Nadie más que tú
Se dejó caer sobre la manta de vellón que reposaba en el césped.
Con la cara mirando el cielo, dispuso su antebrazo sobre sus ojos para evitar que los rayos del sol la deslumbraran.
Suspiró cansada y dejó que la brisa temprana de media tarde la resfrescara.
A su alrededor reinaba el caos digno de un sábado por la tarde.
La risa de los niños, el ruido un poco más lejano del tránsito, las conversaciones de adultos, la música de canciones dispares que venían de diferentes lados, los pasos constantes de los corredores al pasar, el ladrido de los perros y las carcajadas de los jóvenes a la distancia.
Todo ese jaleo desordenado que habitualmente le provocaba serenidad de un paseo al atardecer, ese día solo le provocaba una tremenda sofocación.
Mordió su labio inferior con fuerza y nerviosismo.
Si tal vez se hubiera negado con mucha más rotundidad no se encontraría en ese aprieto. Pero era débil y, cuando menos, poco convincente.
Sintió la tibia respiración de ese hombre justo en su oído.
Controló un pequeño escalofríos que le recorrió la columna. Arrugó los labios, evitando soltar las palabras que había reprimido todo el día. Palabras que le apartaría un buen lugar en el infierno y de las cuales si su madre escuchara, le metería una pastilla de jabón a la boca.
—Vamos — su aroma a menta y café le inundó la nariz —. Aún no he terminado contigo.
Dejó escapar un gimoteo bajito y en respuesta escuchó una risa ronca y masculina.
Una mano quitó su brazo de los ojos y dio lugar a un rostro sonriente cernido sobre el suyo.
Frunció el ceño perdiéndose en la mirada de tono gris frente a ella.
—No quiero ir a ningún otro lado — alegó —. Las horas a tu lado terminaron hace diez minutos. No es justo que quieras seguir arrastrándome, quién sabe dónde, solo porque te dé la gana.
Su mal humor se multiplicó cuando vio que la sonrisa de ese hombre complicado e irritable, acrecentarse.
—Me prometiste cuatro horas, cielo — puntualizó a escasos centímetros de sus labios, reprimió el impulso de tomarlos de un bocado —. Aún me queda una hora y... — hizo una pausa, levantó ligeramente el rostro y consultó la hora en su reloj de pulsera —... cinco minutos. Una hora y cinco minutos donde puedo hacer contigo lo que se me dé en gana.
Nathalie apretó los labios en una fina línea y le dedicó una mirada de muerte. Aquella que le decía sin palabras que podía meterse las horas por dónde quisiera. Y verla de esa forma, conteniendo las impertinentes frases llenas de ira, le encantaba. Todo en ella le fascinaba.
—Solo pactamos tres horas — discutió.
Trató de levantarse apartándolo con una mano, pero Gabriel fue rápido y la interceptó. La apresó a un lado de la cabeza, sobre la manta de vellón. Ahogó una exclamación de sorpresa y trató de intentarlo una vez más, pero su otra mano sufrió el mismo destino. Gabriel cambió de posición y en un movimiento rápido y elegante se sentó sobre el regazo de Nathalie, sosteniendo su peso en sus rodillas para no lastimarla.
Estaban montando un buen espectáculo a los pocos espectadores que pusieron la mirada en ellos, pero a Gabriel le dio realmente igual. Tomaría de ella lo que quisiera y cuando quisiera.
Sintió la respiración de ese hombre sobre su rostro, mientras jadeante se removía inquieta debajo de él en un intento de liberarse, algo que fue completamente inútil.
La sonrisa de Gabriel cada vez era un poco más extensa al ver el sonrojado rostro de aquella chica debajo del suyo. Sus ojos celestes eran la imagen perfecta de la ira ardiente y sus mejillas sonrosadas por el esfuerzo entonaban un poco su rostro terso y pálido.
Después de unos frustrantes minutos, Nathalie se rindió jadeante. Y Gabriel arqueó una ceja desafiando a que siguiera con su resistencia.
—No es justo — resopló para apartarse un mechón de cabello que le molestaba —. No puedes cambiar el trato a tu conveniencia y porque te dé la gana. No estás jugando limpio, Gabriel.
Aquél hombre bajó el rostro aún más, al punto que sus narices se tocaban y Nathalie pudo sentir la respiración tibia de ese hombre en sus propios labios.
—¿Cuándo he jugado limpio tratándose de ti? — inquirió despacio y con suavidad.
Se deleitó cuando ella, la imperturbable y dulce mujer que tenía bajo su cuerpo, inspiró despacio pero con fuerza. Entreabriendo esos tentadores labios un poco. El deseo de tomarlos sin restricción alguna y perderse en ellos le estaba costando el juicio a grandes pasos.
—¿Y? — insistió.
—Nunca — respondió. Tragó con fuerza y se esforzó por mantener la cabeza fría —. Pero eso no quiere decir que no esté cabreada contigo.
—¿«Cabreada»? ¿No querrás decir «enojada»? — cuestionó con una ceja alzada.
—¡Mucho! Estoy enojada y si no te quitas de encima, juro que te parto las nueces — se revolvió inquieta y Gabriel sonrió con descaro.
—No lo sé... — musitó chasqueando la lengua. Torció los labios a un lado y ladeo el rostro mirando la acalorada cara de Nathalie —. Si mi futura descendencia corre peligro si te suelto, no sería bueno hacerlo ¿no crees?
—¡No puedes mantenerme presa porque te dé la gana y mucho menos en un lugar público! — exclamó, revolviéndose otro poco.
—¿Y por qué no? — se encogió de hombros —. ¿Crees que me importa lo que piensen los demás? ¿Siquiera crees que les haré caso?
Nathalie le miró furiosa. Apretó los dientes con fuerza tratando
—Gabriel... Su-él-ta-me — advirtió, puntualizó cada una de las sílabas con firmeza.
—Nathalie... — le imitó en un tono mucho más burlón —. No te voy a soltar. No al menos hasta que prometas no atacarme. Si prometes no hacerlo, te suelto.
Infló las mejillas graciosamente y frunció profundamente el ceño observando la mirada pizpireta de aquel complicado hombre.
—Promételo, cariño — insistió, dándole un beso esquimal.
Nathalie dejó escapar el aire retenido y luego de un par de segundos de pura terquedad, decidió ceder.
—¡Ya, maldición! ¡Sí! No te atacaré, ¿vale? Ahora, ¿me puedes soltar? — gruñó.
Gabriel sonrió y poco a poco, casi con precaución, le soltó las muñecas y se retiró.
Se sentó justo a un lado de Nathalie y vio con una bufona sonrisa en los labios como esta mascullaba cosas inteligible entre dientes mientras se incorporaba.
—¿Lista para irnos? — preguntó despacio.
—No — rezongó —. Me has arrastrado por media ciudad. Mis pies ya no pueden más. Además, sigo insistiendo que tu tiempo ya acabó.
Gabriel rió un poco y de buena gana al ver el refunfuñando rostro de Nathalie. Se levantó con un movimiento elegante y le tendió la mano a la chica para ayudarla.
Nathalie pasó de ese gesto tan caballeroso y se incorporó sola. Se sacudió un poco la vaporosa falda del vestido y se agachó para recoger su bolso, quiso levantar la manta pero él se lo impidió. No puso trabas, pero esquivó la mano de Gabriel cuando quiso tomar la suya. Sobre todo porque violencia bordeaba su sistema y lo único que quería era borrarle la sonrisa de los labios con un bofetón.
—¿Nos vamos? — repitió.
Hizo un ademán con la mano dirigiendo el camino.
Nathalie alzó la punta de la barbilla con insolencia.
—Vete tú. Conmigo no cuentas.
Dio un par de pasos al frente dispuesta a irse. Pero una vez más, Gabriel demostraba que era más rápido que ella. Y en cuanto estaba un par de pasos lejos de él, ahora estaba frente a él siendo apresada por la cintura.
—Mi señorita siempre tan atrevida.
—No soy tu señorita, ni tu «cariño» y menos aún tu novia — renegó, molesta —. Ahora, suéltame. Quiero irme a casa.
—Te gusta llevarme la contraria... — negó sonriendo con un bobo. Arqueó las cejas mientras sostenía con fuerza la figura de su chica—. Hoy estás muy impertinente, ¿debería hacer algo para remediar esa insolencia, cielo?
—Sí, como irte al infierno y no volver hasta que se quite lo cretino — escupió las palabras enojada.
Gabriel rió ante sus palabras. Había cosas que no cambiaban y si lo hacían, siempre se multiplicaban. No era que le molestara la insolencia de Nathalie, es más, era una de esas mismas razones la que lo habían enamorado profundamente. Era la única mujer que lo mandaba al diablo y se veía hermosa en el acto.
Inclinó el rostro y dejó bailando sus labios sonrientes sobre los de la joven. Sintió su respiración algo agitada por el esfuerzo y su perfume embriagador.
—Suéltame — repitió, removiéndose.
—Bésame — rebatió.
Nathalie resopló ruidosamente.
—El día que el infierno se congele y los peces vuelen.
—Bueno, dado que me has mandado al averno podríamos ir juntos y cerciorarnos que se congeló, ¿no crees?
Su tono arrogante, hizo que se ganara una mirada furiosa.
—Idiota. Eres un magnífico y estúpido idiota — dijo entre dientes.
Gabriel hizo un mohín gracioso.
—Idiota, pero afortunado — acarició los labios con los suyos, tentándola—. Estoy casado con una hermosa mujer a la que amo con todo mi corazón.
—Pues que mal por ella. Pobre de quién tenga que aguantarte todos los días por el resto de su vida — arrugó los labios, reprimiendo el impulso de caer en la tentación.
Volvió a reír de buena gana. Parece que con cada día que pasaba, la insolencia se incrementaba.
—¿Eso crees? — inquirió, divertido. Siendo consciente del esfuerzo de aquella mujer para no besarlo
—Lo creo — asintió, convencida —. Es más, la mujer que se haya casado contigo debe haber estado con demencia senil. No le encuentro otra respuesta a tal desfachatez.
—Pues, sí. La mujer que se casó conmigo estaba loca y sigue estándolo — agregó en un susurro suave y grave, mientras acariciaba la punta de la nariz con la suya y tentaba a sus labios rozandolos con cada palabra —. Y ese día, cariño, ella fue una preciosa y dulce loca vestida de blanco. Un ángel terrenal más resplandeciente que todas las cosas que pudieron existir aquí o en otra galaxia. Incluso los verdaderos ángeles no le hacen justicia a su belleza. Es el amor de mi vida, con una gracia sin igual, hecha con la locura completamente a mi medida.
Con cada palabra los ojos de Nathalie se anegaron en lágrimas. Su labio inferior tembló ligeramente al oírlo y aunque trató de contenerse, las primeras lágrimas pesadas y calientes no tardaron en resbalar por sus mejillas.
—Estás loco — musitó a medio sollozo.
—Completamente loco por ti, cariño — le tomó el rostro entre las manos y apartó las lágrimas con los pulgares.
—Pero sigues siendo un idiota por arrastrarme por media ciudad — sorbió un poco y se dejó querer.
—Te debo cada día, mi amor. En especial uno como hoy — sonrió un poco y se alejó unos centímetros del rostro de su esposa para verla en plenitud —. Y eso que aún no hemos terminado.
—¿Hay más? — preguntó bajito.
—Mucho más — la besó brevemente en los labios. La soltó y le tomó la mano para hacerla caminar—. Aún te debo el resto de la cita.
—¿Aún cuando tu tiempo ya se acabó? — cuestionó con la voz rota y una nota de burla, mientras se secaba las lágrimas con la manga del jersey.
—Para nosotros jamás se acabará el tiempo, Nathalie — le sonrió con dulzura.
Ella asintió y se dejó guiar por el parque donde se encontraban. En medio de la gente que paseaba en un día tan ameno y cálido. Amaba a ese hombre, pero la ansiedad aún la carcomía ¿Y si no era capaz de lograrlo?
Detuvo sus pasos cuando su esposo lo hizo. Su cuerpo alto y atlético le obstruía la visión. Pero cuando él, con esos ojos topacio y la encantadora sonrisa en los labios se volvió para mirarle, el corazón le latió con desenfreno y lloró por dentro.
—Cierra los ojos — solicitó en voz baja.
Nathalie le miró un segundo y al ver que Gabriel esperaba con una sonrisa tranquilizadora, accedió. Oyó sus pasos rodearla, pero jamás separó la mano de la suya. La calidez de su pecho pegado a su espalda y unos brazos rodeándole la cintura le hizo sonreír un poco.
—Hace ocho años tuvimos nuestra primera cita — susurró y la instó a dar un par de pasos al frente —. Una primera y desastrosa cita — su risa bajita le acarició la nuca —. Pero a pesar de haber sido la más horrible, espantosa y desastrosa...
—Oye... — alegó.
Gabriel rió un poco más y hundió la nariz en el cabello de su esposa. Su aroma a vainilla y miel le embriagó por completo. Era adicto al perfume de su piel.
—Pero también fue perfecta... igual que tú — prosiguió, separando un poco el rostro de su pelo y besándole la mejilla. Sintió el calor nacer bajo sus labios.
—¿Ah, sí?
—Sí — afirmó —. Salir contigo fue la mejor desfachatez que he hecho en mi vida y no me arrepiento de nada al respecto.
Le hizo frenar sobre sus pies.
—Puedes abrir los ojos — murmuró.
Nathalie, con tiento y temor accedió a la solicitud. Una exclamación de sorpresa escapó de sus labios al ver lo que reposaba en el césped; un par de cometas de colores, que eran réplicas de los primeros que elevó con ese complicado y partícula hombre. Los ojos se le volvieron a cristalizar en lágrimas. Buscó a su marido con la mirada.
—Vamos a rehacer ese día — propuso, soltando su agarre y rodeándola para quedar nuevamente frente a ella —. Pero esta vez no van a ver escapadas como cenicienta o golpes con helado en el rostro...
Nathalie sonrió un poco al rememorar tan caótico día. Uno de locura que mostraba lo lejos que habían llegado. Una risa bajita escapó involuntariamente de sus labios. Miró a su alrededor recordando la patosa tarde y el ataque de ira desmedido que le llevó a arrojarle el cono de helado en el rostro de Gabriel. En su defensa, se lo tenía merecido. Había sido cruel y despiadado en ese entonces. Con sus característicos comentarios bordes a la par de burlones que le hizo sacar la peor parte de ella.
Ahora seguía siendo arrogante y casi siempre le hacía bromas, pero no era cruel. Esa parte desalmada de él, se esfumó en el momento en que se dieron su primer beso. Un beso torpe y algo feroz, en medio de la discusión que habían empleado, donde los rastros de helado de esa tarde, también quedaron desperdigados también en su rostro.
—Vamos a dejar de estar enojados — su voz le devolvió al presente y rememoró los problemas que la habían traído hasta allí —. Y vas a dejarme hacer mi trabajo; cuidar de ti... — Gabriel dio un paso al frente y llevó una mano al vientre de su esposa —, y de nuestro bebé, cariño.
La miró con súplica.
—¿Y si no soy suficiente para ti? — musitó dejando entrever todos sus temores —. ¿Y si me pongo gorda y fea y dejas de quererme?
—Eso jamás va a pasará— afirmó con vehemencia.
Le tomó el rostro entre las manos y la besó con fervor. Quería que dejara todos esos miedos atrás. La besó con pasión pero con calma. Saboreó sus labios con la ternura que esa mujer merecía. La amaba como ella no se lo imaginaría jamás y saber que temía cosas tan absurdas, como que la dejaría de amar, le rompía el corazón.
—Nadie más que tú serás el amor de mi vida, mi señorita insolente y sobre todo, mi ángel resplandeciente, Nathalie — murmuró sobre sus labios —. Puedo vivir sin muchas cosas, menos sin ti. Entre antes te metas eso en esa pequeña cabecita tuya, mejor para los dos. Voy a amarte, voy a protegerte y voy a estar allí cuando quieras mandar el mundo al diablo...
Aquel último comentario, le sonsacó una reticente sonrisa lagrimosa.
Aún así, el miedo de ser madre la carcomía por dentro. Nunca había tenido un buen ejemplo de familia, casarse con ese hombre había sido el comienzo de la suya y, incluso con los años, seguía sin creerse que siguiera amándola a pesar de todo. La historia de su amor, claro estaba, tampoco había sido fácil..., y de alguna extraña habían logrado llegar hasta ese momento. Su padre había abandonado a su madre cuando ella nació y ese mismo terror calaba en su corazón.
—Te amo. Te amo intensamente — Gabriel le sostuvo el rostro entre las manos y barrió las mejillas de su esposa con los pulgares —. Voy a amar a nuestros hijos y voy a seguir amándote, Nathalie — repitió con convicción —. Puede que las cosas no sean fáciles, pero no voy a marcharme — cuando él pronunció esa frase, Nathalie dejó escapar un sollozo bajito y se desbordó en lágrimas, las mismas que él no tardó en secar con una suave caricia —. Estás atrapada conmigo, cariño — le sonrió con suavidad y amor a su esposa y luego besó con delicadeza sus labios —. No hay nada que puedas hacer para deshacerte de mí...
La besó tierna y dulcemente en la boca, volcando todo el amor que sentía por esa mujer en ese acto tan simple. Ella era la luz de su vida y ahora tendría más vidas por las que seguir viviendo y amando con intensidad. Haría lo que estuviera en sus manos para que ella fuera feliz.
Se apartó un poco y ambos se sonrieron con cariño, él secó sus lágrimas y besó su frente antes de abrazarla.
—Te amo — susurró Nathalie contra su pecho—. Te amo y eres lo mejor de mi vida, Gabriel.
—Y yo te amo a ti, Nathalie — repitió —. Como jamás te lo podrás imaginar — afirmó perdiéndose en la sinceridad de esos destellantes ojos celestes y tan claros como un cielo abierto.
Se inclinó para besarla de nuevo - pues nunca se cansaba de sus labios - y la amó aún más que hace un segundo. Porque ni siquiera en un millón de años o en una eternidad, podría amar un poco menos a esa mujer.
La besó y se perdió en sus labios suaves y un tanto salados por las lágrimas.
La besó hasta que ambos necesitaron un respiro y solo entonces, se alejó un poco y la tomó de la mano para arrastrarla hasta la espera de un recuerdo donde había comenzado el resto de sus vidas.
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Nota: Esto estaba guardado desde 2018-2019, más o menos. Debo confesar que era originalmente de otro ship, pero lo edité completamente y agregué más cosas transformando esta historia asquerosamente dulce en uno de mis placeres culposos #Gabenath :v
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