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Cápitulo 11. Camino al templo de fuego


Tras noches de desvelos y un constante acecho por parte de los demonios, hemos logrado mantenernos ocultos. Desde aquella noche de la coronación, no he vuelto a ver movimiento significativo de sus tropas. Sin embargo, cada duna que cruzamos parece susurrar advertencias, y el calor creciente amenaza con consumirnos.

Rodeamos la pradera ventosa durante la noche, un terreno que hace honor a su nombre: los vientos aquí son tan violentos que podrían arrastrar a cualquiera. Esos mismos ventarrones parecen actuar como una barrera natural, manteniendo a los demonios lejos. No sé si deberíamos agradecerle a la diosa del viento o temer su poder, pero lo cierto es que no habríamos cruzado sin Earisol.

Ella calmó los vientos, al menos lo suficiente para permitirnos avanzar. Pero tan pronto llegamos al otro lado, su cuerpo cedió. La encontré desplomada, el rostro pálido y los labios temblorosos. Tal vez no fue buena idea traerla, y mucho menos arrastrarla hasta aquí. Después de todo, Earisol no es solo una maga: es un oráculo. Habla con los dioses, siente su presencia. Pero ese don también la consume.

¿Está grave? No lo sé. solo Lasnae, su hermano, parece entender completamente lo que implica tener una conexión tan íntima con las deidades.

Frente a mí, el árbol que sirve de templo para la diosa del viento se alza majestuoso y desafiante. Sus raíces se hunden profundamente en la tierra roja, y su tronco parece torcerse hacia el cielo, como si retara al mismo universo. Es imponente, pero no me conmueve. No estoy aquí para venerar, ni para buscar respuestas. Estoy aquí para desafiar.

Aunque el fuego que arde en mí proviene de otra deidad, la diosa del fuego, sé que mi presencia en este lugar no es bienvenida. ¿Por qué lo sería? Estoy a punto de renegar de ellos, de todo lo que representan, incluso de mí misma como la Bruja Carmesí.

Pero ahora que estoy tan cerca, algo en mí titubea. ¿Realmente puedo desprenderme de este poder, de esta identidad? No lo sé. Tal vez no sea una buena idea. Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? He recorrido demasiado para detenerme ahora.

He dejado la caravana lo más lejos posible. Los soldados humanos, acompañantes y magos se han quedado vigilando el campamento a unos 500 metros. Están preparándose para lo que podría ocurrir. Los magos de agua llenan baldes para combatir el calor insoportable. Claro, ¿qué más se puede esperar al estar tan cerca de un volcán? Un maldito volcán activo. Es aquí donde la diosa decidió que construyeran su templo. Pobres humanos, los que tuvieron que levantarlo.

Algunos aventureros se han atrevido a explorar los alrededores. La tierra caliente se fragmenta bajo sus pasos, cediendo ligeramente, mientras el magma fluye a través de canales forjados durante décadas. Tal vez encuentren alguna de esas plantas raras que sobreviven al calor extremo. Son útiles para hacer la crema que todos los vampiros usamos para protegernos durante el día.

"No necesitamos magos de fuego," murmuré para mí misma mientras avanzaba entre las rocas abrasadoras. El aire olía a azufre y las chispas saltaban con cada paso. "Traer a Earisol fue suficientemente arriesgado... y Lasnae probablemente intentará arrancarme la cabeza cuando lo descubra."

Apreté los labios al recordar su mirada siempre severa. Ese maldito hábito de proteger a Earisol como si fuera una niña pequeña, en lugar de la joven fuerte que realmente es. No sabe lo que yo sé. No sabe que no tuvo opción, que no tiene opción. Mi paso vaciló por un momento.

—No se lo dirá, —me recordé en voz baja, sacudiendo la cabeza. Pero ya podía imaginarme la escena:

—¿Cómo pudiste llevarla allí, Mei? ¿Sabías lo que podía pasar?

Lasnae estaría furioso. No solo por Earisol, sino porque odia que yo tome decisiones sin consultarlo. Como si yo necesitara su permiso para algo.

Un suspiro me arrancó del pensamiento, ligero y casi musical. Me giré hacia Earisol, que caminaba detrás de mí con pasos rápidos y ligeros, saltando entre las rocas como si fueran escalones invisibles. Su cabello recogido se balanceaba con cada movimiento, y aunque sonreía, sus ojos reflejaban algo más profundo: miedo.

—¿Crees que los dioses estarán enojados? —preguntó de repente, con un tono despreocupado que no lograba ocultar su inquietud.

La miré de reojo, tratando de ignorar la punzada de culpa que me golpeó el pecho. Ella no debería estar aquí.

—No tienes por qué preocuparte —respondí con una firmeza que no sentía del todo.

—Claro que sí —replicó rápidamente, cruzando los brazos mientras me alcanzaba—.

Su voz tembló un poco al final, pero lo disimuló con una sonrisa. Una sonrisa que no engañaba a nadie. Me detuve, volviendo mi atención hacia el volcán que rugía en la distancia.

—Ellos siempre quieren algo —dije finalmente—. Es cuestión de asegurarnos de que lo que obtienen no sea más de lo que estamos dispuestos a dar.

Earisol no respondió de inmediato. En lugar de eso, caminó un poco más cerca, rozándome con el hombro como hacía cuando era niña y buscaba consuelo.

—¿Y tú? —preguntó, su tono más bajo esta vez—. ¿Qué crees que te pedirán?

Sus palabras quedaron flotando en el aire mientras avanzábamos, pero mi mente se desvió hacia Lasnae. Su rostro apareció claramente en mi mente: la mandíbula apretada, los ojos encendidos de furia contenida, y la forma en que siempre se interponía entre Earisol y cualquier cosa que pudiera hacerle daño, real o imaginaria. Si supiera dónde estaba ella ahora, probablemente aparecería aquí de inmediato, enfrentándose a mí como un volcán a punto de estallar.

Por un instante, me pregunté si estaba siendo cruel, Pero luego recordé las promesas que hice, los riesgos que acepté. No había vuelta atrás.

—Vamos —le dije a Earisol, sacudiendo la cabeza para apartar los pensamientos de Lasnae—. Estamos cerca.

Ella me miró por un momento más, como si pudiera leer mi mente, antes de asentir y seguirme. La sonrisa volvió a su rostro, pero esta vez era más pequeña, más contenida.

Mas tarde me enteraría que alguien si podía oírme, quien más que la que me ha traído aquí.

Ver las hermosas piedras surgir de la lava tiene un extraño encanto. No todo puede ser tan malo. Debo reconocer que, si esta diosa realmente moldeó este lugar a su imagen o decidió hacerlo su morada, hay algo digno de admiración en ello. Entre tanto caos y desolación en este mundo, pocos lugares logran ser tan imponentes y, al mismo tiempo, tan bellos.

El calor del terreno abrasador me golpea con cada paso. El polvo se levanta bajo mis botas, y a lo lejos, mis sirvientes y soldados permanecen inmóviles, como sombras esperando a que algo ocurra. Me pregunto cuántos más, además de mí, habrán logrado llegar hasta aquí. Este lugar es implacable, y pocos logran atravesar sus fronteras. Incluso menos entran en los templos. Sólo aquellos tocados por los dioses —o tal vez los que tienen una fe ciega en su poder— tienen ese privilegio. Pero no es el camino fácil. Ningún paso es sencillo.

Y luego están los más desesperados: padres y madres de cualquier raza y género que claman por lo imposible, que desean hijos, pero no pueden tenerlos. Esos son los que realmente me confunden. Ellos cruzan el umbral sin importar el precio, sin saber qué es lo que sacrifican realmente. Se enfrentan a lo desconocido, a los dioses mismos, por un sueño que ni ellos entienden completamente. ¿Qué les mueve? ¿El amor? ¿La desesperación? Tal vez ambas cosas

Por último, están los dotados con la magia de los dioses. En ese grupo entro yo. Supongo que es una especie de bendición. O tal vez una maldición, como todo lo que viene de ellos. Porque, al final, casi ningún vampiro siente verdadera lealtad hacia los dioses. No cuando solo tenemos a una que podríamos considerar nuestra: Lilith. Y aun así, ella no es más benevolente que el resto. pero sigo adelante, sin detenerme, porque no tengo otra opción. Ningún vampiro la tiene.

Lilith nos maldice y nos bendice a partes iguales. Nos atrapa en cuerpos humanos, frágiles y mortales, desde el primer aliento hasta el momento de la transformación, entre los doce y trece años. Ese día no solo marca el fin de la infancia, sino el comienzo del tormento verdadero, el dolor que no se puede evitar.

Algunos no sobreviven al dolor. Otros, los menos afortunados, quedan atrapados en una locura perpetua por las atrocidades que cometen en ese estado de inconsciencia.

¿Cuántas historias de horror se han escrito con el sufrimiento de los nuestros? Ese es el precio de nuestro "don oscuro". Sin él, no viviríamos. No seríamos lo que somos hoy: una raza que, a medias, gobierna esta tierra.

Y aun así... aun así persiste ese pacto, esa promesa escarlata de controlar todo bajo su nombre. Es un pensamiento que pocos conocen y que debo llevarme a la tumba, pero no sin antes asegurarme de que quien me suceda lo entienda y lo siga. Seguiremos adelante hasta que esas murallas no existan, hasta que el mundo del que provienen nuestros antecesores pueda ver la luz una vez más.

No es hora de pensar en el futuro, debo concentrarme en el ahora. Es momento de avanzar, un paso a la vez. Seguiré el curso que yo elija, no el que ellos me ordenen. Por eso estoy aquí: para afirmar mi autoridad sobre mi vida y la de mis hermanos. Y si, de paso, logro algo más, que así sea.

Durante todo el trayecto al templo, mi mente ha estado divagando, quizá porque estoy a solo unos metros de abrir la gran puerta de acero. No sé qué me espera adentro; es la primera vez que entraré a la casa de un dios.

El chirrido profundo de la puerta resuena como un lamento metálico, su eco reverbera a través del pasillo como si el tiempo se hubiera detenido. Empujo con fuerza y, finalmente, la puerta cede bajo mi mano. El silencio se vuelve casi insoportable, roto únicamente por mis pensamientos y el sonido seco y marcado de mis tacones resonando en el suelo. Camino lentamente por este piso de roca caliente mezclada con acero; más que un templo, parece el taller de un herrero, uno increíblemente hábil.

No hay más sonidos. Nada. El aire parece detenido, como si el mundo hubiera dejado de respirar. Ningún murmullo, ninguna plegaria. El lugar, al que he llegado a regañadientes, respira una quietud absoluta. No percibo los desbocados latidos de los corazones llenos de fe; ni siquiera los fervientes oradores, ni los esclavos devotos que aquí podrían habitar, se atreverían a orar. Este espacio no está hecho para ellos. Aquí, la fe no tiene cabida. -Que ironia. Palabras resuenen en las paredes labradas con el fuego.

El aire pesa, denso, como si se negara a fluir. Cada respiración es un esfuerzo, una lucha por mantener la calma en medio de la opresión invisible que lo envuelve todo. Aún así, mis pies siguen adelante, arrastrándome, impulsados por algo más que la simple necesidad de avanzar. Mis ojos, abiertos de par en par, apenas parpadean. La cámara ante mí se despliega en silencio, imponente, exigiendo toda mi atención.

Es... hermosa. No. Más que hermosa. Deslumbrante. Columnas de fuego vivo se alzan a cada lado, ardiendo con una intensidad que desafía la lógica. Su luz tiembla, proyectando sombras danzantes que parecen tener vida propia, como si los mismos colores estuvieran dotados de emociones. Cada rincón de esta cámara está diseñado para impresionar, para fascinar, para arrastrarme hacia lo profundo de un lugar que me resulta irreconocible.

Pero, entre tanto esplendor, algo me desconcierta. Algo que, a pesar de su magnificencia, me hace sentir... no lo sé, desconcertado. La calidez del ambiente es inesperada, y no me refiero solo al calor físico de las llamas. Hay algo acogedor aquí, algo que me hace dudar de todo lo que he creído. Las paredes, las columnas, la luz... todo parece pensado para envolverme, como si este espacio estuviera destinado a alguien. Como si estuviera diseñado para ser vivido, para ser sentido en lo más profundo.

Mi mente da vueltas, buscando alguna explicación, pero lo único que surge en mi mente es un nombre, una imagen, un recuerdo: la habitación de Tiara. Majestuosa, sí, pero con un toque... infantil. La misma calidez, la misma intimidad. Me estremezco, incapaz de quitarme esa sensación.

Entonces lo veo. Juguetes. Pequeños objetos de madera tallados a mano. ¿Quién los habrá dejado aquí? Me pregunto en silencio, perpleja.

—¿Hay alguien aquí? —murmuro, mi voz rebotando en las paredes de la cámara.

Una diosa, quizá. Sí, debe ser. Este es el templo correcto.

Antes de que pueda pensar más, siento algo. Un ligero toque en mi espalda, pequeño y delicado, como el dedo de un niño. Me giro rápidamente, el sobresalto llenándome de tensión. Pero no hay nadie. Esa presencia... no la había sentido antes.

No estoy sola.

Y frente a mí, más allá de la majestuosidad del lugar, lo único que destaca es el trono. Vacío. Rodeado de juguetes.

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