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MITOLOGIA 1: LUNAE NATA

(NACIDA DE LA LUNA)
Hubo un primer destello, una primera vez, y con ello surgió en el cielo una enorme esfera, una tan brillante y hermosa. Su resplandor iluminó durante años tras años a su amor platónico, aquella que tenía vida dentro de sí, pero cuya existencia pertenecía a alguien más, alguien que trajo calor y una luz aún más extensa y cálida.

Aquel astro, cuyo nombre se pronunció de la misma manera que su calidez, era el dueño del amor que la Tierra pronunciaba; era por él que ella suspiraba. Tanto fue su amor, que poco a poco se fue olvidando de aquella que iluminaba el tiempo más oscuro, olvidándose de quien moría por su amor: la Luna, una estrella plateada que, pese a las objeciones de las demás esferas, de sus amigas, se quedó cerca y contemplando con ojos de amor al planeta azul, aún cuando su amor dejó de ser correspondido.

La Luna, cuya sola presencia en el universo mostraba cuán duro era simplemente existir, aceptó y se resignó al hecho, ocultó su sentir, y fue feliz al ver feliz a su amor de siglos.

Así pasaron los años, hasta que un "accidente" ocurrió. Esto desencadenó, sin que el universo lo deseara, un hecho extraño, increíble y trágico. Fue solo un momento, un "desliz", y bastaron unos cuantos segundos para que todo sucediera. En una carrera por el espacio exterior, un meteorito, intrépido e inquieto, avanzó a grandes zancadas. Ni siquiera la notó, no lo planeó, y tampoco la vio. Fue demasiado tarde para reaccionar, y aquella explosión causó que miles y miles de fragmentos se desplazaran por el universo.

Un dolor agudo nació desde la Luna, pues fue ella quien recibió el impacto, uno más entre tantos "accidentes", dejando cráteres en su cuerpo celestial. Y así, poco a poco, también comenzó a perder diminutas partes de sí misma, que años después la Tierra denominaría como: "estrellas fugaces".

Vaya que lo que ocurrió 200 años después fue, sin duda, una maravilla. Uno de estos fragmentos de la Luna se desvió de su camino, perdió el rumbo y se dejó llevar a través del espacio. Otro accidente, pensarían todos, pero quizás solo era el propósito del universo que aquello sucediera.

Vueltas y vueltas dio aquel pedacito de piedra cristalizada hasta que hizo contacto con la Tierra. Enojada por la invasión, el planeta azul intentó diluirlo, pero no salió como esperaba. Aun así, aunque en cuerpo pequeño, este fragmento cayó en sus tierras, al pie de un volcán, cerca del "Valle Sagrado", como lo llamaban los aborígenes. El tamaño de aquella roca parecía igualar al de un ser humano joven, pero en aquel entonces, nadie la vio, nadie supo de ella, y nunca nadie la encontró.

Años después el vapor caliente del volcán desgastaba poco a poco aquella roca, tallando su figura, moldeándola y dándole vida a un nuevo ser, quien despertó de un sueño profundo con un amor tan intenso por quien la vio nacer y por quien le dio la vida: su madre, la Luna, y su refugio, la Tierra. Amor fraternal, amor inocente, amor... amor y amor, sincero y cálido.

Cuando abrió sus ojos, lo primero que notó fue una luna sonriente, allá en lo más lejano, encima de todo y de todos. La Luna sonreía, la Luna la amaba de la misma manera; era su madre después de todo, sin importar cuán lejos estuvieran la una de la otra. Madre es madre, para siempre, sin importar los obstáculos, el tiempo o la distancia. Aunque no tuviese la misma fuerza y calor del sol, su amor siempre sería para ella tan caliente, tibio y sincero, una madre que la arrullaría hasta el final de los tiempos.

Aquel amor incondicional le dio las fuerzas necesarias para incorporarse y aprender a vivir, así como notar en ella tantas diferencias, viendo cuán parecida y distinta era de su madre. Ella poseía un cuerpo celestial muy distinto, con cuatro extremidades, y al final, cinco dedos. Tenía una cabeza llena de cabellos blancos platinados, su tez clara y tan blanca como la de su madre, pero respiraba de la misma manera que las otras criaturas terrenales, otra diferencia mas entre ella y su progenitora.

Aún no podía apreciar su rostro, solo aquello que sus ojos captaron frente a sí. Aún no notaba que toda aquella belleza había sido heredada de un amor no correspondido, e irónicamente, ahí estaba, nacida de la Luna y adoptada por la Tierra, aunque esta última parecía guardarle rencor; al menos así lo percibía ella, lo notó desde la primera vez que sus pies tocaron el planeta.

Sus ojos escudriñaron cada parámetro, cada pequeño y minúsculo rincón del planeta azul, maravillándose de lo hermosa que era, y dándole gracias a la Luna, que le dio vida, que la trajo hasta allí, y que la arrulló hasta el día de su nacimiento.

Así, aunque un poco torpe, caminó por el sendero del bosque, siguiendo el trayecto que la Luna le indicó, donde la alumbró, donde su luz le abrió paso. Ella avanzaba, y el sonido de su dulce sonrisa alegró la noche de aquella que la extrañaba, de aquella esfera que le cantaba una melodía, donde la voz celestial de la Luna la guiaba hacia caminos seguros, maravillosos y protegidos. Su madre, con aquellos rayos de luz, la abrazaba. La Luna la observaba, y ese era su regocijo, porque el amor por aquella criatura mitad humana mitad celestial, era inmenso e irrompible, incluso superando su amor por la tierra.

El placer de la Luna era verla feliz, sana y salva, resguardada bajo la protección de los cuerpos que yacían en el universo. Una pequeña llena de vida, llena de un futuro brillante y llena de mucho amor. Es increíble como las cosas pueden cambiar...

450 años después, un joven de ojos negros como la noche misma, cabellos largos atados en una trenza, rasgos masculinos marcados, tez morena como los olivos, cuerpo esculpido por el trabajo en el campo y, sobre todo, un corazón noble, subió hasta la cima del Valle Sagrado con una misión que el cacique y el namat le habían encomendado.

Subiendo al monte, a mitad de camino, el joven se percató de una figura extraña, pero de belleza inigualable. Cerca de un cráter, estaba una figura humanoide, con cabellos largos que caían hasta el suelo en suaves ondas, como cascadas. Su piel parecía tan suave como el rocío de la mañana, y su tez, tan blanca como la sal del mar. Desde la punta de sus dedos en los pies hasta el final de las hebras de su cabello, resplandecía una luz, como si fuese una aurora boreal personal: pura, blanca, traslúcida, sin opacar completamente su hermosura.

El joven notó que la mujer frente a él parecía brillar como las estrellas y como la Luna misma. Era una luz que no quemaba ni dañaba la vista, pero que cautivaba, atrapando con su intensidad, como si hipnotizara todo su ser. Así quedó él, absorto ante tanta belleza. Y en su interior despertó un amor tan inocente y puro, que ni siquiera notó que la joven no llevaba nada puesto, pues su mirada permanecía fija en las esferas redondas de su rostro.

Aquellos ojos, como si la Luna hubiese descendido y se hubiese posado ahí, eran la viva imagen de la estrella que iluminaba la noche en la Tierra. Dos grandes lunas se reflejaban en su mirada, ojos tan vivos y alegres, con una alegría aún mayor que la que se experimenta en el mundo terrenal. La comisura de sus labios se extendió en una sonrisa que achicó sus ojos, dándole un aura de ternura, haciéndola parecer más un sueño que una realidad.

La Luna, quien observaba todo desde el cielo, sonrió al notar cómo el corazón del joven comenzaba a latir más rápido. También percibió el amor puro y real que empezaba a nacer en él por su pequeña. Ese había sido siempre el plan de la Luna desde el cielo nocturno: brindarle a su única y amada hija lo que ella no pudo tener, un amor verdadero proveniente de un ser terrenal. Un amor que, aunque no se cumplió para ella, se cumpliría a través de su heredera, su amada niña.

Aquel joven fue elegido entre millones de personas en la Tierra para tomar la mano de su hija. Bendecido por la Luna, recibió el mayor regalo: una joven dulce y luminosa. Él y ella, dos mitades destinadas a unirse y convertirse en uno solo.

Así pasó también un año, y aquel amor floreció como las margaritas del campo. Ambos, inseparables, unidos como los anillos de Saturno al planeta, y tan libres como las semillas de un diente de león cuando el viento sopla. El joven vivía bajo el encanto de ella, de aquella extraña mujer que alimentaba su espíritu. Con inmenso entusiasmo, corría hacia el Valle Sagrado, todas y cada una de las noches, mientras la Luna era testigo fiel de su devoción. Era imposible retenerlo, pues para él, las inmensas ganas de verla eran como las fuerzas de un tornado, poderoso e inquietante, uno que jamás nadie pudo detener.

Aquel descuido por parte del joven llamó la atención de un aprendiz en el pueblo, un hombre que se dejaba guiar por sus impulsos, a pesar de que su principal misión era servir a sus "dioses". Su corazón no era malo, pero sus sentimientos y su curiosidad a menudo lo llevaban a cometer errores, lo que, a su vez, le causaba constantes discordias con su padre. Nunca logró aprender las enseñanzas del líder al que también debía servir, aquel a quien estaba destinado a sustituir como el próximo namat del pueblo: su propio progenitor.

Esa noche, el aprendiz se inquietó. No pudo conciliar el sueño, atormentado por preguntas: ¿a qué iba el indígena más joven? ¿Por qué, durante un año entero, había estado subiendo al Valle Sagrado? Entonces, sucedió. En las altas horas de la madrugada, justo antes de que la Luna se ocultara y el Sol comenzara a asomarse, el aprendiz se levantó. Con una determinación que no había sentido antes, se adentró en el bosque, decidido a encontrar al joven escapista y descubrir el motivo de sus salidas nocturnas.

Entonces caminó durante un buen rato, y lo encontró. Ahí estaban: el más joven, junto a una criatura extraordinaria, de espaldas a él. El aprendiz supuso que se trataba de la diosa de la tierra, aquella a quien, como futuro namat, estaba destinado a servir. Pero entonces, los celos lo invadieron. Ahí estaba ella, hablando con alguien más, y no con él, quien le había servido desde que era apenas un niño. A pesar de las circunstancias, se quedó oculto, observando, mientras su corazón se endurecía.

No esperó mucho tiempo, pues el amanecer estaba cerca, y el joven debía regresar al campamento antes de que el Sol despuntara. Se despidió de la criatura y tomó el camino de regreso a las tiendas, sin darse cuenta de la presencia del intruso: aquel aprendiz cuya sangre ardía como el fuego, tan inquieto y furioso como el volcán que pisaba.

A pesar de estar de espaldas a él, la mujer sintió la presencia de alguien más, y con su principal característica, una dulzura que corría por sus venas, dijo: "Sé que estás ahí, joven aprendiz, y deseas hablar conmigo. Entonces ven, hablemos". Fue el sonido más encantador y cautivador que el aprendiz había escuchado. Su voz era suave, como la canción de una madre, similar a una dulce melodía para dormir. Era como escuchar el canto de un ángel, el sonido musical de las sirenas en el mar.

Aunque ella aún estuviera de espaldas, el aprendiz también se prendó de ella y, con pasos torpes, se acercó. Poco a poco, con mucho cuidado de no hacer movimientos bruscos, temiendo cometer algún error, se aproximó a la joven. Cuando estuvo frente a ella, la encontró con los ojos cerrados, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, mirando al horizonte, donde el Sol apenas comenzaba a salir.

Mudo ante tal belleza, el aprendiz detalló su rostro, viéndola como una deidad, como un ángel puro e inocente. Pero, al mismo tiempo, tan hermosa que superaba incluso a las mismas estrellas del universo. Era un ser maravilloso: delicada y de belleza sobrehumana. Y entonces, se enamoró perdidamente de ella, algo que, con el tiempo, lo condenaría.

La mujer le informó sobre su estado: ella estaba congelada por la oscuridad, alimentada por el arrullo de su madre, oculta del Sol. Si el astro rey descubriera la verdad sobre su nacimiento, podría abandonar la Tierra, romper sus lazos de amor y volcar su ira hacia la Luna. Le explicó que esa era la razón por la cual su existencia debía navegar por el mundo ocultándose de la mirada del Sol. Era también el motivo por el que aquel joven indígena la visitaba solo por las noches, y no durante el día, como lo haría un humano normal.

Ella no era una humana. Ella era la "nacida de la luna", hija de un accidente, resguardada bajo el cuidado de la Tierra, aunque esta le guardara cierto rencor. Cautivado por su belleza y su historia, el aprendiz pidió a la mujer un poco más de tiempo, un poco más de su atención. Sin embargo, por el momento, su petición fue negada.

La hija de la luna le pidió que volviera en dos semanas. Entonces, le contaría todo sobre su origen y su poder, contagiada por el entusiasmo del aprendiz. Le explicó que aquel joven indígena con quien había estado tiempo atrás había cautivado su ser, su corazón, y no deseaba perturbar esos momentos sagrados al recibir a otro invitado. Su única ofrenda para el aprendiz era su amistad infinita, una que también sería inquebrantable.

El aprendiz aceptó los términos y se marchó, no sin antes sonreírle a la joven, quien amablemente le devolvió la sonrisa, amistosa y sincera.

Pero, tiempo después, ocurrió lo inevitable. Un día bajo el sol, el campamento fue atacado por otra tribu, una tribu enemiga que buscaba poder y venganza. En aquella guerra, muchos perecieron: niños, jóvenes y adultos. Durante las siguientes noches, su amor verdadero no subió hasta el Valle Sangrado, no subió a verla, y ella, sin saber el porqué de su alejamiento, esperó.

Entonces, su corazón se entristeció, y gotas de agua cayeron desde sus ojos hasta el suelo del volcán, transformándose en gemas hermosas, nacidas de la tristeza de un corazón de Luna herido. Vivió así, en soledad, puesto que ni siquiera el aprendiz subió en las semanas siguientes. Ahora estaba sola, como desde el inicio. ¿Fue aquello una venganza terrenal? ¿La Tierra la condenó al enviar a la tribu enemiga justo donde habitaba su amor eterno?

Dos años se cumplieron, y el joven jamás regresó. La Luna le reveló que el aprendiz había ascendido al puesto de namat tras la muerte de su padre, quien cayó en manos enemigas. Aquel suceso lo tomó por sorpresa, y el cacique, líder de la tribu, lo obligó a asumir el cargo. Desde entonces, el nuevo namat dedicó su vida a las tareas de los "dioses", lo que le impidió buscarla, verla o sentirla.

Cuando la mujer preguntó a su madre por aquel joven de bello parecer, la Luna guardó silencio sobre su paradero. Con una voz suave, le negó toda información, alegando que era lo mejor, sin dar más explicaciones. Algo sabía la Luna, algo que quizás su hija desconocía.

Como un milagro que acontece en los territorios terrenales, el nuevo namat subió al Valle Sagrado después de tres largos años, escaló para dejar una pequeña ofrenda a la Tierra como agradecimiento. Había caído la noche, aunque la oscuridad que invadía el lugar era joven, apenas un inicio. Cuando la mujer lo sintió llegar, salió de su escondite, de aquella pequeña caverna que le daba refugio, y siguió el rastro de su esencia hasta encontrarlo en la cima del volcán. Este lanzó un bulto, parecía ser un cuerpo envuelto en un manto, y lo arrojó hacia el fuego. El joven namat se había convertido en alguien sabio desde que ascendió al cargo; ahora era diferente al joven impulsivo que fue en su adolescencia.

Cuando ella preguntó el porqué de su ausencia, él no dio más respuesta que aquel acertijo: "Hijos de la Tierra somos, no podemos convivir junto a aquella que daño le hizo a nuestra madre, así dice su hija, que es nacida desde el vientre de la Tierra misma". Ella comprendió con facilidad las palabras del namat y se disculpó. El namat sonrió entonces, mostrando que, quizás, la tierra había sufrido el daño, pero no él; él la perdonaba. Tiempo después, el nuevo namat y la hija de la luna conversaron, y ambos se pusieron al tanto, iniciando desde aquella vez.

Dudoso, el namat le contó a la mujer sobre un asunto complejo. Le comentó que, aquel joven, cuyo corazón en su momento fue sincero y sin maldad, ahora no era ni el rastro de lo que fue en el pasado. Era ahora un hombre orgulloso, prepotente y de corazón metálico. Después de la muerte del cacique, un hijo tuvo que ascender al poder, e irónicamente, aquel joven que destilaba amor por cada poro de su cuerpo, era el primogénito del difunto cacique, es decir, líder de la tribu por herencia. Fue este mismo que, a pesar de conocer su desprecio por los namat, lo obligó a tomar el cargo, y tiempo después, este mismo cacique tomó la mano de la hija del Sol y de la Tierra, una deidad que apareció justo en el momento "indicado", y este nuevo cacique la tomó como esposa.

Así comienza un nuevo capítulo, el inicio de una amistad que antes se pausó por diversos motivos. El namat estuvo dispuesto a dejar el cargo, a servirla a ella, a la mujer de cabellos platinados y ojos alunados. Para ella no fue diferente, porque, a pesar de aún guardar en su corazón aquel amor por el joven aborigen, había aprendido a abrir paso a una nueva amistad, para sanar, para recuperarse de aquel corazón marchito.

El volcán fue testigo de aquel sufrimiento por amor; ahora, este volcán, dentro de aquella caverna, resguardaba miles y millones de hermosas joyas, creadas a través de sus lágrimas. Cuántas veces la Luna vio su sufrimiento y la abrazó como apoyo, ofreciéndole regresar con ella, allá, en el universo, donde le prometió que estaría mejor. Sin embargo, aquellas esperanzas permanecieron en ella, esperando que aquel joven regresara; sin embargo, no lo hizo, y ahora es el namat quien la acompaña.

Esto sucedió durante un año. El namat subía noche tras noche hacia el Valle Sagrado, y fue entonces cuando el cacique lo notó. El namat caminaba tranquilamente por el sendero, sin percatarse de que alguien lo iba siguiendo, alguien que ya no creía en sus "ofrendas a la tierra", sino que empezó a sospechar de un romance en aquella montaña, y los celos lo cegaron, porque su corazón aún estaba divido.

El cacique apuñaló por la espalda al namat, derramando una sangre inocente sobre el suelo del bosque, y evitando el encuentro de dos grandes amigos. Sí, porque ni siquiera era un amor romántico. El namat aceptó aquella amistad, sabiendo que la joven amaba a un solo hombre, y aceptó esa decisión pese a sus sentimientos. No así el nuevo cacique, cuyo corazón se volvió como cenizas, sin sentir, sin amar.

Al correr la sangre por el suelo, la Tierra sintió el desfallecer de sangre inocente y le indicó a su hija, quien tomó el asunto en sus manos. Al día siguiente, la hija de la Tierra subió al Valle Sagrado y enfrentó a la mujer de cabellos platinados.

Las palabras muy pronto pueden volverse enfrentamientos, como sucedió ahí, siendo testigo el volcán. Teniendo un poder mayor, gracias a la mezcla de dos grandes esferas, dos esferas que le dieron vida, la hija de la Tierra ganó aquella batalla en ese día de Sol. Y arrastró a la mujer de platino, exponiéndola los fuertes rayos del medio día, causando daños irreparables en ella, como castigo a la "discordia" que había traído a la Tierra.

Una vez que sucedió todo, la dejó ahí, tirada sobre el volcán, expuesta ante su padre: el Sol, para que falleciera. Cuando la noche llegó, el alarido de la Luna fue terrible, al ver ahí el cuerpo marchito de su única hija, de su pequeñita. Fue entonces que envió por ella, subiendo la esencia del cuerpo de la mujer hacia el universo, pues la Luna la había reclamado, siendo otra vez, como al principio, una sola: hija y madre.

Cuando todo acabó, la Luna envió una maldición a la Tierra, una promesa que será cumplida, tan fuerte e inquebrantable, que ni el mismo Sol podrá detenerla, y sin desearlo, también contribuirá con ello. Serán sus propios hijos y su "amor" quienes acaben con ella. La enfermedad será tan grave que la Tierra se enfermará poco a poco, y los humanos serán los mismos que acabarán con su salud. Ese fue uno de los mayores castigos, a causa del atrevimiento, de querer asesinar a su más grande amor: su hija.

Aquella que fue y es: "Nacida de la Luna".

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