la cabeza sin querer pensar más en ello.
Se percató de que sus hombros se sentían tensos y de que el cuello empezaba a dolerle gracias a su postura inclinada, intentando mirar lo que Torrance hacía en su brazo, así que se irguió y se llevó la mano a la parte posterior del mismo, empezando a girar la cabeza. Notó que Jesse levantaba ligeramente la vista en su dirección.
—¿Te... lastimaste el cuello?
Su voz, aún tan susurrante como siempre, la tomó por sorpresa.
—No; ya me dolía. Desde hace semanas.
—Quizá... Daniel podría mirártelo.
Charis bufó con el consejo, pero de todos lo consideró. Tenía un amigo doctor, después de todo...
Terminado su trabajo, Jesse mojó una última bola de algodón con la botella de color marrón, la cual exudó un líquido extraño del color de la sangre, y el cual le extendió por los bordes cercanos a la herida, sin tocarla, para después poner un apósito limpio sobre la misma, que le fijó con cinta porosa, rodeando su muñeca. Después, lo limpió todo, guardó lo que había utilizado, desechó el resto en el basurero, y devolvió el botiquín a su sitio.
De no conocerlo, por la facilidad y rapidez con la que había llevó a cabo la curación, Charis hubiese creído que era un auténtico doctor de ese hospital, y no solamente un auxiliar.
Pero, por más que quisiera, todavía no era capaz de pasar por alto todos los tropiezos que accidentaban su camino desde el inicio hasta ese punto, por todo el corto tiempo que llevaban conociéndose.
—Gracias —le dijo—. Aunque no sé si te las mereces; tú fuiste quién chocó conmigo, para empezar. —Su tono fue más hosco de lo que hubiese querido, aun cuando en principio lo que había pretendido era bromear.
—... ¿Yo choqué contigo? —adujo él, a media voz y sin mirarla, mientras guardaba el botiquín en la gaveta.
Pese a que su tono era tan quedo como siempre, Charis no pudo interpretarlo como otra cosa que una retórica sarcástica. Antes de que hiciera acopio de toda su inquina para devolverle el cumplido, Jesse se le adelantó:
—Daniel tardará otras cuatro horas.
Charis bufó. No tenía deseos de otro argumento.
—No esperaré aquí cuatro horas. Le dejaré un mensaje para cuando despierte.
Después de dejar todo ordenado y abandonar juntos el despacho, se detuvieron frente a la puerta, listos para separarse. Charis llenó el pecho con un hondo respiro.
—En fin... Adiós, supongo.
No esperó una respuesta antes de darse la vuelta para irse. Tampoco obtuvo una; ni siquiera una palabra de despedida. ¿Aquel chico era así de maleducado con todos, o tenía alguna clase de vendetta personal con ella? Empezaba a pensar que Daniel le había mentido antes para hacerla sentir mejor y que Torrance realmente le guardaba algún tipo de rencor por haber preguntado algo que no debía. No obstante, desechó esa idea de su cabeza. En ese caso, ¿se hubiese ofrecido a ayudarla? Aunque era lo más justo, pensó, después de todo, él había chocado con ella.
Aunque lo que más deseaba era cruzar pronto esos pasillos e irse lo más rápido posible de aquel lugar, un último pensamiento la detuvo cuando se hallaba a punto de salir.
Sujetó en su mano su muñeca lastimada, deslizando el pulgar por encima del apósito limpio.
Pensó que si ella se había lastimado aun cuando él se llevó la mayor parte del impacto, amortiguando parcialmente su caída, entonces era probable que él hubiese sufrido un golpe mucho peor. Y aún después de ayudarla, ella no había sabido hacer otra cosa que portarse hostil. Aunque el chiquillo no le simpatizara en lo absoluto, no tenía justificación para ser ruda con él por algo que no era su culpa.
Con un soplido exasperado dio la media vuelta, determinada a hacer las paces, pero Jesse ya había desaparecido por el pasillo. Charis se mordió los labios. Podía dejar las cosas así y marcharse para no verlo más... o podía hacer lo correcto y buscarlo para disculparse.
Tragándose su orgullo... se decantó por lo segundo. Y partió en la misma dirección en que le había visto hacerse humo, ojalá hacia algún sitio iluminado; ojalá no a la morgue nuevamente, pues no iba a poner un pie allí ni por toda la buena fe del mundo.
—¡Torrance! —llamó, esperando que su voz tuviera algún efecto, si acaso se encontraba cerca— ¡Torrance!
Al torcer por uno de los dos pasillos al final del corredor se topó con unas escaleras en caracol hacia una tercera planta y allí dudó. Estaban oscuras, pero arriba los pasillos debían estar iluminado... ¿no? ¿Qué había en la tercera planta para empezar? ¿Cómo saberlo?, nada estaba señalizado en ese lugar. Y cada segundo que permanecía allí se sentía más nerviosa y sufría impulsos más imperativos por abandonar sus intenciones y largarse antes de que oscureciera y tuviera que salir por el estacionamiento en penumbras. ¿Qué hora era? Casi las siete, o eso calculaba. Ya era tarde para plantearse ese inconveniente; afuera de seguro ya oscurecía.
—Maldición... ¿En dónde rayos se metió ese chico?
Decidió que echaría un vistazo en la tercera planta y hasta allí llegarían sus esfuerzos. Si no lo hallaba, renunciaría y se iría. No se atrevía a estar allí para cuando cayese la noche; por ningún motivo... La última vez había sido hace veinte años.
Los pasos de una persona en la cima de las escaleras alentaron sus esperanzas y apuró su caminata:
—¡Torrance! —llamó, sorteando escalones a punto de tropezar.
Pero la persona que apareció al torcer por la primera sección de las escaleras era alguien completamente diferente.
Se topó con un hombre alto —casi tanto como Daniel—, aunque algo más delgado, bien afeitado y con el cabello rubio, pulcramente peinado. Era joven, pero estaba ataviado de una bata blanca e impoluta. Un doctor.
Se detuvo abruptamente, casi a punto de chocar con él, y a su vez, este frenó frente a ella, escudriñándola con una mirada inquisitiva.
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—Disculpe —se excusó Charis.
Se apartó hacia a un lado, pero él se movió en la misma dirección, y el incidente se repitió cuando Charis se movió al otro, al mismo tiempo que él, hacia el mismo lado.
Producto del bochorno, forzó una sonrisa avergonzada y se quedó quieta en su lugar. En respuesta, el joven doctor distendió una gran sonrisa de dientes blancos y la rodeó por un costado de la escalera para poder bajar.
—Cuidado, o empezaremos a bailar. —Su broma restó toda incomodidad al asunto, y eso le ayudó a sentirse relajada. Charis se rio, probablemente por primera vez en todo el día.
Dos escalones más abajo, él quedó casi a su altura, pero no continuó su camino, sino que se detuvo allí sin quitarle la vista de encima con el amago en los labios de decir algo.
—Lo siento. ¿No debería estar aquí? —preguntó Charis, adivinando que era aquella la razón por la cual la miraba tanto.
—El horario de visita ya terminó. Es de once a las doce del día, y luego de cuatro a cinco de la tarde.
—¿Horario de visita? —preguntó Charis. Y entonces lo recordó. El área superior era el sector de hospitalización— Oh, no, no. No vengo para... —Se frenó, sin saber cómo empezar a explicarse—. En realidad... busco a alguien que trabaja aquí.
El doctor rubio viró sobre su lugar para darle cara. Charis llevó por instinto la vista a la identificación que colgaba del bolsillo en el pecho de su bata. Había conocido a poca gente que luciera tan bien en su credencial.
Victor Connell.
—Quizás pueda ayudarla —ofreció él—. ¿A quién busca?
—Torrance. Jesse Torrance.
El doctor Victor Connell dibujó una mueca. Charis se apenó.
—Jesse Torrance —repitió con un respingo—. ¿El auxiliar de morgue? ¿Usted lo conoce?
Un mal sabor de boca la atacó. De alguna manera se sintió avergonzada de dejarle saber a un doctor que buscaba a alguien tan poco importante en el hospital. ¿Debía exponer sus motivos?
—Tenemos a un amigo en común. Daniel Deming.
Victor ensanchó una sonrisa divertida:
—¡Ah! Usted es su amiga del otro día. La que se perdió en el subsuelo.
Charis forzó una sonrisa. ¿Cuánta gente en ese hospital se habría enterado de ese incidente? Sintió sus mejillas arder de bochorno.
—Mis disculpas —se rio él, al advertir su tensión—. Lo supe por una de las enfermeras.
Tenía una sonrisa encantadora; se veía incluso más apuesto al hacerlo.
—¿Es también usted amigo de Daniel?
—Es un colega estimado. Ya sabe, «todas las empresas son una gran familia»—declamó con grandilocuencia y cierto punto de ironía, rodando los ojos.
Ante su sarcasmo, Charis se rio otra vez. ¿Por qué, de entre sus amigos, Daniel había optado por presentarle al menos agradable? ¿Por qué no a alguien como Victor?
Sacudió la cabeza. Cuando le devolvió la mirada se percató de que aquel todavía sonreía mientras la observaba.
—Doctor Victor Connell —le dijo entonces, extendiéndole una mano.
Cuando Charis se la estrechó, estaba agradablemente tibia.
—Lo sé —apuntó, señalando la credencial que colgaba en su pecho—. Un gusto, doctor. Soy Charis Cooper.
—El gusto es mío —concedió él—. En cuanto a Torrance... —La mirada del doctor la abandonó de súbito, y se instaló a espaldas de ella.
Ella se dio la vuelta con un escalofrío, aunque suponía a quién se toparía. Y en efecto allí estaba, en la cima de las escaleras con la vista puesta en su dirección; o eso parecía. Tuvo la sensación de que los cristales de sus lentes se veían más opacos que nunca. ¿Era su imaginación?
—Eh, Casp... —El doctor Connell selló los labios de golpe, y se corrigió en el instante en que Charis volteó a escrutarlo—. Jesse. La dama te estaba buscando. Yo tengo que irme ahora.
—Gracias, doctor —se despidió ella—. No le quitaré más tiempo.
—En absoluto. Un placer, señorita Cooper. Nos vemos luego.
Antes de continuar su camino, Victor Connell le dedicó otra sonrisa, que Charis respondió con una de las suyas. Este no le quitó la vista hasta que se perdió en las escaleras.
—¿Qué pasa?
El abrupto sonido de la voz a sus espaldas, tan cerca de ella, provocó que Charis diera un repullo en su lugar. ¿En qué momento se había acercado sin hacer el menor ruido?
—Maldición, ¿quieres provocarme un infarto? —se quejó ella con un jadeo agitado. Aquel aguardó en silencio, y Charis suspiró—. No pasa nada. Acompáñame abajo.
Tuvo la impresión de que aquel estuvo a punto de negarse, sin embargo solo asintió y empezó a caminar con ella cuando Charis bajó las escaleras. No era que la compañía de Jesse Torrance fuera la que más apreciaba, pero era algo, y de paso aprovechaba de decirle aquello por lo que había ido a buscarlo hasta allí.
—Escucha —empezó, sin atreverse a mirarlo—, lamento lo de hace un momento —admitió, con tirantez—. Sí, tenías razón. Fui yo quien chocó contigo. Odio los hospitales... Prefiero entrar y salir rápido, sobre todo cuando está por oscurecer. Por eso llevaba prisa.
No obtuvo ninguna respuesta, más que el sonido de sus pasos apenas perceptibles, junto a los de sus tacones, que resonaban alto.
—Como sea. No fui muy amable antes, aun después de que me ayudaste.
De nuevo, ninguna respuesta; ni siquiera una reacción... Ya estaban casi en la primera planta y él no había dicho una palabra durante todo el trayecto.
Charis se atrevió a mirarlo por primera vez, empezando a impacientarse:
—¿Me estás escuchando? —preguntó, sin dejar de caminar.
Jesse se detuvo sobre sus pasos y devolvió la vista. Aquella era una de las pocas veces en que él la había mirado directo a la cara, pero las escaleras estaban oscuras, y, como era usual, no pudo distinguir sus ojos al otro lado de los lentes; solo vio su propio reflejo.
Jesse la examinó por algunos instantes, como si esperase todavía a que ella dijera algo. Tras una larga pausa, ladeó el rostro, confuso.
—... ¿Huh?
Charis arrugó el entrecejo, dejando caer la mandíbula. ¿No había escuchado absolutamente nada de lo que le había dicho?
—No puede ser... ¡No hay caso contigo! —exclamó exasperada, reanudando su marcha, acelerando los pasos.
Pero frenó al percatarse de que ya no podía oír los suyos en absoluto. Por mucho que la sacara de quicio, no quería continuar sola por los pasillos solitarios. No obstante, en cuanto viró, vio que él se había detenido a mitad del último tramo de las escaleras con la vista gacha. Jesse se llevó entonces una mano larga a la frente. Charis notó que se tambaleaba un poco.
Con eso corroboró en parte su suposición de antes:
—¿Es tu cabeza? ¿Te hiciste daño cuando caímos? —volvió sobre sus pasos para llegar junto a él, pero aquel retrocedió de golpe para alejarse de ella.
—N-No... No es-... No es eso.
—¿Necesitas que llame a alguien?
—No....
—¿Estás seguro de que...?
Él levantó una palma en alto con cierta rudeza.
—N-... No. Sí. Seguro. S-... Solo —emitió otro largo respiro agotado—... Solo vete. —Esta vez, su tono fue inusitadamente hosco.
Charis soltó un jadeo, incrédula:
—... ¿«Solo vete»? ¿Es en serio?
Jesse le dirigió de súbito la vista e inclinó la suya a un costado, confundido..., como si no fuera consciente de sus propias palabras.
Y ella no pudo seguir manteniendo a raya su temperamento:
—Estoy harta de esto... ¡Estoy aquí perdiendo el tiempo contigo cuando ya podría estar camino a casa, ¿y qué obtengo a cambio?! ¡«Solo vete»! —Se rio con sardonia, extendiendo los brazos—. ¡No entiendo por qué me empeño en ser amable contigo cuando claramente a ti te importa una mierda serlo o no conmigo!
Jesse se movió desconcertado en su lugar. Hizo el afán de decir algo, pero Charis se alejó sin querer oírlo, marchándose con pasos furiosos que reverberaron por todo el corredor.
—¡No te molestes! Sé en dónde está la salida.
https://youtu.be/buwfFvVUGpg
Seis horas de sueño por lo generalmente eran suficientes para Daniel para permanecer despierto todo el resto de la noche. Se levantó perezosamente de su cama, en donde se había tendido usando la misma ropa con la que había llegado a casa, y estiró los brazos para espabilar. Lo primero que hizo fue revisar su teléfono móvil para mirar la hora, y se alarmó al encontrar varias llamadas perdidas de Charis.
Tenía además un mensaje suyo, el cual leyó al instante:
De Charis:
"Dejé mi memoria USB en tu auto. ¿Podrías dejármela antes de irte?"
Exhaló aliviado, y antes de hacer cualquier otra cosa, tomó de su mesa de noche el dispositivo metálico de color rosa de Charis que había rescatado de su auto, lleno de la música con la que ella había insistido en remplazar su country la tarde anterior, y lo metió en el bolsillo de su chaqueta para no olvidarse.
Después de darse una ducha rápida y salir de su piso para regresar al hospital, lo primero que hizo cruzar el estacionamiento hacia el apartamento de Charis.
Golpeó la puerta, y en cuanto ella abrió, Daniel adivinó que o bien ya se había acostado a dormir o estaba por hacerlo, pues tenía puesto el pijama. Pero por encima de ello, le desconcertó encontrar una expresión alicaída en su rostro, y todavía más se alarmó al ver el apósito que cubría su muñeca cuando ella se acomodó el cabello al saludarlo.
—Ya pensaba que no habría caso por hoy —le reprochó ella, suavemente.
—¡¿Qué te sucedió?!
Charis cubrió por reflejo su brazo, tirando de la manga de su pijama:
—Ah. No es nada, sólo me di un golpe. ¿Recibiste mi mensaje?
Poco convencido, a sabiendas de que solo intentaba desviar la atención de su lesión, Daniel se sacó el USB del bolsillo y se lo extendió.
—Extrañaré tu música.
—Lo siento; tengo aquí algunos documentos importantes que necesitaré mañana.
Procuró sonreír, pero Daniel la examinó con detenimiento, entornando los ojos y ladeando el rostro.
—¿Estás segura de que todo está bien?
—Solo estoy cansada; ya estaba por irme a dormir.
—Lo veo —bromeó él, echando un vistazo hacia su pijama lila con estampado de ovejas.
Le pareció que lucía adorable así, y más con la sonrisa abochornada que asomó a sus labios finos.
—Mira, tiene bolsillos —introdujo las manos en ellos—. ¿Te gusta? Te regalaré uno igual.
—En azul, por favor —bromeó, y después le sonrió para despedirse. Aunque hubiese querido quedarse más tiempo a indagar en lo ocurrido, se le hacía tarde—. Ya tengo que irme.
—Ve. Gotham te necesita.
Daniel se rio. Estuvo a punto de marcharse, pero se detuvo a unos pasos.
—Por cierto, mañana estaré libre todo el día. Ya sabes, por si quieres hacer algo.
—De acuerdo. Salgo a las dos. Ven por mí y podemos ir a almorzar juntos. Los dos —apuntó, elevando ligeramente las cejas, en lo que Daniel captó cierto afán capcioso.
No tuvo que pensarlo mucho para adivinar el motivo.
—De acuerdo —suspiró con algo de tristeza, procurando sonreír para no mostrársela—. Que tengas buenas noches.
—Buenas noches, Dan, cuídate...
https://youtu.be/CM6GhcqUPqA
De noche, la enorme silueta cuadrada en la oscuridad que era el Hospital Saint John, se tragaba las pocas estrellas que salpicaban el cielo en el horizonte. Alguna vez, cuando apenas había comenzado a trabajar allí, le intimidaba hacer turnos por la noche, pero después de cuatro años ya estaba acostumbrado.
Estacionó en su lugar de siempre y se apeó de su Toyota, que por algún milagro había conseguido arrancar, cargando su maletín y su chaqueta en el mismo brazo; la cual lamentó no haberse puesto antes de bajar, cuando el viento invernal lo envolvió.
Siempre había un halo especialmente frío rodeando al hospital; más helado que en cualquier otro lugar. La gente supersticiosa solía decir que era la clase de aura típica para un sitio tan antiguo y el cual había visto extinguirse innumerables vidas; pero para él se debía sencillamente a la orientación desprotegida del estacionamiento respecto a la dirección de los vientos, y su estructura hecha de materiales con los que ya hace alrededor de un siglo que no se construían los edificios, por sus nulas propiedades aislantes.
Caminó rápidamente hasta la puerta, y, tal y como era común a esa hora de la noche, la sala de espera estaba completamente vacía. La única iluminación era el resplandor amarillento y nebuloso que venía desde la sala de emergencia, al otro lado de una puerta doble abierta, en donde llevaría a cabo su turno para esa noche.
Sus pasos hicieron ecos. Fue primero a su consultorio para dejar sus cosas, y después de ataviarse la bata blanca y llevar con él solo lo necesario, bajó de regreso a la primera planta y se encaminó hacia el área de emergencias.
Había relativamente pocas personas allí, y como doctor, más que alegrarse por el poco trabajo que había, se sintió feliz de que no hubiera ninguna emergencia aparente.
—Buenos noches —saludó al pasar por ahí, tanto a los pacientes como el personal.
La enfermera de ese turno era Lydia. La advirtió a lo lejos cargando con un archivador que dejó en el mesón de atención. En cuanto esta lo divisó en el área, Daniel le sonrió en saludo, y ella vino casi en un trote en su dirección.
Lydia era joven y de carácter jovial. Había comenzado a trabajar allí apenas el año anterior, y las demás enfermeras, las mayores, nunca le hacían demasiado caso; lo mismo el resto de los doctores. Podría decirse que solo con él tenía un trato amistoso, y a su vez, Daniel la estimaba bastante.
—¡Doctor Deming! —saludó ella y empezó a caminar a su lado—. ¿Cómo le hace para verse guapo aún en la jornada nocturna? Mire mis ojeras; y acabo de llegar —se tocó los círculos oscuros bajo los ojos.
—El truco es dormir, señorita Lane. ¿Durmió, o se quedó otra vez jugando con la consola toda la tarde?
Lydia le indicó con un gesto derrotado que había acertado.
—Viendo el final de temporada con Kate. No te lo contaré, sólo porque aún guardo esperanzas de que la veas. Parece que va a ser una noche tranquila.
—Y acabas de arruinarla diciendo eso. —Se rieron a la par—. ¿Has visto a Jesse por aquí?
—¿Sigue en turno? —Lydia enarcó una ceja— Lo vi cuando llegué, pero no parecía que se hubiese ido a ninguna parte; creí que terminaría por la tarde.
Daniel paró en seco sobre sus pasos, examinando a la muchacha con los ojos muy abiertos. Viendo que no le estaba contando ninguna mentira ni le estaba diciendo ninguna broma, exhaló un respiro y movió la cabeza, exasperado:
—O sea que no fue a casa... —Y añadió para sí mismo—: solo espera a que lo vea...
Sin embargo, como si la superstición hubiese cobrado forma gracias al comentario de Lydia, la jornada se fue tornando más y más agitada en el transcurso de la noche. Cada vez que pensaba que tendría un rato libre, la sala volvía a llenarse de gente.
Estuvo extendiendo papeleo, prescripciones e indicaciones y examinando pacientes hasta altas horas de la madrugada, cuando, finalmente llegó a su descanso, el cual constaba de una hora, la cual ya sabía de antemano cómo utilizaría.
—Se ve agotado, doctor —comentó Lydia, revisando una ficha en la computadora—. Vaya por un café, yo me encargaré a partir de aquí. Solo toca monitoreo de constantes vitales dentro de un rato.
—Gracias, querida. Avísame si pasa algo más.
Sin perder más tiempo, antes de verse requerido nuevamente, Daniel emprendió la marcha rumbo al tercer piso, en hospitalizaciones, en donde Jesse le había dicho que cubriría por la noche.
No lo encontró allí, pero sí a otro auxiliar, quien le dijo que había bajado hacía poco, y Daniel supo enseguida en dónde sí le encontraría. Y, en efecto, cuando llegó a su oficina, encontró la puerta abierta.
Y allí, sentado frente a su escritorio, sobre el cual había dos tazas de café humeante, lo encontró al fin.
—Pequeño mentiroso, no quieras comprarme con café. No fuiste a casa.
Jesse bajó los hombros en una suave exhalación —Daniel imaginó que ya consciente de la reprimenda que le tenía preparada—, y se puso de pie.
No obstante, al momento de virar para darle la cara y abrir los labios, Jesse se petrificó antes de que cualquier sílaba saliera de su boca. Luego, se llevó una mano temblorosa frente a los ojos, donde todo el pelo se le agolpó al inclinar el rostro, y se tambaleó de manera extraña sobre los pies.
Dueño de un presentimiento al reconocer aquellos síntomas, Daniel reaccionó a tiempo para salvar en dos zancadas la distancia del consultorio que los separaba y llegó a su lado justo en el momento en que se aquel desplomó, frenando su caída antes de que azotara el piso.
—¡Je-...! ¡Jesse!
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