L0V3
Helada, era aquella noche
en la que el frío penetraba hasta los huesos,
el viento silbaba aterrador
mientras la lluvia caía sin cesar,
las ráfagas de agua simulaban cortinas
que no dejaban ver nada del exterior.
Y las dos o tres veces que Marta se atrevió a acercarse a la ventana,
tratando de mirar hacia fuera, para ver si calmaba la tormenta,
el destello del relámpago la deslumbró,
sacudiendo todo su ser con el horror del trueno.
Sonando demasiado cerca, por encima de su cabeza que parecía derribar la casa.
El estruendo en la casa no cesaba aún,
aún sacudida por la furia de la tormenta,
cuando Marta oyó un golpe en su puerta,
un golpe a la entrada, un golpe seco e insistente que instó a abrir.
Pero la prudencia le aconsejó a Marta que no hiciera caso,
porque en una noche tan espantosa,
cuando ningún vecino honrado se atrevería a salir a la calle,
sólo los malhechores y los sinvergüenzas son capaces de desafiar al viento
y a la lluvia en busca de aventuras o presas.
Marta debió reflexionar que quien tiene un hogar cálido y acogedor,
con una madre, esposa o hermana que lo consuele, no sale en medio de una furiosa tormenta,
ni toca a puertas ajenas,
ni perturba la tranquilidad de una joven honesta y modesta.
Sin embargo, reflexiona, tan digna y señora,
tiene el vicio de llegar siempre tarde,
lo que sólo sirve para agriar los gustos y sazonar los remordimientos.
Así fue que el pensamiento reflexivo de Marta se había dormido, como de costumbre,
y el impulso de piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer,
hizo que la joven, por la mirilla, preguntara consternada:
"¿Quién es?". La suave voz de tenor, cálida y vibrante,
respondió persuasiva: "Un viajero".
Y con la ingenua curiosidad de un niño, y sin indagar nada más,
Marta sacó la cerradura, abrió el cerrojo y giró la llave,
sólo conmovida por el encanto de aquella voz intrigante y dulce.
El viajero entró, inclinándose cortésmente;
y quitándose con cierto alivio el sombrero de ala ancha,
cuyas plumas goteaban caídas,
se quitó la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y se sentó cerca del fuego, bien encendido por Marta.
Apenas se atrevió a mirarlo, porque en ese momento su reflexión retardada empezó a hacer de las suyas,
y Marta comprendió que dar asilo al primero que llama va más allá de la imprudencia.
Sin embargo, todavía vacilante en levantar la vista,
vio con el rabillo del ojo que su invitado era apuesto y bien formado, fresco de piel clara,
rubio y rizado, un rostro bonito aunque con expresión un poco triste,
con el aire de un gran señor acostumbrado a mandar.
y a ocupar altos cargos
Marta se sintió encogida y llena de confusión,
aunque el viajero se mostró respetuoso al dedicarle pequeños cumplidos,
que por el encanto de su voz la afectaron mucho más.
Para disimular su vergüenza,
sirvió apresuradamente la cena y ofreció al viajero la mejor habitación de la casa,donde se retiraría a dormir.
Atemorizada por su propia conducta impulsiva,
Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche,
esperando con impaciencia que amaneciera para que el huésped pudiera marcharse.
Y sucedió que cuando él bajó, ya descansado y sonriente,
a desayunar, no hizo mención alguna de marcharse, ni siquiera a la hora de comer,mucho menos a la tarde;
y Marta, entretenida y embelesada con su locuacidad y sus ingeniosos comentarios,
no tuvo el valor de decirle que ella no era posadera de profesión.
Pasaron las semanas, pasaron los meses,
y en casa de Marta no había más dueño y amo que aquel viajero
a quien en una noche de tormenta ella tuvo la imprevisibilidad de acoger.
Él mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, rápida como su pensamiento.
Pero no creáis por eso que Marta era propiamente feliz.
Al contrario, vivía en continua angustia y tristeza.
He llamado dueño al viajero, y debí llamarlo tirano,
ya que sus caprichos despóticos y su humor inconstante volvían medio loca a Marta.
Al principio el viajero parecía obediente, cariñoso, adulador, humilde;
pero se engrandeció y tomó el poder, hasta que no hubo quien lo soportara.
Lo peor de todo era que Marta nunca podía adivinar su deseo ni prever su descontento: sin razón ni causa,
cuando menos había que temerle o esperarle, se mostraba frenético o sumamente feliz, pasando,
en menos de lo que se dice, de la ira a la adulación y de la risa a la rabia.
Padecía arranques de furia y rabietas injustas e insensatas,
que a los dos minutos se convertían en excesos de cariño y calmas angelicales;
ya era terco como un niño, ya era templado como un hombre;
ya colmaba de insultos a Marta, ya le daba los nombres más dulces y la ternura más irresistible.
Sus extravagancias eran a veces tan insoportables que Marta,con los nervios de punta,
con el alma atravesada y el corazón a dos dedos de la boca,
maldijo el momento fatal en que había recibido a aquel terrible huésped,
Lo malo es que cuando Marta,
desesperada, iba a saltar y sacudirse el yugo, parece que él lo adivinó,
y pidió perdón, con la sinceridad y la gracia de un niño,
por lo que Marta olvidó al instante todos los agravios, por la exquisita alegría de perdonar.
Luego, más tarde, sufriría tres veces más los sinsabores pasados.
Y, así fue, que cuando el huésped,
con medias palabras y con precauciones y rodeos,
anunció que había llegado la hora de su partida, Marta quedó atónita. Y las lágrimas lentas que la desesperación le arrancaba caían sobre las manos de la viajera,
que sonreía triste y murmuraba en voz baja pequeñas frases consoladoras,
promesas de escribir, de volver, de recordar.
Y mientras Marta, en su amargura, balbuceaba reproches,
la invitada, con aquella dulce y vibrante voz de tenor, suplicaba a modo de disculpa:
«Te dije bien, niña, que soy viajera.
Descanso, pero no me detengo;
me poso, no anido.»
Y has de saber que sólo al oír esta franca declaración,
sólo al sentir que se le desgarraban las fibras más íntimas de su ser, la inocente Marta supo que aquel viajero fatal era el Amor,
y cuando abrió la puerta,
sin pensarlo, era para el dictador más cruel del mundo.
Sin atender al llanto de Marta
(¡Mirad si está allí para tender lágrimas!)
Sin atender al rastro de pena inextinguible que dejaba tras de sí,
el Amor salió, oculto por su capa, ladeando el sombrero, cuyas plumas,
ya secas, se rizaban y flotaban al viento,
en busca de nuevos horizontes, para tocar otras puertas que estuvieran mejor atrancadas y defendidas.
Y Marta permaneció tranquila, dueña de su hogar,
libre de sobresaltos, temores, alarmas, y entregada a la compañía de la reflexión seria y excelente,
que tan bien aconseja, aunque un poco tarde.
No sabemos de qué habrán hablado;
sólo tenemos noticias ciertas de que en noches de furiosa tormenta,
cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra las ventanas,
Marta apoya la mano sobre el corazón, que le duele de los latidos acelerados,
sin dejar de escuchar, por si acaso el huésped toca a la puerta.
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