Capítulo 3.-Viaje De Negocios
Uno de los muchos trabajos que tengo es ser diplomático. No estoy del todo seguro de hacerlo bien, pero, al final de cada negociación, de alguna forma siempre termino ganando. El sol de la tarde se filtra por las grandes ventanas de mi oficina, proyectando largas sombras sobre los muebles de madera oscura. El aire está denso, cargado con el olor a papel viejo, tinta seca y un leve toque de incienso que ya ni recuerdo quién dejó encendido.
Dejo los últimos papeles en orden sobre el escritorio. El roce del pergamino contra mis dedos secos y ásperos me recuerda cuántas horas llevo aquí. Afuera, la luz dorada del atardecer dibuja franjas en el suelo de mármol. Tomo algunas cosas necesarias para el viaje: mi sello personal, unos documentos sellados y la daga de hoja curva que nunca falta en mi cinturón.
Camino de un lado a otro por la oficina, los pasos resonando con un eco monótono. La tensión crece en mi interior con cada vuelta que doy. Siempre lo mismo: empacar, viajar, lidiar con idiotas. Y esta vez, me toca enfrentarme a uno en particular. Si no hay otra opción, primero iré adonde no soy bienvenido. Tal vez así, al fin, me lo quitó de encima. Después de todo, él fue quien empezó esto, y ya estoy harto de su estupidez.
Hace décadas que este conflicto debería haberse resuelto, pero él sigue comportándose como un niño. No me importa que ese crío sea jefe de las ceremonias religiosas, ni que todos lo veneren como si fuera intocable. Él y sus dioses pueden quedarse en su estúpida montaña, pero que no pretendan culparme a mí si la relación entre nuestras facciones se pudre.
Cada vez que intento acercarme, se esconden. No tienen el coraje de dar la cara, y aun así se las arreglan para decir que yo soy el problemático. ¿Cuántas negociaciones más tienen que fallar por su incompetencia? El mero pensamiento hace que mi mandíbula se tense.
Tomo la perilla de la puerta con más fuerza de la necesaria, y esta se quiebra bajo mi mano como si fuera de barro seco. Las astillas caen al suelo, dispersándose entre las líneas pulidas del mármol.
—Maldita sea —murmuro para mí mismo. Otra cosa que arreglar.
Salgo rápidamente de la oficina en busca de mi asistente, dejando la puerta abierta de par en par. El aire fresco del pasillo se cuela por el umbral, aliviando un poco la sofocante pesadez de la habitación.
Ese humano... Aún sigue aquí, a pesar de que rompí el contrato de sangre durante su primer año. No he terminado de entender por qué decidió quedarse, pero no puedo negar que me ha sido útil. Es eficiente, confiable, y hay algo en su lealtad que me recuerda a una mascota.
Tal vez lo dejé acompañarme esta vez. Después de todo, podría serme útil en este viaje, incluso si solo es para mantenerme entretenido.
Como supuse, el hombre estaba en su propio cuarto. Apenas me acerqué, el olor a pergamino viejo y cera derretida escapó por la rendija de la puerta entreabierta. Casi nunca vengo a estos lugares, pero me convenzo de hacerlo cada vez que un nuevo humano llega al palacio para servir. Así, evito tener que ir directamente a su villa cuando las cosas se salen de control.
Este lleva aquí siete años, y por más que he intentado convencerlo de lo contrario, sigue sin irse. Lo encuentro ahora mismo almacenando sobres con esa paciencia que solo un humano puede tener. Como mi asistente, tiene la tarea de revisar la correspondencia menos importante antes de que llegue a mis manos. Algo tenía que ponerlo a hacer, después de todo.
Su figura es delgada, casi insignificante bajo la tenue luz de la lámpara de aceite que parpadea sobre su mesa. La penumbra proyecta su sombra, larga y torcida, contra la pared de piedra detrás de él. Me cruzo de brazos en el umbral, observándolo en silencio un momento. Cuando lo puse a entrenar con mis soldados hace unos años, pensé que recibiría la paliza de su vida y que eso lo haría huir. Sin embargo, aquí sigue.
—No te he visto quebrarte ni una sola vez desde entonces —digo al fin, con una sonrisa apenas perceptible. Él levanta la vista por un instante, pero vuelve a sus sobres como si mis palabras no hubieran sido más que un murmullo.
Se mueve con precisión, clasificando cada carta con una destreza casi mecánica. No puedo evitar sentir algo de respeto por su persistencia, aunque nunca se lo admitiría. Me acerco un par de pasos más, y el crujido del suelo bajo mis botas parece resonar demasiado fuerte en la pequeña habitación.
—¿Alguna carta interesante? —pregunto, aunque no me importa realmente la respuesta.
Él se encoge de hombros. —Nada que le interese, señor.
Ese "señor" lo dice con una mezcla de resignación y rutina, como alguien que sabe que no tiene escapatoria, pero que ha aprendido a vivir con ello. Me divierte su actitud, aunque no lo demuestro. Quizás haya algo útil en este humano después de todo. Tal vez no lo haya quebrado, pero aún me pregunto cuánto más podrá soportar.
—Prepárate. Vas a acompañarme en este viaje.
—¿Otro viaje? —pregunta sin emoción, sin siquiera levantar la mirada.
—Sí, y no, no puedes negarte. —Mi tono es seco, pero lo suficientemente firme para dejar claro que no le estoy dando opción.
Él suspira suavemente, como si ya hubiera esperado esta respuesta, y empieza a recoger sus cosas. Aunque su expresión es neutral, hay algo en su quietud que me hace pensar que, por algún motivo, sigue aquí porque quiere. Y esa es la parte que no termino de entender.
Posiblemente, no quiera aceptarlo, pero desde el día de la luna roja, hace siete años, encontré su sabor y olor adictivos. Y él lo sabe. Esa noche se lo dejé muy claro. ¿Quién es realmente el que se aferra a quedarse? ¿Él, soportando mis tratos? ¿O yo, aferrándome a la idea de probarlo una vez más y, al mismo tiempo, alejándolo solo porque es humano?
El sol ya se ha escondido, y el campo de entrenamiento se va quedando en silencio. Las últimas luces del crepúsculo se filtran entre las ramas de los árboles cercanos, proyectando sombras alargadas sobre la tierra removida. El aire aún huele a sudor, metal y polvo, mientras los reclutas y soldados terminan de recoger las armas y dejar todo en orden para el día siguiente. Las armaduras tintinean mientras son guardadas, y se escuchan murmullos dispersos; uno que otro comentario sobre los ejercicios del día o quejas sobre las tareas de limpieza.
Louis ya se ha marchado a casa, como de costumbre, sin decir más de lo necesario. Me quedo a solas, envuelto en una calma que roza lo opresivo, con la espada negra descansando entre mis manos. He decidido volver a usarla, aunque cada vez que la toco, un eco amargo regresa a mi memoria. Es la espada con la que herí a Nanami hace años, y desde entonces no he sabido nada de ella. Ni siquiera sus padres tienen idea de dónde se fue. Me dijeron que no están preocupados, que ella sabrá cuidarse sola.
Y eso es lo que odio de los humanos.
Si no fueran los padres de Nanami, ya habrían terminado bajo tierra, aplastados por mi desprecio y su indiferencia.
El sonido de los últimos soldados abandonando el campo me saca de mis pensamientos. Es hora de cenar, y esta vez he decidido dejar de pelear conmigo mismo. Si me atrae tanto la sangre, ¿por qué no tomarla? La absurda restricción de beber solo una vez al mes empieza a fastidiarme. Si tenemos más sed, se supone que debemos recurrir al gremio, donde nos dan esos ridículos aperitivos chiclosos, mezclados con sangre diluida y plantas. Son placebos. Nunca sacian del todo.
No. Esta vez no seguiré las reglas. No me iré a ese viaje con la cabeza llena de hambre y envenenada por el deseo de control. Prefiero estar bien saciado antes de enfrentar al estúpido chico y resolver de una vez por todas lo que quedó pendiente entre nosotros. Por favor, ambos éramos jóvenes e insensatos, pero él... él se lleva el maldito premio.
Haiyugiri, el distrito número seis, mejor conocido como la Ciudad del Mar Dragón de Jade, es uno de los pocos distritos con puerto, del cual compartimos una parte para abastecernos. Es una ciudad rodeada por montañas y playas, con calles que rebosan historia y antiguos rituales. Los santuarios dedicados al dios del agua, Thalassa, se elevan como pilares solemnes hacia el cielo desde el mar. Allí, tanto humanos como vampiros oran fervorosamente, esperando la bendición del viento y del agua para navegar sin peligro por las aguas turbulentas.
—Dicen que algunos les rezan a los dioses como si fueran sus amantes —comentó mi acompañante, con una sonrisa irónica mientras se ajustaba el cuello de la camisa.
"Qué manera más absurda de perder el tiempo", pensé, reprimiendo el impulso de rodar los ojos. No es que las creencias me importaran mucho, pero toda esa devoción desmedida siempre me había parecido innecesaria.
—Lo cierto es que a mí me parece romántico, ¿no crees? —agregó, mirándome de reojo.
—Lo único que veo es un desperdicio de energía. —Respondí sin apartar la vista de los papeles en mis manos.
Tan pronto informé a Mei sobre mi viaje, mi acompañante salió disparado como si hubiera recibido la mejor noticia del año. Su entusiasmo casi me hizo sonreír, pues hacía tiempo que no lo veía tan animado. Mientras él fantaseaba en voz alta sobre mercados exóticos y santuarios brillando al anochecer, yo permanecía dentro del carruaje, repasando los documentos que, esperaba, asegurarían mi audiencia con la familia real de Haiyugiri.
El camino hacia la ciudad se retorcía entre acantilados y bosques, donde la brisa comenzaba a cambiar: cada vez más cálida, más húmeda. Las piedras del camino crujían bajo los cascos de los caballos, y el chirrido de las ruedas rebotaba entre los árboles como un eco interminable.
Dentro del carruaje, el aire se volvía espeso. Abrí la ventana para dejar entrar algo de brisa marina, pero el alivio fue mínimo. La humedad se adhería a mi piel, haciendo que la camisa comenzara a pegarse incómodamente a mi espalda.
—¡Imagínate los mariscos frescos! —dijo mi acompañante, casi soñador. —Dicen que el puerto nunca duerme. Las luces de los santuarios reflejan en el agua como si fueran estrellas.
—Seguro que sí —respondí distraído, sin levantar la mirada de los papeles.
Pasaba las hojas una y otra vez, pero el traqueteo del carruaje hacía difícil concentrarme. Cada palabra que leía parecía disolverse con el constante golpeteo de las ruedas contra el camino. El sonido de los cascos de los caballos era monótono, hipnótico. Por momentos, la pesadez del ambiente casi lograba que me rindiera al sueño... pero el peso de lo que me esperaba en Haiyugiri mantenía mi mente alerta.
Con cada kilómetro recorrido, el clima se volvía más pesado. El viento traía consigo el olor salobre del mar, y sabía que estábamos cerca. Las planicies verdes comenzaron a extenderse a ambos lados del camino, con pastos tan altos que me llegarían hasta la rodilla si intentara atravesarlos.
"Qué contraste tan absurdo con Reddosilva", pensé, recordando la arena infinita que rodeaba mi hogar. Allí, la tierra es árida y seca, y mis antepasados tuvieron que sudar para hacer crecer un bosque que pudiera alimentarnos. Aquí, la naturaleza parece regalarnos sus frutos sin esfuerzo, como si cada oración respondida fuera una bendición tangible.
El murmullo del mar se hizo más claro, mezclándose con el susurro del viento que entraba por la ventana. Me llevé la lengua al labio inferior y sentí el sabor de la sal, una señal clara de que estábamos cerca del puerto.
Esta época del año siempre me recuerda al general Joran. Hace años, lo vi llegar con un niño en brazos, apenas por casualidad. Lo entregó al sacerdote, como si fuera parte de algún plan que solo él entendía. Y ahora, ese mismo niño ha crecido, cazando y defendiendo los bosques que seguramente algún ancestro suyo plantó junto a los míos.
El carruaje avanzó unos metros más, y entonces la ciudad de Haiyugiri se reveló ante nosotros. Las murallas se alzaban como gigantes dormidos, custodiando los misterios de sus calles y sus templos. A lo lejos, el brillo del mar parecía fusionarse con el cielo.
—Ya casi llegamos —dije, doblando los papeles y guardándolos en mi bolsa.
Mi acompañante sonrió de oreja a oreja, visiblemente emocionado. Yo solo tenía una cosa en mente: enfrentar a la familia real y conseguir lo que habíamos venido a buscar.
Antes de llegar a una de las puertas de la ciudad, le indiqué al conductor que se detuviera. Bajé del carruaje con prisa, dejando atrás los papeles que antes revisaba. Mi asistente los tomó, como siempre, en silencio, sin mostrar molestia por mi apresuramiento. Lo sentí caminar detrás de mí, con la mirada fija en el suelo, como si su sombra le pesara más allá del cansancio. Sabía lo que estaba por venir: el espectáculo. Aquí, fuera de Reddosilva, eso es lo que importa. Y él lo sabe mejor que nadie.
Su primer viaje fuera de los muros terminó en secuestro y tortura, y aunque sobrevivió, ya no volvió a ser el mismo. No lo culpo.
Frente a nosotros, los soldados apenas repararon en él. Como de costumbre, sus ojos se fijaron en mí, tardando unos segundos en reconocerme. Una vez que lo hicieron, sus cuerpos se tensaron y sus gestos se tornaron cautos. Ambos inclinaron la cabeza en un saludo respetuoso, conscientes de quién era yo y lo que eso significaba.
Suspiré y, en un tono bajo pero firme, dije:
—Por una única vez, no quiero causar molestias. Déjenme pasar. He enviado un aviso de que vendría.
Los guardias intercambiaron miradas de incertidumbre. Pude ver la duda en sus rostros; claramente, sus órdenes eran otras.
—Tch... —Me mordí el labio, frustrado. ¿Cuántas veces más piensa ese estúpido señorito jugar a este juego? Pero esta vez no...
Mi mano ya rozaba la empuñadura de la espada cuando, de repente, las puertas se abrieron desde el interior con un chirrido profundo. El eco metálico rompió la tensión del aire.
Entonces la percibí. Una presencia que no había sentido en mucho tiempo. La causa misma del conflicto inútil que lleva décadas arrastrándose había llegado.
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