Quien con su barriga se enoja la tripa le queda floja
Al terminar las compras, tenía la bolsa llena, pero el estómago vacío. Su teléfono móvil decía que ya pasaba el medio día. Nada más decía porque era viejito y ya estaba jugando los tiempos extra, como le decía a su mamá cuando la llamaba. Apenas juntara dinero suficiente, se compraría uno de esos modernos teléfonos de la manzanita. Esos tan de moda.
No porque ahora tenía un buen trabajo, era motivo para ponerse a derrochar. No. El dinero que ganaba iba derechito a su mamá. Ella juntaba y juntaba y pronto podría comprar el puestito del mercado. No tendría que pagarle más la renta al casero, que era un viejo abusivo.
Con el dinero que ganaría trabajando con su patrón El Star, le compraría a su mamá el terreno que siempre soñó. Construiría una casita para vivir los dos.
Uy, pensó. ¡Todavía no había preparado el almuerzo! Seguro cuando volviera al trabajo, encontraría a su patrón muerto de hambre. No podía dejar que sucediera. Era su primer día en el trabajo y no sólo andaba perdido, si no que dejaría de hambre a su jefe.
Julián suspiró hondo, para calmarse un poco. Lo hizo tan fuerte que los peatones a su lado se detuvieron a mirarlo. Avergonzado, se disculpó con una sonrisa y siguió su camino.
Perdido como se encontraba, pensó regresar sobre sus pasos, pero ya no recordaba la ruta que tomó para llegar hasta ahí.
Avanzó un poco más y no pudo más con el hambre. Para su buena suerte, en la puerta de un restaurante mexicano, un vendedor solitario, miraba la calle recostado contra la pared. Era un panadero ambulante.
—¿A cuánto el pancito? —preguntó apuntando a uno de esos panes recubierto de azúcar de colores.
El vendedor le sonrió levantándose de su sitio, muy acomedido.
—La bolsita está a cinco. Están muy buenos, ya me comí uno de piña, pos pa' probar —y se rio —Las conchas también, con café se disfruta más.
Le tendió una bolsa y Julián la recibió contento. Seis pancitos deliciosos. Si se comía un par quedaría para su patrón El Star. Claro, si es que algún día encontraba el modo de regresar.
—Esto...¿Sabrá usted como regreso a Manhattan? Es que... 'Perese, acá tengo la dirección... Me vine para acá, conversando así todo distraído y ya no me sé el camino de vuelta.
—¡Ah, por andar pendejeando! —el vendedor se rio de nuevo —¡No, pos está cabrón! Estás lejos de tu rancho, chamaco. ¿Y cómo no te vas a saber regresar? ¿Cuánto tiempo tiene acá? ¿Y de qué parte de Perú te viniste?
Julián se sorprendió con todas esas preguntas que le hacía. Bueno, no se quedaría callado. Tenía que volver al trabajo.
—Ah, yo vine ya hace un año ya. Pero no conozco este sitio. Todo acá es tan lejos y tan grande. Vengo de Lima, sí. ¿Cómo supiste de dónde venía?
—Por tu acento chamaco. ¿De Lima? Ándale, todos los que les pregunto siempre viene de Lima, dicen. Mira, allá en esa tienda de ahí, donde venden esos ai-jons. Ahí trabaja una chica peruana. Ándale, pregúntale cómo regresar.
—¿Tienda de ai-jons? ¿Cuál?
—Esa donde te venden esos teléfonos «ai-jon», «jai-jons», esos... A la muchacha que atiende, le preguntas. Ella habla español. La otra que atiende, la del pelo chino, habla también, pero se hace la mensa.
Ante tanta amabilidad, Julián agradeció y se despidió con una sonrisa. El hambre apremiaba, así que le dio una probada al pan de piña. Estaba delicioso, y bueno, a buen hambre no hay pan duro.
A punto de cruzar la calle en busca de la tienda que le indicó el vendedor, tuvo que detenerse. Un auto le cerró el paso. Reaccionó a tiempo y se quedó sobre la vereda muy sorprendido, con una lisura en la boca.
Menos mal de detuvo a tiempo. De pronto un rostro conocido se asomó por la ventana del copiloto.
Era su amigo del elevador. El de los ojos bonitos. Le dijo algo y Julián apenas entendió unas tres palabras: hola, lo siento y "ride".
—Sí, sí —respondió a prisa y muy sonriente.
Recordó entonces cambiar de idioma al subirse al auto con todo y paquete.
—Ge-lo , ge-lou, zenkiu beri mach —Ah, estaba tan orgulloso de si mismo. Como se dice, así sin querer queriendo estaba practicando el idioma.
Julián contuvo una risita y se acomodó en el asiento de atrás. Su amigo le devolvió la sonrisa y siguió hablándole como si se se entendieran.
Fue entonces cuando le puso atención al que manejaba el auto. Sin querer se ruborizó cuando sus miradas se cruzaron en el espejo retrovisor.
—Hola —le saludó en español, el que iba de chofer —¿cómo está?
Julián se onduló en el asiento trasero. El tipo era muy atractivo. Sonrojado y sin ocultarlo, respondió también.
—Bien ¿y tú? Hablas muy bonito español.
—Poquito —respondió el rubio al volante —Yo habla poquito español. Él no habla. Nada.
Eso ya lo sabía, el otro chico los observaba conversar con curiosidad. También parecía sorprendido de las habilidades del rubio. Julián les sonrió a ambos y sacudió la cabeza riéndose de la reacción de su amigo del elevador.
—Tú vas casa, ¿sí o no?
—¿Sio nou? —repitió el flaquito que iba sentado adelante.
El rubio le respondió en inglés y lo dejó tranquilo.
—Sí, voy al trabajo —anunció Julián palmeando sus bolsas de mercado —Hacer comida para mi patrón.
—¡Ah, comida! Sí, me gusta comida.
—Pues parece que a tu amiguito no le gusta. Está muy flaquito —Julián apuntó a Noel con un dedo y se detuvo pensando que debía ir con cuidado.
No estaba en su barrio, tenía que cuidar sus palabras porque la gente se ofende con facilidad. Así que se quedó esperando que el rubio procese sus palabras y reaccione a ellas.
—¿Qué? —fue la respuesta que obtuvo por fin —Say un again, otra vez, por for, despacitou.
El rubio le dirigió una mirada intrigada por el espejo retrovisor. Ahora quería que repitiera. Ay Julián, pensó, ya te metiste en un lío.
—Es que... Digo que si quieres te preparo comida para ti y tu amigo. Porque es flaquito, tienes que darle de comer, pues, para que se engorde.
—Oh, oh sí... comida... sí, me gusta comida. Él gusta comida, no cocina. Yo cocina...mmm.... ¿cómo si dici? Mmm... yo cocina muy bien.
El rubio le sonrió contento por sus habilidades de comunicación. Ay, pensó Julián, yo te enseño lo que quieras, hasta quechua si te provoca. Se reprendió entonces, en las cosas que pensaba.
Más cuidado para la próxima, se dijo a sí mismo mientras le quitaba los ojos de encima al reflejo del conductor. Era bastante guapo y amable en darle un aventó hasta su trabajo.
Sobre todo guapo.
Mejor ocupaba su mente en algo más productivo que pensar en ese rubio que iba al volante. Por ejemplo, tendría que preocuparse en lo que le iba a preparar a su no tan agraciado patrón. El Star seguro ya se había desmayado de hambre, esperando. Por lo menos le llevaba unos pancitos para engañar la barriga.
¡Cierto, los pancitos!
Abrió la bolsa a prisa y con la punta del dedo, le tocó el hombro al flaquito.
—¡For yu! —le dijo Julián bien contento de poner sus clases de inglés en práctica.
El chico agradecido, tomó uno de los pancitos y lo partió a la mitad. El rubio ya los miraba de reojo y abrió la boca para recibir un pedazo. A Julián el gusanito de los celos lo mordió bien fuerte. Sí, le entraron ganas de darle en la boca todo lo que ese rubio quisiera. Pero sólo le quedaba mirar a esos dos, comiendo pan, delante de un hambriento.
Si por un momento tuvo la sospecha de que esos dos eran pareja, ahora no le quedaba la menor duda. Que bien por el flaquito, pensó. A ver si me dice de dónde sacó al rubio, para ir por uno.
Sonrió entonces, pensando en que cuando decidió empezar de nuevo en ese país tan lejano lo hizo por necesidad. Aunque nunca dejó de pensar en que tal vez, quizá, quien sabe, podría encontrar alguien para él.
Suspiró tan fuerte, que atrajo la atención de los otros presentes. El rubio le preguntó si estaba bien. En español, lo decía bien bonito, así masticando las palabras. Bueno, tendría que reconocer que hablaba mejor en español que él en inglés.
—Sí, todo bien —mintió.
La soledad es mala compañera. Ya tenía más de un año solo en ese país tan ingrato. Vivía en un departamento apretado con nueve personas más. Todos hombres. Solo llegaba a dormir.
Le hacía falta compañía, alguien con quien hablar, contarle sus cosas y que no estuviera a millas de distancia. Su mamá era la única que lo escuchaba. Pero le hacía falta ese calor humano. Viendo a esos dos en el asiento delantero, conversando entre ellos, sin entenderles una palabra, notó que tenían algo más que una simple amistad.
Era el modo como se miraban, el tono de voz con que hablaban entre ellos, le hacía desear tener lo mismo para él.
Pero no se podía. Se ahorró otro suspiro y dejó los ojos en la ventana. De repente podía aprenderse el camino, para la próxima. Tendría que regresar, porque esos pancitos mexicanos, estaban muy buenos.
***
Julián tenía tanto que contar. De camino a casa iba a llamar a su mamá y contarle sus aventuras. Sin querer se hizo amigo del rubio y del flaquito. Vivían a tan solo unos pisos más arriba. Eran muy amables, lo llevaron de vuelta al trabajo, le ayudaron con las bolsas de mercado. Así que les prometió visitarlos y llevarles un postre.
Con una sonrisa en el rostro, ingresó al departamento. Esperaba que el patrón no se enojara mucho con él. No sabía cómo explicarle que se perdió buscando donde hacer las compras. Parecía que había salido, pensó Julián reconociendo el silencio dentro de la pieza.
Marchó a la cocina, a acomodar la comida que traía. Como todos los reposteros se encontraban vacíos, pudo poner un nuevo orden en la alacena.
Tardó menos tiempo del que esperaba. Todo en su sitio, las mesas limpias, solo quedaba ponerse a cocinar.
Tuvo tiempo para pensar en el menú del día, pero lo desperdició perdiéndose en fantasías con el rubio. Un sanguche era la mejor opción. Tenía pan de molde, dos tipos de queso, tomates, lechuga, tocino. Lo que no tenía idea era la hora que su jefe volvería.
De repente le dejó una nota, pensó mientras regresaba sobre sus pasos. No encontró mensaje alguno, pero sí unas gotas de un sospechoso color rojo manchando la alfombra.
Alarmado por el hallazgo, siguió el camino que marcaban las gotas de sangre.
Ay, pensó. De repente no debió decir que lo hallaría muerto de hambre. Tal vez se hicieron realidad sus palabras.
Avanzó un poco más pensando en todos los problemas que tendría. La policía vendría y ¿cómo les iba a explicar la situación si apenas podía hablar en inglés? No, y si le pedían sus papeles, ¿qué iba a hacer?
Casi temblando, ingresó a la habitación principal, a dónde lo llevó el rastro de sangre. Encontró vidrio roto y lo que parecía un accidente.
De inmediato buscó la escoba y recogió el tiradero. Tal vez no era su trabajo, porque lo contrataron de cocinero. Pero mientras esperaba que llegue El Star, tenía que entretenerse con algo.
Por fin, la casa quedó limpia y las manchas de sangre cedieron con un poquito de vinagre. Sin darse cuenta, ya eran más de las cinco.
Era hora de empezar con la cena. Si es que El Star seguía vivo y si es que aún tenía empleo. Julián regresó a la cocina más preocupado que antes.
Era su primer día en el trabajo y... quizá sería el último. ¿Qué le pasó a El Star? ¿Cómo así se accidentó dentro de su habitación? ¿Se tropezó o que? Pensando y pensando, mientras rebanaba papas, se cortó el dedo.
—Alalau... —murmuró mientras cubría la herida con un papel toalla.
Dio una vuelta por las cocina y por fin encontró las banditas que guardaba entre sus cosas. Se cortó por andar preocupado, tanto así que no recordaba dónde guardaba sus cosas.
Julián se sentó en una silla de la cocina, sintiéndose perdido. ¿A qué hora volvería su patrón? Si es que volvía. ¿Debía avisar a la señora que lo contrató? ¿Era mejor marcharse y desaparecer antes que le cayera la policía?
El nivel de angustia crecía y al ver su celular el tiempo avanzaba. Tenía trabajo por hacer. Cocinaría algo y esperaría sentado, pacientemente que su patrón regresara.
El Star tenía que estar bien. No podía morirse todavía. Ni siquiera le dio la oportunidad de probar uno de sus postres.
Julián se levantó de su sitio. Tuvo una excelente idea. La sonrisa regresó a su rostro. Era hora de poner manos a la obra.
***
El taxi lo dejó en la entrada de su edificio y el portero
quiso ayudarlo a ingresar. No era necesario, no necesitaba ayuda de nadie.
Regresó de peor humor del hospital donde perdió la mayor parte del día. El pequeño accidente que tuvo le costó varios puntos de sutura y la mano inmovilizada.
El portero lo ayudó a presionar el botón del elevador. La mano izquierda la tenía ocupada con la bolsa de medicinas y vendas que llevaba consigo. Tendría que contratar a una enfermera con las tetas bien grandes, pensó. Pero mientras subía camino a su departamento, descartó la idea.
Hambriento y de muy mal genio, se dio cuenta que su mano izquierda era muy inútil. No conseguía calzar la llave en la cerradura y empezó a mascullar groserías.
Sacó su teléfono del bolsillo y el movimiento hizo que su mano herida le doliera más. Para mal de males, su mano izquierda dejó caer su móvil. Genial, ahora tenía que agacharse a recogerlo.
A la mierda, pensó. Me compro otro y ya. Un momento después tomó valor y recogió su móvil.
Llamaría al conserje para que lo dejara entrar, si tan sólo pudiera acceder a su móvil.
Maldijo un par de veces más y hasta pateó la puerta de rabia. De pronto sintió que la manija giraba sola y la entrada de su departamento quedó abierta.
Sorprendido, se quedó en su sitio para ver quien se escondía tras la puerta. Seguro su mamá ya se había enterado del accidente y... No, imposible, si fuera ella lo sabría.
—Gus nait —saludó una voz y un rostro lo acompañó un momento después.
Era su sonriente y recién estrenado cocinero, quien le sostenía la puerta. Alastair bufó de fastidio. Ni se molestó en responder y entró sin detenerse.
El cocinero, ¿cómo se llamaba? Tenía un nombre extraño, sólo eso podía recordar. Lo siguió hasta que por fin le cerró la puerta de su habitación en el rostro.
—La diner... in da teibol. Boss? Ar yu okey?
Alaistar descifró el mensaje escuchándolo tras la puerta. Cierto, tenía un cocinero cortesía de su madre.
—No —fue su respuesta.
No estaba bien, no quería cenar. Quería estar solo y pronto. Resopló más enojado que antes y al intentar golpear la puerta, el dolor en la mano lo devolvió a su realidad.
Dolorido y maldiciendo, Alastair se arrodilló en el suelo, más por reflejo que intencionadamente. El cansancio, el stress y el hambre jugaba en su contra. De pronto, todo le daba vueltas y sentía que perdería la conciencia.
Qué molestia, pensó mientras se abandonaba a su suerte. Desperdició todo el día en el hospital y ahora no sabía que pasaría con él. Pasara lo que pasara no regresaría al hospital.
Odiaba los hospitales.
La puerta de su habitación se abrió a prisa. El cocinero apareció en el umbral y se veía preocupado. Tenía un mandil puesto y se agachó a su lado. Le hablaba, pero su voz era un zumbido.
En un último intento por recuperarse, Alastair se adió del brazo de su cocinero. Como no era suficiente soporte, rodeó el cuello del chico con su brazo. El resultado no fue el que esperaba.
El cocinero era delgado y de mediana estatura. El peso del cuerpo de Alastair fue demasiado para Julián y ambos cayeron al suelo alfombrado.
Alastair era peso muerto y Julián no supo que hacer. Su jefe no reaccionaba y ahora sí parecía que no se iba a levantar. Con cuidado trató de sacárselo de encima, fijándose en su mano vendada.
En qué líos se metía, pensó Julián. Su jefe El Star no se veía bien. Perdió el color en el rostro. Respiraba, porque sentía su aliento sobre su cuello, pero no podía estar seguro de por cuánto tiempo.
Pensó en pedir ayuda, pero ¿quién lo escucharía? Seguro pensaban que él era el responsable de su estado. Julián hizo otro intento y pudo recostar a su jefe sobre el suelo.
Respiraba, su corazón latía y el color le regresaba de a pocos. Luego de un momento de angustia, vio que abría los ojos.
—¡Boss! —no esperaría más, llamaría a una ambulancia y...
El Star resopló con fuerza, dijo algo que no le pudo entender. Parecía que quería levantarse. Julián lo ayudó a ponerse de pie y lo dejó recostarse en su cama destendida.
—Tengo hambre —murmuró —Tráeme una cerveza. Creo que quedan unas cuantas.
Quizá eran los nervios o la desesperación por saber lo que decía. Le entendió perfectamente, porque El Star lo dijo despacio y casi arrastrando las palabras.
Julián le agradeció en silencio a quien fuera que estaba cuidándolo desde el cielo. En seguida se dirigió a la cocina y preparó una fuente para llevársela al patrón.
Al regresar a la habitación, pasó frente a un espejo. Vio su sonrisa aliviada y se sintió muy feliz. Con su bandeja en la mano se acercó hacia El Star.
No cabía duda de que se sentía mejor. Tenía el televisor encendido y tenía su teléfono en la mano.
—Aquí está patrón, la cena.
El Star levantó los ojos y se mostró sorprendido. Julián no supo que hacer. El patrón dejó el móvil y lo miro enojado.
—¿Dónde está mi cerveza?
Julián no le respondió.
—¿Qué es todo eso? ¿Dónde está mi cerveza?
Le tomó un momento reponerse. En la bandeja tenía la cena que le preparó. Un sanguche de pollo al grill, una ensalada de vegetales frescos y hasta un delicioso arroz con leche de postre. ¿Olvidó algo?
—Yur diner — intentó de nuevo pensando en que de nuevo no se entendían.
El Star bufó fastidiado. Eso sí entendió. Lo vio negar con la cabeza y luego volvió sus ojos al teléfono.
—Olvídalo, yo voy por mi cerveza. Vete de una vez. Es tarde, vete a casa.
Ahora sí le entendió. Estaba amargo y echándolo a su casa. No quería comer, ¿era eso? Tal vez no le gustó lo que le preparó.
—Boss... ¿No le gusta el pollo...?
—¡Vete a tu casa! ¡Pronto!
—Pero... ¿y su comi...?
—Te he dicho que te vayas... No quiero nada de eso. Ya ordené una pizza y cuando llegue me la voy a comer entera. Vete de una vez...
Si buscaba deshacerse de su cocinero, lo logró. Julián entendió a medias que rechazaba la comida que le preparó. Tal vez todavía se sentía mal y eso...
Trató de no enojarse mientras se marchaba sin despedirse. No lo iba a tomar como algo personal, porque si su jefe quería hacer huelga de hambre era muy su problema.
Total, quien con su barriga se enoja, la tripa le queda floja.
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