Como cualquier gran incendio, primero, el fuego se propagaba. Faltaba mucho para ver las cenizas desvanecerse en el aire, aún debían asumir que las llamas debían incinerar y destruir todo lo que tuviera alrededor. Era el apogeo de la gran hermandad.
Los estandartes de las familias Dragen, Arsenic, Belmont, Báthory, Nosferatu y Leone flameaban en sus mástiles, entre las tropas. Con el hallazgo de los lobos, y habiendo consumido su dulce rojo, los vampiros habían encontrado otro placer culpable: el encanto de la sangre y los cuerpos calientes de esos seres hermosos y bestiales. Deseaban con locura poseer a los licántropos, hacerlos suyos. La desventaja se debía a que la cacería de los mismos era complicada. Los malditos salvajes se ocultaban bien, eran seres que se mantenían al margen de los humanos, viviendo en comunidades desconocidas, inaccesibles.
Los licántropos capturados eran los más débiles, pues los alfas, líderes de su manada, eran inalcanzables. Con esas ofrendas, los vampiros se conformaban, dejando vivos a los pueblerinos. Podían estar todos en paz con ello, los lobos no tomaban represalias, tenían miedo de los humanos y vampiros por igual. Ellos, que tan fuerte se veían, no eran más que cachorros asustados, recluidos en los bosques más primitivos, viviendo de la caza y alejados de toda civilización. Algunas leyendas decían que su alma carecía de codicia y venganza, del odio o la mentira. La esencia de los licántropos podía demasiado estúpida e ingenua, tan inferior a los vampiros como a los humanos.
De vez en cuando, en luna llena, el aroma de alguna dama atrapaba a los machos en celo. Las bestias no tenían más remedio que acercarse al peligro para consumar su amor, el hechizo del que eran prisioneros. Las mujeres marginadas encontraban, a través de sus bailes eróticos, el amor de un lobo y a su vez los éstos podían perpetuar su especie. Katherine había fracasado en sus intentos, y había muerto sin saber la verdad sobre ellos, pero al momento, la leyenda resonaba con más fuerza en los reinos más alejados.
Como un lejano eco, la historia de los lobos había llegado hasta Madeline, una odalisca, una esclava de los imperios del sur; pésima en la danza del vientre y en el canto, o las artes de seducción, pues el sultán no la quería ni de concubina. Su belleza no valía sin talentos. Madeline debía resignarse a ser parte del cuerpo de esclavos, no era más que el botín de las guerras sucedidas en su pueblo.
Por el momento, Madeleine peinaba el largo cabello de una concubina, quien, con gran entusiasmo, le contaba las historias que había oído del sultán.
—Dicen que los gobernantes del norte son verdaderos demonios —comentaba la mujer a su esclava—, por eso las tropas abandonaron la misión. ¿Puedes creerlo? No quieren luchar contra esa extraña hermandad.
—¿Y qué pasará si nos quieren invadir? —inquirió Madeline, con la mirada puesta en la ventana de la habitación.
—No sucederá. —La concubina del sultán respondió segura—. Los vampiros no están interesados en nuestras tierras, dicen que el clima soleado los agobia. En cambio, ofrecieron algunos intercambios económicos, nos han pedido sedas, especias, y demás, incluso nos han preguntado si poseíamos licántropos.
—¿Licántropos? —inquirió Madeline—. No son más que una de las tantas leyendas.
Madeline sabía muy bien, en su pueblo natal las mujeres acusadas de brujería y otros pecados corrían a los bosques para ser salvadas por los "licántropos", antes de ser asesinadas en la hoguera.
—Al parecer es cierto, pero dudo que encontremos alguno.
La idea de los licántropos se instaló en Madeline como una semilla, y esa semilla comenzaba a brotar. De un momento a otro existía otra opción en su vida. Luego que el ejército del sultán hubiera irrumpido en sus tierras había estado por perder toda la fe.
De camino al mercado imaginaba la posibilidad, era mala en el baile porque no ponía entusiasmo, ya que le daba asco pensar en el sultán, el mismo hombre que había asesinado a toda su gente y ahora la tenía presa; pero si se esforzaba, a lo mejor podría conquistar a un licántropo con sus caderas.
—Muchacha, ¿tiene algo para comer? —preguntó una vieja gitana, que se escondía entre las sombras de los puestos de frutas.
Madeline observó a los lados, las otras esclavas seguían con las compras, entonces tomó de su canasta algunas uvas y se las entregó antes de ser regañada, pero la gitana le sostuvo la mano.
—No puedo darle más —dijo Madeline, tratando de liberarse.
—Está bien —dijo la anciana—, te regalaré una visión a cambio de tu generosidad.
—Rápido, o me castigarán.
La anciana miró la palma de Madeline y frunció su entrecejo, luego alzó su vista y l avió directo a los ojos con cierta extrañeza.
—Una vida eterna, maldita y oscura —rumió la anciana.
Madeline, espantada, le quitó la mano de un tirón. Por supuesto que su vida sería larga y oscura en ese sitio. Ese presagio no era más que lo que ella suponía que sería su vida al lado del sultán.
Al regresar al palacio, Madeline pensó en que era momento de tomar una firme decisión. Entonces, tomó sus pocas pertenencias, y cuando nadie la veía escapó de su destino y del presagio espantoso de aquella gitana.
En un principio las cosas no fueron fáciles, Madeline fue mejorando su baile en cada pueblo en el que paraba. Bailaba y se prostituía por pan y monedas, hasta llegar a las tierras del norte. Allí las cosas se tornaban distintas; los soberanos de esas tierras eran demonios, y si se quería un favor se le debía entregar un lobo, mejor dicho un licántropo. La verdad era que no pretendía pedir ningún favor a seres tan siniestros, más quería saber de los licántropos y la mística que los envolvía, de otra manera, de no saber de ellos, jamás se habría lanzado al abismo.
Ella, como a veces era ingenua, pretendió hundirse en los bosques una noche de luna llena por primera vez. No tenía miedo, ni nada que perder... más que su vida. Así, pensando en las historias que viajaban con el viento, rememoró la del Sabbat, no el de los demonios, sino el Sabbat original. Fue así que la joven Madeline se puso sus velos de odalisca, para danzar en claro de luna. Si ellos ayudaban a las brujas, a lo mejor ayudarían a una pobre diabla como ella.
Con un ritmo incierto meció sus caderas de un modo oscilante, contorneando su torso, retorciendo sus brazos en movimientos circulares. Hasta sentirlo, la aspiración de bailar para cambiarlo todo, de doblegar su destino, de ser dueña de su vida, de sus triunfos y sus fracasos. Madeline pensaba que, a lo mejor, era tonto lo que hacía, pero ya estaba lejos del palacio del sultán y del destino de la esclavitud. Si no sucedía lo del lobo, al menos podía seguir viajando, conociendo el mundo, a su gente y a sus historias.
Tras una hora de baile, el cuerpo de la muchacha se desplomó. Había comido muy poco, sus últimas fuerzas se desvanecían en ese inútil vaivén de caderas, que ni a las moscas atraía. Allí dormiría, justo donde había caído, en el suelo helado hasta reponer fuerzas para seguir. Tal vez no servía para ser bailarina, por lo que pensó que solo debía ser una esclava o una prostituta errante.
Sus ojos se iban cerrando, su respiración se iba calmando, se contraía sintiendo los escalofríos del viento golpeando en su piel transpirada. Madeline se durmió en unos pocos segundos, aunque pronto fue espabilada de sopetón. Sentía unas lamidas calientes en su piel, un vaho que la asfixiaba.
Al abrir los ojos lo vio. El pánico la apresó, él era enorme, un monstruo entre hombre y lobo de pelo grisáceo que la lamía, la despertaba con arrumacos. De todas formas ella no podía dejar de estar alerta, era verdad, los licántropos existían, y uno la había estado espiando, uno se había sentido atraído por ella.
Madeline se arrodilló con cautela, su cuerpo temblequeaba ante esa gigante bestia, ¿y ahora qué? Se preguntaba. El licántropo posó su hocico aguoso sobre sus mejillas, y ella, como acto instintivo, lo acarició, era suave y caluroso.
—Tú, ¿eres un licántropo? —preguntó, avergonzada, ¿y si solo era un extraño animal? Estaba loca.
Al oír su pregunta, el lobo comenzó su metamorfosis, su cabello se deshacía, su forma lobuna daba espacio a un cuerpo humano. Madeline llevó sus manos a su boca con asombro, sin poder creerlo. El lobo se había transformado en un joven de ojos de fuego y cabello gris, jamás había visto algo así. Era mágico, hermoso.
El muchacho parpadeó y bajó su vista con timidez. Madeline contuvo una sonrisa.
—Soy Madeline, q- quería ver a un lobo... —confesó entre balbuceos.
—Me llamo Russell —dijo levantando la mirada rojiza, traspasándola por completo—. Te vi bailar, tú, ¿vas a entregarme? —preguntó acongojado.
—¿Entregarte?
—A los vampiros —gruñó—, a la gente del pueblo.
—¿Qué? ¡No! —expresó Madeline, para tranquilizarlo—. Russell, yo quiero que me lleves contigo.
La sonrisa de Russell fue inmediata, así como un torpe abrazo que envolvió a Madeline. Era extraño, nunca la habían cercado así, no un desconocido, no un licántropo. Era reconfortante, un poco asfixiante, pero era lo que buscaba.
—La luna. —El lobo miró al cielo—. La luna me ha unido a ti, Madeline, te llevaré a casa.
Madeline se ciñó más a su cuerpo, asintiendo con su cabeza. Sabía que Russell era un completo extraño, pero percibía que en él había al distinto a cualquier hombre. Por fin podía sentirse acompañada, por fin podía sentirse a salvo.
Las cosas salían bien. Russell la había escogido, o mejor dicho, su aroma lo había atraído, aunque estos licántropos atribuían a la afinidad a las artimañas de la luna. Era lógica su manera de pensar, después de todo, las fases de la misma los obligaban a actuar de diversas formas.
Con cada segundo que pasaba, Madeline agradecía al cielo, Russell era todo lo que cualquiera podía esperar del verdadero amor, por ello no se cansaba de agradecer a esa gitana que le había dado el puntapié a su huida. Tras un desierto, tras un pantano, tras un inescrupuloso bosque en una colina, era que los lobos vivían. Allí solo podían ingresar ellos, valiéndose de sus destrezas, y allí era su nuevo hogar.
Varias decenas de pequeñas cabañas, fogatas, mujeres, niños y lobos. Todos viviendo en familia, en "manada". La paz se mantenía, a pesar que algunos osados lobos quisieran curiosear por el pueblo, ganándose los ataques de humanos y vampiros.
—Este lugar es perfecto. —Madeline caía embelesada por cada detalle de aquel lugar, con las casitas de madera, con los tejidos coloridos de las damas, con el aroma condimentado de la carne.
—Es bastante modesto, nos cuesta conseguir herramientas —musitó el lobuno, caminando entre la gente, presentando a Madeline como su "mujer"—. ¡Pero yo he terminado mi cabaña a tiempo!
—¿Tienes tu propia cabaña?
—S-sí —susurró él, rozándole con los dedos la mano, ella se la tomó—. No es la gran cosa, pero la mejoraré. Solo quería tener mi propio refugio para la época de celo.
Madeline bajó la vista al suelo, sus intenciones eran claras.
—¿Estás en celo? —preguntó ella.
—Me estoy controlando demasiado, pero primero debes alimentarte. —Russell se acercó a los fogones y tomó una vara de carne que extendió a la hambrienta mujer—. Tenemos que esforzarnos por mantener la cordura, no tienes una idea de lo que es ser una bestia y un hombre a la vez.
—No te preocupes —dijo ella, acercándose a él—. Es porque tienes alma de bestia que me siento segura a tu lado, los humanos son los que más asustan.
Esa noche, Russell soportó sus instintos hasta que Madeline estuvo satisfecha, luego ella supo lo que debía hacer, pero esta vez lo hizo con deseo.
En una cabaña apartada, sus cuerpos se unieron, y, aunque en un momento él se transformó para morderla en su hombro. Ella pudo perdonarlo, porque sabía que esa marca era el símbolo de su unión, algo instintivo, algo que le recordaría que pertenecía a un lugar, a una familia.
Eran tiempos buenos, o por lo menos en parte. Ese pequeño clan era un edén en un mundo en llamas. El tiempo pasaba rápido, pero las guerras jamás cesaban, las muertes aumentaban, la hambruna, la peste, la miseria... más no allí, en el clan. Sin embargo, de vez en cuando alguno era capturado. Esto llenaba de frustración a Madeline, pues los lobos jamás tomaban represalias, sufrían aislados y temerosos.
—No está en su naturaleza —musitó la joven esposa de un lobo, al ver a Madeline contrariada por la desaparición de un pequeño—. ¿Acaso algún animal toma venganza? Ellos no quieren ser parte de la guerra, prefieren resguardase aquí, evitar un daño mayor.
—¿Y qué tal si un día nos encuentran? —Madeline mordió sus uñas.
—No pasará —respondió la joven, cortándola en seco—. Mientras tanto sonríe. Russell se preocupará si te ve tan triste.
Madeline observó a Russell, él preparaba el fuego para la comida. Ambos intercambiaron sonrisas de cariño. Lo amaba demasiado, y ese amor a veces se convertía en una preocupación constante, el peligro los acechaba. No quería ver su felicidad terminar nunca. Pero para los mortales las cosas siempre tenían un final, y ese final no siempre era agradable.
Tras ocho años, Madeline había tenido dos hijos con Russell: Erin de siete años y Vince de unos tres meses. La vida había sido próspera durante un buen tiempo, puesto que se resguardaban bien..., menos de la peste, de las enfermedades que consumían a humanos y licántropos dejándolos agonizar hasta la muerte.
Las lágrimas de la odalisca no cesaban, su amado lobo estaba enfermo y no había cura para ello. Russell había sido aislado en una cabaña, era necesario resguardar a los demás, eso lo entendían todos, menos Madeline, que no se iba a permitir abandonarlo en su lecho de muerte.
—Maddy, no llores —susurraba Russell, aferrándose a su mano—. Hemos sido felices y afortunados al tenernos, hemos tenido unos hijos maravillosos, pero ha llegado mi momento.
—¡No, no, no! —lloraba Madeline, sin consuelo—. Debe haber alguna cura, debo hallarla. ¡No morirás, Russell! No me dejarás sola...
—Así es la vida, la naturaleza, Maddy, no somos inmortales. —Russell acarició el rostro sollozante de su amada—. En algún momento, todo termina.
Russell lo entendía, lo aceptaba, podía irse, aunque todavía le faltaba; la peste que mataba humanos en una semana, duraba hasta un mes en licántropos. Madeline no lo admitía, no era justo. Estaba cansada de las injusticias, de los robos de los niños, la exclusión, de la muerte y la guerra.
Madeline pensó que si una vez había podido huir del presagio de la gitana, siempre existiría la forma de escapar de cualquier destino. Con la esperanza palpándole el corazón, buscaría una cura para Russell, para todos. Él no moriría.
Madeline atravesó los bosques tumultuosos y los crueles pantanos, las colinas y los lagos, como solo los lobos y sus mujeres sabían hacerlo. Llegó al pueblo, iba a contra reloj, pero no se detuvo, debía encontrar algo, ¡una pócima, una medicina! Lo que fuera.
—No hay cura para la peste negra, chica —rumió una prostituta que la había visto recorrer cada bar, cada burdel en busca de un milagro.
—¡Debe existir algo! —Madeline palmeó sus caderas—. No me daré por vencida.
—Tendrás que vender tu alma al diablo —rió la mujer—, este lugar está exento de ángeles. ¿Sabes que ellos pueden curar cualquier cosa, no?
—¿Hablas de la hermandad vampírica? —preguntó Madeline.
—Sí, pero solo ayudan a los reyes a cambio de fortunas y tierras —explicó la prostituta, aunque Madeline ya lo sabía—. A menos que tengas un licántropo, ellos no harán un intercambio con una andrajosa.
Madeline bufó, no le daría a un licántropo, pues a ellos quería salvar.
<<¿Solo los vampiros pueden curar cualquier mal?>>, pensó Madeline, ya sin alternativas.
¿Cómo era que los vampiros podrían ayudarla? ¿Sería a través de una invocación satánica? ¿Le pedirían su alma a cambio? Dadas las circunstancias no le importaba, no tenía más tiempo para seguir recorriendo los pueblos del norte.
—Al parecer no tengo otra alternativa —rumió—. Tal vez pueda reunir dinero, u ofrecerles mi cuerpo, no sé.
—¿Tu cuerpo? Las mujeres se les regalan a cambio de nada —dijo la prostituta—. Si les agradas te convertirán en una vampiresa impura, de lo contrario terminarás en su granja como ganado.
—No quiero que me conviertan —explicó Madeline—, solo quiero algún hechizo para la cura de la peste.
—¿Hechizo? —La prostituta soltó una carcajada—. ¿No lo sabes? Ellos lo curan todo con sus mordidas, con su saliva.
Madeline hizo un repiqueteo con sus pestañas, ¿su saliva? De inmediato pensó miles de ideas descabelladas. A lo mejor existía una chance, si tan solo conseguía ese "elixir" de vampiro podría salvar a Russell, y a quien lo necesitara. Antes debía enfrentarse a esos extraños seres, ¿cómo serían? Nunca había visto uno. La sola idea de ver a un verdadero demonio la llenaba de pánico. Ella era solo una humana, pero también debía confiar en su convicción, en su fortaleza, esa que le había otorgado la posibilidad de ser feliz una vez.
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