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1. Sansnom

El teléfono móvil de Charis irrumpió de forma tan repentina en sus pensamientos que le hizo dar un brinco. Su pie casi se movió por reflejo al pedal del freno, pero no tenía en donde orillarse para aparcar y responder. Probablemente no lo hubiera hecho aún si hubiera podido, pues los alrededores estaban en penumbras dadas las altas horas de la madrugada, y todo lo que quería era dejar atrás la solitaria y oscura carretera para llegar pronto al abrigo de las luces cálidas de la ciudad.

Introdujo la mano en su bolso en el asiento del copiloto, y para no apartar la vista de la vía hurgó a tientas buscando su teléfono; el cual halló solo gracias a la vibración. La luz que emitía la pantalla disipó parte de la oscuridad al interior del vehículo y, ayudándose de un breve vistazo, Charis respondió y puso el altavoz en cuanto vio el nombre que acompañaba la llamada:

«Daniel».

—Tardaré otros treinta minutos. —Habían hablado tantas veces en los últimos días para concretar los detalles finales de la mudanza, que, en algún punto los saludos se volvieron innecesarios.

—¿Estás conduciendo? ¿Puedes orillarte?

—Puedo hablar, Dan, estás en altavoz.

No tuvo que ver la cara de Daniel para adivinar su gesto lleno de reproche.

—Bien, seré breve. Quería decirte que estaré esperándote fuera del edificio. —Su tono se suavizó, juguetón—. ¿Crees poder reconocerme?

Charis alargó una sonrisa, divertida.

—Sospecho que serás el único sujeto de pie en frente del edificio a las cinco de la mañana. ¿Tú crees poder reconocerme?

—Pelirroja —fue toda su respuesta—. Conduce con cuidado. ¡Nos vemos!

Ella cortó la llamada. Meneó la cabeza y aspiró un hondo respiro.

Esperaba que diez años no hubiesen cambiado demasiado a Daniel; pero aún si él ya no se parecía al muchacho de quien se había despedido, confiaba en que sería capaz de reconocer a su mejor amigo de la adolescencia.

Tras una media hora, acompañada solo del ronroneo del motor, el de su respiración álgida de frío y nervios, y el del viento que silbaba contra las ventanillas, el cartel de bienvenida de la ciudad apareció por fin al frente, primero como un punto borroso en la distancia, y luego más y más grande conforme se acercaba. De color verde opaco y letras blancas gastadas, estaba tal y como el día en que, entre lágrimas le había dicho adiós por la ventanilla de un autobús:

https://youtu.be/pFjfecn29QI

«Bienvenido a la ciudad de Sansnom».

Casi se perdía entre la bruma típica de las madrugadas en aquella ciudad, la cual no extrañaba demasiado. Poco después, empezó a divisar las primeras casas, viejas, sembradas reciamente en el terreno duro y yermo de la zona, apenas visibles en el crepúsculo del amanecer. La distancia entre las viviendas fue decreciendo lentamente hasta que poco a poco el paisaje a su alrededor empezó a parecerse más a una ciudad con cada kilómetro que avanzaba.

Charis revisó su aplicación de mensajería y buscó el mensaje de Daniel con la dirección, la cual siguió con ayuda del GPS de su móvil. A partir de allí solo hubo de obedecer las indicaciones de la monótona voz de la app. Aquella le sirvió para diluir un poco su soledad.

Miró por los alrededores mientras conducía. La ciudad no parecía haber cambiado demasiado. Las casas seguían luciendo viejas; los barrios, deprimentes; y los agujeros del pavimento que hicieron traquetear su automóvil, le resultaron familiares. La única diferencia era que ahora, a la distancia, había algunos edificios altos que no recordaba que estuvieran allí antes.

Sansnom nunca había sido una ciudad pintoresca. Casi no había vegetación ni zonas verdes, el clima era seco, y los edificios eran grises. Era en parte una de las razones de que hubiese decidido migrar en su juventud para buscar pastos más verdes, sin imaginar que regresaría un día con la cola entre las patas.

Aun así, recorrer de nuevo las calles que la habían visto crecer le llenó el pecho de nostalgia, aunque al mismo tiempo, de una profunda tristeza; sobre todo cuando empezó a familiarizarse con el camino y reconoció la vía que torcía hacia el barrio en el extremo de la ciudad en donde se hallaba la que una vez fue su casa. La tristeza suscitada por las circunstancias en que se marchó la obligó a apartar la vista para huir de los recuerdos.

Pero entonces, al mirar por la ventanilla contraria, se encontró con otra imagen menos alentadora, la cual abrió un vacío tal en su estómago, que le provocó náuseas.

A lo lejos, oculto por la oscuridad de la noche y descollando por encima de las casas, divisó un edificio grande, rectangular y negro. Sus formas, tragadas por la penumbra, eran apenas descifrables, y parecía envolverlas una especie de halo denso y nebuloso, tan helado, que disparó terribles escalofríos por toda su columna.

El viejo y lúgubre Hospital Saint John albergaba un recuerdo de su infancia que yacía tan enterrado en su memoria, que Charis lo había creído superado, pero bastó con verlo de nuevo para que las imágenes regresaran a su cabeza.

Se estremeció intensamente, y apartó la mirada. Con algo de suerte no tendría que volver a transitar de noche esa zona, ni volver ver aquella escabrosa silueta, más que esa única vez.

Después de conducir por otros diez minutos, todavía perturbada por la imagen del hospital, procurando distraerse en comparar el paisaje a su alrededor con el de sus recuerdos, llegó por fin al lugar indicado. Y allí, de pie y recostado contra la reja negra de un portal, el cual antelaba un estacionamiento amplio en medio de dos edificios paralelos de dos plantas y ladrillo verde opaco, reconoció a Daniel.

Estaba enfundado en un trench de color gris claro que le hacía contrastar en la oscuridad. Él le hizo una seña apenas divisarla, y curvó una sonrisa larga, blanca... Idéntica a aquella que Charis se había pasado todo el camino anhelando volver a ver. Ella se tensó, ansiosa, y aparcó el auto junto a la calzada. Antes de bajar se arregló rápidamente el pelo, mirándose al espejo retrovisor. Su reflejo le devolvió una mirada cansada de ojos enrojecidos que opacaban el gris claro de sus pupilas.

Estacionó su viejo Spark blanco, se cerró el anorak del mismo color sobre el pecho para protegerse del frío de la mañana, y con un hondo respiro abrió la puerta para bajar. A su vez, Daniel se acercó, y los pasos de ambos resonaron en la calle vacía en cuanto avanzaron desde su respectivo extremo de la acera para encontrarse.

Daniel era prácticamente la misma persona. Su quijada lucía algo más cuadrada y madura, las líneas de expresión que acentuaban su perpetua sonrisa eran ahora quizá un poco más notorias, y estaba algo más corpulento que cuando era un adolescente; pero sus ojos avellanados eran los mismos, su cabello color chocolate tenía el mismo estilo corto y bien peinado que solía llevar antes y conservaba los hoyuelos que adornaban sus mejillas cuando sonreía. Daniel no había envejecido un solo día, y Charis esperó que ella tampoco lo hubiera hecho. Metió un mechón de pelo tras su oreja en lo que se acercaba, y respondió con otra sonrisa, no del todo segura de cómo sería más apropiado saludarlo después de tanto tiempo.

Pero no tuvo que pensarlo demasiado, pues en cuanto le tuvo en frente, Daniel obvió las formalidades por ambos y la recibió del mismo modo en que se habían despedido hacía diez años. Charis tuvo que erguirse sobre las puntas de las botas para que no la levantara del piso cuando la apretujó entre los brazos, y ella lo rodeó entre los suyos con más fuerza de la que había anticipado. No había imaginado que su reencuentro conseguiría despertarle tantos sentimientos sino hasta que sintió un nudo en la garganta y le picaron las lágrimas en los ojos.

—Bienvenida a casa —le dijo Daniel en una risa cálida, y Charis masculló un «gracias», amortiguado contra su hombro—. ¡Me alegro tanto de verte de nuevo! ¿Qué tal el viaje?

Al separarse, Charis notó que él también tenía un atisbo acuoso en la mirada, y se sintió conmovida a la vez que aliviada de no ser la única en ponerse sentimental.

» Solitario —pensó.

—Largo —dijo en lugar de eso, y se sorbió discretamente la nariz—. Pero ya estoy aquí.

Daniel curvó los labios y le echó un vistazo apreciativo.

—Estás cambiada —le dijo, lo cual la hizo torcer una sonrisa incómoda. Era precisamente lo que no quería escuchar; pero sus nervios se desvanecieron en cuanto vio a su viejo amigo alargar la suya en ese afán bromista tan típico de él y apartarse para señalarla de pies a cabeza con grandilocuencia—. ¡Mírate! Eres una chica de ciudad ahora. ¿Podrás adaptarte de nuevo con estos campesinos?

Charis se alzó de hombros, algo más tensa.

—Es lo que he venido a averiguar —respondió sin borrar la sonrisa, intentando hacerlo pasar por una broma.

https://youtu.be/cct69M2gmuo

Pasó de mirar a Daniel a echar un vistazo a los edificios al otro lado del portal. El lugar era muy modesto; pero al menos resultaba acogedor a simple vista. El estacionamiento lucía limpio, las paredes estaban en buen estado y un par de arbustos salpicados de rocío a lo largo de la acera le aportaban un aire vivaz y colorido al lugar.

Dada la hora, la ciudad todavía dormía, pero la claridad de los primeros rayos del sol ya se hacía manifiesta, tiñendo el cielo de un azul índigo, y a Charis le pareció oír algún vehículo en la distancia, o el ladrido de un par de perros.

—Parece un buen lugar —opinó.

—El barrio es tranquilo, y los vecinos son amables. Yo he vivido aquí desde que regresé. La casera me dio anoche las llaves del apartamento para que pudieras verlo e instalarte en cuanto llegaras. Pueden cerrar el acuerdo hoy mismo; aunque pide tres meses de pago por adelantado como garantía.

—Eso no es problema; tengo algunos ahorros. Además, confío en encontrar trabajo pronto.

En aquel punto, Daniel pasó a mirarla por el rabillo del ojo. Charis lo captó por la esquina de los suyos.

—Si quieres... dame tu currículo, y puedo dejarlo en el hospital. Podría recomendarte.

Charis procuró sonreír para atenuar la inmediata reaciedad que provocó la sugerencia. No hubiese querido despreciar la amabilidad de su amigo... pero el último lugar en el que querría trabajar era aquel en donde ahora sabía que Daniel se desempeñaba como doctor.

—No te preocupes —negó—, ya me conseguiste el apartamento; no querría seguir molestándote.

—Sabes que no es ninguna molestia.

—Además —añadió ella, rápidamente—, tengo que empezar a valerme desde ya por mi cuenta. Soy una chica grande.

Con ello Daniel se dio por satisfecho, y después la invitó a entrar para mostrarle el apartamento. Para ese momento, el día ya comenzaba a esclarecer.

A Charis le gustó en cuanto abrió la puerta y lo vio. Era pequeño y estaba algo polvoriento, pero era luminoso, bien ventilado, y bastó con echar un vistazo alrededor para hacerse una idea de cómo acomodaría los pocos muebles que traía con ella. Tenía una sala de estar con espacio suficiente como para albergar un comedor pequeño, y una cocina abierta, ya dotada de encimeras. Al fondo había dos puertas; que intuyó que serían el dormitorio y el baño, y en los cuales se adentró para examinarlos. Le agradó la habitación; tenía un armario empotrado y era lo bastante amplia para albergar su cama doble. Y el baño lucía en buen estado; no era excesivamente pequeño y además tenía una bañera que se imaginó llenar algún día. Esta no era demasiado grande, pero ella tampoco lo era, así que le serviría.

—Me encanta —reconoció, dando vueltas por el lugar—. No creo que siga buscando, este lugar es perfecto. Y lo mejor es que te tendré a ti de vecino.

No pasó por alto la sonrisa discreta que asomó a los labios de Daniel.

—Decidido entonces. —Parecía estar conteniéndose para no mostrar lo feliz que estaba en realidad y Charis se enterneció. Aquel se apartó para dejarle la vista hacia la ventana sin cortinas, y señalarle el edificio de enfrente—. Mi apartamento es el que está justo en frente de este, es el número cinco. Este es el trece. —Se acercó y le entregó las llaves—. ¡Bienvenida a tu nuevo hogar!

Charis contempló emocionada la sencilla chapa plástica con el número trece, colgando de la llave de su nuevo hogar en sus manos. La sostuvo firme, intentando convencerse de que todo iría bien a partir de ahora. Con suerte, mejor de lo que le había ido intentando buscarse una vida en otro lugar.

Después de meter su vehículo al aparcamiento, Daniel la llevó a conocer su propio piso. La mañana estaba helada y había conducido toda la noche para adelantarse a los de la mudanza, así que agradeció poder descansar por fin en un lugar a salvo del frío en lo que esperaba.

El apartamento de Daniel era una versión idéntica del suyo, pero con la distribución inversa de las habitaciones. Aquel había preparado chocolate caliente, y en cuanto Charis se quitó el anorak y se sentó, Daniel conectó una waflera y sacó un bol con mezcla del refrigerador.

El aroma dulce que emanó en cuanto vertió un cucharón en el teflón caliente le hizo rugir el estómago y Charis reservó la mitad de su taza de chocolate para acompañar su comida.

—Puedes bebértelo, te serviré otro. —Daniel continuaba siendo tan atento y perspicaz como siempre, y ella sonrió nostálgica.

—Te sigue gustando la cocina —observó.

—A veces todavía tengo que llamar a Nana para suplicar por su sabiduría.

—Nana... Extraño mucho su comida.

—Estaba feliz cuando le conté que regresabas. —Daniel le extendió un plato con dos waffles y volvió a verter mezcla en la waflera para preparar los suyos conforme hablaba—. Le prometí que te llevaría a cenar, y prometió cocinarte su pasta.

—Me encantaría visitar a tus abuelos.

En aquel punto, notó que Daniel tensaba los labios de la misma forma en que solía hacer antes, cuando batallaba para decir algo. Incluso ese rasgo suyo no había cambiado.

—¿Piensas... visitar a tu familia también? A... tu padre, o...

Charis borró la sonrisa de su propio rostro y bajó la vista, tensando el ceño de forma refleja. Dejó escapar un suave respiro.

—Lo siento, no debí preguntar.

—Está bien, Dan. —Dio un par de sorbos paulatinos a su taza mientras se daba tiempo para pensar en una mejor respuesta—. La verdad es que no lo sé. Supongo que tendré que hacerlo, tarde o temprano.

—¿No has... sabido nada de tu padre en todos estos años?

—No nos despedimos en muy buenos términos; ya lo sabes...

—¿Nunca lo llamaste?

—Él tampoco me llamó —replicó ella, sintiéndose acusada, y contempló con resquemor el reflejo entristecido de su rostro en el chocolate que meció al fondo de la taza.

Daniel se sentó a la mesa, aunque no tocó su comida por largo rato. En cambio, la examinó a ella con las manos unidas frente a su rostro:

—¿Tampoco te has comunicado con tus hermanos?

—Noah debe estar casado todavía. Y Mason... No he sabido de él desde que se fue de casa. No he hablado con ninguno de ellos en años, a decir verdad...

Daniel guardó silencio. Charis dejó su taza de chocolate a un lado, y puso por inercia miel sobre sus waffles, pues de pronto, solo pensar otra vez en su familia —algo que había evitado hacer por meses, mientras planeaba su regreso— le hizo perder parte de su apetito.

El tema se zanjó allí, y no volvió a tocarse en ningún momento el resto del desayuno. Y Charis lo agradeció.

Después de comer, Daniel le presentó a la casera, la señora Bernadette Morrison, una agradable mujer de rizos canosos, que la trató con la familiaridad de una tía querida. Y poco después llegó el pequeño camión de la mudanza, y Daniel se quedó para ayudar a Charis a acomodar todo en su nuevo apartamento.

https://youtu.be/meCuf3INK7M

Las dos primeras semanas tras su llegada fueron ajetreadas. Charis se ocupó en ordenar, comprar cosas necesarias, llenar las despensas de comida, desarmar cajas, y, por lo demás, habituarse a su nueva y monocromática vida en el silencio y la tediosa morosidad de la ciudad de Sansnom. Cenó un par de veces con Daniel y sus abuelos, Nana y Pa, quienes la recibieron como a una hija pródiga. Y el resto del tiempo, Daniel y ella retomaron poco a poco su antigua amistad, fijando casi como una tradición comer juntos los domingos.

Empezaba a sentirse como si nunca se hubiese marchado.

Fue solo a partir de la tercera semana que las cosas empezaron a solidificarse; aunque también a ralentizarse. Dejó su currículo en muchos lugares, mas no hubo suerte, y empezaba a desanimarse conforme pasaban los días. Pero, finalmente, su suerte dio un giro la tarde en que recibió un llamado para concretar una entrevista al día siguiente.

El cargo al que se postulaba era el de secretaria en un pequeño banco de la ciudad, el B.H.B; «Blue Horizons Bank». La paga no era tan alta, pero cubría la renta y le dejaba el dinero suficiente para subsistir, y algo extra, de manera que determinó que daría la mejor impresión posible y conseguiría el trabajo a como diera lugar.

A la mañana siguiente puso el mayor cuidado en arreglarse. Eligió un conjunto de falda estilo lápiz y chaqueta gris, junto con su camisa azul favorita. Se maquilló con discreción, optó por tacones altos, y se peinó con el cabello hacia atrás, como era su costumbre.

Al percatarse de que estaba cerca de la hora de la entrevista salió como un rayo por la puerta de su apartamento. Llevaba el abrigo a medio colocar, y entre los dientes la cartera abierta, de la que cayeron unas cuantas monedas que no se molestó en recoger. Cuando llegó al estacionamiento y la sorprendió el frío de la mañana, sin detenerse en su marcha metió friolenta el brazo izquierdo por la otra manga del abrigo y se lo cerró sobre el pecho mientras trotaba camino a su auto.

Apenas abrir la puerta se dejó caer dentro, tiró la cartera en el asiento del copiloto y buscó su teléfono móvil entre sus ropas mientras se cruzaba el cinturón sobre el pecho con la mano libre. Se palpó los bolsillos del abrigo y luego los de la falda, sin hallarlo.

—Maldición... ¡tenía que pasarme hoy! —se lamentó buscándolo a tientas por el asiento, y luego a ciegas por el piso del auto.

Un súbito golpeteo en su ventanilla la hizo dar un brinco. Daniel la observaba sonriente desde el otro lado del cristal. Balanceaba junto a su rostro el teléfono móvil de Charis. Ella bajó a toda prisa la ventanilla:

—¡Creí que lo había perdido!

—Casi lo pierdes. Se te cayó del abrigo en el aparcamiento. —Daniel se fijó en su aspecto e hizo un gesto apreciativo, con las cejas en alto—. ¡Mírate! ¿A dónde vas tan elegante?

Charis sonrió, orgullosa.

—Adivina quién tiene una entrevista.

—¡Estupendo! Cuando consigas el puesto, tendremos que celebrar.

Le tendió el teléfono móvil, y Charis se lo guardó de vuelta en el abrigo, dándole las gracias. Se fijó en que Daniel llevaba consigo su maletín de trabajo, que olía a colonia, y que iba recién afeitado y peinado. Le pareció que lucía guapo de ese modo. Más maduro...

—¿Estabas por irte?

—Mi auto no arranca. Hace semanas que me da problemas. Creo que tendré que tomar el autobús.

Ella se mordió los labios. Ofrecer llevarlo implicaba ir directamente hasta el lugar que se había propuesto evitar desde el primer día, después de ver su silueta oscura en la distancia. Pero, por otro lado, Daniel había hecho demasiado por ella esas semanas. Se lo debía.

—Súbete —se apresuró, anticipando que lo lamentaría luego.

—¡Oh, no! No hace falta. No quiero que llegues tarde.

—No te hagas de rogar, ¡vamos! —insistió ella, malhumorada.

Derrotado, Daniel rodeó el automóvil y se metió por la puerta del copiloto. A Charis le resultó gracioso ver a alguien tan alto como él entrar en su pequeño Chevrolet Spark. Aún no había terminado de cruzarse el cinturón cuando Charis arrancó el vehículo para salir del aparcamiento del edificio a toda velocidad.

Las mañanas habían estado heladas. Charis tembló castañeteando los dientes al tiempo en que encendía la calefacción del automóvil, arrepintiéndose por su pésima decisión a la hora de elegir una falda.

—No recordaba que hiciera tanto frío aquí en invierno.

—¿Qué tal era el clima en Los Ángeles?

—Húmedo. Odiaba la sensación de pegote en la ropa. —Por el rabillo del ojo le vio tensar otra vez los labios—. ¿Qué pasa?

Daniel titubeó. Otra vez, tenía serias dificultades para hablar.

—¿Piensas quedarte? Quiero decir... aquí. En Sansnom.

Charis disminuyó de manera refleja la velocidad que llevaba, para alargar quizá el camino, y tener tiempo de pensar en una respuesta.

—Aún no lo sé con certeza. California fue demasiado para mí, y no querría molestar a mi madre en Florida. No ahora que ya tiene otra perfecta familia —ironizó, dolida—. Esta es mi última alternativa. No sé si haya posibilidad de arreglar las cosas con mi padre; pero al menos, contigo aquí... ya no estoy sola —se apenó al reconocer.

Daniel distendió un otra, tan dulce como solían serlo.

—¿O sea que la respuesta es un «sí»?

—Es un... «por el momento».

—Eso es suficiente. Y esa es mi parada —anunció él, afianzando su maletín y preparándose para bajar..

https://youtu.be/-LQE1aJAyYQ


Charis estaba tan inmersa en la charla que apenas se había percatado de la silueta del edificio al frente.

A la luz de la mañana lucía algo menos intimidante que durante la noche, pero no por eso la atemorizó menos que la primera vez. Hundió las uñas en la espuma del volante y respiró hondo

En cuanto detuvo el vehículo, echó por la ventanilla un vistazo nervioso hacia el imponente edificio cuadrado, gris y de estilo regencia que tenían en frente; el cual no había vuelto a ver desde su llegada a Sansnom, solo porque concienzudamente había estado evitando transitar por sus alrededores durante esas tres semanas, sin excepción.

Desde niña, todos los edificios que lucían antiguos y abandonados solían transmitirle una desagradable sensación de inquietud y desasosiego. Sobre todo, tratándose de hospitales.

Y allí, después de diez años, estaba la causa. El sitio en donde comenzó todo.

El viejo, mustio y casi olvidado Hospital Saint John.

—Este lugar no ha cambiado. Parece una horrible mansión embrujada. —No pudo evitar la inquina palpable en su voz, y apartó la vista con un escalofrío que la hizo encogerse en su asiento—. No imagino cómo debe ser trabajar aquí de noche.

—Tomaré hoy la jornada nocturna, precisamente. —Charis se estremeció, y dio pestañeo largo—. Veinticuatro horas; nada menos. Salgo a las siete y tendré apenas dos horas para comer —se lamentó Daniel, al momento de bajar del automóvil—. En fin, a ganarse el pan. Apresúrate, o llegarás tarde. ¡Pero maneja con cuidado!

—Ten un buen día.

No obstante, Daniel se detuvo en la puerta abierta antes de cerrar, como si algo le hubiese detenido en su sitio de pronto:

—¡Ah, por cierto!, hay... algo que quería mencionarte.

La expresión de Charis cambió para lucir expectante y su mano se detuvo en la palanca de cambio en el afán de poner la primera marcha.

Él titubeó antes de hablar. Parecía indeciso.

—Hay alguien... a quien me gustaría que conocieras.

Su inusual elección de palabras hizo que Charis se quedara en silencio unos instantes. Dio una cabeceada lenta, inquisitiva.

—Desde luego...

—¿Te parece bien este fin de semana?

—¿De quién se trata, exactamente?

—Te contaré después. Se hace tarde. —Con un guiño y una sonrisa reservada, Daniel cerró la puerta del vehículo y se despidió de ella con una seña, antes de apartarse para poner rumbo hacia el hospital.

Charis lo observó alejarse, todavía confusa y muy contrariada.

Era demasiado impaciente. Odiaba no saber algo desde el primer momento, pero debía partir o perdería su entrevista.

Sin embargo, antes de hacerlo, caviló un momento.

Daniel no le había mencionado nada por el estilo hasta ese preciso instante, pero, considerando lo evasivo de su respuesta y lo ambiguo que había sido al respecto... ¿se trataría acaso de una mujer?

La entrevista de trabajo fue de maravilla. Sus posibles futuros jefes quedaron impresionados con su historial de trabajo y prometieron darle noticias muy pronto. Charis regresó satisfecha a casa.

Al transitar por el aparcamiento divisó el Toyota Tercel de color verde de Daniel aparcado allí, y se acordó de él. Revisó su móvil, que tenía poca carga, y vio que faltaba poco para las siete. Daniel le había dicho que tenía dos horas libres para comer antes de tomar su siguiente turno, y ella no tenía nada que hacer el resto del día, así que pensó en pasar a buscarlo para invitarlo a cenar. Desde luego, eso implicaba volver ante las puertas del Hospital Saint John, pero era lo menos que podía hacer para compensarlo por la forma en que él se había portado. Además, bastaría con llamarlo y esperar afuera.

Así que, una vez en su piso, eligió un atuendo más informal; falda beige y un suéter sin hombros color melocotón, y se dejó los tacones altos. Después, con media hora de antelación, puso en marcha sus planes y, armándose de valor, puso rumbo al hospital.

Parte de sus ánimos se evaporó y empezó a arrepentirse de su idea en cuanto las calles empezaron a teñirse con los colores opacos de la tarde y determinó que llegaría al Saint John cuando ya estuviera oscureciendo. Y, en efecto, para el momento en que aparcó afuera, el sol ya se había ocultado tras la ciudad, y la penumbra avanzaba por las calles como una marea de aguas turbias.

Evitó mirar el edificio, y lo primero que hizo fue buscar su móvil para enviarle un mensaje a Daniel. Solo para darse cuenta de que su batería estaba muerta, y que no llevaba consigo el cargador para el automóvil. Había estado tan nerviosa por la entrevista, y luego por la idea de ir hasta el hospital, que lo había olvidado por completo. Dio una palmada contra el volante y dio un chasquido con la boca.

Hubo de barajar sus opciones por un momento. De regresar por su cargador se tardaría demasiado, y para el momento de volver estaría más oscuro, y además dispondrían de muy poco tiempo para ir a comer. Era eso u olvidarse de sus planes y volver a casa.

A su inmenso pesar, no le quedó más alternativa que bajar del auto y entrar en persona a buscar a Daniel dentro del hospital.

https://youtu.be/vtFFNC90v9w

Cuando salió al exterior, el viento invernal sopló sacudiéndole el cabello en torno al rostro y los ojos, y emitió silbidos al chocar contra las paredes envejecidas del edificio frente a ella. Parecía como si gimiese...

Por primera vez luego de más de una década, Charis lo contempló con detenimiento, en lo que reunía coraje para entrar.

El estilo tan particular de su estructura arquitectónica remontaba a una época diferente. Su construcción se situaba a inicios de 1900, hacía poco más de cien años —más o menos la edad que tenía Sansnom—, y había sido el primer hospital de la ciudad, de manera que, con el fin de conservar el patrimonio, jamás se había remodelado su fachada.

Y hoy en día, con sus varias capas de pintura carcomida, sus ventanas empañadas de cristal amarillento, y lo siniestro que lucía al caer el crepúsculo, cuando dada la orientación de la entrada los últimos rayos de luz solar le daban de espaldas, proyectando sombras densas en las hendiduras que eran las ventanas frontales y convirtiéndolas en cavernas tenebrosas que dejaban lo que pudiera esconderse en la nula visibilidad de sus adentros a su inquieta imaginación, el viejo Saint John parecía todavía más marchito, lúgubre y decadente de lo que ella podía recordar.

Nada más distraía su vista; los alrededores estaban desiertos y tan silenciosos que el viento gritaba más alto que nunca.

Charis sufrió un temblor que la sacudió por completo, entremezcla del frío de la tarde y de la inquietud que le transmitió aquel lugar horroroso.

Sin darse el tiempo de considerar dar la media vuelta y marcharse de allí, a sabiendas de lo rápido que tomaría esa opción, cerró la puerta de su coche, bajó la vista al suelo para no mirar al frente y avanzó dando zancadas.

Al abrir la puerta de cristales del hospital —la única parte de la fachada en ser remplazada con el tiempo y la cual desentonaba dramáticamente con el resto de la arquitectura—, el interior estaba sumido en una oscuridad apenas paliada por unos cuantos focos de luz opaca de bombillas viejas en el techo. Charis tembló al percibir el ambiente gélido al interior del recinto. Se sentía húmedo y estaba saturado del olor característico a hospital, a edificio antiguo y a transpiración humana, la cual se hallaba asentada en gruesas películas húmedas que esmerilaban los cristales de las ventanas.

Por la descolorida sala de espera había varios pacientes silenciosos, inmóviles, esperando su turno de ser llamados. En su mayoría eran ancianos o personas de mediana edad. Charis se quedó por algunos segundos petrificada bajo el umbral de la puerta, donde el frío húmedo que venía desde dentro colisionaba con la brisa gélida que escurría por la puerta abierta a sus espaldas, filtrándose ambos por el delgado tejido de su suéter, dudando todavía.

Las personas en la sala de espera apenas se fijaron en ella cuando cerró la puerta, cruzó el pasillo entre las filas de asientos y se detuvo frente al mesón de admisión, detrás del cual, una recepcionista de alborotados rizos rubios y anteojos de pasta gruesos tecleaba en un modelo antiguo de computadora.

—Buenas tardes —saludó Charis, y aquella levantó el rostro apenas lo suficiente para dedicarle una mirada hostil por sobre los anteojos—. ¿Podría decirme si...?

—Por favor, tenga la cortesía de esperar. Por el momento no he llamado a nadie.

Charis sintió que algo palpitaba en su frente, dada la brusquedad de la mujer, no mucho mayor que ella.

—Busco al doctor Daniel Deming.

—Tiene que reservar una cita con él. —El tono de la recepcionista era cada vez más torvo—. Pero no recibirá a más pacientes por hoy.

—No vengo por una cita. Soy una amiga. —En ese punto, la recepcionista levantó por primera vez los ojos de su computadora, y la escaneó con un vistazo desdeñoso antes de volver a lo que fuera que la tenía tan concentrada—. Y solo quería preguntar si-...

—Puede dirigirse al mesón de información. Esto es solo recepción.

Para ese momento, la mujer rubia ni siquiera la miraba. Charis tuvo que respirar hondo varias veces para calmarse y no decirle todo lo que luchaba por contener tras los labios apretados.

Se fijó en la identificación de la recepcionista. Su nombre era Diane.

» Desde luego... Tenía que tener nombre de bruja —se dijo.

—Gracias —murmuró entre los dientes, y se apartó del mesón.

Exhaló un pesado resuello.

Sin su móvil, ni siquiera podía saber la hora. Miró el reloj en lo alto de la pared de la sala de espera, sobre la recepción, y vio que daban las siete con cuarto. Para ese momento la luz cetrina de las ventanas pasaba lentamente al negro.

Resignada, resolvió aguardar en la sala de espera, insegura sobre qué hacer a continuación. Cuando Daniel saliera, debía pasar por allí, después de todo, y no había forma en que no la viera. Y, si ya no estaba recibiendo pacientes, significaba que eso ocurriría dentro de poco.

No obstante, localizó con la mirada una puerta doble abierta que conducía por un pasillo por el cual podía recordar vagamente que se tenía acceso a los despachos. Y la oficina de cada uno debía estar señalizada con su respectivo nombre. No le sería difícil hallar la de Daniel.

La rubia de la recepción estaba demasiado ocupada como para notarla, así que Charis esperó el momento oportuno, cuando esta bajó la vista al teclado de su computadora, y se escabulló rápidamente por el pasillo.

Estaban un poco más iluminados que la sala de espera, por lo que tuvo algo más de confianza al aventurarse en ellos. Aun así, el enfermizo color amarillo pálido del corredor, el suelo blanco de vinilo moteado, carcomido, y las luces de bajo voltaje no le permitieron sentirse mucho más tranquila.

Resuelta a hallar rápido a Daniel, caminó aprisa, leyendo a su paso los letreros en cada puerta, pero ninguno de ellos tenía su nombre, y empezaba a ponerse más y más ansiosa. Finalmente, encontró en su camino, saliendo de uno de los despachos, a quién parecía ser una enfermera, y a quién decidió preguntar.

Era una muchacha joven, de baja estatura y cabello castaño cenizo en una coleta desordenada. Charis se esperó de ella la misma hostilidad recibida de parte de la recepcionista, pero le sorprendió encontrarse con una sonrisa amable en cuanto se acercó:

—¡Hola! ¿Puedo ayudarla en algo?

Charis sonrió, aliviada. Leyó su identificación: «Lydia Lane. Enfermera»

—Hola. Busco la oficina del doctor Daniel Deming. ¿Podría-...?

—¡Ah, no la encontrará aquí, señorita! Este sector es solo procedimientos, radiología, laboratorio... El doctor Deming atiende en la segunda planta. ¿No se lo informaron en la recepción?

—La recepcionista no fue muy amable. —No tuvo que mentir.

No le fue difícil adivinar que la mala actitud de la susodicha tenía cierta reputación, en cuanto la enfermera movió la cabeza, rodando los ojos.

—Ya veo... Lo siento por eso —suspiró—. Siga hasta el final del pasillo y a mano derecha encontrará las escaleras —le indicó, erigiendo el índice en la dirección correcta.

—Te lo agradezco mucho.

Habiendo recuperado parte de su buen humor, Charis siguió el camino indicado. Escuchó que la enfermera le decía algo más a la distancia, lo cual no escuchó, pero imaginó que solo se estaba despidiendo, y le dedicó un saludo con la mano en alto sin detenerse sobre la marcha.

Sin embargo, volvió a desanimarse en cuanto divisó las escaleras. Eran empinadas, oscuras, y no seguían un trayecto recto, sino que torcían en forma de caracol, de manera que la cima se perdía de vista.

Por si fuera poco, conforme avanzaba, el ruido de la sala de espera se iba quedando atrás para convertirse en nada más que ecos susurrantes que se desvanecían en el abrumador silencio entre las paredes del corredor. Charis empezó a reconsiderar seriamente el desistir y volver sobre sus pasos para aguardar por Daniel en la sala de espera, no obstante, la salvación apareció ante ella en la forma de un elevador en mitad del pasillo, que antes no había notado, y el cual le devolvió las esperanzas.

Cuando presionó el botón, la puerta se abrió ante ella, y se encontró con que era tan viejo como todo el hospital. Pero al dudar y mirar por sobre su hombro se percató de que la enfermera había desaparecido y que estaba sola en el pasillo, por lo cual, sin querer permanecer allí un segundo más, en soledad, penetró en la cabina del elevador, y una vez dentro, las puertas se cerraron frente a su rostro con un inquietante rechinido.

Los botones estaban emborronados y ninguno podía leerse con claridad, por lo cual tuvo que adivinarlos y presionar el que intuía que subía. Mas no ocurrió nada por varios segundos. Charis probó presionarlo otra vez, pero con el mismo resultado, y sus entrañas se contrajeron en un intenso calambre al imaginar que se había averiado con ella dentro. Empezando a perder la calma, presionó otro botón al azar, y solo entonces la cabina empezó a moverse, aunque no estuvo segura de en qué dirección.

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Para ese momento su respiración ya se hallaba frenética, y su pecho subía y bajaba agitado conforme maldecía cada paso que había dado desde su auto hasta ese lugar espantoso, el cual no hacía sino sumar malas experiencias.

Supuso que para ese momento ya había tentado demasiado su evidente racha de mala suerte, y que bajaría del elevador sin importar en dónde la dejara, para usar las escaleras. Pero en cuanto la puerta se abrió, revelando ante ella un pasillo más largo y oscuro que cualquier zona del hospital que hubiera conocido hasta el momento, supo que su mala suerte estaba lejos de terminarse. Dio un paso atrás, sujetando su bolso contra su cuerpo.

—No... No, no, no, no... —repitió, empezando a presionar otra vez los botones, tan pronto como se percató, gracias a la ausencia de ventanas, el frío gélido del ambiente y a la larga rampa al final del pasillo, que se hallaba en el subsuelo del hospital—. No... No... ¡No, maldita sea! ¡No! —aporreó el panel, sin obtener ninguna respuesta del elevador.

Pero entonces, en cuanto las puertas empezaron a cerrarse, y temiendo de pronto que lo hicieran para no volver a abrirse, dejándola atrapada dentro, Charis se lanzó al último momento fuera de un salto. Las compuertas emitieron el mismo alarido de antes al entrechocar en la entrada de la cabina, y ella se abrigó a la pared lateral, en donde permaneció quieta y temblando, respirando a jadeos, envuelta en sus propios brazos, en lo que resolvía qué hacer.

Buscó rápidamente entre sus opciones. Alcanzó a divisar al fondo del pasillo una especie de rampa larga hacia un nivel superior. Charis adivinó que de seguro conduciría a la primera planta, y pensó que simplemente tenía que llegar hasta allí, ascender por ella, buscar la sala de espera y quedarse allí.

Determinada a apegarse al plan esta vez, se armó de valor y echó a caminar.

Conforme andaba, podía escuchar lejanos algunos sonidos metálicos y pasos que, quería creer, venían de arriba. También podía escuchar de vez en cuando el sonido de puertas cerrándose con estampidos, y profundas y roncas reverberaciones. Cada ruido le hacía dar un repullo, sobresaltada, y apresuraba la marcha, estrujando cada vez con más fuerza su bolso. Comenzaba a sentir que la nuca le hormigueaba, a tensarse su cuero cabelludo, y su frente y sienes perlarse de sudor frío.

Conforme los ruidos se hacían más indefinibles, su propia imaginación le jugaba bromas haciéndole oír otros que ni siquiera parecían reales. Comenzó a caminar más rápido, sin percatarse de que con cada paso que daba, se apresuraba más a dar el siguiente.

Así, su tranquila caminata se volvió de un instante a otro en un trote, y luego en una carrera. Y, de pronto, estaba sorteando el pasillo a zancadas, con el corazón palpitándole entre los oídos, y respirando como si se le fuera en ello la vida. Del lado izquierdo del pasillo había varias puertas, mientras que en el derecho solo había una, pero apenas se fijó en ellas, mucho menos se paró a preguntarse a dónde conducirían, temiendo que cualquiera de ellas fuera la que más se temía encontrar. Pasaban por su lado en la forma de borrones.

Sus pasos resonaban con tanta fuerza que no escuchó el chasquido de un pestillo, cuando la única puerta a la derecha, a mitad del pasillo, se abrió de golpe, dibujando un haz de luz que brilló en la penumbra,

Dada la velocidad que llevaba, no pudo frenar a tiempo, y fue a colisionar de lleno con la persona que salía por ella. No le vio el rostro ni le escuchó emitir ningún sonido cuando lo arrojó contra la puerta abierta, mientras que el impacto la arrojó a ella al piso, en la dirección contraria, y la llevó a aterrizar dolorosamente sobre las nalgas.

Exhaló allí un gemido que fue de sorpresa, dolor y miedo. Y después, todo quedó en silencio. Charis alzó la vista, esperando ver al culpable, pero la visión ante sus ojos la dejó perpleja.

No vio ninguna faz en la oscuridad, o eso creyó hasta que tuvo tiempo de mirar con atención. Lo primero que distinguió fue un par de anteojos, sobre cuyos cristales, más allá del reflejo de su propio rostro, no pudo distinguir ninguna mirada. Estos acapararon de tal manera su atención que no fue sino hasta varios segundos después, que se fijó en que había una persona tras ellos.

Se trataba de un hombre joven, de rostro muy fino y pálido, enmarcado por los rebeldes mechones de un espeso y desordenado cabello negro.

Percibió entonces, en el aire, dos aromas desconcertantes. El primero, si bien ligeramente ácido, como a químicos y medicamentos, era soportable, y venía del muchacho; pero el segundo era grotesco, y Charis no pudo determinar de dónde provenía o si estaba allí antes.

Pasados el susto y la sorpresa, al encontrarse de nuevo en compañía de otra persona, recobró parte de su calma. Pero no le duró mucho antes de que la agitación, el miedo y el dolor de la caída, culpa de la inoportuna aparición del extraño en su camino, la hicieran perder los nervios:

—¡Por dios, ten más cuidado! ¡Podrías lastimar a alguien abriendo así las puertas! ¡¿Acaso no-...?!

—Lo siento.

Ella se calló de golpe, con los labios entreabiertos en el amago de continuar gritando. La voz del extraño fue suave y susurrante. Por un momento dudó si en verdad la había oído, o si había sido su imaginación.

Entonces, aquel le ofreció una mano muy delgada, de dedos muy largos.

Al mirarla de soslayo, Charis pensó que llevaba guantes; pero cuando la tomó a regañadientes y sintió la textura de la piel, supo que las tenía desnudas y que, además de tenerlas imposiblemente heladas —al punto de transmitirle un escalofrío—, estas, como su rostro, eran en realidad así de blancas. Charis se levantó con su ayuda y se sacudió el polvo de la falda, examinando a la persona frente a ella con recelo.

Era más bien bajo, como de su estatura, y debajo de la holgura de sus ropas se advertía alguien bastante delgado. Resultaba inofensivo; pero había algo en él que la ponía sumamente inquieta; algo que no alcanzaba a descifrar...

Le pareció a primera vista un muchacho demasiado joven para vagar por un lugar tan solitario del hospital por su cuenta, pero su vestimenta, un uniforme clínico de dos piezas, sobre una camiseta oscura de mangas largas, le indicó que en realidad debía formar parte del personal y que entonces no debía ser tan joven como parecía.

Procuró no dejarse intimidar, e intentó, en lugar de eso, sentirse aliviada de ya no estar sola.

—Estoy buscando a-...

—No puedes... estar aquí. —Charis enmudeció, más desconcertada por su voz susurrante, que por la interrupción.

Entendió que no había sido su imaginación oírle hablar antes. La voz era la misma, pero sonaba ajeno e indiferente; como si le hablase a otra persona, detrás de ella. Charis contuvo el impulso de virar sobre su hombro, y un nuevo escalofrío la recorrió.

—Ya sé que no debo estar aquí. No quería venir aquí. Iba a la segunda planta y el elevador se averió. Buscaba al doctor Daniel Deming. Soy una amiga suya.

No obtuvo respuesta del muchacho. Empezaba a impacientarse, y la fetidez que manaba desde alguna parte cerca de ellos, continuaba metiéndose por sus fosas nasales sin contribuir a devolverle el sosiego.

Aunque no podía ver los ojos del muchacho detrás de los cristales de las gafas, podía sentir que la observaba fijamente, y retrocedió un paso, incómoda. Quiso preguntarle qué era lo que miraba con tanta insistencia; pero él se le adelantó, inclinando la cabeza hacia un lado, como si la examinase:

—¿Eres... Charis?

Oír su nombre la alarmó; pero, inmediatamente después, llegó a una conclusión más razonable que le devolvió parte de su seguridad. Aquel muchacho tendría que haber oído hablar de ella con anterioridad. Y era obvio de quien.

—Sí... ¡Soy yo! ¿Conoces al doctor Deming?

De súbito, las tenues luces del corredor empezaron a parpadear, y Charis se encogió en su sitio con un jadeo, sintiendo el corazón aletearle en el pecho como un pájaro enclaustrado. Rogó porque no se apagasen, pero su mala suerte aún parecía acecharla por los rincones, pues, tras un rato, todos los focos del corredor fallaron al mismo tiempo, dejándolo todo en tinieblas.

Charis empezó a respirar a bocanadas.

—Oh no... No, no, no...

Retrocedió asustada hasta topar con la puerta a su costado en el intento de refugiarse contra algo, pero no esperaba encontrarse con una puerta doble batiente, la cual cedió tras su espalda, provocando que perdiese el equilibrio y trastabillase un par de zancadas dentro de la sala, a punto de caer.

Alcanzó a sostenerse de una superficie fría, pero aquello no evitó que tuviese que doblar las rodillas y quedar acuclillada para poder recuperar el equilibrio, aún asida a la misma. Dentro de la estancia sintió envolverla un aura húmeda y acerbamente fría, que le heló los huesos hasta la médula, y la hizo temblar frenéticamente.

La luz regresó en ese momento, trayéndole algo de calma, y desde su posición pudo ver que se trataba de una sala amplia, de un blanco envejecido, con el suelo sucio y amarillento, y la pintura del techo salpicada de moho. Un muro a un costado, dotado de varias gavetas cuadradas y grandes de acero, le indicó que debía ser algún tipo de almacén o bodega.

El muchacho frente a ella estaba inmóvil, con las manos extendidas al frente como si se hubiese quedado en el intento de detener su caída, sin éxito, y el amago en los labios de decir algo que no llegó a pronunciar.

Al mirar sobre su hombro, vio que aquello de lo cual se sujetaba parecía ser alguna clase de mesón de acero, y Charis giró para sostenerse del mismo con ambas manos para poder levantarse.

Pero entonces, aquella fetidez que desde hace un rato le había tenido con la nariz torcida en un respingo se intensificó a un punto casi insoportable, que le hizo dar una arcada. Y fue ahí, al erguirse del suelo y mirar sobre el mesón, que entendió de dónde provenía.

Un frío mortal nació en los vellos de su nuca y bajó por su espina dorsal como agua congelada clavándose en su columna cual agujas, haciendo estremecer dolorosamente cada una de sus vértebras.

Allí, encima del mesón, un rostro torcido en un rictus de dientes apretados y labios ennegrecidos, ceñidos sobre los mismos, la observaba fijamente a través de dos ojos vidriosos, fijos, hendidos hasta el fondo de sus cuencas. Le seccionaba el torso, desde el esternón a la pelvis, una profunda abertura desde la cual manaban gruesas cascadas de un rojo brillante que iban a perderse bajo su cuerpo completamente desnudo, hinchado, enfundado de piel necrótica, cubierta de parches de carne putrefacta.

Un terrible vacío se abrió en el fondo de su estómago. Sintió su alma abandonar su cuerpo, y toda la sangre drenarse de su rostro y sus extremidades, dejándola débil, atacada por un violento e incontrolable temblor de manos y piernas.

Empezó a jadear por aire en boqueos arrebatados, los cuales saturaron sus vías respiratorias del hedor que inundaba el lugar. Movió los labios, pero no pudo articular más sonido que un par de estertores asfixiados.

Y entonces, cuando finalmente el aire halló el paso por sus vías respiratorias constreñidas, la voz emergió por su garganta con toda la fuerza de sus pulmones en la forma de un grito estremecedor, tan alto que sintió desgarrarse su garganta, y el cual inundó por completo los fríos pasillos en penumbras del subsuelo del viejo Hospital Saint John.

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