14. Sangre dulce
Siguiendo el rastro a la novia fugitiva, Bladis descubrió más de un secreto. La odalisca no era del pueblo ni del prostíbulo, nadie la conocía, y no pretendía curar a nadie de allí. Los guardias solo sabían de su contacto con las vendedoras de dulces en el mercado, y las mismas eran mujeres foráneas, que durante semanas desaparecían sin rastro.
La única pista certera era el caballo que regresaba con las patas embarradas, por lo que se deducía que Madeline había cruzado el pantano. Ella se había ido más lejos de lo que se podía sospechar, y Bladis entendía que quizás se había encariñado muy rápido con una mujer de la que nada sabía.
—El rastro termina en la ciénaga —comentó uno de los soldados, sosteniendo en su mano un retazo del vestido de novia.
—¿Qué esperan para buscarla? —preguntó Bladis, tomando el pedazo de trapo y apretujándolo dentro de su puño.
—Señor —habló un soldado—, el pantano es una tierra hostil para quien no lo conoce. Cientos de hombres mueren en sus tierras tramposas, o devorado por las terribles alimañas que allí moran. Si Madeline fue hacia allí, ya debe estar muerta.
—¡Es una orden! —exclamó Bladis, desenvainando su espada—. Si no van, tengan por sentado que morirán de todos modos.
Sin su líder, la caballería de los Leone no tenía más alternativa que obedecer. Sabían que la familia Arsenic tenía la última palabra. No obstante, Bladis no pecaba de cobardía, él también iría hacia el barrizal. Necesitaba ver a Madeline para que ella le dijera en la cara todo lo que había callado, que le explicara por qué había escapado sin siquiera intentar convencerlo para que le diera su elixir; tal vez él no se habría resistido a aceptar ayudarla. No tenía sentido, por primera vez en su vida había sido amable y permisivo con un humano, se había abierto a ella, de alma y corazón. No podía considerar ese desplante.
En medio del drama de los vampiros, Madeline rehacía su vida, sin pensar en ser encontrada, sin siquiera pensar en ser buscada, pues jamás había creído en las palabras de Bladis. ¿Enamorado? ¿Amor? ¿Matrimonio? Ante sus ojos, él era un demonio que quería engañarla con lo contrario, y también estaba segura que tras sus buenos tratos se escondía algún plan malévolo. Ella, más que nadie, sabía de las cacerías que organizaban para atrapar y devorar a los lobos, ella sabía bien como en cada Salamanca asesinaban a decenas de personas inocentes, entonces ¿por qué creerle?
Quería olvidarlo, borrarlo de su memoria. Había hecho cosas muy desagradables con ese monstruo, pero lo que no sabía era que, mientras ella se preocupaba por la comida, el aroma atravesaba los árboles, atrayendo a los enemigos.
No había llegado hasta el final, pero los agudos sentidos del vampiro le hacían prever que, tras el inalcanzable bosque de la montaña se escondía una aldea.
Lo olía, lo oía, lo percibía. Bladis podía asegurar que Madeline se escondía en ese sitio. El vampiro hizo detener a todos, y él mismo se acercó con suma cautela, como una fantasma. Allí, la verdad se rebeló ante su mirada blanquecina.
Pequeñas y humildes casas de madera, fogatas en las que se asaba la carne, niños, mujeres y hombres. Entre todos estaba Madeline, sencilla como la vez que la había conocido, con un vestido sucio y zapatos hechos de harapos. Sostenía un pequeño en brazos y otro la seguía tras sus pasos. El frío corazón del vampiro sintió una punción, ¿de qué se trataba todo eso? Quería ir por ella, irrumpirla, acorralarla, pero un hombre apareció, un extraño hombre de cuerpo fornido y cabellos cenicientos. Éste tipejo acarició las cabezas de los pequeños y dejó un beso en Madeline, un beso suave que ella correspondió con una mirada de verdadero amor.
Lo entendía, para un hombre de cien años no era tan difícil atar los cabos. Era a ese hombre a quien había querido salvar con su saliva, un hombre al que amaba. Aunque todavía había más, Bladis lo sabía y se contuvo. Ese hombre, esos hombres, no eran comunes, no eran normales, no eran iguales a los del pueblo. Inspirando con fuerza, el vampiro lo supo, supo porque ella le había mentido hasta el final.
—Licántropos —susurró con la suerte de tener el viento en contra.
Esa tarde tuvo que desistir de tomar a Madeline por su traición. La venganza tendría un dulce sabor, el dulce sabor de la sangre de los lobos.
—Novilunio o eclipse —afirmó Klaus, en una reunión con las tropas—. Son las únicas chances para atacarlos y que ellos sean más débiles a nosotros. Además, deben estar cubiertos de plata, tienen una extraña alergia a la misma. Les quema como a nosotros el sol del desierto.
Vlad Dragen resopló desde un rincón. Una masacre, eso sería, una terrible matanza para recuperar su ego. Se había equivocado con su antiguo protegido, ya no se trataba de cuidar su estirpe. Quería callar a Klaus y detener a las tropas Leone, pero todos querían acabar con los licántropos, dominarlos, consumirlos. ¿Qué podía hacer él? ¿Imponer una moral? Ya era tarde, lo lamentaba por Madeline, había tenido suerte en salir ilesa, pero sus imprudencias las pagaría caro, más caro de lo que podría haberse imaginado. Había tentado demasiado a su suerte mundana, era hora de sufrir las consecuencias.
Las tropas hicieron caso a Klaus y esperaron al novilunio, cuando el cielo era negro y la luna se ausentaba. Todos se vistieron de una lujosa artillería de plata, había costado bastante conseguirla, pero lo valdría.
El más dulce de los banquetes se aproximaba.
La noche era lóbrega y fría, el viento fuerte azotaba las copas de los árboles. En el clan todos dormían, en familia, en paz. No por mucho, claro, pues a la medianoche ardieron las primeras cabañas.
Las tropas lanzaban flechas en llamas, atacaban antes que los lobos pudieran verse rodeados.
Niños gritando, llorando, hombres y mujeres corriendo de un lado a otro. Flechas de punta de plata volando hacia sus objetivos, atravesándolos por la crueldad vampírica. Era una guerra a traición, y no habría piedad.
Algunos lobos se transformaban, pero ya era tarde, eran rodeados y enjaulados. Su fuerza disminuía con el novilunio y los vampiros tenían ventaja sobre ellos.
Madeline tomó a su pequeño, y Russell a su niño más grande, su cabaña iba a ser consumida por el fuego; ambos pretendía huir, sin entender lo que sucedía.
—¡Al pantano, Maddy! —ordenó Russell, desesperado ya que no podía transformarse para poner a salvo a sus niños en solo un salto.
Los cuatro corrieron tras su choza en llamas, en tanto algunos trataban de dar batalla. El suelo comenzaba a volverse más denso, llegarían al pantano, pero una tropa de caballos negros los increpó; y, en medio de todos ellos, la gélida y blanquecina mirada de Bladis Arsenic atravesó las pupilas profundas de la asustada Madeline.
Un instante fue una eternidad, y Madeline supo que todo era su culpa.
—¡Detén a tu gente, por favor! —gritó ella, y la furia se apoderó de Russell al enterarse de que era él el maldito que había tocado a su mujer.
Su metamorfosis comenzó, pero Bladis atacó primero.
Russell saltó a él, y decenas de flechas con puntas de plata impactaron sobre su cuerpo, venían de todos lados. Madeline gritó con horror. Bladis alzó su espada, y alzando el filo le cortó la cabeza de un solo movimiento.
El cuerpo de Russell caía muerto sin un adiós.
Madeline ya no pudo gritar, quería resguardar a sus hijos que gritaban enloquecidos, pero la misericordia era algo que los vampiros carecían.
Dos soldados no esperaron la orden para lanzar sus flechas a los niños. El ruido seco dejó a la mujer sin movilidad, viendo los cuerpos de sus hijos caer al fango.
Bladis lanzó una mirada furiosa a sus soldados, aunque no pudo reprocharles nada.
Madeline sintió la locura nublarle la mente. No podía ser cierto, no, no podía serlo. Era su culpa, ¡su culpa! Su amor, sus hijos, el clan todos muertos por su culpa. Ese maldito vampiro paladeaba la sangre de e la espada ¡Era el mismísimo Satanás!
"Al pantano, Maddy", eso era lo último que le había dicho Russell, y sus hijos solo habían podido gritar y llorar. Madeline supo que ya no tenía derecho a vivir, no entraría al cielo, no tenía perdón. Ella era un monstruo, una miserable, una soberbia que había querido jugar a Dios. Ahora se preguntaba por qué seguía con vida, por qué la tenían en un sucio calabozo atada de pies y manos. Quizás la torturarían, pero era lo que más ansiaba, ser atormentada sin piedad hasta la muerte. Madeline esperaba con locura ser golpeada, masacrada por su necedad, por su inmadurez, por la calamidad que había causado.
Ni siquiera podía echarle la culpa al vampiro, porque lo sabía: era su culpa y de nadie más. De no ser por las cadenas, ella misma se habría roto el cráneo a golpes. Por el momento no podía parar de llorar, quería perder la memoria, la razón.
Quería morir.
Unos pasos le advirtieron que su pesar persistiría un rato más. Bladis la miraba tras los barrotes, con plena frialdad.
—Aliada de los licántropos, qué tonta fuiste —dijo Bladis, pero ella no respondió—. Me sirvió bastante, revertí la historia a mi favor. Dije que todo este tiempo te seduje para hallar a los lobos. Si supieran que fuiste tú la que me rompió el corazón.
—Déjame en paz o destrípame, ya cumpliste tu objetivo —musitó Madeline—. Mataste a mis hijos, a mi lobo, a mi familia, demoliste todo en un parpadeo. Eres un demonio, no hay dudas de ello.
—Tú lo hiciste —replicó Bladis—. Fuiste pretensiosa, mezquina, a pesar que te di la cura seguiste a mi lado porque querías más y más. Tentaste a la suerte y obtuviste tu resultado.
Madeline se echó a sollozar con fuerza, había sido una estúpida, una gran estúpida. Y el vampiro tenía razón. Bladis ingresó a la celda, arrodillándose frente a ella, que lloraba y lloraba sin poder parar.
—Mátame... —susurraba la humana.
—No puedo —dijo él, tomándola de la muñeca para dejarle una mordida—. Esto te mantendrá a salvo.
—¡Si no me matas yo intentaré matarte a ti! —bramó Madeline, azotando cadenas, con esa mordida había recobrado la fuerza, pero no era lo que quería.
—Inténtalo. —El vampiro la enfrentó con la mirada—. Intenta matarme, Madeline.
Cada día en esa celda, Bladis fue por ella, para limpiarla, alimentarla y morderla.
Las ganas de morir de Madeline se convertían en furia, en un siniestro odio hacia Bladis, quería despedazarlo a él y a toda su estirpe. Por eso debía mantenerse con vida, debía aprovechar esta nueva oportunidad para aliviar algo de su pena, para deshacerse del mal que habitaba la tierra.
Su vida estaba a la deriva, su alma: condenada, ya no tenía nada que perder.
—¿Qué pretendes con esa mujer? —preguntó Vlad Dragen—. No queda un solo licántropo de pie, asesinaste a sus hijos, no puedes seguir castigándola.
—No fui quién los asesinó —dijo Bladis—, y lo que haga con ella es mi problema.
—Te has ensañado con ella —resopló Vlad—, ya la castigaste con creces, déjala morir. La gente de la hermandad ha quedado satisfecha tras la cacería de lobos, creyeron que lo tuyo con Madeline era parte de tu plan, no tienes que seguir atormentándola.
—Ella se atormenta sola, porque es quien ha provocado esto. —Bladis se detuvo—. Vlad, soy el rey de este imperio y tengo más de cien años. No debo tener un motivo para hacer lo que hago, el capricho es mi ley, así que te pediré que te mantengas al margen de mis acciones personales.
Vlad Dragen carraspeó su voz, y desvió su mirada justo cuando un carruaje atravesaba la entrada al castillo, eran Livia y Beltrán.
En el gran salón, los invitados recibían un gran banquete junto a los líderes de la hermandad. El joven Leone y la joven Belmont no podían participar de la charla, debido a las verdades que se les ocultaba.
—¿Hijos de demonios? —Beltrán alzó sus cejas—. ¡Y luego me criticaban por mis grimorios! No puedo creer que la gente se haya tragado ese cuento.
—Tuvimos épocas difíciles —murmuró Vlad, con la mirada baja—, pero nuestra historia es tan sólida como cualquier otra religión.
—Al menos se entiende el aura tan lúgubre —siseó Livia—, no es lo que hubiese hecho para sobrevivir, pero mantendré mis comentarios al margen.
—Eso espero —dijo Bladis, apuntándola con la mirada—, una mujer que ha hecho vivir a los suyos en una caverna durante siglos no podría juzgarnos, ¿verdad?
—Por favor —dijo Griselda—, han venido de visita, dejemos las hostilidades.
—Estamos al tanto de lo que hacemos —dijo Klaus—, no es necesario recordárnoslo.
A pesar de la notable tensión entre los viejos conocidos, la charla prosiguió.
La vida de Livia había dado un vuelco tras un ataque proporcionado por humanos, por lo que tras la huida de su cueva, hacia tierras orientales, le había proporcionado nuevas oportunidades en donde trabajaba para un emperador junto a Beltrán. En la actualidad, tenían un estatus elevado y un buen pasar. Las sociedades no eran tan caóticas en esas tierras y las guerras eran menos frecuentes, por lo que podían amasar grandes riquezas y mantenerse al margen de los conflictos. Pura suerte, pensaban los miembros de la hermandad, quienes habían visto a los suyos morir una y otra vez.
En eso, fueron interrumpidos por Simón Leone, quien retornaba al castillo luego de una expedición.
—Caballeros, damas —dijo haciendo una reverencia, propia de sus impecables modales—. Hemos ganado la guerra del oeste.
—No esperaba menos de ti, Simón. —Bladis se puso de pie y le estrechó su mano.
—Necesito colaboración para la organización de territorios —pidió el joven—. Son muchos castillos y poblados para repartir entre nuestra gente.
—Vayan ustedes —dijo Vlad Dragen—, yo me quedaré con nuestros invitados.
Bladis, Griselda y Klaus fueron tras Simón y las buenas noticias. Desde que el joven Leone tomaba el rol de su padre, demostraba ser capaz e inteligente en cuanto a estrategias de guerra, sumando a que era servil a sus mayores y se creía el cuento demoníaco a la perfección.
—¿Así que expanden su territorio? —Livia sorbió de su taza de té cuando quedó a solas con Vlad y Beltrán.
—Tampoco estoy feliz con nuestra forma de posicionarnos ante el mundo, Livia —dijo Vlad—. Nosotros no contamos con tu suerte.
—Quizás es porque no puedes verlo desde otra perspectiva —dijo Beltrán—, nosotros venimos de afuera, el mundo es muy grande, las cosas pueden cambiar.
—Lo intentamos —dijo Vlad.
—¿Cuánto? —Livia alzó su ceja—. Se ve tu inconformidad, a diferencia de ese tal Klaus o de tu protegido, Bladis.
—Ya no es mi protegido —rió Vlad.
—Sí, ha cambiado mucho. —Beltrán asintió con su cabeza—. Nunca pensé que se convertiría en un tirano. Era un idealista, amante de la libertad, muy creativo y talentoso.
—Sigue siéndolo —apuntó Vlad—, pero teme perderlo todo otra vez, y siente que todo esto es su responsabilidad. A cambio de una larga vida y una familia ha entregado su alma. No admite consejos, confía muy pocos a su alrededor. Yo no me siento en condiciones de juzgarlo, he sido su cómplice mayor, su aliado y mentor.
—Será como cualquier tirano —expresó Livia—, su desconfianza en sus aliados irá en aumento. Hemos vivido demasiado como para saber el final de esta historia.
—No voy a abandonarlos —sostuvo Vlad—, con Griselda estamos buscando alguna forma de regresar a los buenos hábitos.
Livia soltó una risa ofensiva.
—También estás cómodo en esta situación —dijo la vampiresa—, por eso no tomas un decisión drástica. Tu malestar no alivia el mal que hacen a los inocentes.
Vlad resopló con hastío, aunque sabía que Livia y Beltrán tenían algo de razón, debía dejar el rol pasivo y jugar sus propias fichas si quería lograr cambios contundentes.
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