Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Bucky Barnes #2

Capítulo dos: No puedo ignorarlo.

Te despertaste a las ocho y media de la mañana. Te hubieras quedado más tiempo dormida pero tenías un huésped abajo y querías saber si se había despertado. Saliste de la cama, te colocaste unas zapatillas de estar por casa con los ojos medio cerrados. Bajaste las escaleras lentamente, apoyándote en la pared para no caerte.

Cuando estabas en los pies de la escalera, diste un paso hacia delante y algo se agarró a tu cuello y te empujó hacia atrás, apoyándote en la pared. Parpadeaste varias veces y te llevaste las manos a lo que te agarraba el cuello. Boqueaste varias veces, como un pez en busca de aire.

Enfocaste la mirada en lo que te sujetaba: Un brazo de metal. Levantaste la vista y enfocaste tu mirada en los ojos fríos y vacíos del hombre al que habías ayudado la noche anterior. Hiciste fuerza para que quitara su mano, pero era imposible.

- Te he ayudado – conseguiste hablar. Te estabas quedando sin aire. – Lo menos que podrías hacer es darme las gracias.

El hombre se mantuvo callado y pareció que hizo más fuerza en su agarre.

- La gasa que tienes en el abdomen te la coloqué yo – le recordaste. Boqueaste varias veces más, ya casi sin aire.

Lo peor de todo fue ver su cara vacía de sentimientos. Ni pestañeaba. Las facciones que te habían parecido atractivas la noche anterior ahora estaban vacías y huecas.

Cuando estuviste a punto de perder la conciencia (o de morir), él te soltó y caíste al suelo. Diste grandes bocanadas, intentando respirar todo el aire posible. Notabas la garganta bastante dolorida, seguro que te había dejado marca. Ni podías tragar bien. Miraste hacia arriba. Viste como aquel hombre daba pasos hacia atrás y se sujetaba el estómago con dolor.

Cuando lograste respirar con normalidad (pero aún con dolor), te levantaste, temblando.

- Tienes que tumbarte y descansar – le dijiste casi sin voz. Retuviste las ganas de toser. – Luego te miraré las heridas. Seguramente se han abierto de nuevo.

Aquel hombre apretó la mandíbula, frunció el ceño y se quedó pensativo. Sin hablar se volvió a sentar en el sofá. Recogiste del suelo la manta y la dejaste en el posabrazos del sofá. Después fuiste a la cocina. Le ibas a preparar una aspirina (para acabar con su asegurado dolor), te preparaste un té de cayena y miel (el mejor remedio para la garganta dolorida).

Te secaste las lágrimas que se habían escapado. Dejaste tu té que se preparara en la cocina y volviste al salón con la aspirina, un bollo (ya que había que tener el estómago lleno para tomarte la pastilla) y un vaso de agua. Se lo dejaste en la mesita de café. Aquel hombre te miró fijamente desde que saliste de la cocina hasta que quedaste a escasos metros de él.

- Tómate primero el bollo y después la aspirina – le dijiste con la voz ronca. Tosiste para aclarar la garganta, pero eso hizo que te doliera más. – Así se pasará el dolor de cabeza y el resfriado.

Como el hombre no respondió, saliste del salón y entraste al baño y cogiste el botiquín de primeros auxilios. Como hiciste ayer, te lavaste las manos con el jabón antibacterias y después te secaste. Entraste de nuevo al salón y viste que lo que le habías traído estaba intacto. Suspiraste. Dejaste el botiquín al lado de la bandeja que le trajiste anteriormente y le devolviste la mirada.

- Necesito que te tumbes para poder comprobar las heridas.

El hombre, reticente, se tumbó en el sofá. En ningún momento dejó de mirarte.

Te sentaste de rodillas sobre el suelo, a la altura de su abdomen y torso. Abriste el botiquín y te colocaste un nuevo par de guantes de látex. Con cuidado levantaste la sudadera que llevaba puesta. El hombre miraba atentamente tus acciones, como un animal salvaje a la defensiva. La gasa que le habías colocado sobre la herida ayer por la noche estaba abierta, manchada de rojo. Por suerte, la sudadera no se había manchado.

Despegaste con cuidado las cintas adhesivas y retiraste la gasa. La herida no tenía peor pinta que ayer, pero tampoco estaba mejor. Se había abierto de nuevo ya que se levantó e hizo movimientos bruscos. Cogiste un algodón y echaste esta vez yodo, haber si se curaba más rápido. Con el yodo, lo echaste por el borde de la herida que estaba abierta y por los raspones.

Por el rabillo del ojo viste como apretaba la mandíbula ya que le escocía. Cuando dejaste de frotar el algodón dejó de estar tan tenso. Después cogiste el agua oxigenada y lo echaste sobre otro algodón. Pasaste ese algodón por la herida abierta y soplaste un poco en ella, para aliviar su dolor. Fue un milagro que no estuviera infectada. Echaste menos crema antibiótica que ayer por la noche y cogiste una gasa limpia del mismo tamaño. La colocaste por encima de esa herida. Después pusiste cinta adhesiva para que la gasa no se fuera.

Te quitaste los guantes de látex y el hombre rápidamente se bajó la sudadera. Te llevaste el botiquín al baño y tiraste los guantes y los algodones en la basura. Te miraste por un momento en el espejo y viste como estaba empezando a crecer una marca púrpura en el cuello. Tenías la marca de los dedos. La intentaste ignorar. Después fuiste a la cocina y vertiste tu té caliente en un vaso. Estaba ardiendo, por lo que no te lo bebiste en ese mismo momento.

No saliste de la cocina hasta haberte bebido el té. Era como si tu salón fuera tierra hostil. Y tampoco sabías qué iba a ocurrir ahora. ¿Deberías llamar a la policía? ¿Echarle de casa? ¿Que siguiera en casa hasta que se recuperara? Pero no, no podías echarle y ni siquiera llamar a la policía, aunque antes te hubiera intentado matar. Decidiste que lo mejor sería dejarle estar en tu casa hasta que se recuperara y después se iría. Sí. Eso sería lo mejor. Y por ahora te valdría con unas preguntas

Saliste al salón cuando terminaste de beber tu té. Te sentaste en el sillón. El hombre se había sentado de nuevo y tenía la espalda completamente estirada. Cuando apareciste por la puerta, te siguió con la mirada hasta que te sentaste. Viste que se había comido el bollo, la aspirina y el vaso de agua. Reprimiste una débil sonrisa y le preguntaste:

- ¿Cómo te llamas?

Apretó la mandíbula. Se quedó pensativo pero no logró responder. ¿Había perdido la memoria?

- ¿No te acuerdas?

Se quedó en silencio. Parpadeó inexpresivamente, y te miró a los ojos. Lo intentaste con otra pregunta.

- Te encontré a orillas del lago, ¿estabas dentro del edificio y caíste al lago?

Negó con la cabeza. Te quedaste callada, esperando que hablara, pero no lo hizo.

- Pero, ¿caíste al lago? Cuando te encontré tenías la ropa empapada.

Asintió.

- ¿Estabas en una de las naves del cielo? – te devanaste los sesos para pensar en algo.

Tardó un poco en asentir.

Os quedasteis en silencio. No sabías qué más decir. Uniste las manos y jugaste con tus propios dedos.

Miraste la hora en tu reloj de muñeca y viste que iba siendo hora que empezaras a hacer las tareas del hogar. Hoy tenías turno de tarde (y esperabas que no fuera también de noche). Te levantaste del sillón y el hombre te observó. Recogiste la bandeja y la llevaste a la cocina, después volviste al salón.

- Debes descansar – le recordaste. – Si quieres, puedes tumbarte en mi cama, será mucho más cómoda que el sofá.

A tu asombro, el hombre se levantó del sofá y se acercó a ti. Señalaste las escaleras y él lentamente subió las escaleras hasta llegar a tu habitación. No subiste detrás de él, en cambio, te dirigiste al baño y abriste la cesta de la ropa sucia. Ibas a limpiarle la ropa a aquel hombre.

Sacaste primero los pantalones y notaste cosas duras en los bolsillos. Metiste la mano en cada uno de los bolsillos y sacaste todo lo que tenían dentro: armas. Sacaste dos pistolas y numerosos cuchillos. Los dejaste sobre la taza del váter y no sabías qué pensar.

¿Era un asesino?

Ese fue tu primer pensamiento. Pero, si lo fuera, ya te hubiera matado. Sí, intentó matarte. Pero no lo hizo. Pudo hacerlo pero aún así no lo hizo.

Cogiste el resto de su ropa y saliste del baño y fuiste a la cocina. Metiste la ropa en la lavadora y la pusiste en marcha. Después metiste todos los trastos en el lavavajillas. Te enjuagaste las manos y después te las secaste en un trapo. Volviste a mirar el reloj y viste que eran las doce y media. Tu turno empezaba a las tres por lo que debías comer muy pronto para poder llegar.

Subiste las escaleras y entraste en tu habitación. El hombre estaba tumbado en el centro de la cama, se había tumbado encima de las sábanas y estaba mirando al techo fijamente. Cuando te oyó entrar, desplazó su mirada del techo a ti.

- Tus... Tus... - empezaste a hablar pero no podías terminar la oración. Inspiraste más tranquilamente. – En el baño están... tus armas. Cógelas cuando quieras.

Después de decirlo suspiraste. Él hombre te miró con el ceño fruncido e hizo una mueca. No habló.

- Dentro de poco me iré a trabajar – le hiciste saber. Él seguía con la mueca en la cara. – ¿Vas a querer comer?

Como él no respondió, recogiste la ropa de tu trabajo. La noche anterior las habías dejado encima del escritorio por lo que la recogiste junto con ropa interior de cambio. También cogiste una camiseta de manga larga y de cuello alto de color blanco. Recogiste del suelo las zapatillas del trabajo y bajaste las escaleras sin mirar a aquel hombre. Aunque podías notar su fija mirada en tu nuca.

Entraste al baño e intentaste no mirar mucho las armas. Aunque fallaste en el intento. Te quitaste el pijama y te colocaste la ropa interior la camiseta de cuello alto. Así no se veía la marca púrpura. Al menos, el dolor se había apaciguado. Te colocaste el resto del uniforme de color azul y después los zapatos del trabajo.

Te cepillaste el pelo largo y te hiciste una coleta alta. Doblaste el pijama y lo dejaste encima del cesto de la ropa. No querías subir a la habitación. Saliste del baño y te dirigiste a la cocina. El ruido de la lavadora y del lavavajillas te molestaba de sobremanera. Abriste la nevera y viste lo que había dentro. La nevera estaba más o menos vacía. No había muchas cosas para hacer. Había pocas latas de refresco, una bolsa de lechuga, algunas verduras frescas y queso. Nada más. Sacaste una bolsa que contenía lechuga y un tomate. Hoy comerías ensalada. Otra vez.

Cogiste un bol y echaste ahí gran parte de la bolsa de lechuga. Lo poco que quedó lo volviste a guardar en la nevera. Sacaste una tabla para cortar y cogiste un cuchillo. Cortaste el tomate (después de lavarlo) con cuidado y lo echaste dentro del bol. Cogiste una cuchara de madera y lo removiste todo. Abriste uno de los cajones de arriba, haber si había algo más para acompañar esa ensalada. No había ninguna lata.

Suspiraste rendida. Echaste una buena cantidad de aceite y un poco de sal. Volviste a remover la ensalada y dejaste la cuchara de madera sobre el fregadero. Después cogiste un tenedor y lo metiste dentro del bol. Suspiraste. Realmente odiabas la ensalada de tomate.

Cogiste el bol entre tus manos y te diste media vuelta para ir al salón y comer allí. Al darte la vuelta te pegaste un susto que hace que casi tires el bol al suelo.

El hombre estaba allí de pie. Apoyado sobre el marco de la puerta.

Hasta que no respiraste calmadamente no hablaste: - ¿Tú también vas a comer?

Pero él no respondió.

Cogiste un tenedor por si acaso y lo metiste dentro del bol. Pasaste por su lado y dejaste el bol en la mesa de comedor. El hombre te siguió al salón.

- Voy a traerte una aspirina, para el dolor. – le hiciste saber.

Volviste a entrar a la cocina y llenaste un vaso de agua y cogiste una aspirina. Volviste al salón para ver que el hombre se había sentado en una de las sillas.

Te sentaste en frente de él. Dejaste el vaso y la aspirina en frente de él. Ninguno de los dos empezasteis a comer. Él parecía tenso, y tú estabas bastante nerviosa.

- ¿Quieres que revise la herida? – le preguntaste. Pero él ni respondió ni hizo nada. Por lo que te lo tomaste como un no.

Cogiste el tenedor y empezaste a pinchar un poco de lechuga.

El hombre en ningún momento comió. Cuando tú te hartaste de comer, te levantaste. No quitaste la mesa ya que, tal vez, el hombre comería cuando te fueras. El bolso lo tenías encima de la mesa por lo que lo cogiste y te lo colgaste al hombro.

- Ya me voy a trabajar. Volveré muy tarde. – le hiciste saber.

Él, como siempre, no respondió.


 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro