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Daniel XXXIII

—¿Quién eresss tú maldi...— la voz de la criatura era suave, susurrante. Parecía que las palabras se deslizaban de su boca, sobre todo cuando alargaba y estiraba las "s" en la pronunciación, como si tuviera seseo.

No dejé que completara la frase y me lancé de lleno contra él. Se trataba de un demonio de gran magnitud y aspecto de reptil. Los músculos de sus extremidades se le marcaban de forma exagerada, volviendo más tirante su piel escamosa, de color verde venenoso, que relucía por el brillo de las antorchas, mientras que algunas líneas negras se extendían de forma horizontal desde su esmerilada cabeza hasta la punta de su larga cola, la cual estaba surcada por hileras de afiladas púas.

Ambos caímos por las escaleras cuando enterré a Gloriosa en la gruesa piel de su tórax, que parecía un armazón, y me fue imposible sacar la hoja de nuevo, siendo arrastrado yo también, por fuerza gravitatoria.

Cuando su cuerpo impactó contra el suelo, de inmediato rodé lejos de él, logrando quitar la espada de su cuerpo, mientras que una gran cantidad de icor salía despedido de aquel corte, en densos chorros negros.

Me puse de pie, y volví a blandir mi espada, mientras aquel lagarto mutante, hacía lo propio. Levantó su cabeza y bizqueó sus moteados ojos, buscándome por el nuevo espacio, olisqueando el aire. Al parecer su vista no era del todo buena o seguía aturdido por la caída, aunque me inclinaba a la primera opción. Tardó algunos segundos en enfocarse en mi imagen, y cuando lo hizo se relamió los finos labios con aquella larga lengua viperina. Luego esbozó una especie de sonrisa macabra, permitiéndome vislumbrar sus puntiagudos colmillos ponzoñosos y avanzó hacia mí nuevamente en contraataque.

—Pagarásss por esssto maldito mundano...—siseó de nuevo y me envistió desplegando sus zarpas.

Lo dejé llegar a una corta distancia antes de proferir un segundo golpe, abriendo un tajo más pequeño en una de sus robustas extremidades. La criatura aulló levemente de dolor, cuando la bendita hoja quemaba su carne, ahora chamuscada y humeante, pero era bastante resistente. Apenas se replegó en esa ocasión, y pude notar con insatisfacción que el corte de su pecho no había sido tan profundo y ya estaba cicatrizando.

"Vale que es un demonio de primer rango. Pero, ¿por qué es tan resistente a las armas benditas?"

Sin detenerme a analizarlo, y motivado por la adrenalina, que avivaban mis instintos bélicos, y que nada tenía que ver con mi vieja condición de ángel, sino con milenios de enseñanza y práctica, volví a lanzarle otra estocada y lo herí en el otro brazo, esta vez provocándole una herida mucho más honda.

"Sí Rafael pudiera verme ahora, seguro se quedaría absorto ese bocazas" pensé mientras una nueva fuente de icor brotó de aquella y salpicó el suelo del recinto.

El líquido letal casi me alcanza, de no ser porque me moví a tiempo, para esquivarlo. Pero para mí desgracio, no calculé bien la distancia y pasé muy cerca del ofuscado leviatán quien no dudó en usar su cola para derribarme, enroscándola en mi cintura, dañándome con las púas y lanzándome por los aires.

De no llevar puesta mi armadura, posiblemente me hubiera atravesado de lado a lado, matándome en el acto.

Caí al suelo de nuevo, no sin antes golpeándome contra parte del mobiliario, mientras sentía el crujir de mis huesos y el de los abalorios, dispuestos sobre aquellos, que se rompían simultáneamente.

Noté entonces que el maldito diablo se abalanzaba sobre mí, rápidamente, abriendo sus fauces, destilando su veneno.

Busqué mi arma, pero la había perdido en algún momento, entre el vuelo, y el impacto.

—Llegó la hora de morirrr—masculló la criatura, envolviendome en un vaho maloliente, pútrido.

Desesperado tomé un afilado trozo de cristalería y se lo clavé en uno de sus viscosos ojos amarillos, manchados con motas negruzcas, dejándolo aún más ciego de lo que era, mientras aprovechaba aquella desventaja del contrario para buscar mi arma auténtica.

La espada brilló entre los vestigios de los fracturados objetos y estiré mi mano maltratada, por los cortes provocados por los fragmentos de vidrio que se me habían incrustado en mi piel, para tomarla. ¡Justo a tiempo!

Clavé a Gloriosa en el centro su boca, completamente abierta, generando un hueco tan profundo y ancho como la misma hoja. Algunas gotas de icor cayeron sobre mi mano y mi traje de combate, pero no iba a retirar esta vez la espada, hasta no verlo aniquilado.

—Tienes razón, llegó la hora , pero no la mía—repliqué, retorciendo el arma más profundo.

Podía notar las yagas decorando mi pálida piel, en aquellas zonas libres de la protectora tela, confiriéndole un aspecto marchito, y negruzco. Pero resistí, hasta que el monstruo exhaló su último aliento. Y fue en ese momento que lo retiré de encima de mí, desclavando mi espada de sus fauces desechas, mientras lo contemplaba desintegrarse, consumido por el fuego celeste.

Segundos después volví a oír voces susurrantes y esta vez, preferí evitar otro enfrentamiento y esconderme, pues los daños de mi cuerpo eran intensos y la quemazón de la mano empezaba a dolerme. No sabía si podría mantener otra lucha en esas condiciones.

Ya oculto detrás de una mayólica estatua en forma de mastín, dispuesta de forma decorativa al pie de la escalera, pude ver dos nuevas sombras acercarse. Las mismas se detuvieron justo frente al desastre que había causado el enfrentamiento y aquellos misteriosos seres comenzaron a discutir entre ellos.

—¿Qué rayos pasó aquí?—oí murmurar a uno.

—No importa qué ocurrió, si el amo Jonathan ve este tiradero cuando llegue del Palacio del Rey se las tomará con nosotros, siempre lo hace —musitó el otro—. Ni siquiera su piadosa madre podrá salvarnos esta vez del castigo.

—¿Y qué va a hacer matarnos? Ya estamos muertos—respondió el primero y en ese momento, como si el mismo entorno aportara su propio suspenso, una ráfaga de viento sopló en el interior de la mansión y agitó las llamas de las lámparas de las paredes, haciendo que la luz enfocara un poco más aquellas figuras, revelando su incorpórea forma.

En efecto no se trataba de demonios, sino de espectros. Sus cuerpos eran semi—consistentes y fluctuaban entre el plano concreto y la nebulosa. Si uno enfocaba la vista cierto tiempo, hasta se podía ver a través de ellos. Pues solo se materializaban por momentos.

—Tú bien sabes que hay cosas mucho peores. Nos mandará a otro de las dimensiones del Reino. ¿Quieres eso? ¿Qué el amo nos lance a los campos de tortura donde cada día el alma se consume en un atormentante castigo eterno?

El otro ser tembló agitando su vaporosa imagen y está casi se desdibujó del ambiente.

—No nooo...Claro que no. Mejor manos a la obra—susurró con aquella voz que era lejana, como un lamento.

No me quedé a observar cómo aquellas pobres almas, condenadas al Infierno, se las ingeniaban para levantar los restos sin que estos volvieran a escaparse de sus endebles y frágiles manos. Antes de que empezaran su labor, e incluso sin molestarme en dar aviso a Rafael, ya había salido por la puerta principal, rumbo al palacio de Lucifer.

Seguí huellas recientes marcadas en el oscuro fango, y desveladas por el brillo escarlata de la luna, las cuales correspondían al paso de un carruaje, pues no solo se observaba la presión de las ruedas sobre el suelo, sino también estaban impresas las patas de los animales en el lodo.

Atravesé el bosquecillo que circundaba la propiedad, y al poco tiempo llegué a una zona despejada, una explanada despoblada de vida, donde mi visión fue mucho más clara, aunque la vista seguía siendo poco atractiva.

Me encontraba en un desierto repleto de cadáveres, en diferentes estados de descomposición. Huesos calcinados decoraban aquella torva yerta, junto a otros mutilados restos. Aquello era una especie de cementerio a cielo abierto.

Intenté respirar lo menos posible mientras avanzaba por aquella necrópolis nauseabunda hacia el enorme Palacio oscuro que se recortaba en el horizonte a corta distancia.

Aún con la exigua luz, me di cuenta de que aquellos seres, que sin lugar a duda eran de origen demoníaco, tenían signos profundos de haber sido quemados, y no con cualquier fuego, sino que tenían el inconfundible sello celeste. Pero aquello no tenía sentido.

El enfrentamiento entre demonios y ángeles no se había efectuado en esas tierras, y dudaba que los leviatanes fueran tan apegados a sus compañeros como para arrastrar a los caídos desde Tierra Mística hasta el Reino Oscuro solo por el sentimentalismo de tenerlos cerca, y menos era factible esa posibilidad si aquellos cadáveres estaban esparcidos de cualquier forma en ese tiradero. Por otro lado, algunos de los cuerpos no parecían ser tan antiguos. Sus muertes eran recientes.

Fue entonces cuando la idea más obvia vino a mi mente. Si Jonathan había hurtado el mágico elixir, era muy probable que no solo la usara en él mismo, sino también en el resto de los demonios para volverlos más fuertes e inmortales para la épica batalla de la que Sonia hablaba, y estas eran las nefastas consecuencias. La gracia pura de Iris volcada en el agua de la energía vital consumía su maldad desde adentro, hasta aniquilarlos por completo.

Aunque estaba claro que en esa prueba de ensayo y error, habían encontrado la forma de que algunos leviatanes resistieran beberlo, y por eso, eran más fuertes que antes, aunque no habían alcanzado la inmortalidad. Empero, de nada servía todo aquel esfuerzo. Si aquí había pasado lo mismo que en Tierra Mítica, tras la muerte de mi madre, el elixir debía de haber perdido sus propiedades.

Eso avivó mis esperanzas e incluso parte de mí adormecida fe: si el plan demoníaco estaba fallando, entonces teníamos grandes posibilidades de triunfo.

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