33: Supervivencia
Orión
—Duérmete ya, Joyitas, estoy cansado de oírte repetir la misma mierda de sirio todas las noches. Si quieres morir antes del reclutamiento, yo te hago el maldito favor, pero deja dormir a los demás, ¿quieres?
Semanas de viaje habían pasado ya para Orión, solo con paradas a media pradera para satisfacer las necesidades fisiológicas, y noches eternas en vagones —tirados por caballos— compartidos entre unas docenas de aspirantes a caballeros.
Había leído la carta de despedida de su padre tanto como para memorizarla.
Al señor Rigel Enif, padre de Orión, le había costado aceptar que su hijo aplicara para el entrenamiento de los caballeros del reino. Un viaje tan largo, un proceso tan costoso y un aislamiento definitivo de tres años, eran solo algunos de los factores que llevaron al señor Enif a llorar como un niño ante la carta de financiamiento que llegó del castillo.
Rigel no era el mismo desde la muerte de la reina. Pasaba sus noches mirando al suelo como si las estrellas ya no brillaran para él. Solo le quedaba su hijo, y la responsabilidad con la joyería, como excusa para levantarse cada mañana.
Por desgracia, ese mismo hijo en el que esperaba encontrar consuelo, prefería amar a su padre fingiendo que no existía esa melancolía que parecía consumirlo. Porque Orión no podía condenar a su padre, ni dejar de apreciarlo aunque le arrancaran el corazón, pero sentía como una traición su tristeza: el motivo del sufrimiento de Rigel Enif era una clara falta al honor que había predicado a Orión por sobre todas las cosas.
Siempre le inculcó el amor y el honor como valores principales, y terminó siendo un amor lo que asesinó su honor.
Así que un día despertó con la noticia de que Orión optaría por el entrenamiento para unirse a la guardia.
Tres años de un entrenamiento del que poco se sabe, salvo que no sobrevive cualquiera.
Entonces, Rigel decidió escribir esas palabras.
«Recuerda que mientras más traslúcido, más puro el diamante; no te dejes engañar por la extravagancia. Recuerda también que hasta el más oxidado metal, puede venir cubierto de un baño de oro. No creas en la autenticidad de nada que no hayas visto forjarse, Orión. Por eso yo creo en ti, porque te conozco desde antes de la forja. Ve, y sé el caballero que el cielo destinó para este reino necesitado. Tal vez tú nos salves de las serpientes que caen sin haber usado su veneno».
En el viaje de ida, Orión jamás lloró. El llanto es la aceptación a la desesperanza, y él estaba seguro que podría volver a su hogar. Leía esas palabras y las repetía antes de dormir como un mantra, no porque temiera por su vida, sino para determinarse a preservarla sin importar el precio.
De Sargas, su medio hermano y futuro rey, no se había podido despedir. Solo tenía de él aquel financiamiento, y una carta distinta, expresando su incondicional apoyo e irracional confianza, en el presunto guerrero que apenas podía sostener su espada.
Lo primero que notó Orión al llegar a las ruinas de Zatah fue la luz amarilla, y los brazos quemándose debajo de su resplandor.
Miró a los demás, que parecían muy desesperados.
Algunos chillaron y preguntaron si no se les derretiría la piel.
Orión ya había estado antes bajo un sol similar. Su padre y él habían hecho viajes a Hydra por negaciones de la joyería, ya conocía el sol real, como lo llamaban los que vivían fuera de los terrenos de la capital.
Le gustaba, pues sentía que intensificaba. la vida y sus colores. Era majestuoso, mucho más imponente y difícil de admirar a la vista humana, pero tenía sus horas buenas, horas que jamás podrían vivirse con la monotonía del sol blanco.
Aunque, por desgracia para lo que habían ido a hacer en aquellas ruinas, la fatiga pesa más bajo un astro que parece puesto para freirte.
Las ruinas —o el terreno baldío de Zatah, como solían llamarse—, hacían justicia a su nombre. Un campo inmenso en su infertilidad, que alguna vez contuvo toda una región del reino de Áragog. Ahora estaba lleno de escombros, cuevas que resultaron de los derrumbes, campamentos, tiendas de campaña, centros médicos improvisados y una gran variedad de secciones confinadas para el entrenamiento de los reclutas y equipadas por los mejores mecánicos con obstáculos jamás vistos por el populacho.
Orión miró a aquellos que llegaron consigo, los reclutas que recién bajaban de sus vagones.
Él viajó con los de la capital, pero había hombres de todas partes del reino, con características físicas muy marcadas de sus regiones nativas, y otros con un claro mestizaje. Contó al menos trescientos entre la aglomeración.
Eran demasiados, ¿cómo escogerían solo cien? ¿Qué sucedería con el resto?
Entendió, rápidamente, que debía destacar incluso por encima de lo que se había propuesto, si quería ser más que el intento de un soldado.
Les indicaron dejar sus pertenencias en los vagones y fueron llevados a una parte recóndita de las ruinas. Caminaron por lo que parecieron horas bajo el escrutinio dorado del sol en su temperatura del mediodía.
De súbito, frenaron en una zona extraña para haber sido hecha por la naturaleza. Si se usaba suficientemente la imaginación, parecía el resultado del descenso de una estrella en su representación teológica; como si Ara hubiera bajado del cielo a toda velocidad y aterrizado con su magna fuerza en ese punto, derrumbando las construcciones y dejando la marca de un círculo exacto en el suelo.
Las piedras dentro del círculo hasta parecían baldosas por lo bien encajadas que estaban en el, con apenas medio pie de separación entre ellas.
Orión pensó que tenían que haber sido lijadas, puesto que el suelo era casi plano, similar a una gran alfombra —con el tamaño para albergar una multitud— en medio de aquel terreno desértico.
—¿Qué crees que provocó algo como esto? Yo digo que parece que fue aquí donde se quebró el tacón de una gigante, ¿y tú? —preguntó Orión a uno de los reclutas que venía de Ara con él, su voz proyectada como un susurro en consecuencia al estruendo de las pisadas alrededor.
—¿Y eso por qué carajos importa, Joyitas?
Orión estaba ya acostumbrado a ese apodo, y a la subestimación de sus compañeros de la capital. Ninguno creía que el hijo de un joyero tuviera el material necesario para resistir al entrenamiento. A lo que jamás se acostumbraría sería a lo cerrados que parecían todos al diálogo, a cuestionar, a admirar su entorno de una manera más crítica en lugar de solo aceptar la superficie.
Eso era aburrido, y le hacía extrañar a Sargas, quien por desgracia —dado su escaso sentido del humor— era su mejor amigo.
—Esto va a ser muy sencillo —atronó la voz de un hombre en medio del círculo de piedras una vez los reclutas fueron reuniéndose en su interior. No era el capitán, puesto que al ser este el más alto rango en la jerarquía bélica, habría ganado el derecho de llevar un prendedor con su constelación junto a las medallas de las hombreras y el símbolo de la guardia real.
Aquel hombre estaría un peldaño más bajo, dado que tenía las medallas, pero no el prendedor.
—Soy el teniente Legoztah Aldebarán. Su pesadilla en lo que duren con vida en este confinamiento. Como sabrán, ustedes son demasiados, y nuestros campamentos no los abarcarán a todos. O puede que sí, pero no vale la pena que hagamos espacio para reclutas que no tienen lo necesario para estar aquí, cuando el mayor porcentaje de ustedes es prescindible. Solo unos pocos de ustedes están hechos del metal que resiste a esta forja, donde pasarán tres años, donde los Estatutos de la guardia serán sus Sagradas Escrituras, donde pasarán de niños... a verdaderos soldados.
Orión sonrió. Él no lo sabía, pero estaba gastando en aquel gesto la poca jovialidad que tendría a su disposición en aquellos ciclos lunares. Una sonrisa menos, tal vez la última tan inocente.
—Mientras esto sucede, y para ahorrarnos muchas penurias, les haremos una prueba preliminar —siguió el teniente—. Pero advertimos que no será sencilla. Peor que eso, estamos seguros de que la mayoría de ustedes, en su inutilidad, acabarán perdiendo la vida. Así que háganse un favor a ustedes mismos, y ahórrennos tiempo y recursos. Sincérense. Dé un paso al frente quien quiera declinar inmediatamente, y será regresado a su hogar sin perder mucho más que su orgullo.
Orión sintió un gran alivio, y un sentido de pertenencia que lo llevó a sonreír todavía más, al ver que solo un joven de Ara abdicó. Su tierra demostraba la tenacidad que sentía en el núcleo de sus huesos. Estaba orgulloso de la facción de Áragog que representaba.
Algunos pocos de Antlia, muchos de Baham y Cetus, más un par de Hydra dieron pasos al frente. Tampoco hubo bajas de Deneb.
El resto se mantuvo firme en la decisión, o lo que sea, que los tenía ahí en las ruinas de Zatah para el régimen de los caballeros de Áragog.
El teniente Legoztah Aldebarán asintió, aunque el gesto fue más implícito que perceptible; al parecer, con todo el peso de su rango, aquel hombre ya ni podía mover su cuello.
—Los que quedan, terminen de entrar al círculo.
El hombre esperó hasta que así fue, y entonces dijo:
—La disciplina, los lineamientos, tácticas y estrategias pueden esperar. Hoy, lucharán como salvajes. Por sus vidas. Hou evaluaremos el instinto de supervivencia en cada uno.
»No tienen permitido salir del círculo. Quienes lo hagan, sufrirán la limpia ejecución de nuestros eficaces arqueros. ¿Ven estos montículos junto a mí? Esas bolsas están cargadas con armas y escudos. Usen la que quieran a su conveniencia, quien pueda llegar a estas. Tienen permitido matarse, pero no morir. Quienes queden con vida cuando sir Caelum haga sonar el cuerno, estará oficialmente aceptado en el entrenamiento para la guardia. El desafío dará comienzo cuando escuchen las tres campanadas.
El hombre esperó a salir del círculo, todos con un estupor sin mesura. Se miraban unos a otros, buscando una salvedad, un atisbo de que estaban a mitad de una broma, o tal vez solo querían ver que había otros más asustados que ellos mismos.
Orión contuvo la respiración hasta que su rostro se volvió rojo, el sol tostando su tez, el sudor corriendo de sus sienes al nacimiento de su cabello. Miraba rapaz su sofocante entorno solo moviendo sus ojos, buscando atajos y salidas.
Esperaba empezar con calentamientos, ejercicios aeróbicos, o una epopeya teórica, no esa emboscada.
Se sentía como una animal acorralado, doméstico, pero pinchado al punto en que su instinto agresivo afloraba para defenderle. El problema es que a su alrededor había otros animales igual de enclaustrados, heridos y sin ninguna disposición a morir.
Tenía que idear un plan, al menos mientras los sádicos de los altos mandos los dejaban ahí, asándose en el calor, la aglomeración y sus propios miedos.
No había estrellas, así que Orión no podía hacer caso a los consejos de Sargas de buscar su cosmo en el cielo.
Tenía que pensar como el cazador que había sido en los bosques por diversión.
El tañido de las campanas se alzó. El arrebato que tuvo en los corazones de los reclutas era comparable a un estruendo en el cielo, relámpagos de una muerte anunciada.
Orión se agachó, protegiendo su cabeza con sus manos. Algo deliberado para sobrevivir a la avalancha que correría al centro. Caer podía significar su muerte, o una herida de gravedad, puntos débiles que aprovecharían sus oponentes.
Tenía que mantenerse apartado del frente por el momento, la batalla más sanguinaria se concentraría allí mientras las escaladas fueran la competencia por las armas.
Quedarse rezagado le quitaba cualquier posible ventaja, pues sus manos estarían desnudas para protegerse de los siguientes ataques, e incapaz de atacar por su cuenta.
Orión se hizo la pregunta: ¿por qué matar? En un campo enemigo, la respuesta era fácil: para proteger tu tierra, tu pelotón, tu guardia y a ti mismo. Eres tú, o tu oponente.
Sin embargo, en esa confrontación... Era una prueba preliminar, y el teniente no había hecho ninguna alusión que los obligara a matarse. Dijo que podían, no que debían hacerlo.
¿Por qué matar?
Orión entendió la respuesta cuando sintió los brazos que rodearon su cuello cuando ni siquiera había pasado toda la aglomeración. El recluta lo estrangulaba con sus brazos, alternando presión y movimientos bruscos como para acelerar el proceso.
Los habían encerrado, azotado con miedo, advertencias y reglas que sonaban a sentencia. En esas circunstancias, hasta la gacela más débil se torna una bestia; y cuando tu entorno se convierte en centenas de esas criaturas salvajes y asustadizas, tus opciones se reducen a ser asesino o asesinado.
Orión no sería la presa de la manada.
Forcejeó con todas las fuerzas que tenía, su cuerpo agitándose de un lado a otro, su peso golpeando contra los brazos del atacante pese a que estaba lastimando más su cuello.
Como el agarre no cedía, Orión llevó sus manos a aquella presa. No tenía uñas, desearía no haber sido tan meticuloso con ellas, pero intentó que su agarre resultara lo suficientemente doloroso como para aflojar tanto la llave de su atacante y poder respirar.
Parecía que solo afianzaba su agarre, y Orión ya estaba tan rojo como su propia sangre. El sol, la aglomeración que peleaba a su alrededor, la fatiga... Estaba perdiendo su oxígeno tan rápido como se veía afectado por su falta.
Mordió a su atacante. Sus dientes clavándose como un hacha roma, provocando un aullido de dolor.
El agarre en su cuello aflojó lo justo para que tomara una violenta bocanada de aire, y entonces se apretó todavía más.
Pero unos nuevos desesperados en llegar al centro del círculo chocaron con ellos y en medio del estrépito cayeron unos sobre otros. Orión tenía a un par de reclutas forcejeando encima de él, pero ninguna mano en su cuello. Estaba respirando.
Casi había perdido la vida por dudar si era necesario tomar la de sus compañeros.
No repetiría ese error.
Al hombre que tenía directamente encima lo tomó por el rostro. Tiró de él para tenerlo lo suficientemente cerca, y le mordió la nariz. Clavó sus dientes tanto como el filo se lo permitía, y cuando estuvo afianzado, hizo un movimiento brusco con su cabeza que partió el tabique y arrancó grandes tajos de carne. Una lluvia de sangre surgió de esa calamidad para bañar su propio rostro.
Y aunque Orión supuso que eso sería suficiente para dejar al hombre desangrándose, no permitió que sus suposiciones le costaran la vida. No se arriesgaría a ser objetivo de venganza de aquel recluta.
Ciego por la sangre de su víctima, cerró sus ojos y hundió sus dedos en las cuencas del contrincante que gritaba, y se retorcía. Así que sí, seguía con vida.
Orión tuvo que hundir sus dedos en la gelatina de sus ojos. Empezó lento, pero aquel acto dubitativo lo llevó al borde de desistir, y ya no había marcha atrás. Aunque los gritos fueran como fuego a su alma, aunque los lamentos turbaran sus sueños hasta condenarlos a volverse pesadillas. ¿Ya lloraba? ¿Eran sus propios sollozos los que oía, o los del joven al que mataba con tan deliberada tortura? Lo descubriría luego. En una sagaz presión de sus pulgares, acabó con el contenido de las cuencas de esos ojos que vomitaron sobre su rostro.
A partir de entonces, y aunque el individuo no tenía nombre, Orión siempre recordaría aquella como su primera muerte. Esperaba que la peor.
Empujó los cadáveres que tenía encima. Al parecer, habían matado los otros hombres encima de él.
Pasó las manos ensangrentadas por sus ojos llenos de aquella mezcolanza de muerte para limpiarla e intentar abrirlos. Luego corrió al borde del círculo.
Una hazaña estúpida y cobarde, en apariencia. Pero para él era la forma más inteligente y limpia de ganar.
Llegó hasta un recluta que estaba agazapado al límite de la circunferencia de rocas y en un acto deliberado lo empujó afuera.
Un silbido más tarde, una flecha acabó con la vida del rezagado, asomándose desde atrás por su cuello.
Temiendo ser un blanco igual de fácil, Orión se quitó de aquella parte del círculo y corrió a otro extremo, donde un nuevo rezagado exhumaba su miedo.
Ese dio un poco más de pelea, a punto estuvo Enif de tambalearse y caer fuera del círculo, pero logró mantener el equilibrio y sacar al otro de una certera patada.
El cuerno razonó lejano, y la mayoría no le hizo caso al principio, creyéndolo parte de sus fantasías, una manifestación de sus deseos de que aquello terminase. Así que siguieron luchando, asesinando y sobreviendo como despiadados animales, hasta que el cuerno atronó una segunda vez, entonces más fuerte.
—A continuación, se dará lectura a los Estatutos de la guardia. Estos serán los códigos de su vida, los lineamientos que estarán obligados a seguir como reclutas y posteriores soldados —dijo la voz del teniente Aldebarán mientras se abría paso entre los cadáveres y sobrevivientes, hacia el centro del círculo de piedras—. Pero antes... Sean bienvenidos, reclutas, al entrenamiento de la guardia de Áragog.
~~~~
Nota:
Estos capítulos son importantes para el desarrollo de la trama y el personaje de Orión, pero no se me preocupen que tendremos más #Shaumar en breve. ¿Qué les pareció la actualización? ¿Y el personaje de Orión?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro