...en la barra.
Pasados tres días, Ray y su mujer discutieron por primera vez después de meses de perfecto silencio.
Y todo por culpa de las malditas niñas.
―Helen ha llamado ―soltó ella durante el desayuno.
―Y a mí qué. Es tu hija ―respondió Ray mordiendo un croissant.
Al otro lado de la mesa su esposa se limpió las manos en el mandil, como siempre hacía cuando estaba incómoda, aunque él no lo vió, estaba más preocupado por leer el periódico intentando olvidar a Michelle.
Llevaban dos días hablando mientras ella tomaba el café. Del tiempo, de política, de otros países, la ciudad, incluso de deportes. Era aficionada al fútbol y se sabía la alineación de su equipo favorito tan bien como él mismo ¡Era perfecta!
Y lo mejor era que, cuando estaba junto a ella, no sentía esos ojos que lo acechaban; porque solo estaban ellos dos. Michelle con su belleza familiar y una fragancia conocida que no sabía identificar y Ray, con un fuerte calor en la entrepierna solo con imaginarse cómo sería el tacto de su piel.
De hecho, más de una vez se había aliviado en la ducha pensando en cómo sería sentir su interior. Incluso soñó con su cuerpo desnudo estremeciéndose bajo el suyo pidiéndole más, pronunciando su nombre y clamando al cielo ante el placer de sus embestidas.
Pero Ray nunca llegaba al clímax, ni en sueños ni en duchas. Porque algo lo bloqueaba cuando la imaginaba pronunciando su nombre. En sus ensoñaciones su voz adquiría un tonito infantil y unas carcajadas tétricas le marchitaban la erección.
No le dió demasiada importancia, lo achacó a fallos de su imaginación ¿Qué más daba? Él tenía a la mismísima Michelle a su disposición y estaba claro que sentía algo por él. Solo tenía que dar el paso y ya no necesitaría fantasías.
La tendría bajo él, gimiendo en la realidad.
Por eso, lo último que necesitaba esa mañana era una esposa pesada que le diera el coñazo con los problemas de sus hijas.
―Le han cancelado la matrícula de la facultad, necesita dinero.
― Pues que trabaje, yo me encargaba hasta los dieciocho. Ya te lo dije.
― ¡Sabes que ya trabaja!¡Sirve copas en un pub hasta las cuatro de la madrugada!―repuso su mujer golpeando la mesa
― ¡Pues que eche más horas porque sus caprichos me importan una mierda!― vociferó Ray escupiendo medio croissant―.Si hoy le pago la matrícula a Helen, mañana me pedirás que pague los potitos del niño de Natalie, o los cigarros de Claire ¡No me sale de los putos huevos! ¡Son tus hijas, así que no me vengas con historias!
Su mujer lo miró de arriba abajo con asco profundo y decepción nauseabunda. La vena de su frente parecía a punto de estallar. Ray sabía que no iba a quedar así, que ella iba a replicar y que se avecinaba una pelea como las de antes. Su mujer justo abrió la boca en lo que sería un reproche cuando ... "¡Din Dong!" Sonó el timbre.
Ella se levantó de la silla dando un golpetazo contra el suelo y soltó un bufido de frustración antes de salir en dirección a la puerta. Desde el comedor, Ray reconoció la voz del cartero. Se había salvado por poco, así que también se dio prisa.
Antes de que su mujer firmara para recibir la carta certificada, él ya se había perfumado y salió directo al bar con billetera en mano. Ni si quiera dijo adiós.
Estaba decidido, no aguantaba más, ese día le pediría una cita. Sus fracasados intentos de pajearse ya no eran suficientes y tampoco sus fantasías. La necesitaba.
Una una vez llegó al bar pidió la cerveza y esperó. Sólo tomó una, porque quería estar totalmente lúcido para cuando ella le diera su respuesta. Quizás incluso tendría que sacar sus mejores dotes de persuasión (o súplica) si ella se negaba.
Lo que jamás hubiera esperado Ray era que todo fuera del revés. Porque cuando Michelle entró fue directa hacia él.
No hubo saludo, ni preambulos, ni dudas. Ni si quiera opción a réplica. Solo se sentó a su lado, pidió su café y dijo a bocajarro:
―Quiero invitarte a cenar ― A su alrededor, múltiples bebidas se escupieron a la vez mientras multitud de ojos se clavaban en un Ray que no sabía que decir.
Estupefacto, aceptó el ofrecimiento y quedaron para esa misma noche.
Mientras Ray bebía triunfal, a lo lejos, una sombra más negra que la propia oscuridad le sonreía desde la barra. Comisuras unidas por filos de cuchillas, llegaban hasta unos ojos verdes llenos de promesas de perversión retorcida. Susurros con su nombre se solapaban con la última canción de Celine Dion.
La visión de Ray desapareció de un parpadeo, pero no el filo agudo de la garra que arañaba su muslo.
Empapado en un sudor frío, miró a la joven ahogando el grito. Ella leía el periódico tranquilamente, una leve sonrisa se esbozaba en sus facciones y, de repente, cuando la joven alzó la vista en su dirección, ocurrió algo increíble.
Toda presencia desapareció.
Solo quedó él. Ray. Un cuarentón sin fantasmas que dedicaba una sonrisita nerviosa a Michelle, mientras la canción "Only you" sonaba como música de fondo.
Con ella todo desaparecía pero, aun así, llevaría sus pastillas a la cena. Sólo por si acaso.
Esa noche se acostaría con ella, así que no podía cagarla.
Toda precaución sería poca.
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