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Capitulo 4.-Bajo el Abanico de la Dama

La caminata hacia el santuario era pesada, como si cada paso estuviera cargado de recuerdos olvidados. Avanzaba lentamente, permitiéndome admirar cada rincón, pero la incomodidad persistía; hacía décadas que no visitaba este lugar. Las calles de piedra azul y blanca brillaban bajo la luz, reflejando un suave resplandor que bañaba las colosales estructuras a su alrededor. Los templos, erguidos en perfecta armonía, evocaban a la antigua nación oriental que había existido hace más de dos milenios, y que, de alguna manera, había encontrado un refugio para su cultura aquí, en nuestro reino. Los amplios techos curvos parecían rozar el cielo, y cada esquina estaba adornada con símbolos esculpidos en madera, un homenaje a los dioses antiguos y a las deidades actuales, el dios del mar y la diosa del viento.

Observaba cada detalle con una mezcla de admiración y desconfianza. Los intrincados grabados en los pilares de piedra parecían contar historias de tiempos remotos, de batallas y pactos sellados bajo las estrellas. A mi lado, el sirviente mantenía la cabeza gacha, apenas levantando la vista para no tropezar en su evidente nerviosismo. Lo miré de reojo y noté el temblor en sus manos. Había sufrido mucho en el distrito tomado por los demonios, y ahora, en este lugar extraño, parecía debatirse entre la curiosidad y el miedo.

"En serio, qué débiles son los humanos. Y, al mismo tiempo, qué fuertes", pensé. Nadie aceptaría este destino, aunque para mí, no tienen otra opción. Sin mirarlo directamente, le susurré, de manera que solo él pudiera oírme:

—Relájate. Nadie te hará daño aquí... no mientras yo esté presente.

Lo último no era necesario decirlo; si me conocía tanto como decía, ya lo entendería. Aunque no tengo dudas de que la imagen que tiene de mí se ha ido desmoronando con el paso de los años. El sirviente me dirigió una mirada llena de respeto, aunque la duda aún brillaba en sus ojos. Con voz apenas audible, murmuró:

—Señor... yo... agradezco su protección. Es solo que... este lugar... todo aquí es tan ajeno. ¿Cómo debo comportarme?

No esperaba esa pregunta; no era algo que hubiera sucedido antes. Tal vez debería tratar con más cuidado a quien me da alimento, pero apenas estoy aprendiendo a manejarlo.

El santuario estaba silencioso, y su serenidad solo se interrumpía por el tintineo de los brazaletes de Sakura Nomura. Avanzaba con una gracia calculada, cada paso resonando como una danza ritual. Su túnica, en tonalidades de azul claro, verde jade y blanco, se movía como olas al viento. Su maquillaje en tonos jade enmarcaba sus ojos multicolores, reflejando destellos que parecían agua bajo la luz, mientras sus labios azulados le daban un aire etéreo. El cabello negro con reflejos celestes estaba recogido en un alto moño blanco, adornado con perlas de varios colores y pequeños broches blancos.

Sakura se detuvo frente a mí, dedicándome una sonrisa sutil, atrapada entre lo juguetón y lo enigmático. Inclinó ligeramente la cabeza en una bienvenida que, más que cortesía, parecía una provocación velada.

—Bienvenido de nuevo, Reinaldo. No imaginé verte tan pronto en mis tierras.

Mantuve mi expresión serena, aunque no pude evitar que una chispa de desafío se filtrara en mi mirada. El aire entre ambos estaba cargado, lleno de palabras que ninguno de los dos estaba dispuesto a pronunciar, y de promesas rotas que flotaban, suspendidas entre nosotros.

—No vine aquí para revivir el pasado. Mis razones son otras, y espero que lo sepas apreciar —dije, sin apartar la mirada, en un tono firme.

Sakura soltó una risa suave, un sonido que se deslizó como agua entre los muros del santuario, burlándose de mi intento de mantener la formalidad. Levantó una mano con delicadeza, y una brisa comenzó a girar a su alrededor, jugando con los pliegues de su túnica y haciendo que las capas de tela ondearan con la cadencia de las olas.

—Siempre tan serio, tan contenido —musitó, con un brillo en sus ojos que mezclaba diversión y desafío—. Quizás deberías llevarte a la playa, mostrarte un lado más relajado de este lugar. Tal vez así recordaríamos los viejos tiempos.

Mientras sus palabras flotaban en el aire, una neblina etérea, fruto de su magia, empezó a envolvernos, impregnando el lugar con una atmósfera mística que parecía invitarme a bajar la guardia. Sentí cómo una vena se tensaba en mi frente. No estaba aquí para juegos ni distracciones.

—No vine aquí de vacaciones, y tú lo sabes bien. Hay cosas más importantes en el juego —respondí, mi voz tan firme como el propósito que me trajo hasta aquí.

Ella me miró con esa sonrisa suya, mezcla inquietante de cordialidad y desafío, como si disfrutara cada segundo de mi incomodidad. Había una chispa de burla en sus ojos multicolores, una luz que parecía bailar en tonos de azul y verde, reflejando el agua bajo el sol. En algún punto de mi vida, esa mirada me habría fascinado; ahora solo añadía peso a una situación ya complicada.

Pero antes de que pudiera replicarle, un sonido de pasos lentos y seguros resonó desde el pasillo. Al girar, lo vi: Haruki Egami, príncipe de Haiyugiri, de pie en el umbral del santuario interior, observándonos con una expresión que mezclaba desaprobación y recelo, esa tan fría como la mirada hielo que tanto le gustaba manejar. Haruki nunca me dejó olvidar quién era y lo que representaba.

Vestía con la elegancia de siempre: túnicas en tonos de azul claro, verde jade y blanco, con bordados de dragones y olas que parecían moverse con cada paso, una declaración visual de su linaje. Su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves, con puntas aclaradas a un tono rubio cenizo, dando una apariencia refinada. Aunque su postura era relajada, su mirada no me engañaba: esa calma era solo un telón, y sabía que, bajo esa serenidad, su desprecio hacia mí seguía latente.

El príncipe no necesitaba elevar la voz para transmitir autoridad, y mucho menos para recordarme que este era su territorio.

—Me dijeron que habías dejado entrar a este... visitante —pronunció con voz baja y controlada, impregnada de una dignidad que rozaba el desdén.

Haruki era un guerrero en todo sentido, aunque sus métodos preferidos eran menos directos que los míos. Diplomático por naturaleza, optaba por resolver conflictos con palabras y juegos de poder sutiles. Pero la mirada que me lanzaba dejaba claro que no me consideraba un invitado, ni mucho menos bienvenido.

Para Haruki, siempre sería alguien que había osado no desear a su esposa. Un ligero destello en los anillos de jade que llevaban en sus dedos reflejó la luz, dando un brillo helado que parecía intencional, como una advertencia tácita. Aunque prefería la paz, sus habilidades de combate eran precisas y casi artísticas, una danza mortal que no dejaba lugar a la improvisación. Su postura relajada no me engañaba; Se que estaba preparado para cualquier situación.

Lo observé con una ligera sonrisa cargada de ironía, sin molestarme en ocultar el desafío en mis palabras.

—¿Es esta la manera en que recibes a tus invitados? Por mucho menos podrías declararme enemigo, pero me extraña que te atrevas.

La mirada de Haruki se endureció, y el desprecio en sus ojos era tan claro como el agua helada que solía manipular. Pero vi algo más, algo más profundo, una chispa que reconocí al instante y que me hizo sonreír: celos. Celos que reconocí de inmediato, por mucho que él intentara enterrarlos bajo capas de autocontrol.

Dando un paso hacia él, manteniendo mi tono bajo pero cargado de intenciones, le dejé caer mis palabras como un veneno lento.

—Esa esposa que tienes... bien podría haber sido mía. Y creo que, de haber aceptado, ella no habría dudado en venir a mi reino.

Su rostro se endureció al instante. Un destello de ira cruzó su expresión refinada, y por un segundo, pensé que cruzaría el último paso que nos separaba. Dio un paso adelante, con los músculos tensos bajo sus ropas de seda, su mirada clavada en la mía como una amenaza silenciosa, casi implorando un movimiento en falso de mi parte para lanzarse.

Pero antes de que pudiera provocarlo aún más, sentí una ráfaga de aire y el leve movimiento de tela. Con la gracia de una sombra, Sakura se colocó entre nosotros. En un solo movimiento, sacó un abanico de papel de su kimono y, con una elegancia envidiable, lo sostuvo en su puño. En vez de quebrarlo, vi cómo el agua salía de sus manos, brillando en el abanico mientras lo giraba. En un instante, lanzó el agua hacia nosotros.

El frío líquido me empapó el rostro y el pecho, cortando la tensión en el acto. Me quedé inmóvil, con restos de ironía en mi sonrisa, aunque el golpe inesperado me había congelado en el lugar.

—Ya basta —dijo ella con un tono afilado, casi divertido—. Si creen que voy a permitir que se comporten como niños en mi santuario, están equivocados.

La observé, aún con el agua resbalando por mi rostro, y no pude evitar admirar su habilidad para dominar la situación sin levantar la voz. En un segundo, ella había conseguido deshacer el nudo de resentimiento que estaba a punto de explotar entre nosotros. Vi cómo Haruki se recomponía, su rostro regresando a su habitual máscara de calma, aunque sus ojos aún me taladraban con esa mezcla de rencor y recelo.

Quizás había ganado un punto. Pero ella se aseguró de que ninguno de los dos olvidara quién tenía el control en ese santuario.

Caminé en silencio, observando su espalda mientras mis pensamientos me arrastraban de vuelta al inicio de todos los conflictos. Tenía apenas 17 años y era una de mis primeras visitas no oficiales como príncipe de Reddosilva. Estábamos de intercambio escolar en la escuela de Kurenaii, y solo debía ser una experiencia educativa y política; un simple evento para socializar. No esperaba que aquella breve estancia se convirtiera en un recuerdo tan amargo.

Fue entonces cuando Sakura comenzó a seguirme. No importaba a dónde fuera, parecía estar siempre a mi lado, como si fuera mi sombra. Sin aviso previo, la situación se agravó. Fue en el patio de la escuela, bajo la mirada de todos, cuando Sakura, sin importarle las consecuencias, se me declaró. Ignoraba que ese mismo día regresaría su prometido, el príncipe Haruki. Ella lo sabía. Todos sabían que él volvería, y, sin embargo, me colocó en el centro de su espectáculo.

No respondí. Ni siquiera le dirigió una mirada. Para mí, sus palabras eran tan vacías como las miradas acusadoras que sentían de todos los presentes. No había razón alguna para darle importancia. Sin embargo, cuando Haruki se enteró, la reacción fue más absurda de lo que podía imaginar. No me retó a un duelo porque pensara que le había quitado a su prometida. Me retó porque ni siquiera la consideré para ser mi esposa.

¿Qué clase de lógica enferma era esa? ¿Qué se suponía que debía demostrar? Fue entonces cuando entendí que este distrito era un lugar donde las apariencias y el orgullo significaban más que la misma razón. O al menos los que conocí en esa visita.

El eco de mis propios pasos, resonando contra las paredes del santuario, me devolvió al presente cada golpe, pareciendo enfatizar la extraña quietud que se apodera de nosotros. Haruki va a mi lado, sus ojos fijos en algún punto indeterminado, sin molestarse en disimular la tensión que late entre nosotros. Justo enfrente, ella guía el camino con una serenidad imperturbable, como si no hubiera dejado un rastro de conflicto detrás de su paso.

El santuario es un lugar extraño, cargado de símbolos que no reconozco. Las paredes están decoradas con relieves de dioses antiguos y el actual, como si estas mismas paredes susurraran historias que no me conciernen, y, sin embargo, aquí estoy, envuelto en una situación que se escapa a mi control. La luz es hermosa a cada paso, parece que me adentro a las profundidades del mar, tornándolo todo más vasto, más lejano. Me hace sentir... fuera de lugar. "Como un pez fuera del agua". Pensé con ironía.

Mi sirviente, un joven humano, camina pegado a ella, sus ojos reflejando una mezcla de temor y devoción, como si de algún modo pudiera entender el enigma que Sakura representa. Ella le dirige una mirada, casi como si realmente le interesara su presencia más de lo que jamás me ha demostrado. Mi mirada se fija en sus espaldas, sintiendo el peso de la humillación que me ha dejado el enfrentamiento reciente, como si su presencia desbordante me doblegara a cada paso que doy.

Siento que Haruki también baja la cabeza, aunque no puedo asegurar si es más por respeto a su esposa o por la vergüenza que compartimos ambos, aunque en distintos términos. Pero ella... Ella avanza con esa elegancia que le es natural, esa seguridad que la hace caminar como si el mundo entero existiera solo para sostener sus pies. No hay ni un rastro de la tensión de antes; es como si hubiera desechado nuestras hostilidades con la misma facilidad con la que arrojó el agua sobre nosotros.

Cada paso que doy es un recordatorio silencioso de que no estoy en territorio propio, de que, aquí, la única persona que verdaderamente parece estar en control es ella, y nosotros no somos más que espectadores siguiendo su voluntad.

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