IV
La noche, en las pálidas manos de nómada,
me tendió un ramito florido de estrellas.
La huella de los pasos
que se había borrado sobre los caminos del sueño
como los templos sepultados,
se despertó, blanca de rocío, sobre la tierra.
Y el ojo, tristemente abierto
en los silencios que nunca eran perfectos,
se cerró y descansó con el aroma,
que en verdad nos llegó desde lejos.
Tú, que olvido no eres
y que sin embargo ofreces una pequeña estrella de azul
junto a la ofrenda divina,
ceniza te vuelves, como el agua del lago
cuando en su interior se refleja la noche
sin hechizo de gemas.
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