5
Al día siguiente, luego del desayuno, Ryan preparó todo lo necesario para ir a la reserva Arapahoe, tal como su grabadora de mano, su libreta de apuntes y una nueva cinta magnética. También ordenó su carpeta de documentos, dejando en ella solo el dibujo de Sam y las fotos de los niños, por si necesitaba mostrárselo a alguien. Dormir en el cuarto del pequeño Jake no fue algo incomodo, sino que por el contrario, la cama era buena y mullida. La decoración infantil no le molestaba en lo absoluto, es más, hasta disfrutaba verla, porque le recordaba un momento de su vida y su infancia en donde era feliz, donde no tenía nada más de lo que preocuparse que en hacer las tareas de la escuela.
Antes de salir de la habitación se cambió de ropa, quitándose la camiseta negra por una camisa blanca. De espaldas a la puerta, Ryan no advirtió que en aquel momento Molly pasaba por allí, rumbo a su habitación, así como tampoco advirtió que permaneció un poco más de la cuenta tras la puerta, espiándolo casi sin querer, con los ojos fijos en los anchos omoplatos. Tenía un tatuaje que le surcaba toda la espina dorsal el cual representaba un ave fénix, confeccionado en líneas grises y negras, y la punta de sus alas extendidas llegaba casi hasta el límite de sus hombros.
Se volteó y siguió su camino justo en el momento en que vio como Ryan giraba hacia la puerta, con la mirada baja y concentrado en abotonarse la prenda. Minutos después, salió de la habitación con la carpeta bajo el brazo y la chaqueta.
—¿Lista?
—Sí, vamos —respondió, rogando mentalmente que sus mejillas no estuvieran demasiado encendidas.
Salieron al patio de la casa, y mientras Molly cerraba la puerta con llave, Ryan subió a la camioneta estacionada a un lado de la calle, para encender el motor y guardar la carpeta con los documentos y la grabadora en la guantera. Un minuto después, ella casi trotó hasta la puerta del acompañante, subiendo a su lado.
—¿Adónde vamos? —preguntó, mirándola de reojo.
—La reserva indígena está a las afueras de Grelendale, a cuarenta y ocho kilómetros al oeste, siguiendo la principal. No te va a ser difícil encontrarla, es una zona reservada y tiene muchas advertencias.
—Bueno, vamos allá.
Ryan puso primera, aceleró la camioneta y arrancó rumbo a los accesos a la carretera, por la avenida principal. Molly lo miró, acomodándose un mechón de cabello por detrás del oído derecho. Su suéter rosa combinaba a la perfección con sus pantalones jeans y su polera blanca. De hecho, se había arreglado un poco más de lo normal, delineándose los ojos y añadiendo un poco de rubor a sus mejillas, pero él no le había dicho nada. Tampoco esperaba que lo dijera, pero... lo cierto es que le gustaría.
—¿Estás bien?
Él la miró sin comprender, esbozando una ligera sonrisa.
—Sí, ¿Por qué lo preguntas?
—Por la charla de anoche.
—Ah... —Ryan volvió a mirar hacia adelante, tomando ya la carretera y acelerando un poco más. —No te preocupes por eso. Hay cosas que ya no duelen. Antes sí, no podía hablar de nada que estuviese relacionado a ella, pero hoy en día ya todo se ha filtrado. No sirve de nada lamentarse por un pasado que no va a cambiar en lo absoluto.
—También te pido disculpas si te incomodé tomándote de la mano —dijo ella, volteando sus ojos hacia el paisaje a su lado, a través de la ventanilla—. Te percibo como alguien muy solitario, y creí que en ese momento necesitabas una compañía un poco más cercana.
—Y lo soy, claro que soy un solitario. Mi trabajo me obliga a serlo, como te contaba. Pero eso no implica que me guste ser así, por lo tanto, has tenido un buen gesto y nunca se sabe cuando las cosas pueden cambiar —Él la miró, y le sonrió—. Creo que podemos ser buenos amigos después de todo esto, ¿no te parece?
Al escuchar aquello, Molly se giró hacia él. Una ancha sonrisa le inundó el rostro.
—Claro, amigos —dijo, asintiendo con la cabeza. Ryan volvió a mirar hacia adelante.
—O quien sabe —añadió.
Esta vez fue ella quien se lo devoró con la mirada. Unos ojos cargados de sorpresa y también anhelos.
—Quien sabe —consintió, sintiendo como le hormigueaba la sangre en las venas.
Permanecieron cuatro o cinco kilómetros en completo silencio. Ryan extendió una mano y encendió la radio, sintonizando su emisora de siempre con rock, donde en aquel momento transmitían un éxito de Franz Ferdinand.
—Cuando lleguemos, me gustaría que seas tú quien hable con ellos —dijo él. Molly lo miró sin comprender.
—¿Yo? ¿Y por qué?
—Es tu teoría. Sabes bien que no creo en nada paranormal y esotérico, aunque haya muchas cosas que no pueda explicar. Por lo tanto, no sabré formular las preguntas correctas. Seguramente tu sí —respondió, encogiéndose de hombros.
—Bueno, que remedio... —suspiró ella.
—¿Crees que los indígenas puedan saber de que se trata todo esto? Espero no ir hasta allá y no obtener mas que simple charlatanería mística de una cultura casi muerta, sinceramente.
—Claro que podrían saber. Esos símbolos no son ritualistas, ya lo he dicho, no hay un pentagrama ni nada que se le parezca relacionado a la brujería. A mi me late que ellos pueden saber algo, y además, con preguntar no perdemos nada.
—Estoy yendo a una reserva indígena solo porque te late. Definitivamente he perdido la cabeza —bromeó él. Ella lo miró con fingido reproche.
—Si encuentras algún dato de vital importancia, más te vale que me lo agradezcas como corresponde, Ryan —respondió.
—Oh sí, claro que sí. En lugar de unas cervezas, nos tomaremos un buen vino, o quizá un champagne.
Ella no pudo evitar reír.
—Dios, no. No quiero terminar absolutamente borracha.
—¿Por qué? ¿Eres peligrosa si estás alcoholizada?
—Es posible —dijo ella, encogiéndose de hombros. Luego extendió la mano hacia la radio, subiéndole el volumen a una canción de Led Zeppelin que comenzaba a sonar—. ¡Oh, mi favorita!
—No sabía que te gustaba esta música.
—No soy muy afín, pero mi padre era fanático de Zeppelin. Recuerdo cuando era niña, verlo tocar en su guitarra la introducción de Stairway to heaven a la perfección, y cuando falleció, era la única canción que siempre me recordaría a él —dijo, con una sonrisa nostálgica.
Ryan guardó silencio y la dejó disfrutar de la canción, cantándola con ojos empañados. Molly tenía un agradable timbre de voz, y también él sonrió, animado. Cuando la canción terminó, la miró de reojo.
—Hoy te noto de un particular buen humor —comentó. Ella asintió con la cabeza.
—Así es. Aunque no dejo de estar preocupada y temerosa por la vida de Jake, lo cierto es que tengo un buen presentimiento con todo esto de la reserva india. Siento que vamos a tener éxito, y también siento que Jake aún está vivo —hizo una pausa, y suspiró. Luego se palpó poco más encima del pecho izquierdo—. Lo presiento aquí.
—Ojalá tengas razón, Molly.
Continuaron avanzando por la solitaria carretera a buena velocidad, hasta que comenzaron a divisar los carteles correspondientes a la próxima reserva indígena, como localidad protegida tanto por el servicio forestal como por el alcalde del condado. Girando a la derecha y avanzando por caminos de tierra, salieron de la carretera y se adentraron en terreno agreste, algo para lo cual la camioneta 4x4 de Ryan estaba perfectamente preparada a pesar de lo accidentado del suelo, y unos minutos después, llegaron al perímetro divisor de la reserva, bordeado por muros altos y vigilancia a cada lado de las porterías de acceso, abiertas de par en par y solamente divididas por barreras automáticas. Estacionó frente a ellas y bajó la ventanilla del conductor en cuanto un guardia se le acercó.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó el hombre, no mayor a cincuenta años. Estaba vestido con uniforme de guardia de seguridad privado, seguramente contratado por el estado, pero por sus facciones indiadas y el cabello canoso largo y lacio, Ryan se dio cuenta que con toda seguridad podría pertenecer a la comunidad. Sin contar que además su acento era bastante vetusto, por lo cual, el ingles no era su idioma nativo.
—Buenos días —saludó—. Venimos de Grelendale, la localidad vecina. Trabajo para el FBI, y ella —señaló a Molly con el pulgar— es la madre de un niño desaparecido hace no mucho, en un bosque a unos cuantos kilómetros de aquí. Me gustaría hablar con algún líder de la reserva, a ser posible, para mostrarle unos símbolos que encontré en un árbol y que me de su opinión sobre lo que podrían ser. No tardaremos mucho.
El hombre miró a ambos como si los estuviera analizando, como si viera más allá de sus vestimentas o su semblante, y entonces asintió con la cabeza.
—De acuerdo, pero deben dejar el coche aquí. Tratamos de evitar que los vehículos a motor ingresen a la reserva a no ser que sea sumamente necesario, por los animales y el olor a combustible —pidió.
—No hay problema, gracias —consintió Ryan, asombrado de que por primera vez desde que había iniciado todo aquello, no le haya pedido su identificación. Apagó el motor, quitó las llaves del contacto, y luego tomó de la guantera la carpeta con la documentación, además de la grabadora de mano.
Ambos bajaron del vehículo, miraron hacia el interior de la reserva y luego de nuevo al guardia.
—Cuando estén adentro, pidan para hablar con Hinono'eitiit. Es el único cacique de los principales lideres de la comunidad que habla ingles de forma fluida, él los podrá entender.
—Gracias —respondió Molly, y ante un asentimiento de cabeza, rodearon las barreras automáticas para entrar en la reserva.
Ante ellos se extendía una vista magnifica, la cual ya habían visto desde la camioneta: una extensa pradera de al menos decenas de hectáreas, poblada por una combinación de hogares tradicionales y modernos. Algunas familias, según suponía Ryan al ver aquello, habrían optado por viviendas tradicionales como tipís cónicos, mientras que otras podían vivir en casas más convencionales, ya que podía apreciar cabañas estilo apartamento, confeccionadas en madera rústica. También había ciertos edificios construidos a barro y paja, los más grandes de todos, los cuales suponía que oficiarían de centros comunitarios donde se llevarían a cabo actividades culturales, reuniones tribales y eventos sociales o ceremonias, dada la decoración que tenían. Sus paredes estaban cubiertas con pinturas, tapices y esculturas de arte tradicional, en colores terracota y con pigmentos colorantes de las propias plantas, e incluso a Ryan le pareció ver cierta similitud en algunos símbolos que le hicieron recordar a los ya vistos en la corteza de la Sylva Americana.
También había muchas huertas, donde mujeres y hombres se hallaban afanados en sus tareas, además de establos, animales de granja y corrales de cerdos. Incluso algunos indígenas cepillaban a los caballos con suma paciencia, mientras que cerca de las chozas, algunas de las mujeres más viejas hilaban telas y mantas. Era extraño, al menos para alguien como Ryan, que nunca había visto una reserva india en persona más allá de alguna película del lejano oeste, pero que bien sabía eran pueblos que formaron parte de la historia de América como tal, tan importantes como la propia tierra que pisaban los pies descalzos de aquellos hombres, mujeres y niños.
—Wow... Hasta parece que el aire es diferente, como si de repente el tiempo se hubiera congelado de alguna manera, ¿no crees? —murmuró ella, fascinada ante lo que veía. Los rostros pintados y la piel morena, curtida por el sol de aquellos hombres y mujeres, que vestían una extraña mezcla entre ropa común y corriente —jeans y camisas—, además de telares y ponchos tradicionales.
—Es un lugar pintoresco, así es. Vamos a intentar preguntarle a alguien donde es que está nuestro cacique —dijo Ryan, señalando hacia uno de los establos. Se acercó hacia un muchacho de buen porte físico, pómulos prominentes y larga cabellera negra trenzada, sin camiseta y solo vestido con unos pantalones beige, de tela común, que cambiaba las herraduras de un caballo—. Buenos días, ¿podría decirme donde encuentro a Hinono'eitiit?
El joven lo miró, como si no comprendiera lo que decía, y entonces le señaló hacia un lugar.
—Hinono'eitiit... —respondió. —nih'óonéé'nohúunúú.*
Ryan intentó poner todo el esfuerzo mental en comprenderle, pero aquel idioma era imposible. Por inercia, miró hacia la dirección que le había señalado.
—Eh... —balbuceó. —¿Hacia allí? ¿Hinono'eitiit?
El joven indígena soltó la pata del caballo, apoyándola suavemente en la tierra, y luego dejó las tenazas a un lado, caminando en una dirección. A pocos metros, se detuvo y los volvió a mirar.
—Quiere que le sigamos, Ryan —dijo Molly, atenta.
Así, los tres caminaron hacia una choza confeccionada en madera, como el resto de las cabañas, pero con techo de quincha y barro. Allí, sentado en el porche, había un anciano de casi setenta y cinco años, fumando en pipa y sentado en una poltrona, con las piernas cruzadas. Tenía una camisa desgastada, una chaqueta marrón con apliques en tela tradicional, unos jeans desvaídos y unas botas de media caña. El largo cabello canoso le llegaba hasta casi la cintura, anudado en tres trenzas iguales y con apliques de plumas, y el rostro moreno estaba lleno de arrugas. El joven muchacho los señaló.
— Hinono'eitiit, nih'óowó'oxóóbi** —dijo. El anciano entonces asintió con la cabeza, soltando una bocanada de humo.
— Niisee', Niitoonóoxhúunúú*** —respondió, con voz serena y grave.
Ambos vieron como tras esta extraña charla, el muchacho se retiró de nuevo a su quehacer mientras que el anciano se ponía de pie con cierta dificultad. Las trenzas de su cabello se sacudieron con la brisa, al igual que el tocado de plumas en algunas de ellas, y los miró con una sonrisa.
—Yo soy Hinono'eitiit, lo que en su idioma significa Gran Espíritu. ¿Cuál es su nombre, y en qué puedo ayudarlos? —dijo.
—Mi nombre es Ryan Foster, pertenezco al Buró Federal de Investigación y estoy trabajando en un caso de extrañas desapariciones. Ella es Moll... —Se corrigió— Mary Anderson, la madre de uno de los niños desaparecidos hace no mucho tiempo. Hemos recorrido el bosque de Grelendale, ya sabe, rastreando la zona, pero no hemos tenido éxito alguno, salvo que yo he encontrado algunos extraños tallados en el tronco de un árbol.
—Lo entiendo. ¿Y mi pueblo tiene algo que ver con esto, señor Foster?
No había desconfianza en su tono de voz, sino curiosidad. Aunque también era cierto que, aunque no sabía definir precisamente por qué, pero aquel hombre inspiraba autoridad y respeto, como si lo emanara por todos sus poros.
—No lo sé, señor. Yo diría que no, pero ella me animó a hablar con usted, ya que le parece que pueden ser símbolos indígenas, y dado que ustedes son la comunidad en reserva más cercana, quizá podrían conocerlos y decirnos que significan —dijo.
—¿En qué árbol los encontraron?
—En una Sylva Americana.
El anciano indio se quitó la pipa de la boca, y respiró hondo, abriendo un poco más los arrugados parpados.
—Oh... —murmuró.
—¿Sabe que significan?
—Es posible. ¿Tiene alguna imagen que pueda mostrarme?
Ryan tomó su teléfono celular del bolsillo, buscó la filmación que había hecho rodeando el tronco del árbol, y entonces lo reprodujo, ofreciéndole el aparato. Estudió su semblante a medida que el vídeo transcurría, y podía ver rasgos de asombro en su expresión. Sin embargo, lo que más temía se hizo realidad: aquel hombre comenzaba a preocuparse, y aquello movió los engranajes de su investigación mental. Ese jefe indio sabía de qué se trataba, sin duda alguna. Eso, o estaba directamente implicado en las desapariciones, y por eso la preocupación de su semblante. Cuando el vídeo terminó, le devolvió el teléfono, y entonces lo miró gravemente.
—Sí, sé lo que es. No es nuestra simbología en su totalidad, son pictogramas comunes que los pueblos hemos usado durante cientos de años. No solo nosotros, también los Mohicanos, los Mohawk, los Hopis, los Cherokees, los Sioux, los Apaches, y puedo seguir citándole ejemplos hasta mañana.
—¿Y puede ayudarnos? —preguntó Ryan. Molly, por su parte, lo miró triunfante como si con sus ojos quisiera decirle "Te lo dije".
—Sí, puedo hacerlo —asintió el anciano—. Pero lo que tenga que explicarle, se lo explicaré a ella —dijo, señalando a Molly. Ella abrió grandes los ojos.
—¿Yo?
—Usted está aquí por algo, eso lo sé —dijo el jefe indio, mirando a Ryan—. Pero está cerrado como el cielo de una tormenta de invierno, mientras que usted —añadió, mirando a Molly— es radiante como el sol de una tarde de primavera, y además su nootoo'úuno' bihíit, su canal hacia los dioses y la tierra, está abierto de par en par, puedo verlo y sentirlo, resplandeciendo como una llama roja en el centro de su pecho y su frente. Él no va a creerme una sola palabra de lo que pueda explicar, pero usted si lo hará. Será mejor que charlemos adentro.
El anciano se giró sobre sus pies, avanzando hacia la casa, y justo cuando Molly iba a dar un paso adelante, él le apoyó una mano en el hombro.
—Un momento —dijo Ryan, de forma determinante—. Ella no va a ir a ningún lado sola, señor cacique. O hablamos todos, o entonces no hablamos, pero aunque no crea en esto debo hacer mi trabajo y continuar con la investigación. Hay dos niños que dependen de mí, y debo encontrarlos.
El jefe indio se volteó un segundo y asintió con la cabeza.
—Bien, que así sea entonces. Síganme.
Continuaron avanzando hacia la cabaña, y una vez dentro, Ryan observó todo a su alrededor. El living no tenía televisión ni nada tecnológico, como era de esperarse, además de que el suelo estaba completamente alfombrado con un enorme tapiz, tejido por los propios miembros de la comunidad. Había muy poco mobiliario, tan solo estanterías con libros, almohadones en el suelo donde poder sentarse, una estufa a leña siempre encendida, entibiando el ambiente, una cocina, el dormitorio y el baño, nada más. El hombre les hizo un gesto con el brazo para que tomaran asiento en el suelo, y cargando su pipa con tabaco nuevo, se sentó frente a ellos.
—¿Le importa si grabo la charla? Es solo para el registro de la investigación —preguntó Ryan. El jefe indio negó con la cabeza.
—Adelante.
Ryan sacó la grabadora del bolsillo, y cambiando el pequeño casete de cinta magnética, comenzó a hablar.
—Para el registro, es jueves, nueve y cuarenta y ocho de la mañana. Me encuentro junto con Mary Anderson, madre del desaparecido Jake Anderson, y un cacique llamado Hinono'eitiit, de la reserva natural Arapahoe. Según ha declarado anteriormente, el señor Hinono'eitiit parece conocer los símbolos encontrados en el tronco de la Sylva Americana y puede ayudar a la investigación, con la condición de que solo hablará con la madre del niño —miró a ambos, y asintió, dejando la grabadora en medio, encima de la alfombra—. Empecemos.
—¿Qué son esos símbolos? —preguntó Molly. Había un tono de desespero en su voz, como si le urgiese conocer las respuestas. El anciano cacique, sin embargo, parecía el tipo más sereno del mundo.
—Son luz, y oscuridad. Una protección tan vieja como la misma tierra que nos da la vida, pero también una maldición terrible que brinda muerte.
—Por favor, no hable con acertijos, realmente estoy desesperada por encontrar a mi hijo —suplicó ella—. Esos símbolos, ¿tienen relación alguna con su desaparición?
—Sí.
Al escuchar la afirmación, Molly sintió que las extremidades le cosquilleaban de la tensión, al mismo tiempo que el aire en sus pulmones se paralizó por completo, conteniendo la respiración.
—¿Cómo? —preguntó, con la voz quebrada.
—Déjeme contarle desde el principio —aseguró el cacique—. Nosotros los Arapahoes, al igual que cualquier otra tribu, estamos fuertemente arraigados con la tierra y la naturaleza. Ella nos brinda alimento, refugio en las tormentas, hilo para nuestras vestimentas y también nos cura de las enfermedades, gracias a las plantas medicinales. Todas las tribus en mayor o menor medida siempre hemos sido adoradores de la madre tierra, del sol y el agua, durante toda nuestra existencia. Pero llegó el hombre blanco, saqueó nuestras chozas, mató nuestro ganado, quemó nuestros cultivos, tomó a los jóvenes como esclavos, y masacraron a nuestros mejores guerreros. A las mujeres las tomaron como el toro posee a la vaca, y nos confinaron poco a poco a vivir lejos de nuestras tierras, hasta acabar nuestros días en esto —respondió, abriendo los brazos como queriendo abarcar todo a su alrededor—. Reservas amparadas por el gobierno, el único pedacito de suelo que por ley no pueden quitarnos.
—Lo sé, la historia indígena de Norteamérica es terrible... ¿Pero que tiene que ver todo esto con mi hijo?
—Tiene todo que ver, señorita. Y antes de comenzar a explicar, me gustaría que supiera que todo lo que va a escuchar no es nada personal en contra de su hijo, ni del resto de la gente desaparecida, sino que es como es, nada más.
—Un momento —intervino Ryan, atento—. ¿Cómo sabe que hay más gente desaparecida?
—Porque nunca se lleva solo a uno.
—¿Quién? ¿Quién se lleva a las personas? —preguntó ella, casi en una exclamación. El cacique dio un par de pitadas a su pipa, y entonces continuó.
—Los Arapahoes siempre fuimos una tribu profundamente arraigada a las enseñanzas de la naturaleza y sus espíritus guardianes. Es por eso que entre todas nuestras deidades, se tejía una leyenda que hablaba de un ser dual, oscuro y terrible pero benevolente a la vez, conocido como Nawathenna, el guardián de la tierra. Su papel es proteger la tierra y sus criaturas, y es tanto una figura de respeto como también de temor para todos nosotros.
—Esto no tiene ningún sentido... —murmuró Ryan. Molly lo miró de reojo y le hizo un ademán para que guardara silencio.
—Déjalo que continúe.
—Según nuestras tradiciones, Nawathenna es el guardián de la armonía natural, encargado de mantener el equilibrio entre el mundo de los hombres y el espíritu de la propia tierra. Su presencia habita en cada árbol, en cada arroyo y en cada brisa que susurra entre nuestros bosques sagrados —explicó—. Sin embargo, Nawathenna también es conocido por su implacable ira contra aquellos que desafían las leyes naturales y explotan los recursos de la madre tierra sin consideración alguna. Cuando los forasteros, cegados por la codicia y la ambición, invadieron los territorios sagrados de los pueblos indígenas en busca de riquezas, despertaban la furia de Nawathenna.
—¿Y qué se supone que pasa cuando esta entidad es provocada? —preguntó Ryan, resoplando por la nariz.
—Los cuentos de la tribu siempre relatan como Nawathenna emergía de entre las sombras de los árboles, su figura envuelta en la niebla de la oscuridad más profunda, para castigar a aquellos que habían perturbado la paz de la naturaleza. Las leyendas dicen que con un gesto de su mano podía arrastrar a los transgresores a un lugar oscuro y desconocido, un hogar de penumbra y desolación donde debían enfrentar las consecuencias de sus acciones.
Ryan entonces abrió rápidamente la carpeta de archivos, y le mostró el dibujo que había hecho Jake, correspondiente a aquella mancha negra que él también había visto. Se lo extendió en las manos al anciano, y preguntó:
—¿Su criatura se ve como esto?
—Sí —dijo el cacique, con el semblante ensombrecido por la incertidumbre. En todos sus años sobre la tierra, nunca había visto un caso de arrebatamiento tan de cerca, a pesar de conocer las historias desde muy niño.
—¿Y adonde se lleva a las personas? —preguntó Ryan, otra vez.
—Este reino de sombras y tormento es conocido entre nosotros como Nokumee, un nombre que resuena con el eco de la perdición y el arrepentimiento. En Nokumee, los transgresores son confrontados con la magnitud de su deshonra hacia la tierra y sus habitantes, obligados a enfrentar su propia culpabilidad y buscar la redención antes de ser liberados de su castigo.
—Esto es... —Molly buscó las palabras adecuadas y entonces estalló en llanto, consternada y furiosa a la vez. —¡Esto es inadmisible! ¿Qué mal podría haberle hecho mi hijo a su querida madre tierra? ¡Es solo un niño, tiene nueve años!
—Nawathenna es un recordatorio perdurable de la importancia de vivir en armonía con la naturaleza, y de respetar los dones que nos han sido otorgados. Cada árbol cortado, cada arroyo contaminado, cada industria pesquera que vandaliza los mares y ríos en masa, son una afrenta al espíritu de la tierra. Él no distingue entre culpables o inocentes, ya que todos somos culpables a la vez, porque somos humanos y los humanos son la única raza que destruye la propia naturaleza que les dio la vida. Que se haya llevado a su hijo fue solamente una mera casualidad, podría haberla llevado a usted, o a mí, eso da igual. Aunque Nawathenna tampoco hace nada porque sí, tuvo que haber un motivo, una conexión para haberlos hecho venir hasta aquí.
Molly se miró las manos, entrelazas encima de su regazo, sin poder dar crédito a lo que oía.
—O sea que mi hijo está... ¿Está siendo torturado por una cosa? ¿Qué son esos símbolos en ese maldito árbol? ¿Ustedes los tallaron? —preguntó, sorbiendo por la nariz. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, y a Ryan le dio muchísima pena verla en ese estado.
—No, no lo hemos hecho nosotros. Pero los símbolos son una conjunción de varios elementos a la vez, creado por varias tribus a lo largo del tiempo. Por el tamaño del tronco que usted me ha mostrado —respondió el cacique, mirando a Ryan—, puedo estimar que es un árbol muy antiguo, quizá dos o tres generaciones por detrás, tal vez más. Esos símbolos son un llamador para Nawathenna, un punto de acceso a este plano.
—Pero no lo entiendo —opinó él—. Hay desapariciones que están distantes entre sí por cientos de kilómetros, e incluso he escuchado casos que han ocurrido en otros países con el mismo modus operandi: gente que se esfuma en el aire de la noche a la mañana, para nunca más volver. Y si vuelven, ya nunca más son los mismos. ¿Casos tan separados en el tiempo y en el espacio, con tantas culturas de diferencia, son causados por el mismo ser?
—¿Qué tiene de extraño eso, señor detective? ¿Acaso la tierra no es una sola? Nawathenna puede estar donde quiera y cuando quiera, puede tomar la forma de un hombre enorme y oscuro o la de un simple ratón de campo, si así lo desea. Si usted no conoce la cultura indígena y sus leyendas, y tampoco es capaz de expandir su mente, ¿Cómo espera entonces poder resolver esto? —preguntó el cacique, mirándolo fijamente. Clavó sus cansados ojos marrónes en él, como si lo estuviera analizando en lo más profundo de su interior, y entonces dijo algo que marcaría a Ryan, calándole hondo en el alma. —Usted debería tener más interés en esto, ya que también ha perdido un ser querido de la misma manera que la señorita.
El semblante de Ryan se ensombreció, al mismo tiempo que lo miraba con seriedad. Molly los miró a ambos, también con fijeza. Ryan se removió en su asiento, incomodo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, con la voz enronquecida.
—No en vano me llaman Gran Espíritu, señor.
—¿Hay una manera de detenerlo, sea como sea, y recuperar a los perdidos? —intervino ella.
—¿Podría usted detener las mareas del océano, o el soplo del viento? No, no hay una manera de detenerlo, pero sí de apaciguarlo. Y quizá también de recuperar a los perdidos —El cacique hizo una pausa para pitar profundamente de su pipa, y luego continuó, soltando bocanadas de humo en cada palabra—. Hay una industria pesquera llamada Argos Food. Tiene dos grandes bases, una de ellas en la costa principal de Canadá, y la otra en Grelendale.
—Lo sé, yo trabajaba para ellos, antes —dijo Molly.
—Bien. La planta pesquera de Canadá no es problema, pero aquí, la de Grelendale, está consumiendo los cangrejos hasta casi desaparecerlos, desequilibrando el ecosistema de varios peces que habitan en nuestros ríos y arroyos, y mi pueblo ya casi no tiene pescado saludable que comer. Si me ayudan, yo los ayudaré a ustedes.
Ryan intervino, con rapidez.
—Escuche, señor cacique. Aquí no hay un intercambio posible, aquí estamos hablando de la vida de niños y personas inocentes. ¿Comprende la magnitud de lo que le estoy diciendo? Si se niega a cooperar, puedo llevarlo ante los tribunales si es necesario, así que piense bien sus palabras —dijo—. Esto no es un trueque.
—¿Bajo qué argumentos? ¿Me acusará de asesinato? No puede hacerlo, porque una deidad indígena no es una base sólida para presentar un juicio ante nadie. No subestime mi inteligencia, agente. Soy viejo, pero no tonto —respondió.
—Todo está grabado aquí —señaló la grabadora en medio de todos. Gran Espíritu se encogió levemente de hombros.
—Eso no importa, señor, a fin de cuentas nadie va a creerle, solo son leyendas, como usted supone, ¿no? Pero si decide ayudarnos con este problema, entonces yo le ayudaré con el suyo, le doy mi palabra. Los Arapahoes siempre fuimos guiados por nuestro profundo respeto a la naturaleza y nuestra conexión espiritual con el mundo que nos rodea, a diferencia de ustedes, y hemos preservado antiguos rituales y conocimientos que permiten desafiar las sombras de Nawathenna.
Ryan no dijo nada, solamente resopló por la nariz mirando hacia el suelo, cubierto por aquel telar tradicional. Luego volteó, mirando de reojo a Molly, y se dio cuenta que ella lo observaba casi suplicándole en silencio.
—Por favor, Ryan, es mi hijo. Intentémoslo —susurró.
—¿Confías en este hombre? ¿Crees algo de todo lo que ha dicho?
—Has visto los símbolos, te ha dado una explicación y sabe como recuperar a Jake. Nunca hemos estado tan cerca como ahora —hizo una pausa y añadió—. Recuerda lo que viste. Lo que te atacó.
Ryan asintió con la cabeza, entonces. Volvió a mirar al anciano cacique y entonces asintió con más ímpetu, ofreciéndole la mano derecha.
—Bien, tenemos un trato entonces. Espero que esté en lo cierto, porque no me gustaría estar perdiendo mi tiempo con leyendas y cuentos para asustar a los niños antes de ir a dormir —dijo. El cacique se la aceptó.
—Ya lo verá, agente. Ahora, si eso es todo, tengo que hacer algunas cosas.
Los tres se pusieron de pie, mientras Ryan recogía la grabadora del suelo y presionaba el botón de STOP. El propio jefe indio fue quien los acompañó hasta la salida de la reserva, y una vez junto a la camioneta, ambos se despidieron del guardia, subieron en ella y antes de encender el motor, guardó la grabadora y la carpeta de documentación en la guantera del coche. Cuando ya estaban de camino hacia los accesos de la carretera, fue Ryan quien habló.
—¿Qué opinas? —Molly lo miró con la confusión pintada en el rostro.
—No tengo nada para opinar, Ryan. Es lo que hay, lo que tenemos, y hay que intentarlo.
—¿Y qué hacemos? ¿Vamos a hablar con el gerente de la Argos Food y le pedimos que por favor, pare con la pesca masiva de cangrejo para que un espíritu indígena se tranquilice y nos devuelva a nuestros niños? Se nos va a reír en la puta cara, Molly, eso es lo que va a pasar. Todo esto no servirá de nada.
—Claro que se va a reír de nosotros, por eso no hablaremos con él.
Ryan apartó los ojos del camino para mirarla con una ceja erguida.
—¿De qué estás hablando?
—Yo trabajé ahí, durante un tiempo. Conozco la planta de producción, sé como funciona. Todo el producto se procesa a través de cientos de metros de cintas transportadoras y máquinas inteligentes, interconectadas entre sí. Picadoras industriales, empaquetadoras, limpiadoras, todo está automatizado. Si una de las partes se obstruye o se sobrecalienta, entonces todo lo demás se detiene —explicó.
—¿Y entonces?
—Si vamos allí de madrugada y podemos colarnos dentro, puedo ir al puesto de control principal, echar a andar las máquinas y programar tanto la velocidad como la temperatura de las calderas al doble de lo normal. Eso provocará el sobrecalentamiento necesario para que los motores se fundan y la planta quede inutilizada. Recambiar toda la maquinaria les tomará meses, y nunca sabrán que fuimos nosotros.
Él la miró con aire de asombro. Nunca se imaginaría que aquella mujer que le inspiraba tanta ternura, estuviera proponiéndole llevar a cabo un atentado en contra de una industria alimenticia. Se sonrió, casi con ironía al pensar en esto.
—¿Tienen cámaras en la planta de producción?
—No, o al menos, creo que no...
—Bien, tengo mala experiencia con las cámaras de seguridad —dijo, recordando el episodio en la morgue que le costó su suspensión momentánea.
—¿Cuándo quieres hacerlo?
—¿Cuándo quieres tú? Es tu plan —preguntó él.
—Esta noche, cuanto antes mejor. No podemos demorar un minuto más en encontrar a Jake y Hosea.
—Bien, así se hará, entonces.
*"—Gran Espíritu está en la choza central".
**"—Gran Espíritu, este americano quiere verte".
***"—Gracias, Sombra Gris"
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro