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Cápitulo 12. El trono de fuego

Algo sigue pinchándome el costado. Es como una aguja invisible que no deja de molestarme. "¿Quién demonios hace esto?" pienso mientras miro a mi alrededor, pero no hay nadie. Cualquiera en mi lugar ya estaría asustado, pero más que miedo, siento enojo.

—¡Detente! —grito hacia las paredes.

El eco de mi voz resuena en el espacio, profundo y ominoso. Como si respondiera a mi orden, aquello que me pinchaba se detiene. Sin embargo, no tengo tiempo para sentir alivio; de repente, oigo pasos.

Paso mi pie hacia atrás, adoptando una posición defensiva. Estoy lista para atacar o salir corriendo si es necesario. Los pasos son ligeros, casi como los de una niña pequeña. Mis ojos se fijan en un punto oscuro que parece ser una entrada o salida—es difícil saberlo con la luz vacilante del lugar.

Los pasos dan pequeños brincos, como si su dueña estuviera jugando. "¿Qué clase de lugar es este?" pienso, y dejo escapar una risa amarga. Sin embargo, el sonido desconcertante no me hace bajar la guardia.

Entonces, como si hubiera adivinado lo que estaba por venir—"ojalá pudiera hacerlo," me burlo internamente—una figura emerge de las sombras. Es una niña, o al menos eso parece. No tendría más de catorce años, con cabellos rojos como el fuego que ilumina este extraño sitio. Su tono vibrante contrasta con el mío, un rojo más oscuro, casi apagado. Sus ojos son dorados, líquidos como el oro derretido. Algo en ella no parece humano, aunque no puedo señalar exactamente qué es.

Es pequeña, sí, pero todos los niños lo son. Sin embargo, su altura es extraña: demasiado alta para ser una niña común, demasiado baja para ser una adulta. Su ropa también resulta desconcertante: lleva un traje de sirvienta, pero no como los que usaba Tiara con sus criadas. Este es diferente, con colores vibrantes y detalles extraños que parecen fuera de lugar aquí.

—¿Eres tú la sierva que atiende este lugar? —pregunto, mi voz firme y autoritaria. Debo dejar claro que no soy alguien con quien se pueda jugar—. Dime dónde está tu diosa, necesito hablar con ella.

La niña no responde. Sus ojos dorados me observan con una intensidad casi molesta, como si pudiera ver algo dentro de mí que yo misma desconozco. Luego, sin previo aviso, empieza a moverse. Camina alrededor de mí, dando vueltas como un animal curioso que examina a su presa.

La rabia burbujea en mi interior. "¿Es esto algún tipo de broma?" Extiendo mi mano, intentando atraparla por el cuello para que deje de jugar y me responda. Pero es rápida, más de lo que parece. Se aleja de un salto y luego regresa, repitiendo el movimiento varias veces.

—¿Acaso creen que estoy aquí para tu entretenimiento? —le espeto, con el tono cargado de sarcasmo y desprecio.

La niña se detiene abruptamente. Su rostro, antes inexpresivo, se transforma en una mueca de enfado. Patalea en el suelo como una cría malcriada, y luego se alisa el vestido con movimientos torpes. Noto pequeñas manchas de hollín en la tela, probablemente por haber estado demasiado cerca del fuego.

La niña desaparece, corriendo hacia algún rincón del lugar. No intento detenerla; que se vaya si quiere. Mejor así. Estoy cansada de juegos y distracciones inútiles. Mis ojos se fijan en el trono frente a mí, un caos de juguetes apilados como si un dios fuera reemplazable por una pila de baratijas. "¿Cuánto tiempo ha pasado?" Me pregunto. Minutos, horas... no lo sé. La paciencia me abandona y un pensamiento se solidifica: "No puedo esperar más."

Mi mirada se endurece. Las llamas responden a mi llamado antes de que lo haga en voz alta. Las siento elevarse desde el centro mismo del volcán, fluir por las columnas ardientes que sostienen este techo y correr hacia mí. Hay algo diferente en ellas aquí, algo más puro. Más ligero. Más poderoso.

"Mucho más que cuando estoy enojada."

El calor que rodea mi cuerpo no me quema; en cambio, me llena, me impulsa, me da fuerza. Me permito una exhalación lenta y profunda.

—Bien. Si no quiere aparecer por sí misma... —murmuro, el enojo latiendo con cada palabra.

Adopto una posición firme. Dejo que mi respiración encuentre su ritmo, un momento de calma antes del caos. No necesito dudar, no hay lugar para segundas intenciones. Siento el poder fluir hacia mí, una ola imparable que arrasa con todo a su paso, y lo libero.

El fuego brota de mis manos como un torrente vivo, chocando contra la pila de juguetes. Los muñecos arden de inmediato, sus rostros pintados derritiéndose en grotescas muecas de desesperación. Las ropas de tela crujen, consumidas por las llamas, dejando atrás cenizas y humo.

El trono no tarda en seguirlos. La madera, o lo que sea que lo compone, comienza a gemir y crujir mientras el calor lo atraviesa. Veo cómo las llamas trepan por las patas del asiento, envolviéndolo con una danza destructiva. El sonido de algo rompiéndose resuena en la habitación, pero no aparto la vista.

Mis ojos siguen el espectáculo sin pestañear. El fuego se extiende por el trono, desgarrándolo pedazo a pedazo, y siento una extraña satisfacción al ver cómo el símbolo de la ausencia de esa diosa se desmorona ante mí. No hay arrepentimiento en mis pensamientos, ni siquiera una duda fugaz.

"¿Por qué no apareces?" La pregunta martillea en mi mente, pero no hay respuesta. Solo el rugido de las llamas llenando el aire y mi enojo ardiendo como el fuego que lo consume todo.

No estoy haciendo nada malo. No hay nada que lamentar. Todo lo que siento es un abismo creciente en mi pecho, vacío, frustración, y una furia dirigida a esos dioses que siempre parecen estar observando desde lejos pero nunca aparecen cuando realmente importa.

Dejo que el poder que me desborda se calme poco a poco. Hace tanto que no pierdo el control así... y, al verlo, me asusta. No quiero ser como ella, no quiero ser como mi madre. Esa crueldad no es algo que quiero repetir. Nadie debe saber que este lado mío existe, ni siquiera mis hermanos.

Una voz susurra en mi mente:

—Para que ella te tema, primero tendrías que encontrarla... viva.

Me levanto de golpe, el corazón se acelera. ¿Qué significa eso? ¿Cómo que "viva"? ¿Acaso ella...? No. Sacudo la cabeza, no puedo permitirme pensar en eso. Estoy en su templo, es Ignis quien me habla.

—¡Hasta que apareces! —grito, mirando el trono quemado—. ¡Muéstrate, diosa Ignis!

Frente a mí aparece una flama roja. Otras miles la siguen, moviéndose como si bailaran en el aire. Me recuerdan a las flamas del Mar del Dragón, aunque esas son verdes y azules. Estas son rojas, brillantes y agresivas. Sé lo que significan: está aquí.

Las llamas comienzan a juntarse, y de pronto el trono vuelve a aparecer, como si nunca hubiera sido destruido. Me quedo mirando, sin saber qué hacer, cuando de repente la oscuridad lo cubre todo. Apenas puedo ver mi mano frente a mi cara. ¿Es un truco para que me calme? Tal vez funcione. Necesito estar tranquila para enfrentarla.

Pero... ¿a quién quiero engañar?

—No necesito verte para decirte lo que pienso, Ignis —mi voz tiembla, pero no me detengo—. ¿Qué tiene de divertido jugar con la vida de mi hermana? ¿Por qué haces esto? ¿Es un juego para ti?

El lugar está en completo silencio, pero sigo hablando, sin poder parar.

—Déjala en paz, ¿me oíste? ¡Déjalos a todos en paz! ¿No es suficiente con lo que han sufrido? Reinald perdió el amor de nuestra madre cuando era solo un niño. Y Tiara... ella... —trago saliva, sintiendo el nudo en mi garganta—. ¿No te basta con destruirnos una y otra vez?

La oscuridad parece cerrarse más, pero no dejo que me calle.

—¿Por qué nos elegiste? ¿Por qué a mi familia? Si todo esto es un juego para ti, entonces ven por mí. ¡Hazlo conmigo! Pero a ellos déjalos.

La oscuridad me envuelve de nuevo, pero esta vez no hay fuego, ni gritos, ni furia. Al abrir los ojos, estoy otra vez frente al trono, aunque ahora hay más juguetes de madera que antes, desparramados por el suelo como si hubieran estado ahí todo el tiempo.

Escucho pasos. Levanto la vista y veo salir de aquella puerta a la misma niña. Camina lentamente, observándome como si estuviera estudiando cada parte de mí. Antes de que pueda decir algo, corre hacia mí y, sin previo aviso, se lanza a abrazarme.

La sorpresa me paraliza. No siento ninguna intención de dañarme, pero su abrazo se siente raro, como si pesara más de lo que debería. Intento sostenerla para dejarla en el suelo, pero antes de que pueda moverme, escala hasta mi espalda con una agilidad absurda. Parece una pequeña garrapata aferrada a mí.

Todo se vuelve más lento. La oscuridad lo cubre todo por un instante, y en ese vacío absoluto, siento su aliento frío en mi nuca. Su voz, clara y firme, susurra algo que congela mi sangre:

—Acepto el trato.

De pronto, mi visión regresa. La niña está sentada en el trono, jugando con los juguetes como si nada hubiera pasado. Me mira, y su sonrisa no es la de un niño normal. Hay algo profundamente perturbador en ella, algo que no puedo describir.

El calor del volcán desaparece. Un parpadeo después, estoy de pie a unos pasos del campamento. Los soldados y sirvientes me miran con ojos aterrados, como si acabaran de ver un fantasma.

—¡Su Majestad! —Todos se levantan apresurados, sus caras llenas de confusión y miedo.

Earisol da un paso hacia mí, claramente preocupada.

—¿Se encuentra bien, su Majestad?

Yo... no sé qué decir. Esperaba enfrentarme a un dios, pero no a una niña más pequeña que Tiara.

—Sí... —respondo al fin, sin encontrar más palabras.

Pienso en esa sonrisa y en la sensación fría que dejó su abrazo. El poder de un dios... pero no cualquier dios. Es un dios caprichoso, infantil. Un dios que juega.

Pov ¿?

Un vasto espacio blanco se extiende hacia el infinito, como un lienzo vacío, interrumpido solo por cuatro tronos, cada uno representando los elementos que sus ocupantes dominan. El trono de agua está vacío; su ausencia parece resonar más fuerte que cualquier palabra.

Ignis se encuentra sentada en su trono, una imponente silla de roca volcánica ardiente, con vetas de lava que laten como un corazón. Juega distraídamente con unas muñecas que ha moldeado, quitándoles y poniéndoles accesorios mientras sonríe de forma burlona. A su lado, Geona, la diosa de la tierra, está recostada con las piernas cruzadas en su trono, un tronco de árbol de aspecto antiguo y majestuoso, como si hubiese sido arrancado de un bosque ancestral. Le pasa un poco de barro fresco a Ignis, quien lo toma y rápidamente modela otra figura.

Sobre el árbol, balanceándose despreocupadamente en una rama, está Zhephira, la diosa del aire. Las cascabeles en sus tobillos tintinean con cada movimiento, su sonido etéreo se mezcla con el vacío del espacio.

—No me había divertido tanto desde hace dos milenios —dice Ignis mientras una flama danzante revolotea en su palma—. Estos mortales y vampiros son una fuente interminable de entretenimiento. ¿No lo crees, Zhephira?

—Por favor, Ignis, no uses esa voz tan irritante —responde Zhephira, con ese tono suyo tan agudo que podría helar un volcán. Su cuerpo se balancea con gracia, sus ojos entornados con evidente desdén—. Sabes que detesto cuando tomas esa forma. Me cuesta incluso mirarte, mucho menos tomarte en serio.

—Eres tan aburrida... —murmura Ignis, apagando la flama con un chasquido y rodando los ojos. Luego, arroja una de sus muñecas al suelo como si no le importara—. Pero bueno, dime, ¿qué estás tramando ahora? ¿La niña bonita está bien? No quiero que vuelvas a romper otro de mis preciosos juguetes.

—Está bien, al menos por ahora... —contesta Zhephira, su mirada fija en un punto distante mientras el cascabeleo se detiene por un momento—. Su hermano, incluso desde lejos, ha logrado protegerla de mi magia. No sé cómo lo hace. Thalassa, ¿tú sabes algo?

El aire se llena de un silencio incómodo. La ausencia de Thalassa, el dios del agua, parece pesar más que la conversación. Finalmente, Geona interviene, su tono despreocupado rompe la tensión:

—Thalassa no está. Desde que decidió bajar a "jugar al novio" con ese pelirrojo, no lo he vuelto a ver.

—¡Geona! ¿Y por qué no me dijiste eso antes? —Ignis se vuelve hacia ella, llevándose una mano al pecho en un gesto teatral—. Eres la más cercana a él, y sabes cuánto disfruto un buen chisme. ¿Por qué te lo guardaste?

—No cambies de tema, enana de pelo anaranjado —interrumpe Zhephira desde la rama del árbol, agitando una pierna para enfatizar su molestia mientras las cascabeles vuelven a sonar—. Estábamos hablando de mí.

Geona suelta una risa suave, su voz cargada de sarcasmo mientras se acomoda más en su trono de madera viva.

—Thalassa, por qué me dejaste sola con estas mujeres desquiciadas... —murmura para sí misma, sacudiendo la cabeza con resignación—. Cómo te envidio, amigo mío.

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