Capitulo 10. Las Arenas del Tiempo
La noche era fría, más de lo que hubiera esperado al cruzar los límites del desierto. El viento arrastraba partículas de arena que golpeaban las paredes del carruaje, creando un eco constante que se entremezclaba con los crujidos de las ruedas al avanzar. Dentro, solo estábamos Earisol y yo. Ella permanecía rígida, con las manos entrelazadas sobre su regazo y la mirada fija en el suelo, evitando encontrarse con la mía. Podía sentir su incomodidad como un peso palpable en el aire.
Levanté una ceja y me recosté contra el respaldo, estudiándola por el rabillo del ojo.
—¿Siempre eres así de silenciosa, o solo conmigo? —pregunté, intentando romper el hielo.
Earisol se sobresaltó ligeramente, como si no esperara que le hablara, pero su expresión no cambió demasiado.
—Prefiero concentrarme en el viaje, Lady Mei —respondió en voz baja, con esa formalidad que a veces me sacaba de quicio.
—Concéntrate, claro... porque mirar al suelo es esencial para llegar al otro lado del desierto —respondí con un tono ligeramente sarcástico, aunque en el fondo no buscaba ofenderla.
No insistí más. Tenía cosas más importantes en qué pensar que la actitud de mi compañera de viaje. Me asomé ligeramente por la ventanilla, dejando que el aire seco golpeara mi rostro. Podía ver al pelotón de soldados avanzando en formación, sus figuras eran sombras tenues bajo la luz de la luna. Frente a todos, Izumi cabalgaba como si fuera una extensión de su montura, siempre alerta, siempre lista para intervenir si algo ocurría. A su manera, era reconfortante saber que estaba cerca, incluso si nunca pedí una sombra.
Detrás de nosotras, el segundo carruaje seguía nuestro ritmo. Sabía perfectamente quiénes iban en él: Julian y la profesora Adelaide. La primera era una mujer cuya presencia decidió aceptar no solo porque era parte del consejo exterior, sino porque sus conocimientos sobre ruinas y desiertos podían salvarnos en caso de perdernos. A pesar de su reputación como cazadora de tesoros, parecía obsesionada con que alguien la convirtiera en vampiro. Me imaginé que trataría de persuadirme en algún momento del viaje, lo cual me resultaba ligeramente entretenido.
Julian, por otro lado, era un tema diferente. Habíamos tenido nuestra historia, pero todo eso quedó en el pasado. Si no funcionó, pues no funcionó. Aunque, para ser honesto, no pude evitar preguntarme si Reinald realmente lo asignó para "monitorearme" o simplemente para irritarme. Necesitar una niñera era absurda. Lo que realmente necesitaba de Julian eran sus habilidades: un experto en botánica con un don para encontrar plantas raras, útiles tanto para curas como para venenos. Eso, y su sentido del humor, podrían ser valiosos en un viaje tan tedioso como este.
De repente, el carruaje se sacudió con fuerza, y Earisol casi perdió el equilibrio. Me incorporé rápidamente, sosteniéndome del marco de la ventana.
—¡¿Qué demonios fue eso?! —grité, asomándome de nuevo.
—Lady Mei, parece que hemos golpeado una roca oculta en la arena —respondió Izumi desde afuera, sosteniendo su caballo junto a nosotras. Su tono era tan calmado como siempre, como si nada pudiera perturbarlo.
—¿No puedes hacer que revisar el terreno con más cuidado? ¿O necesito hacerlo yo misma? —repliqué con impaciencia, aunque sabía que estaba siendo injusta. El desierto era traicionero, incluso para los exploradores más experimentados.
Izumi simplemente inclinó la cabeza, aceptando mis palabras sin discutir, y comenzó a dar órdenes a los soldados para asegurarse de que no hubiera más obstáculos en el camino.
Me dejé caer de nuevo en el asiento, exhalando con frustración. El silencio entre Earisol y yo se había vuelto casi insoportable, así que decidí intentarlo de nuevo.
—Siempre has sido tan tensa, ¿o es mi compañía lo que te pone así?
Esta vez, Earisol levantó la mirada. Había un destello de algo en sus ojos, tal vez irritación.
—No es su compañía, Lady Mei. Es el entorno... y la misión.
—El entorno? —repetí, arqueando una ceja.
—El desierto es... opresivo —respondió después de una pausa. —Y hay algo en el aire esta noche.
Sus palabras me hicieron detenerme. No era la primera vez que alguien mencionaba sentir "algo" en este desierto. Incluso yo podía percibirlo: una tensión latente, como si la arena misma escondiera secretos que podrían despertar en cualquier momento.
—Bueno, opresivo o no, tenemos que cruzarlo. Así que más te vale acostumbrarte.
No volvimos a hablar. En lugar de eso, me concentré en las luces que titilaban a lo lejos, probablemente los restos de algún campamento abandonado. El desierto estaba plagado de historias de ataques demoníacos y caravanas desaparecidas. Parte de mí casi deseaba que algo ocurriera. La idea de arrancar un campamento enemigo me parecía... atractiva.
Cuando finalmente nos quedamos para descansar unas horas, decidí hacer un reconocimiento. Izumi me acompañó, como siempre, mientras los demás se quedaban a carga de asegurar el área. Mientras avanzábamos entre las dunas, con el viento levantando remolinos de arena a nuestro alrededor, no pude evitar sentir una chispa de emoción.
—Izumi, ¿alguna señal de actividad demoníaca? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Por ahora, todo está tranquilo. Pero no puedo garantizar que siga así.
—Perfecto. Déjame saber si algo cambia.
Por supuesto, sabía que esta paz no duraría. Era solo cuestión de tiempo antes de que este desierto revelara sus verdaderos peligros. Y cuando lo hiciera, estaría lista.
El desierto, con su vastedad casi irreal, se extendía en todas direcciones como un océano de arena dorada que devoraba cualquier referencia de tiempo o espacio. Las dunas parecían olas congeladas en el tiempo, moviéndose con lentitud bajo el capricho del viento. El sol, alzándose en el horizonte, teñía el cielo de una naranja ardiente que luego se difuminaba en un azul deslumbrante. La arena aún guardaba el frío de la noche, pero no por mucho. Sabía que en unas horas el calor sería sofocante, una prueba más de que este lugar no era para los débiles.
No esperaba llegar tan lejos tan pronto. A decir verdad, ni siquiera había planeado detenerme hasta encontrar algo que me obligara. ¿Una acción justificada? Tal vez. Reinald, con su constante insistencia de que actuaba impulsivamente, probablemente se sentiría contrariado. Pensé en cómo siempre había sido él el que se lanzaba de cabeza al peligro mientras yo trataba de mantenernos unidos. ¿Cuándo se invirtieron los roles?
La caravana avanzaba con lentitud, cada paso de los caballos levantando pequeñas nubes de arena que se disipaban rápidamente. Alissa Lemperug, nuestra guía, cabalgaba un poco adelante, señalando un camino que apenas podía distinguirse entre las dunas. Su cabello morado brillaba bajo los rayos de la luna, y su entusiasmo era palpable incluso a esta distancia. Si no fuera por su experiencia y su conexión con este desierto, probablemente estaríamos perdidos.
—Lady Mei —dijo Izumi desde su posición cercana a mi ventanilla—, hay algo en el horizonte.
Me asomé, frunciendo el ceño. A lo lejos, pequeñas figuras se movían en la dirección opuesta a la nuestra. Demonios. Su forma era inconfundible, incluso a la distancia: sombras grotescas que parecían tambalearse entre lo humano y lo bestial. Los soldados en la caravana se tensaron, ajustando sus armas.
—Mantened la calma —ordené en voz baja, aunque sabía que todos podían escucharme. No podíamos permitirnos atraer su atención. Los magos que llevábamos en la caravana hicieron bien su trabajo; al ser magos de luz, reflejaron los rayos que golpeaban directamente los carruajes, volviéndonos invisibles por unos minutos. Eso, sumado a que en cuestión de segundos todos guardamos silencio, fue suficiente. Debo admitir que esperaba más... no simples peones. Esos brutos grises solo saben luchar y obedecer órdenes. Otra cosa habría sido si el demonio hubiese sido de un rango más alto.
Pasaron cerca, demasiado cerca para mi gusto, pero la fortuna estuvo de nuestro lado. No nos descubrieron. Sus siluetas se desvanecieron entre las dunas, y con ellas, el peso en mi pecho. Suspiré y me recosté en el asiento, cerrando los ojos por un momento. La adrenalina me hacía sentir viva, pero no era algo que pudiera permitirme ahora.
Poco después, la profesora Alissa nos guió hacia un grupo de ruinas parcialmente enterradas en la arena. Parecían insignificantes al principio, apenas visibles entre las dunas, pero su forma peculiar captó mi atención. Cuando me bajé del carruaje, la arena cálida se coló en mis botas, y el viento seco me golpeó el rostro.
Caminé entre los restos de lo que alguna vez debió ser una estructura imponente. Las columnas estaban erosionadas, casi reducidas a escombros, pero había algo en el aire, algo que me resultaba familiar. Me agaché junto a un fragmento de piedra y lo limpié con cuidado, revelando inscripciones que apenas podía distinguir.
Lemperug se acercó, sonriendo con esa expresión de satisfacción que siempre tenía cuando encontraba algo interesante.
—Estas ruinas son más antiguas de lo que parecen —comentó, señalando las marcas en la piedra—. Probablemente datan de antes de la Gran Separación.
—Más antiguas incluso —respondí en voz baja, más para mí que para ella.
Entre los escombros encontré algo que me llamó la atención: un instrumento de metal, oxidado pero reconocible. Lo sostuve en mis manos, dando vueltas mientras intentaba recordar dónde lo había visto antes. Entonces lo supe. Era como los que aparecían en los textos que enseñan en la ciudad flotante, ese distrito que enseña por igual la tecnología humana asi como con magia, esos cerebritos que pidieron que no me perdonaran en esa ceremonia. Claro a menos que les diera acceso a los conocimientos de mi reino o humanos para sus investigaciones. Que blasfemos, ignorantes. creyéndose intocables solo porque están en las alturas. aquellos que trabajan en laboratorios humanos. Lugares donde, la historia dicto, había comenzado todo.
Un laboratorio. Aquí.
No pude evitar una sonrisa, auténtica por primera vez en mucho tiempo. Pensé en cómo, según los registros de mi clan, fue en lugares como este donde comenzó el virus que nos libero, y el por cual somos ahora lo sque gobernamos este mundo, aunque parcialmente. Los mismos humanos que nos habían condenado a un abismo ahora no sabían nada de su propio pasado. Qué irónico que yo, una hija de ese desastre, estuviera ahora aquí, observando las ruinas de su legado.
La brisa levantó una pequeña nube de arena a mi alrededor, pero no me moví. Era como si este lugar, con todo su silencio y sus secretos, me ofreciera un momento de calma, una pausa en medio de este viaje hacia lo desconocido.
Alissa me miró de reojo, su curiosidad evidente.
— ¿Qué encuentras tan fascinante, Lady Mei? —preguntó.
—Solo... una promesa que el clan hizo hace mucho tiempo —respondí, sin dar más detalles. Mis pensamientos no eran algo que estuviera dispuesto a compartir.
Me levanté, sosteniendo el instrumento con cuidado. Sabía que no tenía valor práctico en esta era, sin embargo, me recordaba quién era y por qué estaba aquí. Este lugar, estas ruinas, eran un recordatorio de lo que había sido y de lo que podría ser.
Volví al carruaje mientras el sol continuaba su ascenso implacable. Decidí aprovechar lo que quedaba de la noche y parte del día siguiente para descansar. Aunque avanzamos considerablemente, también necesitamos recuperar fuerzas, a pesar de la fortaleza de nuestra raza. Además, los humanos lo requieren aún más.
La noche caía con una frialdad inesperada para el desierto, el cual había sido un horno abrasador durante el día. estaba sentada junto a la hoguera, observando cómo las llamas danzaban con un ritmo que le parecía hipnótico. El campamento estaba en calma; solo el sonido del viento y el chisporroteo del fuego rompían el silencio. A lo lejos, los soldados y magos, umanos y vampiros descansaban, preparándose para lo que pudiera venir al día siguiente.
Izumi está junto a mí, revisando un pergamino lleno de notas y planes. Hablaba de recursos, de estrategias y de las posibles amenazas que podrían encontrar: demonios, monstruos de arena, o incluso criaturas de fuego y lava. Mei escuchaba sus palabras, pero su mente estaba en otro lugar. mis dedos jugaban despreocupadamente con las llamas, moldeándolas en espirales y figuras fugaces que desaparecían al instante. El fuego no me quemaba; nunca lo ha hecho.
Mientras seguía el movimiento de las llamas, mis pensamientos se desviaron hacia recuerdos que preferiría olvidar. "Hace tanto que no siento la familiaridad de una pareja", me sorprendí pensando. La última vez que lo sentí había sido con Julián, el prometido de hace siete años. Aunque el vínculo había sido breve, fugaz como las llamas que ahora moldeo. Pensé con una mueca irónica, le va bien como amigo de Reinald.
—Es irónico, ¿no crees? —dije en voz alta, sin apartar la vista del fuego. Las llamas responden a mi toque, danzando y torciéndose como si compartieran su humor. —Un lugar tan lleno de muerte y desesperación, y sin embargo, hay belleza incluso aquí.
Izumi dejó de hablar. Sentí su mirada sobre mí, pero no giré la cabeza. Había algo en la quietud del momento que me detenía, como si romperlo fuera un pecado. La gratitud que siento hacia él es sincera; Izumi siempre ha estado ahí, un compañero leal desde nuestros primeros días como vampiros recién despertados. Pero nada más. O al menos, eso es lo que me digo a mí misma.
—¿Me estás escuchando? —preguntó de repente.
Volteé hacia él, encontrando sus ojos con una expresión que no pude evitar que fuera un tanto juguetona. Es extraño cómo Izumi puede ser tan serio y centrado, pero al mismo tiempo tan fácil de desconcertar.
Izumi parpadeó, atrapado por completo. Sus ojos bajaron rápidamente al pergamino que sostenía, pero no pudo ocultar el rubor que teñía sus mejillas, incluso bajo la luz tenue del fuego.
—Sí, claro que sí —respondió, aclarando su garganta como si eso pudiera disipar el nerviosismo—. Decías algo sobre la ironía del lugar...
Sonreí apenas, una curva sutil en la comisura de mis labios.
—¿Eso dije? —murmuré, volviendo a enfocar mi atención en el fuego. Dejé que mis dedos trazaran un patrón más intrincado, haciendo que las llamas formaran un arco momentáneo antes de desvanecerse. —Quizás solo estaba pensando en lo frágiles que somos, incluso los más fuertes entre nosotros.
El chisporroteo del fuego llenó el silencio que siguió. Sentí una leve punzada en el pecho, un recordatorio de lo mucho que he cambiado desde aquellos días en la escuela, donde Izumi siempre fue un rostro constante, presente y confiable. Sin embargo, nunca me he permitido verlo más allá de lo que es: un aliado, un amigo.
—No somos tan frágiles como crees —dijo al fin, con una voz que parecía contener algo más, un significado que no podía descifrar del todo—. Tú has demostrado una y otra vez que puedes sobrevivir a cualquier cosa. Y yo... estoy aquí para asegurarme de que eso no cambie.
Lo miré de reojo, permitiéndome un instante de vulnerabilidad. Sus ojos brillaban con la luz del fuego, y por un momento, me pareció que había algo diferente en la forma en que me miraba. Algo que preferí no analizar demasiado. Dejé que mi sonrisa se desvaneciera lentamente, reemplazada por una expresión más seria.
—Eso espero, Izumi —dije, mi voz apenas un susurro. Me levanté, dejando que las llamas volvieran a su forma natural. De pronto, el fuego ya no me parecía tan cálido como antes. —Porque si no podemos sobrevivir aquí, no tendremos ninguna posibilidad en el templo.
Sin esperar su respuesta, caminé hacia el borde del campamento, buscando un momento de soledad para ordenar mis pensamientos. No vi cómo me miraba Izumi, cómo el rubor persistía en sus mejillas, ni la sonrisa melancólica que cruzó su rostro. Tal vez era mejor así. Para ambos.
Mientras me alejaba, sentí algo de paz, una sensación extraña pero bienvenida. Este momento, aunque efímero, me dio fuerzas para continuar hacia el templo. Lo que me espera allí es incierto, pero al menos, por ahora, puedo aferrarme a esta pequeña chispa de felicidad.
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