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20. El ocaso de un nefasto milenio

Luego del fino e increíble trabajo de Azazel para "domesticar" a los demonios mediante el uso de las ofrendas humanas, llegaba Sara , entre tantas huérfanas, una jovencita humana de rostro angelical pero mente siniestra. A menudo, Bladis oía las historias que involucraban a sus nietos y a los demás descendientes de las altas castas, imaginaba que se trataba de una arpía, otra de tantas que intentaba llegar alto mediante las artimañas de la seducción, nada nuevo. ¡Qué equivocado estaba! Luego de su aparición, las cosas ya no tendrían retorno, ella lograba lo que él había pretendido con Madeline: demostrar que los vampiros y humanos podían amarse. De todas formas, de no ser por sus decisiones, por la osadía de Azazel, por los impuros rebeldes y las ofrendas deseosas de un futuro mejor, no se habría podido dar el puntapié final.

Llegado a un punto de inflexión,  tras la extinción de la familia Belmont y Nosferatu a mano de licántropos que  cazaban a los vampiros como fantasmas de la venganza, la familia Báthory infestada de impuros por el ascenso de Azazel, y los Leone y sus negocios sin concretar, Bladis decidió que era el momento de marcharse. Quería matar a Nikola, el peor de sus hijos, y a toda su familia con sus manos, sin embargo prefirió dejarlos vivos y otorgarle la satisfacción a otros.

Bladis recordaba ese terrible ocaso en el que también había tenido que despedirse de ella, de Madeline.

—Nikola va a venir a matarme ahora que la hermandad ha entrado en anarquía —dijo Bladis a Madeline—. No quiero morir en sus patéticas manos, así que me iré.

—¿Dejarás que me maten? —preguntó ella, sorprendida de oírlo.

—No te harán daño, y podrás conseguir asilo mejor que a mi lado —respondió Bladis—. Todavía recuerdo que me odias, ¿y tú?

—Todo el tiempo.

Bladis no hizo ningún gesto, pero le entregó la libreta de Joan Báthory, el más joven de su familia y de corazón puro como su padre, Stefan. Él era un genio si de ciencias se trataba, y al igual que Griselda buscaba la verdad tras su naturaleza, y la había encontrado en postulados de evolución y análisis de ADN, entre otras cosas . Era el argumento de la ciencia moderna que liquidaría la historia de Lilith y Asmodeo.

—Puedes leerla así no te quedan dudas de que no soy un demonio. —Bladis apretó las manos de Madeline junto a la libreta—. Úsala con sabiduría.

Madeline la ojeó con sorpresa.

—Sé que no eres un demonio. —Madeline alzó su vista—. Solo eres un pobre diablo.

—Maddy, adiós. —Él la detuvo con una imprudente caricia en el rostro—. Cuídate, lamento mucho que no hayas podido matarme, pero a veces se notaba tu falta de ganas en acertar.

—Cállate, miserable —musitó ella—. Y ahora vete. Me sentiré muy frustrada si es otro quien te mata.

Ese fue el último día en su palacio. Bladis se iba en completa soledad, confesando a su servidumbre que él no era hijo de Lilith y Asmodeo, solo el hijo de unos pobres campesinos. Al principio nadie lo entendió, habían quedado en shock. Bladis no era de hacer chistes, y menos de blasfemar así. Fue ahí cuando Madeline explicó con más detalles, y la libreta de Joan pudo ser tomada en serio.



El vampiro supuso que, tarde o temprano, se enteraría del desenlace de la hermandad, su hermandad. Era verdad que no confiaba demasiado en Azazel, las ofrendas y sus aliados, pero él ya se había encargado de dejar algunos pendientes resueltos para que los pocos que quedaban se mataran entre ellos.

El secreto ya no era un secreto, y ahora Bladis estaba solo, como al inicio.

Tomando la carretera, y teniendo todo listo para un largo viaje, Bladis abandonaba las tierras que había habitado siglos enteros, abandonaba a Madeline, abandonaba todo. No había podido hacerlo antes, pasando por idas y venidas, pensando en si debía destruirlo todo o asumir el rol de demonio. Había optado por la segunda opción, pensando en que le había llevado mucho tiempo cimentar un mundo seguro para él y los suyos, que echarse atrás no le traería ningún beneficio.

Fue un demonio. Mató con frialdad, se bañó en la sangre de sus enemigos, generó discordias entre sus propios hijos, tomando a quien quisiera como él quisiera. Las personas a su alrededor carecían de importancia, eran fichas jugando su juego en solitario, un juego que ya no le generaba ninguna emoción, puesto que cada paso él podía leerlo con claridad, era una habilidad ganada con los años, una habilidad que le permitía perpetuarse.

El hecho de verse obligado a cambiar de juego y de jugada, le abría miles de posibilidades. Frente a un mundo nuevo y desconocido, sus años de experiencia ya no le servían para nada. Los humanos, que alguna vez había conocido, ya no existían; la gente del presente era extraña y él era un joven inexperto. Había renacido.

Llevaba siglos sin sentirse así y le gustaba, le gustaba recuperar su capacidad de aprender, de sorprenderse, incluso su capacidad de equivocarse.



Tras dieciocho años de su partida, el tiempo era un soplido para quien había vivido siglos enteros, pero la ausencia de Madeline dolía cada segundo. Todo habría sido mejor con ella a su lado, queriendo matarlo. Cada vez que veía una obra de arte, escuchaba una bella sinfonía, o probaba un delicioso platillo, pensaba que, para disfrutarlo, debía estar ella, quien ahora punzaba su corazón con una daga en el Pont des Arts.

—Llevas la alianza que te di —susurró él, acariciando la mano que lo aguijoneaba.

—Voy a empeñarlo —Madeline revoleó sus ojos.

—Puedes admitir que te gusta.

Bladis limpió las lágrimas de Madeline, sin que ella dejara de apuntarlo; y, con un abrazo, él terminó por enterrar la daga en su cuerpo.

Madeline enmudeció cuando notó la sangre brotar en su mano y el peso de Bladis sobre su hombro.

—No... no, no... —balbució ella, cayendo de rodillas junto a él—. ¿Qué haces? —dijo histérica, quitándole la daga de un tirón.

—Sé que no podrías matarme, no eres como yo.

—¡Idiota!

Madeline tomó su cartera, de manera nerviosa buscó entre miles de objetos innecesarios, hasta que lo halló. En un pequeño frasco se encontraba un líquido rosáceo. Ella lo tomó y abrió la camisa de Bladis, él comenzaba a cerrar sus ojos. El imbécil se había clavado la daga en su corazón. Antes que él maldito diera un último suspiro, ella vertió el líquido en la herida.

—¿Por qué? —barbulló él.

Los pocos transeúntes observaban de reojo, algunos ya llamaban a la policía. Madeline se abrazó a él y no le importó.

—¿Creías que te iba a matar aquí? —Madeline vio la herida cerrarse y a Bladis regresando en sí—. No estamos en el medioevo, no puedo dejar cadáveres desperdigados.

La joven mujer vio las sirenas de los patrulleros, estaba claro que alguien había visto la "escena del crimen". Así que, antes de tener problemas, ella arrojó la daga al río Sena, y ayudó a Bladis a ponerse de pie.

—¿Qué estás haciendo, Madeline?

—Cállate —chistó entre dientes cuando vio a un oficial.

—¿Algún problema? —preguntó el uniformado, analizando la sangre en el suelo.

—Mi marido tiene cáncer y tose sangre, ¿ve? —explicó Madeline, mostrando sin tapujos las manchas rojas. Bladis arqueó una ceja con disgusto.

—Estoy acostumbrado, oficial —añadió Bladis, fingiendo toser.

Tras algunas breves preguntas y una insistencia por llevarlo al hospital, Bladis y Madeline pudieron deshacerse de él. Ambos comenzaron a caminar por el mismo sendero; ella, con el paso acelerado y las lágrimas cayéndole cual cascada. Él, impresionado por verla tan joven de vuelta, ahí, a su lado, ¿deliraba? Si era así, deseaba permanecer un rato más, aunque le pareciera estar inmerso en la noche más larga de su miserable existencia.



"Madeline, hice cálculos, aunque no me gusta hablar de números, me remonta a mi edad, a cuántos años has sufrido a mi lado, cuántas personas he matado, cuántos litros de sangre he bebido y a cuantos dañé sin sentir remordimiento. ¿Y, tú? ¿Hiciste cálculos? Pasaron dieciocho años, y es la primera vez que cuento. Debería no significar nada, un simple suspiro, pero se siente como una infinitud; quizás porque descubrí la libertad y me siento culpable. Eso no es todo, pues si bien me siento próspero, sé que podría estar mejor. Me hubiese gustado que lo vieras, que vieras lo que yo vi: los edificios, las comidas, la gente, la ciudad. Pero en ese momento consideré dejarte y que sacaras provecho de la situación, que tuvieras una oportunidad más para decidir por ti misma tu destino.

Si soy tu maldición, también quiero ser el que la rompa.

Madeline, la semana que viene estaré en Francia, en el Pont des Arts a la medianoche, puedes venir a matarme, sé que todavía quieres hacerlo. Quiero darte ese gusto, estoy listo para irme. Es injusto que un tipo como yo disfrute algo tan valioso como la vida misma, ¿verdad? Sé que así lo piensas, además, no voy a mentirte, todavía te extraño.

Bladis."

Esa era la carta que había enviado Bladis a Madeline días atrás, ¿a qué dirección? A su palacio, ese en el que habían vivido sus largos siglos. No tenía la certeza de nada, si ella estaba viva, si el palacio seguía de pie, nada desde la caída de su hermandad. Era un terrible riesgo enviarla a ciegas, cualquiera podría ir por él. Para su "suerte" el mismo era habitado por híbridos de lobo y vampiro. Ninguno de ellos pudo comprender esa carta en su totalidad, el único que podía sacar una conjetura era Stefan Báthory, uno de los pocos centenarios puros y de buen corazón, pero la verdad era que nada sabía de la vida íntima de Bladis, siempre había sido un tipo ermitaño y temible, por lo que en ese instante se le debelaba la relación que tenía con esa vieja criada. Ante las miradas ajenas, Madeline era tan espeluznante como él, por eso mismo nadie le preguntaba nada.

Al final, ellos decidieron enviar la carta a su destinatario, evitando pensar en que el vil y cruel Bladis seguía vivo, diciendo hora y fecha en la que se lo podía ir a matar. Era extraño, muy extraño, pero la última palabra la tenía ella.

Madeline, una vez hubo terminado la guerra contra la hermandad, fue enviada a casa de Vlad Dragen, ese viejo conocido.

Durante algunos años estuvo bajo el ala protectora de Dragen. Él vampiro todavía se sentía avergonzado por lo que su protegido había hecho con ella. Claro que Vlad tenía sus cuantos pecados que pagar, después de todo había sido propulsor de la barbarie para salvarse su pellejo. A Madeline ya no le importaba, nadie era trigo limpio, no obstante seguía deliberando acerca de qué hacer con su vida. Antes había permanecido para torturar a Bladis, ahora ya no tenía nada que hacer.

De no ser por Joan Báthory, quien le propuso ser su "sujeto de experimentación" para probar un nuevo elixir, ella ya se habría quitado la vida. Pero le intrigaba la idea de rejuvenecer a la edad en la que quedaban congelados todos los vampiros puros, y a la vez pensaba que era una oportunidad para que su existencia sirviera para algo. 

—¿Estás segura de esto? —preguntó Joan, aquella vez antes de hacerle beber esa pócima azulada—. Sabes que a diferencia de otros productos, esto no puede ser testeado en animales.

—Sé que puedo morir —rechistó la vieja ceñuda—. ¡Anda niño, no tengo miedo de la muerte! Hay cosas peores, como la vida eterna.

Joan inspiró con fuerza, tenía mucho miedo de matar a una anciana, aunque esta ya hubiera vivido mil vidas. Ese chico tenía la sensibilidad del mundo moderno; además, en él había algo de la dulce sangre de lobo proveniente de su madre. Pobrecillo.

Madeline lo apuró, el suspenso la enojaba. Él la pinchó desviando su vista, el líquido azul se inmiscuía en sus venas, provocándole ardor, un intenso ardor.

La anciana creyó soportarlo, pero no, el penetrante dolor se ramificaba por su ser, quemándola, sacudiéndola. Gritaba y gritaba. Todas sus células se morían y se regeneraban con el paso de la pócima, era un dolor insoportable, indescriptible. Joan había quedado espantado en un rincón, quienes lo acompañaban ingresaron a la habitación en donde todo sucedía. Tomando a la vieja de los brazos, tratando de ayudarla, pero a la vez quedando atónitos, pues todas las arrugas, todas las canas y la marchitez de sus años desaparecían convirtiéndola en una joven, una preciosa joven odalisca.

Madeline se desplomó y tardó tres días en despertar. Cuando se vio al espejo pensó estar soñando, o quizás estaba muerta. Pero pronto lo recordó y regresó a la realidad, era de esperarse de un Báthory, la genialidad corría por sus venas.

Para desgracia, la emoción por su juventud renovada le duró poco, la carta de Bladis le fue entregada en el despacho de Vlad.

—Creí que debías saberlo —dijo Vlad—. Bladis está buscándote.

—Parece un chiste. —Madeline se dejó caer en uno de los sillones de la sala—. Si me preguntas, no sé qué hacer, siempre lo arruino todo.

—No deberías ir si pretendes volver a lo mismo de siempre —dijo el vampiro, buscándole la mirada—. Déjalo solo y le habrás hecho más daño. No debes volver a ese bucle sin sentido que tanto daño te ha hecho. Madeline, has vuelto a nacer, no te juzgaré si lo buscas, pero piensa en lo que a ti te hará feliz.

—¿Feliz? —indagó apagada—. Tengo prohibida la felicidad.

—Maddy —susurró Vlad—. Mil años, han sido mil años. Deja de culparte. En una vida humana habría sido normal, no te alcanza el tiempo para redimirte, para cambiar, pero esto es distinto. Entiendo que jamás podrás olvidar a tu amado, a tus hijos, al dolor terrible de su pérdida, pero no puedes seguir pensando en lo que hubiera sido. Hiciste más de lo que podías, y Bladis, no es que quiera justificarlo, pero debió haberte matado. En esa época debíamos asumir el rol de demonios, y cualquier margen de duda nos ponía contra las cuerdas.

—¡Lo sé! —Madeline apretó sus puños, y de inmediato bajó su vista, tomó su cabeza, aguantando el llanto.

Vlad esperó a que se desahogara.

—Sé lo que te pasa —señaló él—. Quieres verlo y no puedes dejar de sentirte como la peor escoria en el mundo. ¿Qué tan bajo se puede caer para querer ver al asesino de tu familia? ¿Qué tan miserable se puede ser para no haber tomado venganza? ¿En qué cabeza cabría tenerle un rastro de compasión? Te sientes igual de monstruosa que él, y probablemente lo eres.

Las lágrimas de Madeline se secaron y sus ojos vieron a Vlad, hablando con tanta claridad acerca de lo que sentía que la vergüenza la invadió. Ella era un monstruo unida a otro por un odio que la consumía y la ataba a él.

—Madeline —resopló Vlad, poniendo los ojos en blanco—. Eran otras épocas, era el maldito medioevo, todo se solucionaba con la muerte, nadie tenía tiempo de hablar.

—Nada lo cambia. Nada lo justifica —dijo ella.

—Entonces decídete de una vez —exigió él—. Rehaces tu vida, o te suicidas, o te conviertes en un demonio y dejas esta culpa de una vez. Si sigues en la línea de la nada, si sigues sin rumbo, no estarás siendo mejor persona, solo serás una hipócrita, y a la vez seguirás con esa existencia que solo ocupa espacio y estorba de tanta cobardía.

El cuerpo de la vampiresa se estremeció por completo. Vlad era duro para cantar las verdades.

—Siento haberte molestado —rumió ella, levantándose para tomar el aire.

—Madeline, si te interesa, tengo una propuesta —resopló Vlad—, Azazel instalará una institución similar al Báthory en Paris. Los chicos de todas las familias están creciendo y necesitan contención ahora que la hermandad no existe.

Ella hizo una mueca medio convencida y se alejó.



¿Convertirse en un demonio era fácil? Vlad le había dicho eso porque lo sabía bien. Madeline observó su sortija de diamantes, la negrura la atraía más y más. Atrapada, había quedado atrapada en una maldición gitana. Todos se rehacían menos ella, incluso volvía a tener el mismo rostro de cuando había cometido su primer error. Sin embargo decidió dejar de decirse excusas absurdas, y tomó las riendas del asunto.

El vuelo salió a tiempo, podía quedarse un par de días en mansión Delacroix, perteneciente a la nueva familia de Azazel.

Ella llegó y fue recibida con amabilidad, hasta la hora del almuerzo en donde se habló de lo inevitable, del innombrable, pero sin entrar en demasiado detalle, para no espantar a todos los pequeños que no conocían nada del sanguinario Bladis Arsenic y su funesta hermandad.

Para cuando la hora llegó, ella dudó unos instantes en la puerta, ¿ir o no ir al puente?

—Madeline, no te angusties —musitó Azazel tras su espalda—. Puedes ir y hablar con él y luego volver. Pero no lo traigas a casa, no será bienvenido.

—No pienso hacer eso. —Madeline rodeó con sus ojos la mansión antes de irse, Bladis ya no podría estar cerca de todos aquellos que se habían librado de sus cadenas.



En el presente, luego de la apuñalada, Madeline seguía con el paso apresurado, sin saber a donde ir con ese vampiro que la seguía como una sombra, y era su culpa, ella había ido por él.

—¿En dónde prefieres matarme? —preguntó Bladis, abotonando su abrigo para que no se notara la rotura de la camisa.

—¡No voy a matarte! —bramó ella, dándose la vuelta—. Vamos a un hotel, la calle y los humanos mirones me desesperan.

Bladis quiso sonreír, pero ya se había olvidado cómo se hacía eso de "la sonrisa". Él la dirigió al hotel en donde se hospedaba y allí se quedaron, en un silencio mortal.

—Bladis, estoy cansada. —Madeline se dejó caer en la cama.

—¿Tienes ganas de morirte? —preguntó él, sin poder quitarle la mirada.

—Sí y no, me gusta vivir, pero creo que no conseguiré nada más, o quizás tengo mucho miedo del más allá —admitió—. Siempre me pregunto qué sucederá, la intriga me mueve. Y, cada vez que pienso en morir algo me revive.

—¿Entonces?

—Lo decidí. —Ella lo miró—. No puedo ser una humana nunca más, no puedo mirar a un licántropo a los ojos, no soy la mejor de las vampiresas. Por eso, Bladis, vine aquí para convertirme en demonio.

Convertirse en demonio, así lo llamaba ella al hecho de querer estar con él, de admitir, luego de mil años, que quería estar a su lado. Era más de lo que pudiera merecerse, y de verdad, al hacerlo, se convertía en la persona más nefasta y oscura del mundo. La inmoralidad sexual de Sara era un chiste al lado de la escabrosidad de Madeline.

—¿Por qué? —preguntó él, haciendo un repiqueteo con sus oscuras pestañas—. Ya no estoy para juegos, y tú tampoco.

—Costumbre quizás, ¿acaso conoces a otros milenarios? —preguntó, arqueando sus cejas—. Si no es contigo me siento ajena a todo, quizás porque eres lo único que me retrotrae a mi vieja yo, lo único que me recuerda que estoy viva y no soy un fantasma. No te aprecio, ni te quiero. A ti solo me une el odio, pero eres lo que necesito, mi mal inevitable.

—Puedo conformarme —susurró él, sentándose a su lado—, porque también te necesito, porque también me siento igual.

—Tal vez ni los vampiros estamos hechos para vagar en soledad.

—O quizás sí, no lo sé. Pero ahora el mundo es menos hostil ¿no lo crees? —murmuró Bladis, observando las luces de la ventana—. Antes, o eras un rey o eras su mierda, la única forma de ascender y perpetuarse era matando. Haciendo correr ríos de sangre.

—No todos hacían eso.

—En mi escasa visión de ese entonces, no veía otra salida —explicó—. ¿Qué habrías hecho con tu raza en extinción, soportando el odio de la gente? Vi mi oportunidad y me aferré a ella con uñas y dientes. Y no, no me importó si en el medio tenía que matar a medio mundo, cortar lenguas y abusar de pequeñajas. No me importó matar a tu lobo, incendiar el clan, ¡porque estaban amenazándome con su impertinencia! ¡Intentaban volverme miserable, destruir mi hermandad, extinguirme y hacerme creer que no merecía estar vivo!

—Ya me lo has dicho —barbulló ella—, y no cambia nada.

—Así que quieres ser un demonio como yo.

—Ya pasé demasiado tiempo castigándonos. —Madeline se dejó caer en la cama y puso la vista en el techo—. Quiero vivir, y para ello tengo que volver a nacer, y si lo hago me convertiré en un demonio, pues ello va a implicar que estaré en términos pacíficos contigo, sin importar lo que me hiciste. Seré consciente y no me importará, pues antepondré mi egoísmo, mi felicidad, y mi tranquilidad.

—¿Podríamos simular ser desconocidos? —Bladis sintió su corazón acelerarse, la idea parecía impropia de Madeline, un sueño.

—No, no voy a engañarme. —Ella sonrió de lado y lo miró, se veía como un completo idiota—. Estoy aceptando lo que voy a hacer, algo aborrecible.

—¡Suena como si fueras a meterte en problemas otra vez! —Bladis se levantó solo para ubicarse a ahorcajada sobre ella—. ¿Estás segura que quieres hacer algo tan horrible? Si al final me aceptas no puedo asegurarte nada, no puedo advertirte si estás cometiendo otro error más.

Ella inspiró viendo su reflejo en esos ojos transparentes, habían sido muchos siglos de infelicidad y frustración, y a veces tenía que esforzarse para odiar a Bladis, porque los años querían lavar las heridas. Una mente no podía odiar durante tanto tiempo, ahora lo sabía.

—Los demonios comenten errores —dijo Madeline—, así que, por primera vez estaré haciendo lo correcto.

Bladis fue descendiendo su rostro y Madeline cerró sus ojos, no estaba lista para verlo mientras la besaba. Los labios del vampiro se sintieron fríos, como el golpe de una ventisca antinatural, pero ella lo aceptó hasta el final. No se imaginaba cuanto necesitaba eso hasta que lo abrazó por cuenta propia, queriendo sentir la nieve cubrirla por completo, helarla, mortificarla, hundirla en el más profundo de los avernos.

Estaba mal y de ahora en más sería así.


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