...preguntar.
―No, no pasa nada. Pues... llevo unos años divorciado y no tengo hijos ―La mentira le salió rápida y atropellada.
Antes incluso de que hubiera terminado la última sílaba, Ray ya tenía la copa de nuevo en la boca.
Frente a él, Michelle alzaba una ceja en una mueca escéptica mientras su sonrisa crecía. Crecía y se ensanchaba. Se ensanchaba más, y más, y más, deformándose en una boca grotesca y sobrenatural. Dos curvas de dientes afilados se unían de sien a sien formando la sonrisa. Esa que lo atormentaba, que lo perseguía buscando acabar con su cordura.
El monstruo Michelle abrió sus fauces. La cabeza se abría casi por completo sobrepasando el límite de lo humano y lo inhumano. La mandíbula crujía y chirriaba, mostrando todo dientes y saliva. Del abismo de sus fauces salían esas risas que ya no eran de niña... eran de mujer.
Ray parpadeó. Solo lo hizo una vez, y una sola fue suficiente.
Porque en esa centésima de segundo el rostro de Michelle había vuelto a la normalidad y daba tranquilamente sorbitos al vino.
Apuró su copa.
¿Qué le estaba pasando? La botella temblorosa por los nervios tintineaba contra el filo del vaso mientras se servía de nuevo.
Tenía que olvidarlo, tenía que encerrarlo de nuevo. Porque estaba allí, con ella. Con ella nunca lo acosaba. Con ella todo era normal.
Sí, normal. Tenía que comportarse normal. Lo conseguiría. Tenía sus pastillas. Se tomaría dos, tres, o las que hicieran falta. Todo iría bien.
Estaba seguro.
― ¿Y tú? ¿Vives en la ciudad?― preguntó dando un largo trago a la copa.
De hecho, si no estuviera mal visto bebería directamente de la botella. Sentía el cosquilleo propio de las gotas de sudor cuando bajan por la frente y la espalda.
―Sí, vivía aquí hace unos años y ahora he vuelto por trabajo.
―Ah ¿Y a qué te dedicas?― dijo mirando los cubiertos de la mesa.
Aquel que lo conociera, sabría que Ray estaba forzando hasta su última neurona en sacar, con el máximo disimulo, algunas pastillas con la mano metida en el bolsillo. De hecho, pudo darse el lujo de fruncir el entrecejo ante la gran cantidad de cuchillos y tenedores, a la vez que solapaba el sonido de rosca que hacía el tubito de plástico. Si solo eran unas chuletas, no entendía para qué tanta cubertería.
Ya tenía las pastillas en la mano, y estaba dispuesto a tomárselas cuando se encontró un problema: Michelle. No podía tomarlas delante de ella, ni si quiera lo sabía su mujer ¿Qué pensaría de él esa preciosa joven?
Él era mayor, mucho más que ella. Ya suponía un verdadero milagro que estuvieran teniendo una cita. Si lo veía medicarse, a sus ojos ya no solo sería un hombre muy mayor sino un anciano. Un viejo decrépito y para colmo, loco.
¿Qué le decía si Michelle le preguntaba para qué eran? O peor ¿Y si pedía que le enseñara el bote? Todo el asolo de dudas le hacían mantener la mirada, aún más perdida sobre los cubiertos.
―Soy jefa de personal en una multinacional sueca ―informó ella señalándole el cuchillo y el tenedor correctos―. Aunque también colaboro en una pequeña ONG para madres sin recursos.
De un suspiró hondo, muy hondo, y muy resignado, Ray tuvo que devolver las pastillas al bote. No podía tomárselas. Pero no importaba, solo eran visiones, se aseguró casi autoconvencido. Casi.
Ray ignoraría y todo iría bien. Haría como si nada y desaparecerían como ya hicieron hace años. Era cuestión de fuerza y voluntad.
Así, forzándose a probar un par de bocados de esa cena que le costaría un ojo de la cara, cogió un cuchillo dispuesto a cortar la carne.
"Raaaaaay ...¿Por qué no me miiiiiiiras Raaaayy?"
Pero asustado por esa voz, el chuchillo cayó.
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