El Retorno. Parte II
Aquella noche, como otras, me acerqué hacia la ventana sintiendo la frescura de la brisa que se filtraba entre las cortinas de encaje, las cuales se flotaban, como blancos fantasmas, en la habitación principal del palacio, nuestro nuevo hogar.
El mismo había sido remodelado y despojado de todos sus lujos. Aquellas finas cortinas, eran un vago recuerdo de lo esplendoroso que alguna vez había sido, aunque estaba mejor así y, según Daniel, era mucho más cálido y acogedor conmigo allí.
Suspiré mirando el cielo nocturno. Los astros zafiros me recordaban a sus ojos. De manera instantánea, mi mente se pobló con las imágenes ángeles guerreros, protectores investidos con su armadura de plata que, desde la lejanía del éter, cuidaban a los seres encantados. Además, me embargó la reminiscencia de Daniel, envolviéndome con aquellas suaves, pero resistentes, plumas, velando personalmente mi sueño.
Mi corazón se encogió ante sus constantes ausencias. Tenía la horrible sensación de que no quería estar cerca. Aunque lo cierto era que también intentaba alejar el escozor que me había generado la última pesadilla.
Estas habían sido frecuentes los últimos tiempos, aumentando desde el momento en el que supe que estaba embarazada. No es que no me hubiera feliz con la noticia, saber que dentro de mí había un pequeño Daniel creciendo, haciéndose cada día más fuerte, me traía una inconmensurable alegría. Pero, a veces, no podía evitar sentir que todo estaba mal, en particular cuando notaba que él estaba tan distante conmigo. Era como si algo, o alguien, del pasado no nos dejara vivir en paz.
Tal vez el hecho de que Jonathan había escapado, de que Daniel había sido exiliado y perdido cualquier oportunidad de regresar a ‹‹Tierra Mítica››, o de ser convertido nuevamente en un ángel, era lo que me atormentaba.
A veces le preguntaba: ¿qué sería de él cuando muriera, a dónde irá? Pero mi compañero se rehusaba a hablar.
En esas ocasiones, me tomaba con afecto entre sus brazos y susurraba en mi oído: ‹‹que todo iría bien, que no debía preocuparme por nada y que estaría siempre en el lugar en el que yo lo necesite››.
—Mi niña, ¿se encuentra bien? Es muy tarde para que este levantada a esta hora. ¿Desea que le traiga algo?—inquirió Isabel, con amabilidad. La anciana se encontraba sentada en la mecedora que se hallaba junto a la cama donde, hacía unos momentos, se había quedado dormida.
Se había convertido en mi dama de compañía en este último tiempo y, muy pronto, también sería nana de nuestro hijo, razón por la cual se negaba a abandonarme, sobre todo en esta última etapa de mi estado gestacional (aunque insistía en que debía ir a su habitación a descansar).
—Estoy bien, gracias, un poco inquieta porque el bebé no se ha dejado de mover. Quizá también extrañe a su papá. —Suspiré, posando la vista a la ventana, nostálgica, mientras acariciaba mi vientre.
—El señor pronto volverá. Siempre lo hace. —Volteé para verla. Ella sonrió, con afecto—. Hace algo de frío aquí. —Se llevó las manos a ambos lados del cuerpo, envolviéndose en un abrazo individual.
Tenía razón. También estaba sintiendo escalofríos.
—Vamos a encender la chime...—No pude terminar la frase.
Sentí una intensa punzada en el centro de mi vientre y, de forma inesperada, empezaron a surgir las contracciones, como agudos aguijonazos.
Entonces, un líquido cálido se deslizó por mis piernas, humedeciendo la fina tela de mi camisón.
—¡Dios Santo!—exclamó la añosa mujer—. ¡Se le ha roto la fuente, mi niña!—Me ayudó a sentarme en la mecedora —. Aguarde aquí, enseguida vuelvo.
Antes de que pudiera emitir cualquier palabra o ‹‹grito›› de objeción, la octogenaria salió disparada por la puerta. Lo más seguro es que fuese en busca de los elementos para asistir el parto.
Isabel era experta en natalidad, como toda una comadrona y, además, había sido protagonista de nada menos que siete partos.
Por mi parte, me esforzaba por seguir el ritmo de las respiraciones que tanto habíamos practicado pero, sobre todo, me esforzaba por no gritar demasiado para no despertar al resto de los inquilinos del palacio.
Al cabo de unos minutos Isabel había regresado; cargaba unas cuantas toallas limpias y una fuente con agua. La seguían dos muchachas, con otros implementos de asistencia médica. Al igual que aquella, las jóvenes, se habían ofrecido para continuar colaborando en las tareas del palacio (algunos hábitos adquiridos eran imposibles de romperse)
En ese punto, me encontraba tendida en la cama, pujando y sofocada por el dolor, que se había vuelto insoportable. Bajo las sensaciones de agonía también se hallaba la frustración por la ausencia del futuro padre.
Continué pujando, mientras aquel suplicio se ramificaba por mis terminaciones nerviosas. Estuve así por lo que pudieron ser minutos, u horas, pues había perdido la noción del tiempo.
De pronto, un grito contenido se escapó de lo más profundo de mí ser:
—¡Maldición Daniel, vas a pagar por esto! —Cerré mis ojos mientras mis uñas terminaban de rasgar las maltrechas sabanas e hice acopio de mis últimas energías, pujando con ímpetu.
Después de aquella acción, sobrevino el alivio, y el cuarto se llenó con el llanto de un niño.
—¡Felicidades! Es un varón—anunció Isabel, exultante. Después acercó al pequeño a mis brazos, pero no pude verlo, ya que en ese momento me sentí desfallecer de cansancio.
Cuando abrí los ojos, tiempo más tarde, me sentía en calma y en completa paz por primera vez luego de largo tiempo.
Mi cuerpo yacía en reposo sobre la cama, recuperándose del parto, pero mi mente estaba ágil, despejada, lista para recibir toda la información posible.
Me dispuse a llamar a Isabel, aunque no fue necesario. Para mi sorpresa, Daniel estaba en el cuarto.
Su rostro no era el de todo padre primerizo que contempla por primera vez, el fruto de su propia creación. Él no miraba al bebé que sostenía en sus brazos con ojos enamorados. Lo percibí distante, lejano. Cuando se percató que había despertado, se acercó hacia mí. Su rostro estaba lívido, sus facciones tensas. Depositó al pequeño retoño en mis brazos, que lo abarcaron ansiosos.
En ese instante, en que nuestros cuerpos se rozaron, el niño abrió sus pequeños párpados y en mi faz se dibujó la misma expresión que en el de Daniel.
Su iris no era azul, como el de su padre, ni dorado, como el mío; tampoco tenían aquella tonalidad grisácea propia de los recién nacidos...Sus orbes eran de un vivaz color esmeralda.
Fin. Libro I.
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